El Amante de Mohamed Alí
Esta es una historia para mí quizás la mas sustanciosa, por llamarla de algún modo, porque significó mi definitiva y entusiasta adscripción al elenco sadomasoca. Lo de Ch fue algo inesperado. Esto lo busqué.
Yo había vuelto de los EE.UU. a finales de mayo. Mi estancia en Berkeley, en blanco. A pesar de estar en uno de los ambientes mas liberales de los USA me reafirmó en lo que todo el mundo sabe: ningún país del mundo es tan pacato e hipócrita con respecto al sexo. Una vez en casa mi intención era terminar mi tesis en los dos años lectivos obligatorios, como máximo, pero tuve la oportunidad de apuntarme casi inmediatamente a una oferta pública de empleo de técnicos de administración especial de la Generalitat Valenciana. Las pruebas se celebrarían en diciembre. Ya sabéis que quería ser funcionaria. Así que decidí posponer la tesis a ver que pasaba. Al fin y al cabo mi beca cubría 4 años y no había gastado ni uno. Tenía tiempo de sobra para todo. Me matriculé en una academia, puesto que apenas tenía tiempo material para prepararme y allí me facilitaban los temas, los tests, y tenían experiencia en el asunto. Yo todavía vivía alquilada en un pisito con una sola habitación, un tanto desvencijado, en la calle Barbastro en Valencia capital. Asistía a clases de 4 a 9 de la tarde. Me recogía mi novio y cenábamos juntos. A las doce en punto se marchaba a su casa y yo… a estudiar hasta las 8; a dormir unas horas hasta las 2 del mediodía del día siguiente; suma y sigue. Esta era la marcheta diaria, monotonía solo alterada por los fines de semana, en los que me esperaba mi chico para estar juntos hasta el domingo a mediodía, y vuelta a empezar.
En la academia asistíamos 19 personas. Una de ellas era un chaval un tanto apocado y pusilánime cuyo aspecto recordaba a Felipe, el amigo de Mafalda, pero en moreno. El tío unía a una gran capacidad de síntesis, una inusual velocidad de escritura con una letra preciosa. Sus apuntes eran prodigiosos. Era escrupuloso hasta lo inimaginable; hasta mezclaba tinta de dos colores para obtener un tono sepia en su Mont Blanc Meierstuck. No tardé en trabar con el una cierta amistad. Yo era la única en compartir sus apuntes, todo un privilegio. A partir de la segunda semana empezamos a estudiar juntos. Él no quería hacerlo en su magnífica vivienda, una planta baja con jardín frente a Viveros, por huir de las exageradas atenciones de su madre. Cada día, a las doce de la noche, con puntualidad germánica ante el desespero de J., mi novio, llamaba a la puerta de la calle. Ambos tíos se cruzaban en la escalera diciéndose apenas hola: uno por despecho; el otro por timidez.
Opositar es algo muy duro. Mis lectoras/es que hayan pasado por eso me entenderán. Hacerlo con muy poco tiempo, peor. En verano, con el calor bochornoso y húmedo de Valencia, mucho peor. Si eres Géminis, el colmo. Así que mi cabeza era un polvorín. Al pobre Felipe (ese no es su nombre pero así lo conoceremos) lo llevaba como cagallón por acequia. El tío era muy pacífico, me lo aguantaba todo y se dejaba manejar a mi antojo, no como mi J., un tío ingobernable. Inevitablemente tuvimos la primera y seria crisis de pareja: J. y yo decidimos dejarlo estar por un tiempo a ver que pasaba. A pesar de que yo estaba casi convencida de que se trataba solamente de un paréntesis, necesario al menos para mí, nunca se sabe cómo terminan estas cosas, por lo que yo estaba bastante hecha polvo. Gracias a mi capacidad de concentración esta situación no afectó demasiado a mi tarea prioritaria, las oposiciones, pero sí me volvió, si cabe, todavía más insoportable. Felipe era mi paño de lágrimas, y la víctima de mis cruces de cables, con las inevitables salidas de madre. Era una esponja. Lo asimilaba todo sin perder la compostura.
Íbamos a entrar en agosto. Como los fines de semana habían dejado de tener sentido para mí, se habían incorporado a mi quehacer diario. No para Felipe, al que no volvía a ver desde el sábado a las 8 de la mañana hasta el domingo a las doce de la noche, tiempo que pasaba con sus padres en su finca cercana a la ciudad. El mismo día uno me comunicó que su casa de campo estaba vacía ya que su familia se había largado a Jávea a pasar todo el mes.
