Soy una mujer de 42 años, divorciada, Argentina, con estudios universitarios, aunque no ejerzo actualmente mi actividad profesional de socióloga pues no paso apuros económicos y prefiero dedicarme a mi hogar y a actividades sociales.

Me casé muy joven con un hombre bastante mayor que yo, que me prometió una vida llena de placeres que no se concretaron. A los 19 años quedé embarazada sin que lo deseara mi marido.

A los 21 era mamá de un niño y una niña. De allí basta.

Eso fue suficiente para que mi marido perdiera interés en mi como mujer, yéndose raudamente tras la cola meneante de una adolescente que supo darle la frescura de su cuerpo, sin llantos ni pañales sucios que hallaba en nuestro hogar.

Una amiga mía ocupó el lugar que él había dejado.

Fue madrina de mi hija, compañera, amiga, y amante voluptuosa ya que supo abrir con su dulzura y su amor increíble, las puertas de mi homosexualidad latente, no exteriorizada hasta ese momento.

Si bien en mi adolescencia había experimentado el placer sexual con alguna compañera de escuela, no había pasado a mayores pues éste no era acompañado más que por la curiosidad, no por el amor.

Más tarde, por los muchachos que asediaban y codiciaban mi cuerpo, mis padres insistieron en un matrimonio que según ellos «me convenía» y convencida de que era normal que lo hiciera, me convertí a los 18 años en la mujer de un hombre de 38, para el que yo durante pocos meses fui solo objeto de su morbosa pasión sexual, y una conquista exhibida ante sus amigos, frente a los cuales muchas veces debía presentarme vestida en forma provocativa e incitante, a fin de mostrarme como un trofeo y satisfacer así su ego de macho exultante al contemplar las miradas lascivas de ellos y también alguna que otra mano que intentaba descubrir mis encantos, en medio de las risotadas de todos que crecían cuando alguno, más atrevido, lograba poner mis senos al descubierto.

Mi marido no solo permitía eso sino que golpeando el puño contra su otra mano les insinuaba claramente, que, dinero de por medio podían obtener mis favores.

Mi amiga-amante suplió con creces el amor mezquino que mi marido me había dado como una limosna. Y allí conocí por primera vez el amor con mayúscula.

Digo por primera vez pues luego conocí otro superior, objeto de este relato.

Una vez felizmente separada y gracias a mi amiga que cuidaba mis niños pude continuar mis estudios y finalizarlos exitosamente.

No dependía de nadie económicamente pues el juicio de divorcio me había permitido amasar una pequeña fortuna, con cuya renta podíamos vivir holgadamente.

Los niños fueron creciendo y educándose en muy buenas escuelas. Mi amiga, cuyo nombre no diré pues le prometí secreto, me ayudaba en su educación y era mi compañera, mi refugio, el complemento de mi ser y de mi cuerpo. Pero no todo es un jardín de rosas.

Luego de algunos años, cuando mis hijos tenían 13 y 12 de edad, debió irse a España para cuidar a su madre enferma y aunque me prometió volver, no lo hizo más, dejándome acongojada y desconsolada.

No tuve problemas en relacionarme con hombres, pues debo decir que soy una mujer no solo sumamente atractiva, de cuerpo exuberante y belleza inusual, lo digo sin jactancia, sino con todas las dosis de simpatía y otras cualidades que decidían a aquellos a acercarse a mi, incluso con intenciones matrimoniales.

Fui deseada, conquistada, amada, poseída, gozada, y alternativamente decepcionada, elogiada, vilipendiada y maldecida por aquellos a los que me había negado, pero por sobre todas las cosas totalmente satisfecha en mi yo de mujer.

Con el tiempo mi belleza fue afirmándose, ya que iba poco a poco dejando de lado la inocencia de niña que poseía al casarme, adquiriendo en su lugar una elegancia, prestancia e imponencia que me abrían las puertas fácilmente en los lugares que frecuentaba, sea para algún trámite, sea para participar de alguna reunión social.

Muchos de los hombres con los que yo simpatizaba y a los que otorgaba la oportunidad de prodigarnos mutuo placer sexual fuera del círculo de amigos de mi ex marido, quedaban perplejos cuando me negaba a afirmar una relación mediante matrimonio, puesto que después de convencerme de que mi amiga no volvería, me volqué enteramente hacia mis hijos a los que veía crecer y hacerse hermosos, inteligentes y aplicados en sus respectivas carreras. Especialmente mi hijo, con el que tenía una relación muy cercana, y que a algunos les podría resultar sospechosa, lo que no me importaba en lo más mínimo.

Mi hijo, Carlos, era mi preferido en los bailes y siempre quería que me acompañara a toda reunión donde me invitaban. A los 18 años era un mozo, diríamos apetitoso para toda chica normal, y también, debo confesarlo y decirlo con orgullo, para su propia madre. En esos momentos pensaba que mi amor por él no albergaba ningún componente erótico, pero poco a poco cierta fantasía se iba introduciendo en mi mente.

En mis noches muchas veces me dormía pensando que pasaría si no fuera su madre, pues verdaderamente comenzaba a sentir que mis hormonas iban lentamente convirtiéndome otra vez en mujer sensual, preparada para ser poseída por un macho.

