Capítulo 4

Del teatro a la granja – Epílogo

Al día siguiente era mi día de partida, pero decidí quedarme un día más, no por insaciable sino para descansar.

Desperté a media mañana, dormí como un tronco toda la noche tras el arduo día de ayer, y hoy me sentía bien, a decir verdad, espléndida, radiante.

No estaba segura de sí Apolo tenía algo que ver o si era pura coincidencia.

Mientras desayunaba con voracidad, pensé en todo lo ocurrido durante estos días en la granja, y los recuerdos de la experiencia se agolpaban en violentos destellos que abrumaban mi cerebro.

Una gran variedad de sensaciones se fusionaba o se sucedían como fotografías de un documental.

Me encontré en situaciones inimaginables comportándome de maneras deshonrosamente inimaginables para ser la «Profesora Ceci», que había venido a pasar unos días.

Algo o alguien había destrabado nudos ocultos en mi interior, desatando una especie de instinto animal primario. Un golpe letal a mi conciencia, que me hizo perder el miedo, por ejemplo, y dejó mi instinto de supervivencia vulnerable a experiencias nuevas y abrumadoras, sin considerar las consecuencias, por supuesto.

Pero a pesar de todo, una cosa estaba muy clara.

Ahora era una persona diferente, una Cecilia diferente, con una perspectiva diferente, sin prejuicios aparentes que negaran preventivamente la posibilidad de nuevas experiencias, más abierta (sí… incluso literalmente, jaja).

En medio de estos pensamientos, recordé a Victoria, una pieza fundamental en esta historia, porque sin ella esto nunca habría sido posible; jamás hubiera descubierto esta faceta tan diferente de mí misma.

Y automáticamente, Ramón también aparece en escena. Fue mi guía y conductor a esta inmensa locura de conocer a los caballos íntimamente. Un compañero en mis momentos más emotivos, un fiel compañero en las buenas y en las malas.

Ahora que lo pienso, le debo enorme gratitud a Ramón.

Por todo lo que hizo por mí, por su compañía, por su preocupación, por cuidarme y soportarme en esos momentos raros, por guiar mi total inexperiencia.

Por ayudarme, e incluso por esos discretos masajes en mi ano cuando colocaba al poni.

Él sin dudas es el mayor merecedor de un agradecimiento.

Terminé mi desayuno, guardé mis pensamientos para otro momento y caí en la cuenta que era casi el mediodía.

Aproveché que me sentía enérgica y caminé por la granja en un largo recorrido, paseando y disfrutando de todos los lugares como no había visitado hasta el momento.

Lo crucé a Ramón trabajando con unas plantas y lo saludé, al verme me gritó sonriendo

“Hoy no hay actividad?”

Le tuve que decir que no, que me era imposible, que de pura suerte podía caminar, él comenzó a reírse sin parar.

Me fui al pueblo en una bicicleta que Ramón me prestó, compré unas pavadas para mí y un regalito especial para ese hombre cariñoso que tanta paciencia tuvo por mí.

Era un hermoso pañuelo de seda del tipo que yo sabía que él solía usar.

Sin dudas le iba a gustar, me pareció un buen regalo.

Se me fue pasando la tarde hasta casi anochecer, el ocaso en ese lugar era mágico, sus colores y sonidos que parecían sacados de un cuento. Era maravilloso.

A la mañana siguiente ya me iría de la chacra así que esas horas y la noche eran mis últimas. Y pensé que quizás sería buena idea ir a saludar a mi potrillo.

Sería una descortesía que su hembra fértilmente inseminada no salude a su alfa reproductor que tanto la hizo transpirar.

Le avisé a Ramón mi idea y asintió diciéndome que tenga cuidado, cosa que afirmé que lo tendría.

Me fui caminando por el senderito hermoso rumbo al establo, notaba como el erotismo me brotaba entusiasta a cada paso volviéndome en piel de gallina las piernas.

Llego al establo y entro y el olor nuevamente perfora mis pulmones recorriendo en un escalofrío todas mis vertebras.

Balbuceé en voz muy baja como hablándome

“ahora no hay Ramón que te salve chiquita, ojo lo que haces“

Fui por el pasillo hasta la puerta de Apolo, me paré delante.

Increíblemente lo sentí relinchar del otro lado, se había percatado de mi presencia.