– Lo digo por el calor.
Y es que mi piso era un horno. Por pudor no estudiaba en bragas. Mi camiseta acababa empapada de sudor. Tanto era así que me la cambiaba a media sesión ya que se pegaba totalmente a mi cuerpo y me hacía parecer una de esas fotos del Intervíu, con modelos bajo la ducha. Las miradas huidizas pero no por ello inocentes de Felipe me servían de aviso. A él no parecía afectarle tanto el calor, pues solo las axilas de su sempiterno polo de Lacoste denotaban sudor. Pero yo siempre esperaba una llamada de mi madre cada noche, y tenía la esperanza de que más pronto o más tarde llegaría la de mi novio… en stand-by. Pero esta última no llegaba, así que acordamos continuar en el piso, y pasar los fines de semana en la finca familiar de Bétera.
Cuando acabó la clase del viernes yo ya llevaba una bolsa con lo indispensable: ropa interior de recambio, bolsa de aseo, bikini, toalla, chancletas y un par de camisetas. Felipe tenía allí de todo por triplicado, así que a las 10 y cinco de la noche la casera nos abría la inmensa puerta de forja. Aquello era un palacete un tanto hortera, con barrocas forjas metálicas, baldosines bicolores y tejados de cerámica vidriada. Parecía sacado de una novela de Blasco Ibáñez, con sus jardines, piscina, frontón, pabellón de juegos, caballerizas, y una inmensidad de naranjos alrededor, con sus correspondientes dependencias de laboreo. Allí vivía todo el año un matrimonio de Cuenca en una casa separada que para sí quisieran muchos urbanitas. Él se encargaba del campo y ella limpiaba y cocinaba. Todos los días varias personas a jornal colaboraban en mantener la finca en plena producción y en perfecto estado de revista. Que la familia de Felipe tenía pasta, vaya. Una tortilla de patatas y un termo de café amorosamente preparados por Ramona, la casera, para su Felipe del alma y su amiguita, y a estudiar en la terraza hasta las ocho en punto.
A la una y media desperté en mi cama con dosel de una de las habitaciones de invitados. Me duché y bajé a desayunar. Felipe ya estaba en la gigantesca cocina, de cháchara con su querida Ramona, la casera. Tras una ligera colación, ya que había paella para comer, decidimos tomarnos un respiro hasta las cinco, así que nos fuimos a la piscina. Comimos allí mismo, en un cenador a la sombra. Como no teníamos sueño Felipe me sugirió ver la casa. Acepté encantada. Recorrimos las caballerizas, pulcras y limpias, con una sala para guardar las sillas de montar, arneses, ropa, y demás accesorios para enjaezar los equinos. Pasamos a las almáceras, almacenes de aperos, motor de riego. De aquí a la casa. Era inmensa. Lo mejor, la biblioteca, situada en todo lo alto, en un torreón de tejado a cuatro aguas con viguerío de madera y socarrats auténticos. Las paredes, a excepción de las troneras que hacían la función de ventanas, totalmente repletas de libros, grabados y multitud de fotografías dedicadas por boxeadores.
– Mi abuelo era muy aficionado. Viajaba a América a ver boxear. Decía que lo que hacían aquí en Europa eran mariconadas. Mi padre heredó la afición. Hasta se montó un cuadrilátero en el gimnasio.
– ¿Y tú? Pregunté.
– Me trae sin cuidado.
– Ya me lo imaginaba, sentencié con mi mala leche habitual por esos días.
Haciendo caso omiso de mi puya, Felipe continuó:
– Mira, este es Primo Carnera. Este Paulino Uzcudun, gran amigo de mi abuelo. Aquí Joe Louis; Ray «Sugar» Robinson; Pepe Legrá; Jack Dempsey; Pedro Carrasco.
Y se fue al extremo donde había una foto que sobresalía de las demás.
– Y aquí el mas grande de todos: Cassius Clay, el gran Mohamed Alí.
– ¿No decías que no te gustaba el boxeo?
– Bueno, siempre queda algo en los genes, ¿no? Es que tengo predilección por Alí. ¿Sabes que le quitaron el título de los grandes pesos por no querer ir a Vietnam? Mi abuelo y mi padre estuvieron en el Madison Square Garden viendo como se lo ganaba a Joe Frazier.
