Perrita mala

– Mira, Charo, un chico fregando…

– ¿Qué?

– Mira, allí, en el balcón del edificio de enfrente…

– ¡Ah, sí!

– Qué raro.

– ¿Por qué raro? Bueno, la verdad es que no es muy corriente ver a un tío

fregando.

Lupe se muerde una uña.

– Está bueno, ¿verdad?

– Psé.

– La verdad es que, no sé, ver un tío fregando, o haciendo una tarea doméstica,

es que me pone…

– ¿A dónde vas?

– ¡Al cuarto de baño, a descargar las baterías!

– ¡Eres una guarra!

Y Lupe se fue al baño a masturbarse.

El chico rondaba su edad, los veinte, y tenía la pinta de vivir en un piso de estudiantes como ella, pero no sabía a ciencia cierta qué estilo de vida llevaba, porque nunca antes se había fijado en él.

A partir de aquel día en que le vio pasar la fregona por su terracilla, lo buscaba continuamente a través de la ventana, y sus horas de estudio se hacía deliciosamente improductivas.

A las dos semanas, por fin volvió a verle fregando.

Corrió a buscar unos pequeños prismáticos que guardaba en algún rincón de su cuarto, entre apuntes, libros y ropa sucia.

Lo observó ir y venir, el tensar y relajar de sus musculosos brazos manejando delicadamente la fregona.

Observó su camiseta blanca ajustada, su rostro limpio, sus labios gruesos, su…

Y volvió a masturbarse como pudo, metiéndose mano bajo el pantalón.

Se hizo un lío, porque el pantalón era uno de esos tan ceñidos que no cabe en el bolsillo ni un sello de correos, y con una mano sujetaba los temblequeantes prismáticos mientras con la otra intentaba introducirse un dedo.

En la maniobra casi se cae por la ventana ocho pisos para abajo.

No pudo aguantar la tentación y se pegó un viaje al edificio de enfrente.

Era jueves por la noche, y ya se notaba la algarabía de estudiantes medio borrachos pegando alaridos en los balcones, el ruido de los botelleos en el jardín cercano y los coches con su música pastillera a todo volumen.

Subió hasta el octavo piso, pero la puerta la tuvo que adivinar.

Primero llamó al B, y le abrió una señora muy tetona.

– Perdone, creo que… ¿vive… vive aquí un chico así, moreno, alto…?

– ¿Eh? No, no. Aquí no… Espera, en el A, es.

– Gracias, hasta luego.

– Talego.

Llamó al timbre del octavo A, y en la espera, sus esculturales piernas temblaban de los nervios.

No sabía exactamente lo que iba a hacer, pero una idea aproximada se la daban los pantalones cortos que se había puesto, la camiseta dos tallas menor, el rojo de labios pasión y las pestañas negrísimas que resaltaban sus ojos azules.

Por fin el chico abrió la puerta. Al verla le sonrió.

– Hola.

– Hola.

– Pues dime…

– Emmm -Lupe se mordió el labio inferior-. Verás, no sé si me conoces, pero…

– La verdad, tu cara no me suena.

– Pues… Pues quiero que sepas que yo sí me he fijado en ti. Llevo tiempo mirándote. Soy del edificio de enfrente, somos vecinos. Así que le he echado valor y me he dicho «¡A lo mejor no le importa que le haga una visita y le suelte todas estas tonterías!». Y aquí estoy.

El chico de la fregona rió, como diciendo «no me creo que esto pueda pasarme a mí».

– ¡Joder, no sé! -dijo, rascándose la coronilla- Es que, me pillas…

– ¡A lo mejor estás acompañado, y molesto!

– No, no, acompañado no. Si vivo solo.

– ¿Entonces?

– Entonces… -él le sonrió- Entonces pasa.

Y Lupe pasó al piso de su nuevo novio.

Aquella misma noche, tras los típicos rituales de cortejo, hicieron el amor como dos benditos en el sofá.

Daba gusto verlos: dos cuerpos tan jóvenes, tanto sudor y tanto flujo compartido.