Abrí la puerta y entré lentamente cortando al paso ese olor a macho animal que la atmósfera húmeda tenía, el potro me vio y un resoplido resonó a modo de saludo.

Me acerqué lento hablándole suavemente, casi susurrando

“hola mi amor ¿cómo estás?, mi potro hermoso, tu yegua ha venido a despedirse”

Me puse al lado de la reja y Apolo muy tranquilo se acercó apoyando su cabeza en mi pecho. Lo abracé por el cuello acariciándolo suavemente, besé sus mejillas.

Sentí una ternura extrema en él, un marcado contraste con los furiosos embates que me había dado el día anterior.

Le toqué la cara lenta y suavemente, besándole el hocico. Respondió con un vibrante resoplido gutural, aprobando esas caricias.

Podríamos habernos quedado así horas; era simplemente precioso.

Finalmente, le di un beso sonoro y le dije:

«Hasta la próxima, mi guapo muchacho».

Y me di la vuelta para irme. Relinchó nervioso, pateando el suelo.

Salí despacio de la habitación, y Ramón me esperaba.

El hombre me había acompañado de nuevo por si me pasaba algo; era un compañero maravilloso, sin duda.

Caminamos lentamente hacia la casa. Lo tomé del brazo como las otras veces, y me sentí más acompañada que nunca.

Reímos y bromeamos por el camino, fruto de mis disparates.

Al llegar a la casa, le comenté que me gustaría charlar con él sobre algunas cosas, si quería venir a cenar o si quería tomar un café más tarde. Lo estaría esperando.

Asintió, aceptó el café y se fue.

Una vez que terminé mi cena frugal, aproveché el tiempo que tenía y fui a ducharme. Luego me vestí sencillamente con un vestido corto muy suave y cómodo y unas sandalias con taquito.

Me miré al espejo y me veía radiante; sin duda, el sexo salvaje de aquellos días me había devuelto la vida.

Encendí la cafetera, puse una mesa baja en la sala junto a los sillones y serví en un plato unos deliciosos pasteles que había comprado esa tarde. Quería consentir a Ramón como se merecía. Mientras terminaba de poner la mesa, oí su voz en el porche.

«Buenas noches, señora Cecilia».

Levanté la vista y le dije que entrara. Entró, y allí estaba, vestido con un impecable pantalón gaucho de color claro, una moderna camisa de rayas, un pañuelo al cuello y su infaltable boina.

«¡Ahhh, pero qué elegante se ve!», dije riendo.

Sonrió, sonrojándose ante el cumplido.

“Gracias, pero no más que Ud. Se ve radiantemente hermosa.”

Le agradecí el cumplido, pensando que tenía razón; así me había visto en el espejo.

Serví el café, nos sentamos y charlamos, riendo más que nunca. Noté que se sentía cómodo porque bromeaba y me contaba anécdotas de su vida en la granja.

Fue una conversación sumamente cálida y divertida.

En un momento dado, decidí preguntarle qué opinaba de lo que había hecho con los animales y cómo se sentía al respecto.

“Cecilia, creo que lo que hizo estuvo muy bien. De hecho, le ha cambiado el carácter y el ánimo. No sé si se ha dado cuenta. Victoria me ordenó delante suyo que le diera el mismo cuidado que a ella, y creo que eso fue lo que hice. ¿No le parece?”

Sonreí; Sus palabras eran ciertas, y volví a preguntar, con cierta audacia:

«¿Y ver esas cosas no te excita ni nada?»Sonreí, eran ciertas sus palabras, y volví a preguntar algo osadamente

“ Y ver esas cosas, no te excitan o algo acaso?”

Con absoluta normalidad me contesta

“Claro que si, de hecho, sé que me vio y eso me da muchísima vergüenza”

Respiré hondo, me paré y tomándole la mano le dije

“No se avergüence, pensar en eso que vi me excita mucho, no imagina como le deseo…”

Se levantó abrazándome, en el abrazo sentí sus manos separarme los cachetes del culo apretándolos fuerte, respondí apretando el bulto de su entrepierna, comenzamos a besarnos.

Me saqué el vestido y rápido las bragas, él me empujó de espaldas al sillón y fue directo con su boca a mi vulva.