– De los americanos me lo creo todo. Oye ¿y esa colección de revistas LIFE de los cincuenta?
Estuvimos más de media hora hojeando las magníficas fotos de esa revista a la que se habían suscrito obligatoriamente los abuelos de Felipe al irse su padre un año a Providence, en Nueva Inglaterra, en los EE.UU. con una beca de la Casa Americana. A eso de las cuatro y media me preguntó si quería ver el gimnasio antes de entrar en faena.
Fuimos al pabellón del gimnasio, inmenso, única sala de la casa con tarima de madera, con sacos de entrenamiento y ring de boxeo incluido. Nos quedamos mirando las cuerdas en silencio. De repente se me calentó la sangre. Necesitaba desahogarme de algún modo, aliviar mi tensión, así que no se me ocurrió otra cosa que lo que dije.
– ¿Tienes guantes?
– Por supuesto. Algunos firmados. Ahí, en el armario.
Fuimos al otro lado de la lona, a un armario de madera. Felipe lo abrió y me mostró un arsenal de relucientes guantes.
– ¿Quieres luchar conmigo?
– ¿Qué dices? ¿estás loca? No pienso.
– Venga, hazme ese favor, pelea conmigo.
– Ni hablar. ¿Y si te hago daño?
Esa típica actitud machista me cabreó. ¿Por qué tenía que hacerme daño a mí y no yo a él? ¿Porque yo era el sexo débil? Actué en correspondencia: herir su ego de varón condescendiente.
– Eso es asunto mío. ¿O es que tienes miedo de boxear con una mujer, machito de mierda?
Me había pasado un pelín. Felipe, como siempre inmutable a mis salidas de tono. Ya débilmente replicó:
– ¿Y cuándo terminaremos los temas?
– ¿Eso es un sí? Dije por toda respuesta.
Levantó los hombros, como diciendo: está bien; si tú quieres…
Me dio a probar unos guantes, y otros, y otros, hasta que encontré el par adecuado. Él hizo lo mismo. Entramos en el cuadrilátero descalzos. Llevábamos ropas de baño; él un meyba, yo mi bikini negro.
– ¿Alguna norma? Pregunté. Volvió a levantar los hombros, como diciendo: tú misma. Fui prudente:
– Prohibidas las patadas y pegar a la cabeza, sobre todo a la cara ¿OK?
Asintió con la cabeza. Empezó la pelea. Felipe se colocó en plan figurín como si la cosa fuera de veras. A pesar de que probablemente había cruzado algunos asaltos con su padre o abuelo, yo tenía todas las de ganar. Por una parte era zurdo. Y como todos los zurdos, la derecha la usaba solo para mover las manecillas del limpiaparabrisas y lucir, en su caso, un Rólex, así que solo tenía que protegerme con mi propia diestra a la altura de mi pecho y parar sus golpes con mi antebrazo. Y esperar la ocasión de meter mi izquierda. Otra ventaja, yo era más alta que él, y mis pechos, su objetivo prioritario con toda seguridad, le quedaban altos. Y por fin, y lo definitivo: su carácter poco combativo frente a una tía rabiosa contra el mundo, como era yo en ese momento.
Me lanzó tres zurdazos que paré sin dificultad. Un cuarto intentó darme en mi estómago. Un quinto. Todos en vano. El tío daba saltitos mientras yo permanecía al acecho, casi estática. Cuando lo intentó por sexta vez, siempre con su derecha, la aparté hacia fuera. Estaba al descubierto. Con toda mi rabia le di en el pecho. Como no reaccionó volví a darle con mi derecha también en su pecho. Cayó hacia atrás a las cuerdas, quedando inmóvil. Yo no le perseguí.
– ¿Estás bien?
– Sí, sí. Y volvió al centro todavía haciendo la figura. Ya no saltaba. Se había vuelto más cauto. Para despistar, sin apartar mi derecha de mi pecho lo ataqué con mi izquierda. El muy tonto, en lugar de defenderse con su derecha lo hacía con su brazo bueno, lo que dejaba su costado al descubierto. Así que lo intenté de nuevo otras tres veces para engañarle hasta que llegó la ocasión. Mi derecha le dio con toda mi fuerza en su costillar debajo de su axila. Quedó sin respiración hecho un ovillo pero sin caer. Yo estaba furibunda y me lancé al cuerpo a cuerpo. Felipe se protegía de forma ortodoxa su cuerpo con ambos brazos mientras yo le atizaba a sus laterales hecha una posesa sin precaución alguna. No hacía falta.