Mucho tiempo sin conocer el amor de una mujer parecía que hiciera que olvidara esa inclinación, de la que jamás me arrepentí, y me convertían nuevamente en hembra codiciada.

Extraña consecuencia de mi lívido contenida: ver en el componente de la familia más intensamente ligado a mi el objeto de mis sueños y deseos despojados en mi pensamiento febril de todo tabú o consideración convencional.

El hecho es que Carlos comenzó a ser mi obsesión. Cuidaba de él y le daba todos los gustos pequeños como a un niño malcriado. Le compraba ropa, cada vez más atractiva, de hombre, no de imberbe, y cuando me di cuenta no podía ya dejar de hacer esas tonterías de mujer enamorada. Me vestía para él, sondeándolo para conocer sus gustos en eso, me peinaba como a él le gustaba.

Es claro que al muchacho todo eso le fascinaba y me decía siempre:» mamá, ay si no fueras mi mamá, sabes como me enamoraría de ti?». Y yo le contestaba siempre riendo: «y si no fueras mi hijo sabes cuanto hace que seríamos novios?».

Claro está, la situación daba para más, pero ese tabú de 25 generaciones nos presionaba, nos aniquilaba, trababa nuestros sentimientos y nuestros deseos, que no podían manifestarse más que con una mirada, un sonrojo, una turgencia entre las piernas que notaba cuando bailábamos.

Transcurrieron dos años, siempre al límite del desborde. Inútil fuera que hiciera viajes al exterior. Donde quiera que estuviera el teléfono nos mantenía unidos y las palabras cariñosas de ambos precipitaban mi regreso.

Ambos sabíamos lo que queríamos y no nos atrevíamos a decirlo. Eran cada vez más ardientes sus lisonjas y halagos, y más de una vez encontraba en el mi dormitorio flores frescas, que ante mis preguntas él protestaba negándome que fueran de él.

Una tarde salimos de paseo y vio en una joyería un reloj de marca importante que le gustó. Al día siguiente lo encontró sobre su almohada. Desde entonces lo llevó puesto siempre, diciendo que es regalo de su novia.

El verano pasado sucedió algo que preanunciaba lo que sobrevendría. Al borde de la piscina estaba yo tomando sol, sin sostén pues creía estar sola. Al rato una voz desde atrás: «bendigo al sol y lo envidio», escuché.

Sin mirarlo le contesté: «tanto sol me hace mal, Carlos, me pasas bronceador?». Y fue la primera vez que mis senos impúdicamente se ofrecían a sus ojos y a la caricia de sus manos que con el pretexto de la crema recorrían todo mi busto haciéndome suspirar de voluptuosidad. No veía nada malo en su actitud. Ya había visto mis senos desnudos varias veces espiándome a hurtadillas, con mi complicidad que dejaba puertas entreabiertas.

La verdad es que esa vez mis pezones respondieron claramente y él jugó con ellos con picardía.

«Uh, mami, que hermosa estás». Me levanté de un salto antes que las cosas pasaran de una simple caricia y fui corriendo al dormitorio. Me siguió. No quise arriesgar nada esa vez y no le permití entrar.

Al día siguiente el calor intenso nos invitaba a refrescarnos en la piscina.

Nadamos y jugueteamos un rato hasta que Carlos quiso salir y ducharse. Yo aproveché para tirarme en la reposera desnuda, apenas cubierta con una túnica. Estábamos solos en la casa. Desde la ducha me llamó: «mamá, me alcanzas jabón». «Si, Carlos, enseguida». Llegué al baño y entreabrí la puerta para alcanzárselo. El la abrió del todo; la lluvia mojaba todo su cuerpo desnudo, mi vista bajó hasta su enorme pene enhiesto que apuntaba al cielo. «Veni, mamá, ayúdame a enjabonarme, tengo una mano lastimada». Tapada solo con la túnica comencé a enjabonarle la espalda, el pecho y la tremenda estaca que se manifestaba plenamente impúdica.

Total, era mi hijo, tantas veces lo había bañado. La lluvia de inmediato empapó le tela adhiriéndola a mi cuerpo. Me apretó contra si. No pude resistir más… Mis labios se apretaron contra los suyos, nuestras lenguas se unieron, mis suspiros le decían todo. Me abandoné a él.

Envueltos en un toallón me alzó en upa y me llevó al dormitorio. Me depositó en la cama, entre un sinnúmero de almohadas, que se mojaron con nuestros cuerpos.

Nada me importaba más que ser su mujer. Me sentó en el borde de la cama con las piernas hacia el suelo, abrió suavemente mis piernas y su cabeza se perdió entre ellas.

Su lengua encontró el nido jugoso que sería de él, solo de él. Mi clítoris recibió las caricias de su lengua suave y enérgica y el deseo contenido durante siglos hizo explosión.

Un orgasmo interminable sacudió todo mi cuerpo y los estertores, serían como 15 o 20 me sacudían mientras mis manos apretaba su cabeza contra mi vientre.

El mundo se había detenido, solo el más intenso placer que experimentara en mi vida me envolvió.

En breve continuaré con el relato de esta primera vez con mi hijo, repleta de sensaciones.