17 añitos bien frescos y radiantes. Esa era la edad de Priscilla, mi hijastra.
Con su madre habíamos estado casados durante 11 años, de modo que yo prácticamente la había criado desde muy chiquita y hasta recién comenzada su adolescencia.
Luego del divorcio no la volví a ver durante algunos años, hasta que puse en práctica un plan para reencontrarla.
Publiqué en Internet un relato fuertemente erótico en el que ella era la protagonista, y esperé hasta que un día apareció como de la nada, diciendo que lo había leído y que también ella quería verme.
Fue todo muy rápido: el reencuentro, la salida a tomar algo en ese mismo atardecer, la ternura mutua, el diálogo, el cariño casi como entre padre e hija pero también la atracción fulminante y el deseo.
Esa noche la llevé a un motel y la desvirgué. Es cierto que la apuré mucho. Después de todo es una nena, una nena a la que yo conozco más que nadie porque yo mismo la crié.
Entonces supe como excitarla y manejé su calentura y todas sus inhibiciones previas y hasta sus sentimientos por mí, que por otra parte eran mutuos.
La apuré y la acorralé, desesperado por el deseo de poseerla.
Y finalmente la tuve entre mis brazos, desnuda y jadeante en la cama del motel, atravesada de dolor y de llanto mientras la desfloraba, pero sin resistirse, obediente para dejarse invadir por el placer.
Nunca olvidaré la boquita muy abierta de Priscilla cuando desgarré su himen, las uñas desesperadamente clavadas en mi espalda y finalmente la dulce violencia de su orgasmo.
Después no quiso verme durante varios días.
No respondía a mis llamados, lo cual me preocupaba. Finalmente logré que me atendiera y fuimos a un lugar apartado a tomar un café. Priscilla no quería volver a hacer aquello.
Se sentía culpable y creía que estaba mal.
Me dijo que ella todavía se sentía en parte como una niña y que estaba llena de miedo.
Que me quería mucho pero que me seguía viendo casi como a un padre, que necesitaba mi presencia paternal, que le gustaría seguir siendo mi hija, sentirse querida y cuidada y tener alguien con quien hablar y que la entendiera.
Mientras hablaba tenía los ojos llenos de lágrimas y más hermosos que nunca.
Acepté, por lo menos en principio, todo lo que me decía.
Así que durante tres semanas nos estuvimos viendo muy seguido, pero como padrastro e hijastra.
Fuimos al cine, salimos a pasear y hablamos mucho. La aconsejé sobre su vida y sus estudios, y nos divertimos muchísimo. Priscilla estaba radiante. Pero seguía habiendo un algo más entre nosotros.
Primero porque nos veíamos en secreto, ya que si su madre se enteraba seguramente habría un gran problema.
Y segundo porque los mimos, intensos y frecuentes, estaban siempre un poco más allá de lo normal entre padre e hija. Tercero porque aunque no lo comentáramos, sin embargo los dos recordábamos aquella noche de pasión primero en la playa y luego en el motel.
Y a veces alguna situación muy especial iba aún más allá. Una tarde sacamos un premio en una feria y entre saltos y gritos de alegría nos dimos un beso fuerte y rápido en la boca y luego seguimos como si no hubiera pasado nada. Otra tarde, paseando por un paisaje romántico y maravilloso, nos sentíamos tan bien que nos dimos un largo beso de lengua como si fueramos novios.
A mi hijastra le gustó la idea cuando la invité a pasar un fin de semana en Pinamar. Era como una niña exaltada frente a una aventura, un viaje a lo desconocido. Casi que nunca había salido de Buenos Aires, así que le fascinaba poder conocer Pinamar.
Pero además era pasar en un hotel cinco estrellas, comer de primera, disfrutar la piscina, ir a la playa, pasear y disfrutar conmigo de unos dias de distensión en lugar de los habituales conflictos con su madre. Para completar su felicidad le compré ropa, bastante abundante y cara, por cierto.
Hicimos juntos las compras. Le hice abandonar sus criterios infantiles y vergonzosos, herencia de una madre reprimida y amargada. Así fue que le compré ropa ajustada al cuerpo, que se lo resaltara en vez de ocultarlo. Con toda naturalidad entré a los probadores para ver cómo le quedaba cada prenda.
Ella lo aceptaba con naturalidad, incluso cuando se trataba de ropa interior. La vi probándose aquellos conjuntitos super estrechos y modernos, muy sexies y calados, tanto en blanco como en negro, a veces posando frente al espejo con la duda de quien nunca se ha visto así, atrevida y provocativa.