– Basta, basta. Por favor.
Tuve la suficiente conciencia para parar instantáneamente.
– ¿Quieres dejarlo?
Su orgullo varonil estaba en juego. Hizo unas profundas aspiraciones levantando los brazos. Tenía enrojecido todo el tórax.
– Venga. Y volvió a la carga. Estaba debilitado. Yo le había pegado fuerte, sin contemplaciones. Cambió de táctica. Volvió a lanzar su izquierda pero más abajo, buscando mi abdomen para que no pudiera abrir hueco, mientras mantenía su poco diestra derecha pegada a su pecho. Me descuidé. Con su mano mala alcanzó mi estómago en un uno-dos cuando paraba un zurdazo. Con renovadas fuerzas alcanzó mi pecho izquierdo, afortunadamente no de lleno pero me dolió. Y mucho. Como pude me separé. La cosa volvió a equilibrarse. Lo volvió a intentar pero esta vez lo estaba esperando. Cuando paré, esta vez sí, su derecha, dejó de nuevo su pecho sin guardia. Hecha una furia le di. De lleno. Dejó caer sus brazos. Volví a hacerlo otra vez. Me ensañé de nuevo.
– Para, para. Inés para. Y cayó al suelo gimiendo.
Yo estaba de pie. Mirándolo. Esperándolo desafiante. Felipe respiraba trabajosamente. Al fin reaccioné. Me quité los guantes y me agaché a ayudarle. Por fin se incorporó. Sin resuello.
– Vamos a la piscina.
Todavía no entiendo como pudimos estudiar esa tarde-noche. Mi fuego interior, lejos de apagarse estaba más vivo que nunca. Apenas podía concentrarme. Felipe llevaba todo su torso violáceo. Debía sufrir lo suyo con la camiseta puesta pero no se la quitó. El castigo era para él no sólo físico sino moral. Estudiaba en silencio sin abrir la boca. Decidimos dejarlo sobre las cuatro. No podía dormir, así que bajé a darme un chapuzón. Tumbada sobre la hamaca, mirando las estrellas me masturbé. Me dormí. Aterida de frío desperté a las siete y me subí a la cama. Volví a dormirme. Habíamos quedado a las 10 como tarde pero pude levantarme con mucho esfuerzo a las 12. Cuando bajé Felipe aún estaba en su habitación. Yo ya empezaba a preocuparme cuando apareció.
– ¿Cómo estás?
– Bien. Contestó lacónicamente.
No insistí. Desayunamos en silencio los dos solos. Al terminar me preguntó:
– ¿Qué quieres hacer?
Me pareció una pregunta estúpida. Aunque estaba más tranquila y, ¿por qué no decirlo?, arrepentida por mi comportamiento egoísta hacia un inocente, saqué de nuevo mi vena más insoportable y contesté con sarcasmo:
– Pues quisiera estar en la piscina hasta las mil. Y mientras que me sirvieran la comida: cervecita helada, ensalada de bogavante, lubina a la brasas, con un postre de fresas con nata, café y un cigarrito mentolado. Hacer la siesta en la hamaca, y otra vez a poner la barriga al sol. Y para finalizar que Robert Redford me coma el coño. Esto es lo que quiero hacer.
Se levantó y se fue. Me quedé con las manos en mi nuca, hecha polvo por mi estupidez. Me puse a llorar. Con los ojos húmedos todavía salí a buscarlo. Estaba sentado en una silla en el cenador. Al llegar no se me ocurrió otra cosa que arrodillarme ante él y pedir perdón.
– No pasa nada, dijo atusándome el pelo, no pasa nada.
Quise ver su torso. Me lo enseñó a regañadientes: era todo un hematoma oscuro. Me asusté y le pedí que fuéramos a urgencias pero se negó. Aunque le debía doler bastante cumplimos el programa: un poco de piscina (no se quitó la camiseta), comer, y estudiar hasta las ocho de la tarde. Al piso, y hasta las 8 pero de la mañana. Cuando me fui a dormir estaba todavía más enfadada conmigo misma por haber hecho pagar mis platos rotos a un inocente.