Lupe y Esteban se veían a menudo, ya que eran vecinos.

A veces él la miraba estudiar desde su ventana, a veces ella le observaba, muy hacendoso con las tareas del hogar.

Cada mañana, mientras desayunaban, se saludaban y se mandaban besos de un edificio a otro.

Salieron al cine y a los bares, e hicieron el amor muchas veces en la casa de él y en el piso de ella, cuando sus amigas no estaban.

A Lupe le encantaba el chico, pero había algo en toda aquella historia que fallaba.

Una noche se quedó a dormir en cama de Esteban.

Ninguno de los dos pareció echar de menos el sexo.

Al levantarse para desayunar, Lupe se encontró con el ceño fruncido de su novio.

– ¿Qué pasa? -le preguntó, chupándose un dedo con mermelada.

– ¿Que qué pasa? -protestó él- Que eres una guarra, eso es lo que pasa.

A Lupe se le aceleró el corazón al oír aquellas palabras.

– No te acuerdas, claro. Esta madrugada me levanto, ¡descalzo!, para ir al baño, y ¿qué me encuentro? A la señorita, en cuclillas, meándose en medio del pasillo.

Y vaya charco que dejó, la cerda. Estuve media hora para recogerlo todo con la fregona. Y todavía queda olor.

Lupe respiraba aceleradamente.

– No me acuerdo…

– No claro, debías estar sonámbula. No importa. Me gusta fregar. Perdona.

Le miró con hambruna y simulando enfado, al tiempo.

– No digas eso… -dijo Lupe.

– ¿Qué?

– No pidas perdón. Vuelve a insultarme… -se acercó lentamente hacia él- He sido una niña mala, merezco que me insultes. ¡Dilo!

Le quitó la camisa y comenzó a besarle y chupetearle el pecho.

– Guarra…

– Sí…

– Cerda… Asquerosa…

– ¡Sí, cariño, sigue!

– ¡Niña cerda, maldita guarra! ¡Eres una niña cochina!

– ¡Sí, y huelo mal!

– ¡Apestas! ¿Voy a tener que enseñarte modales? ¡Guarra! ¡Guarra!

Se besaron con fruición. Aquel sí que merecía ser su primer encuentro. Había deseo de verdad, tanto que no podían controlar los movimientos de sus músculos.

Lupe le desnudó y le besó todo el cuerpo. Se quitó el pantalón del pijama y se acopló a él con un grito.

– ¡Guarra!

– ¡Sí! ¡Mh!

– ¡Estás sucia! ¡Por dentro y por fuera!

– ¡Sigue!… ¡Sigue!

Esteban la sujetó con fuerza por la rizada cabellera para que no se escapara, para penetrarla con todas sus fuerzas, para obligarla a echar su cabeza hacia atrás y poder comerse su sucio cuello.

Lupe subió y bajó un millar de veces sobre él.

Cuando notó que se acercaba el momento, no permitió que se corriera dentro de ella.

En lugar de eso, le obligó a retener su eyaculación unos momentos, durante los cuales le rondó con mirada traviesa, torturándole al borde del clímax.

Por fin se arrodilló y le masturbó, dejando que se corriera sobre ella.

Bañó su cuello, su escote, su boca.

Recogió con sus manos el semen para poder saborearlo, extenderlo por su cara y sus muslos, para quedar bien pegajosa y pringosa.

Esteban la observaba, negando la cabeza.

– Pero qué guarra que eres, chica…

Cuando los dos quedaron satisfechos, Esteban la llevó a la bañera para lavarla bien.

Le frotó maniáticamente todo el cuerpo con la esponja, hasta que Lupe empezó a revolverse y quejarse, diciendo que rascaba, que era un bestia.

Alguna noche, Lupe jugaba a los sonámbulos.

Caminaba quedamente hasta el pasillo, se ponía en cuclillas y esperaba, hasta que el líquido dorado salía de su cuerpo en chorritos dispares y tintineaba en el suelo.