No tuve duda en que no había ninguna mujer cuyo cuerpo me hubiera gustado tanto como el de mi hijastra, espléndida en sus aún ingenuos 17 años. Animado por la visión celestial de su cuerpito, la forcé a comprar una espectacular microtanga negra, y por supuesto la miré cuando se la estaba probando.
Priscilla me preguntaba con vergüenza cómo le iba, pero yo no podía apartar mi vista de su cola hermosa y casi desnuda. Apenas tenía una delgada cinta horizontal y una tirita más delgada aún entre las nalgas muy paraditas y firmes. La niña se avergonzó más aún cuando sintió mi mirada de codicia sobre su cuerpo y especialmente sobre su colita de yegua joven.
Finalmente, y tras el engaño a su madre que se quedó convencida que se iba unos días a casa de una amiga, finalmente nos fuimos a Pinamar a pasar tres días que serían inolvidables.
La llegada a Pinamar fue cuando ya comenzaba el anochecer del viernes. Los preparativos del viaje, el viaje mismo, la llegada al hotel, el rato para desempacar las valijas, un primer y breve paseo y la cena en un precioso restaurante, todo fue en aquel estilo de padre e hija compinches que veníamos descubriendo por esos días.
Priscilla estaba preciosa con su sonrisa radiante, sus ojitos muy brillantes, su blusa blanca contrastando con su piel tostada y su minifalda negra de cuero mostrando generosa la bella elegancia de sus piernas de jovencita. Todo lo miraba y lo descubría con un entusiasmo casi infantil.
A medianoche estábamos bailando en un boliche muy concurrido. No le gustaba tomar, pero aceptó un par de cervezas que la deshinibieron más para bailar.
Se movía con mucha sensualidad, divirtiéndose como nunca. Cuando comenzó la música lenta se dejó abrazar dócilmente. Bailamos largamente en la dulce y poblada oscuridad.
La música era muy romántica y Priscilla se dejaba llevar, su cuerpito adolescente pegado al mío con cariñosa confianza. Para escucharnos teníamos que hablarnos al oído. Hablamos de música y de momentos lindos.
Recordamos entre risas muchos episodios de la infancia de ella. Me contó de su orgullo cuando yo la llevaba al colegio y ella le explicaba a sus compañeras que yo era su padrastro.
Y de cómo le gustaba que yo le enseñara y le explicara cosas. Y de aquella sensación de sentirse protegida cuando yo estaba en casa.
-Te quiero tanto-me dijo con voz tierna. La apreté con fuerza contra mi cuerpo y le di besitos rápidos en la cara y el cuello. Tenía un perfume muy delicado que aspiré con placer. Mis labios se demoraron en besos más largos sobre su cuello.
-Yo también te quiero-le dije al oído, aprovechando para mordisquearle el lóbulo de la oreja.
Le busqué la boca en la oscuridad y la encontré. Tenía los labios entreabiertos y húmedos y se dejó besar con total naturalidad.
Mientras nos besábamos en los labios ella seguía con sus brazos colgados de mi cuello.
Mi mano la enlazaba por la cintura, frotando levemente su cuerpo contra el mío. Fue un beso muy largo y fresco, lleno de ternura.
-Prisci-le susurré al oído mientras ella respiraba agitada.
-No me sigas besando, porfa-me susurró ella.
Le pregunté si no le gustaba y me dijo que sí, que le gustaba, pero que ya me había dicho que no era eso lo que quería.
-Solo quiero ser tu nenita, papá-gimoteaba mi niña mientras yo presionaba con el duro bulto de mi sexo entre sus piernas ligeramente abiertas.
-Te deseo, Priscilla-le dije al oído frotando mi sexo contra al suyo al suave ritmo de la música.
Protestó susurrando que no hiciera eso, que ella era una mujer, que no quería que la excitara ni que le hiciera esas cosas.
-Te quiero excitada, Prisci, te quiero bien caliente-le dije cálidamente al oído.
-Te dejo que me beses -murmuró en mi oído-todas las veces que quieras, papi…todas las veces…pero…pero…
Le tapé la boca con un beso que ella respondió con timidez.
-No quiero que me hagas tu mujer-insistió sofocada.
-Ya te desvirgué mi amorcito-insistí yo frotandome con fuerza contra ella-ya te hice gozar una vez, Prisci, ya sé como gemís cuando llegás al orgasmo…
-Pero no quiero perderte ahora que te encontré, papito, por favor-dijo ella muy agitada.