Transcurrió la semana sin sobresaltos dignos de mención. Al viernes siguiente Juanjo ya había olvidado pero yo no. A las 10 de la noche volvíamos a entrar en el palacete. Antes incluso de dejar los trastos le pedí que volviera a llevarme a las caballerizas. Se asustó un poco por si quería volver a las andadas pero medio en broma le dije que quería buscar algo muy particular que había visto entre los trastos. Cuando llegamos yo ya sabía lo que buscaba. Allí estaba, colgada junto a arneses y aperos: una larga fusta, muy gastada pero en perfectas condiciones. Medía más de un metro y medio, longitud necesaria para llegar sin dificultad a las ancas del caballo desde el asiento del carro, entonces vehículo indispensable en los cultivos de regadío intensivo. Juanjo me preguntó para qué coño quería eso. Su cara volvió a denotar un poco de miedo. Me temía, el pobre. Vamos arriba a mi habitación y te lo diré. Cuando llegamos estaba asustado de verdad. Me quité la camiseta y la bermuda, quedándome en bragas y sujetador, un conjunto negro muy sexy que me había puesto para la ocasión. La mirada de Felipe fue muy reveladora de que había alcanzado mi primer objetivo. Le di el látigo y le dije : toma. Se quedó lívido, con la fusta en la mano. No se enteraba. Me acerqué a una silla de enea bastante baja. Me hice una coleta con una goma, quité el cierre del sujetador sin dejarlo caer, apoyado en mis hombros pero dejando mi espalda totalmente expuesta. Me senté en la silla del revés, apoyando mis brazos en el respaldo y mi frente en ellos: Azótame, dije sin mirar. Juanjo por unos instantes quedó estático, imagino que sin saber que hacer. Después oí como se acercaba. No hubo que repetírselo. Me cruzó la espalda de un fustazo. Duele, ¿sabéis? Imaginaos que os pasan una lima muy afilada y larga por la piel. Después escuece. Como se quedó quieto de nuevo le pedí más, y más fuerte. No se hizo de rogar. Estoy completamente segura que ningún hombre lo hace para azotar a una mujer. Si alguna lectora conoce alguno, que me lo diga. Mi correo la está esperando.
Aguanté lo que pude pero tuve que ser yo la que dijera que parara. No sé si me creeréis pero estaba mas excitada que dolorida. De hecho ya me sentí mojada desde el mismo momento en que entramos en el camino de tierra de la casa. No sé cuantos latigazos me dio. Yo no los conté y él tampoco. Tan entusiasmado estaba. Me quité del todo el sostén. Sudaba a mares. Espérame aquí un momento que yo voy a darme una ducha. Mientras me duchaba, aliviando mi espalda con agua tibia me masturbé. Me sequé de cintura para abajo y salí con una toalla limpia. En bragas de nuevo. Me tumbé de espaldas en la inmensa cama, le pedí que me secara y que me frotara la magullada espalda con la crema hidratante que llevaba en la bolsa. Felipe obedeció. Me deshumedeció amorosamente, y más delicadamente si cabe me extendió la crema durante más de media hora, hasta que quedó bien absorbida. Cuando terminó me incorporé, le quité el polo y lo senté en la cama. Al bajarle el pantalón estaba empalmado como un mástil. La tomé con mis manos y acerqué mi boca. Casi tan lentamente como el me había acariciado mi piel empecé a mamársela. Apenas puse por tercera vez mi lengua en su frenillo se corrió, tan violentamente y con tanta abundancia que casi me trago su semen, algo que detesto. Me levanté para enjuagar mi boca y garganta, salí y le mandé a la ducha. Cuando apareció tan pulcro como siempre yo ya estaba preparada. Bajamos a cenar. Y a la marcha. Estábamos en paz.
Felipe y yo aprobamos las oposiciones. Mi novio me esperaba con un gran ramo de rosas. Él se casó un año después con una chica de la alta sociedad de Castelló, la mas cursi de todo el Estado español. Me invitó a la boda pero excusé mi presencia. Ello no alteró nuestra amistad que se ha prolongado hasta hoy mismo. Nunca más hemos hablado de «los» incidentes de nuestras oposiciones. Nos llamamos de vez en cuando desde nuestros despachos: en Navidad, para los cumpleaños, en los ascensos, y cosas así. Fue el primer hombre que me castigó. Habría otros, pero eso, como decía Kipling, eso ya es otra historia.