El poder de Helena no estaba en la posibilidad -si ella quisiera, porque poder lo tenía- de encerrar a su marido en el sótano, ponerle unas esposas o una jaula de castidad. Estaba en el crujido de sus zapatillas de suela sobre el mármol de la entrada a las nueve de la noche. Estaba en el olor a gin-tonic con piel de limón que siempre la precedía. Alexander, caliente como casi siempre, estaba en el sillón de cuero blanco de su salón, una pieza de diseño italiano que parecía hecha para retener a quien se sentaba en ella.
No podía moverse de allí. Era su lugar. El lugar desde donde observaba. Helena tenía visita. Un fornido muchacho de poco más de veinte años, que había estado el día anterior arreglando el jardín. Como a todos sus amantes, lo había conducido a la suite principal, pasando por delante de él. Hacia la enorme cama que ellos habían compartido durante diez años. A veces, Alexander los oía desde el salón. Un murmullo de voces, una risa más aguda que la de ella, el roce de una cremallera. Otras veces, no oía nada. El silencio era peor. El silencio le obligaba a imaginar. Y su imaginación, ahora que ya no dirigía un imperio, era su única y más cruel empleadora.
Esta noche, había silencio.
Llevaba una hora sentado, el vaso de whisky con un único cubito de hielo ya derretido en la mano. El móvil estaba en la mesa, boca abajo. No sonaba. Nadie le llamaba. El imperio lo gestionaban otros ahora. Su única obligación era esperar.
Cuando por fin escuchó pasos procedentes de la suite, que permanecía con la puerta entreabierta, se enderezó instintivamente. Era un reflejo. El perro que oye a su amo.
Helena apareció en el umbral del salón. Llevaba puesto el camisón de seda negra que él le había regalado en su último aniversario. Un regalo de penitencia. Estaba despeinada, con las mejillas encendidas, y caminaba con esa lentitud perezosa de quien ha sido bien satisfecha. No lo miró. Se dirigió a la barra, se sirvió otro gin-tonic y bebió un largo sorbo, con los ojos cerrados.
—Ha sido un buen chico —dijo, más para sí misma que para él. En realidad había sido muy bueno. Joven, entusiasta, loco…
Alexander se tragó la saliva. El nudo en su garganta era viejo, tan familiar como su propio pulso.
—¿He… he sido bueno hoy? —preguntó. Su voz, un hilo ronco.
Ella se giró entonces, y le dedicó una sonrisa ausente. Una sonrisa que lo atravesó.
—Has estado quieto. Has esperado. Eso es ser un bueno. Eso está muy bien, querido.
Se acercó a él, pero no se sentó. Se quedó de pie, delante de él, una diosa en su propio templo. La seda del camisón se le pegaba ligeramente al cuerpo, marcando unas formas que él ya apenas tocaba.
—¿Tienes hambre, Alexander? —preguntó.
Él asintió, presintiendo lo que venía a continuación.
—Claro, no has podido cenar —dijo ella.
Y entonces, se levantó el camisón, lentamente, hasta la cintura. No llevaba bragas. Su sexo, hinchado y oscuro, todavía temblaba por el placer reciente. Un hilo brillante de semen se deslizaba lentamente por la cara interna de su muslo.
Alexander sintió un espasmo, una mezcla de asco y un deseo tan abrumador que le hizo doler los huevos. Apretó las manos en los reposabrazos del sillón, sintiendo el cuero suave bajo sus dedos. Inconscientemente se relamió.
Helena se acercó un paso más. Se detuvo justo delante y posó un pie en el sillón, exponiendo su recién saciado sexo.
—Límpiamelo —ordenó.
Él obedeció. Su mandíbula temblaba al hacerlo.
Alexander se inclinó. Acercó la boca a su muslo. Posó los labios y lamió el reguero de semen. Con dificultad, pudo alcanzar con la lengua la entrepierna, donde la gravedad hacía que un grueso hilo blanquecino pendiera. Estiró el cuello, lo tomó y sintió el sabor salado y espeso del otro hombre goteando en su lengua. El sabor a humillación. El sabor a su esposa. Cerró los ojos y se lo tragó, como había aprendido a hacer.
—No has acabado — le mostró el dedo índice que había deslizado por su entrepierna y se lo acercó. Él apenas lo alcanzó con la punta de la lengua, luego ella se lo introdujo en la boca.
Helena observó con una calma clínica, cómo lamía su dedo. Luego se acomodó el camisón y se alisó la seda.
—Gracias —dijo, y sonrió de verdad esta vez. Una sonrisa pequeña, privada. La sonrisa de quien acaba de marcar territorio.
Tras observar el brillo de orgullo en los ojos de él, se fue a la ventana, tomando su vaso en la mano, y se quedó mirando las luces de la ciudad. La ciudad que él había poseído y que ahora poseía ella.
—Mañana hay una cena —dijo, sin girarse—. Con los Nakamura. Quiero que vayas. Quiero que sonrías. Quiero que les digas lo mucho que te alegras de volver a verles.
Alexander asintió, aunque ella no pudiera verlo.
—Sí, Helena.
—Y después —continuó ella, con la voz suave como el terciopelo—, cuando volvamos, si has sido bueno durante la cena… si has convencido a todo el mundo de que todavía eres el mismo Alexander Van Holt de siempre… quizá te deje que uses tu boca para limpiarme.
Él contuvo la respiración. El premio. La única recompensa que anhelaba. El único momento en el que se sentía vivo, cuando su lengua limpiaba el rastro de otros hombres y, por un instante, la poseía a ella de una forma que a ellos les estaba vedada.
—Por favor —suplicó, sin poder evitarlo.
Helena se rio, un sonido bajo y cristalino.
—Ya veremos —dijo—. Ahora ve a tu habitación. Duerme.
Él se levantó, con el cuerpo rígido, y salió del salón sin mirar atrás. Subió la escalera hacia la habitación de invitados que ahora era la suya, una habitación fría y sin personalidad, con una cama individual.
Helena terminó su gin-tonic. Se quedó sola en el gran salón, haciendo tiempo para que el jardinero se recuperara del molesto período refractario. Encendió un cigarrillo y por un instante pensó en la gran vida que había construido sobre las ruinas de su marido. Se tocó el vientre, aún caliente y exhaló lentamente el humo contra el vidrio de la ventana. La noche era ya cerrada. Y la lengua de su marido le había hecho recuperar apetito.