Su cuerpo temblaba de excitación y deseo.
-Nunca te voy a dejar-le prometí.
Sellamos la promesa con un volcánico beso de lengua. Priscilla ardía en tiernos gemidos de placer. Su cuerpito se abandonaba entre mis brazos y comenzaba a moverse a mi ritmo.
-Llevame al hotel, porfa-me gimió al oído.
-Quiero acabarte acá, mi amorcito-le respondí.
-No, papi, no…acá no…ahh, no no…
Priscilla se sacudía y se restregaba contra mí casi en el clímax de la excitación.
-Llevame a la cama, por favor, aquí nooo…llevame a la camaaahhh, papiii…
Su vocecita ronca en mi oído me enloquecía. Saber que se estaba acabando me enloquecía más aún.
-Prisci, Prisci-le decía yo mientras sentía vibrar su cuerpito juvenil.
-Aaahhh, me estás acabandoo, papá, me ahhhhhhh me estas acabandooo-susurraba apasionada en mi oído mientras su cuerpo temblaba.
En la oscuridad del boliche, en medio de la multitud, bailando muy juntos aquella música romántica, mi hijastra tuvo un orgasmo breve e intenso y luego quedó inmóvil entre mis brazos, quietita mientras me ofrecía sus labios jugosos que volví a besar.
Ya en la habitación del hotel la desnudé lentamente sin que ella protestara. Decididamente Priscilla tenía un cuerpo espectacular, un cuerpo juvenil e insinuante que siempre había estado más bien cubierto y reprimido, un cuerpo de curvas perfectas que nadie sino yo había disfrutado.
La ropa fue quedando tirada en el piso. Priscilla, desnuda sobre la cama, jadeaba y me miraba con las pupilas dilatadas por el deseo.
Su piel bellamente tostada contrastaba con la blancura de las sábanas.
Acaricié su cuerpo centímetro a centímetro, sintiendo bajo mis manos su piel suave y tersa.
Sus manitos pequeñas, las mismas manitos que tantas veces tomé entre las mías para cruzarla en una calle peligrosa al llevarla al colegio, las mismas manitos que agarré alguna noche mientras le hacía un cuento para que durmiera, las mismas con las que forcejeaba y hacía pulseadas en los simulacros de luchas que hacíamos al comienzo de su adolescencia, esas mismas manitos ahora me acariciaban dulcemente los brazos, el pecho, la espalda y las piernas.
Desnudita en la cama mi hijastra se encendía mientras yo besaba palmo a palmo su cuerpo. La sentir gemir mientras exploraba y disfrutaba sus pechos. Recordé cuando aún no tenía senos y paseaba su pechito plano inocentemente desnudo por la playa, cuando los pezones eran apenas una sombrita más oscura.
Recordé luego cuando sus senos comenzaron a crecer, levantándose minúsculos bajo sus camisitas, y hasta su vergueza cuando su madre le regaló el primer sostén, que por cierto demoró en empezar a usar. Y especialmente recordé aquella noche de verano que entré a su cuarto, ella tendría no más de doce años, y la vi dormida bocaarriba y sin taparse, los pechitos ya redondeados y crecidos, ya hermosos y deseables aunque pequeños. Ahora, no tanto tiempo después, sus pechos eran firmes y redondos, bien levantados y de pezones erectos muy paraditos.
Mis manos acariciaron una y otra vez los divinos pechos de Priscilla, y la niña jadeaba y gemía al sentir en ellos mi boca, mis labios y mi lengua. Y el estremecimiento de su cuerpo fue total cuando besé sus pezones durísimos y los lamí y chupé deliciosamente hasta arrancarle pequeños quejiditos de placer.
No hubo ningún rinconcito de su cuerpo que no besara, lamiera y chupara. Cuando mi boca se metió entre sus piernas la agitación de Priscilla se hizo incontenible.
-Me gusta-susurró ronquita y apasionada.
Tenía la entrepierna empapada. Mis labios descubrieron el pequeño promontorio de su clítoris y a ella le dio como una descarga eléctrica. Lamí y besé y chupé lentamente aquel botoncito del placer que ella jamás había descubierto en sí misma.
Priscilla se retorcía en la cama, con los mismos sacudones que un dia siendo niña la habían hecho abrazarse desesperada a mi cuello, espantada por no sé qué cosa que la asustaba. Ahora eran sacudones de sorpresa y placer, sacudones de mujercita violentamente excitada.