Su lengua era como una boa constrictora habilidosa y hambrienta, deslizándose por los pliegues de mi sexo.

Jadeé y gemí más como una zorra que nunca, pidiendo más. Él continuó, bajando hasta mi ano, explorándolo meticulosamente con la lengua. Se lo ofrecí, palpitante de placer.

Tomó una de mis piernas por el tobillo y se metió los dedos de mis pies en la boca mientras su otra mano jugaba con mi clítoris. Me contuve para no correrme porque estaba ardiendo.

Ramón se levantó y se bajó los pantalones. Me senté en el borde del sofá y lo ayudé a quitarse la ropa interior, y fue entonces cuando me di cuenta de que era la versión humana de Apolo. Su pene era de un tamaño considerable y extremadamente venoso. Lo miré, hipnotizada, durante unos segundos y luego me lo metí en la boca sin pedir permiso.

Se estremeció y gimió de placer, lo mamé unos segundos y parándome, literalmente lo empujé al sillón donde cayó de espaldas, le dije con total autoridad

“ahora seré la puta ama, y soy la que manda”

Seguí chupándolo en el sofá entre gemidos y jadeos. Me detuve justo antes de que se corriera y me subí encima de él.

Me agarró firmemente el borde de las nalgas, separándolas y estirando la piel de mi ano palpitante. Tomé su grueso cetro imperial y, presentándolo directamente a mi entrada, como quien está a punto de abrir las puertas del imperio, empujé con firmeza.

Y tal como Napoleón, victorioso, entró en Moscú en 1812, sentí a Ramón ingresar en mi ojete, casi con la misma autoridad y orgullo.

Mi pobre agujero se abrió al instante; la repentina dilatación de sus nervios me provocó un dolor agudo que me dejó sin aliento por unos segundos. Abrí la boca, emitiendo un sonido indescifrable, suspiré profundamente, pensando:

«Es ahora o nunca», y comencé a cabalgarlo lentamente.

Después de un rato, su miembro invadió mis entrañas sin piedad, entrando y saliendo de mi estrecho esfínter en un cóctel de dolor y placer. El paso de sus venas me provocaba escalofríos que sentía incesantemente por todo el cuerpo. Dolía, pero buscaba su orgasmo sin descanso; era el premio que necesitaba, el objetivo principal para sentirme finalmente una hembra completa y dominante.

Y antes de que pudiera volver a pensarlo, sucedió

Ramón con su cara metida entre mis tetas esgrimió un quejido y en un espasmo de su cuerpo como a quien se le va la vida, él eyaculó. Sentí las pulsaciones de su gruesa verga contra las paredes de mi anillo y una sensación de calidez seminal se derramó en mi interior.

Lo sentí lloriquear y lo abracé besándole el rostro, agradecida por todo lo entregado. Él culminó quedándose quieto finalmente.

Me eché sobre su cuerpo, me abrazó y así nos quedamos en silencio por un buen rato.

Me levanto para ir al baño; su boa salió de su escondite con un sonoro «plop», lo cual me hizo gracia..

Siguió él y cuando volvió ya estaba cambiado presto para irse.

Me saludó cortésmente como buen caballero que es con un beso en la mejilla, me dijo que le había gustado mucho y que además mañana 10 hs me llevaba a la terminal.

Besé rápido sus labios, le agradecí y lo miré irse lentamente.

Al día siguiente me fui , Ramón me llevó a tomar el bus, me contó que Victoria le había hablado y dicho que su madre había mejorado, que igual seguiría internada, pero que ella la semana que viene, volvería.

El micro ya salía, parados en el andén abracé a Ramón, quien correspondió el abrazo y me agradeció.

Y antes de separarme besé su mejilla y le susurré en el oído

“Agradecida estoy yo por todo el cariño, por el tiempo y la dedicación que tuvo conmigo, por las charlas y tiempo compartido.

Bien valió el esfuerzo que hice, es el primer hombre a quien le entrego el culo y me encantó. Gracias Ramón”

Me fui rápido muerta de la vergüenza…

Lo veo desde la ventanilla del ómnibus y mientras saludaba mano en alto se sonreía como siempre, con esa mirada de siempre saberlo todo, incluso, hasta el futuro.

Del teatro a la granja

Del teatro a la granja III: Apolo y el infierno