Aun como dormida, ponía cara de satisfacción cuando su chico aparecía, resignado, pasaba descalzo sobre su charco, y volvía con la fregona.

Mientras limpiaba, la increpaba con insultos, como los que les dirigen las madres cansadas a sus hijos, le daba puntapiés para que le dejara fregar bien, y la mandaba con improperios a la cama, por mala, por guarra.

Ella sonreía, y volvía a la cama, con los pantalones arrastrando y el culito al aire.

Le encantaba hacer pipí de aquella manera, se sentía libre, como la primera vez que visitó un campo nudista.

Y le encantaba que su esclavo la complaciera, medio gruñendo, medio jugando.

Sorprendía al pobre Esteban con charcos de pipí por la mañana, yéndose antes que él a clase.

Cuando le veía fregar, aunque no fueran sus cochinadas, observaba deleitada todos sus movimientos, y cuando Esteban se volvía se la encontraba abierta de piernas, excitada, con dos dedos dentro de sí.

Comenzó a dejar de ducharse a menudo, sólo para oler mal y hacer que él la llamara guarra, apestosa y sucia.

Dejaba que las partes íntimas de su cuerpo fueran cogiendo un aroma fuerte, y al final hasta se excitaba ella sola cuando se bajaba las braguitas o le llegaban sus propios efluvios al cambiarse la blusa, pues los asociaba enseguida con el sexo.

Cuando hacían el amor, Esteban hundía la cara en su gran mata de pelo oscuro rizado, aspiraba profundamente el olor a tela y a fruta, y ella se volvía loca, clavándole las uñas en el trasero.

Pero lo que más le gustaba a Lupe era enfadarle con el juego del pipí.

Una noche, se deslizó soñolienta hasta el salón y orinó. La luz plateada de la Luna bañaba las formas de su cuerpo desnudo.

Sus pechos parecían dos piedras preciosas frías.

Se asustó hasta el punto de echarse a llorar cuando de repente la cogieron por detrás del pelo.

Esteban la forzó a pegar la cara contra el charco, mojándole la nariz y los labios, como hacen con los cachorros que no aprenden.

– ¡Ay, bestia, me haces daño!

– ¿Ves eso? ¡Eso no se hace! ¡No se hace pipí ahí! ¿Entiendes? ¡Ahí no!

– ¡Vale, ya entiendo! ¡Ay!

– ¡Eres mala! ¡Una perra mala!

Se sentó en el sofá y la colocó sobre sus rodillas. Comenzó a azotarla en el trasero. Ella se agitaba, intentando liberarse.

– ¡Eres una perra mala! ¡Una perrita sucia! ¡Voy a tener que ponerme duro

contigo!

– ¡Déjame!

Cada vez que la ruda mano de Esteban palmeaba su trasero con un sonido espeso, ella se sacudía, y con sus sacudidas aprendió a frotar el clítoris contra su rodilla.

Así que finalmente sólo simulaba que quería escaparse, mientras se frotaba encendida contra su pierna, chillando que había aprendido, que sería buena, que sería limpita, que se portaría mejor.

– ¡No te oigo!

¡Chac! Azote en el culo.

– ¡Seré buena!

– ¿Cómo?

¡Chac!

– ¡Seré buena!

– ¿Con quién?

– ¡Con mi amo!

¡Chac!

– ¡Ay! ¡No me haré pipí! ¡Seré una buena cachorrita! ¡Me asearé todos los días!

¡Seré muy limpita y obediente! ¡Ah!

Su clítoris siguió frotándose, frotándose, hasta que ardió, hasta que no pudo más, y de ella manó un chorro de líquido, esta vez espeso y blanquecino, manchando todo su trasero, las piernas y la mano azotadora de su amo.

Se escabulló corriendo hasta un rincón. Desde allí miró a su chico con cara de cachorrita mala. Relamió el sabor amargo de sus labios y el néctar que manchaba sus manos.

– Creo que todavía no he aprendido la lección, amo…