Luego mi lengua y mis labios se deslizaron hasta la cálida entrada de su sexo. Priscilla abrió más las piernas, ofreciéndome su pequeña concha peluda, sus ásperos pelitos negros protegiendo la suavidad de sus labios vaginales y la hondura de su agujerito de mujer que solo yo había explorado en una noche de hace poco tiempo atrás. Tomé con mi boca lo que me ofrecía, lamiendola y chupándola mientras la aferraba por la redondez de las caderas.
Los gemidos y jadeos de mi hijastra crecieron en volumen. De su boca muy abierta escapaban grititos. Muchas veces la había oído gritar cuando era una nena. Algunas veces que gritaba lastimada o herida, yo tenía que abrazarla para que se calmara y luego la curaba con paciencia de padre.
Otras veces gritaba asustada y también era yo que la sostenía entre mis brazos hasta tranquilizarla. Lo mismo ocurría cuando se enojaba y tenía aquellos ataques de gritos, y entonces yo tenía que sujetarla con fuerza y hasta sacudirla un poco para callarla. Pero ahora lo mismo que la hacía gritar era lo que iba a calmarla: mi boca chupando su conchita. Y sus gritos eran diferentes: graves, roncos, apasionados, llenos de energía y de deseo. Eran gritos de mujer.
-Comémela toda papito-exclamó de pronto entre suspiros.
Yo seguía con lenguetazos frenéticos, sintiendo que el cuerpo de la niña vibraba al borde del orgasmo. Priscilla se retorcía en la cama, acariciándose ella misma los pechos con una lujuria que no le conocía hasta entonces. De su concha manaba una miel que yo recogía con la lengua y la boca. Finalmente mi hijastra no pudo más y explotó, acabándose en mi boca entre grititos desesperados y un descontrolado movimiento de sus caderas.
Esa noche mi chiquilla descubrió que es multiorgásmica.
La niña recién había llegado al orgasmo, y era el segundo de la noche, cuando me tendí desnudo sobre ella buscando con mi sexo durísimo su sexo caliente y bien abierto. Nos besamos largamente en la boca. Siempre me habían gustado los besos de ella cuando niña, los inocentes besos familiares.
Porque es común que las niñas den a los mayores pequeños besos casi que por puro compromiso, besos fríos y livianos, apenas un roce en la mejilla, casi imperceptible y seguramente impersonal. Pero Priscilla, por lo menos conmigo y en el comienzo de su adolescencia, había sido distinta. Era un beso en la mejilla, por supuesto, pero me hacía sentir la plenitud de sus labios. Y se demoraba como disfrutándolo, como dejándome saber del placer que sentía al hacerlo.
Mi hijastra no rozaba mi mejilla sino que me besaba. Pero ahora todo aquello se hacía más intenso, porque besarla en la boca era un placer indescriptible. Así que ella me recibió con un beso de lengua cálido y profundo mientras su cuerpo urgido se acomodaba bajo el mío. La penetré robándole un gritito y ella se acabó rápidamente mienras su boca golosa seguía ardientemente unida con la mía. Yo también me acabé, inundando su conchita juvenil con un río de leche caliente.
Hicimos el amor toda la noche. Priscilla parecía insaciable, y cuanto más le daba ella más quería. Su vocecita en mi oído me excitaba desaforadamente.
-Daddy, daddy-gimoteaba en inglés con su deliciosa pronunciación de largos años de colegio bilingüe.
-Mi chiquita…mi mujercita- le decía yo entrando en ella una y otra vez.
Su cuerpito desnudo se acoplaba maravillosamente al mío. Yo me hundía en ella y Priscilla abría muy grande la boca, gemía largamente, se aferraba a los barrotes de la cama y parecía hundir su cuerpo en la profundidad del colchón. Pero enseguida gritaba y movía la pelvis violentamente hacia arriba, devolviendo mi embestida abrazada a mí con lujuriosa pasión.
-¡Oh my god!…¡Oh my god!-susurraba mirándome con sus ojitos de gata, las pupilas dilatadas por el deseo.
-Prisci, Prisci-decía yo mirando sus ojos que se le llenaban de lágrimas mientras llegaba al orgasmo.
-Aaaahhhhhh, paaapiiii-.
Aquella noche inolvidable mi hijastra tuvo un orgasmo detrás de otro: en la cama, en la alfombra del piso y hasta bajo la ducha. Priscilla, a pesar de su inexperiencia, era una pequeña diosa en la cama. Y le gustaba coger. Cada vez que se acababa era un escándalo de gritos, gemidos y violentas convulsiones de placer. Finalmente, cuando ya comenzaba a amanecer y los dos estábamos amorosamente exhaustos, nos quedamos profundamente dormidos.
Durante todo el día siguiente nos dedicamos a descansar y a pasear lentamente por Pinamar. Fue una jornada calma y suave, y realmente estabamos agotados por el esfuerzo físico de aquella impresionante noche de amor. Priscilla estaba deliciosamente cariñosa. Hablamos mucho, nos divertimos y nos mimamos todo el tiempo.
Al atardecer, de vuelta en el hotel, los dos nos sentíamos nuevamente excitados. Fue allí que la conduje a hacer lo que jamás ella había hecho: esta vez le tocaba a ella chuparme. Y me hizo la mejor mamada de mi vida. Todo comenzó muy despacito, entre besos y caricias casi paternales. Me senté semidesnudo en un sillón y la puse a ella, también semidesnuda, de rodillas en el suelo, acercando con mi mano su cabecita hasta tener su boca a la altura de mi sexo. Sus labios húmedos besaron levemente mi sexo, como con timidez.
-Así Prisci, así-la alenté yo.
La niña siguió explorándome con aquellos labios jugosos, recorriendo mi miembro de un extremo al otro con suaves y dulces besitos. De a poco se fue animando y asomaba la puntita de la lengua y me lamía apenas.
-Me gusta tu lenguita-le dije alentándola.
Priscilla me lamió lentamente, ahora con toda su lengua tibiamente mojada. Me hizo gemir de placer mientras mi erección se hacía cada vez más enorme. Recordé cuando ella tenía doce o trece años y lamía con aquel entusiasmo un conito de helado. Ya en aquel tiempo me sobresaltaba un poco su lenguita casi lasciva sobre el helado, y sus labiecitos mojados y su exclamación de placer, aquel «mmmmmmm….qué rico», y su mirada entre pícara y seductora.
Mi hijastra levantó la cabeza y me miró, suspendiendo brevemente su lamida y clavando sus ojos directamente en los míos. Sus ojitos divinos parecían devorarme, mientras sus pupilas se abrían inmensamente. Era una mirada inundada de excitación y deseo, y estaba respaldada en su respiración agitada y casi jadeante. Me incliné hacia ella y le di un beso en la boca, pidiéndole por favor que siguiera adelante.
Priscilla bajó la cabeza y metió mi sexo en su boquita abierta. Sentí la tibieza enloquecedora de sus labios, de su lengua y del interior de su boca. La chiquita, arrodillada y jadeante, engullía enteramente mi sexo, lo hundía en su boquita de nena y alternaba las lamidas muy lentas e intensas con las chupadas más profundas. Mi hijastra me mamaba como si fuera una ternerita con su mamadera, chupando y succionando con furibunda pasión. Yo gemía y mientras le acariciaba la cabecita le pedía que tomara toda la leche. Priscilla me chupó, me mamó y me lamió hasta hacerme acabar en su boca. Me arrancó fuertes chorros de leche caliente que ella bebió y tragó con jadeante desesperación. Después de acabarme y de lamerme hasta la última gota se acostó boca arriba en el piso y se masturbó frente a mis ojos. Sus manitos se deslizaron bajo la bombacha, acariciando y frotando su entrepierna, moviendo su cuerpito adolescente como una diosa, susurrando entre gemidos que se había tomado toda mi lechita y mirándome a los ojos mientras se acababa con rápidas sacudidas de placer.
Después de recuperar energías la levanté del piso y la llevé en brazos hasta el baño. Nos terminamos de desvestir besandonos desaforadamente. Hicimos el amor bajo la ducha, lenta y apasionadamente. Priscilla era una gatita grácil y desnuda entre mis brazos, rodeando con sus piernas mi cintura mientras movía sus caderas juveniles al ritmo de mis embestidas hasta lo más hondo de su sexo. Su cuerpo mojado temblaba de deseo y sentí su agitada vibración al llegar al orgasmo. Mi hijastra se había convertido, ya sin ninguna duda, en mi mujer. Esa noche volvimos a disfrutarnos en la cama hasta dormirnos rendidos y felices.
Al día siguiente, el último que pasamos en Pinamar, inauguré la cola hermosa y salvaje de Priscilla.
Como tantas otras cosas, fue también cuando ella tenía doce o trece años que comencé a descubrir su linda colita. La niña estaba creciendo y eso comenzaba a notarse. Ya su cuerpo se desarrollaba y mostraba los primeros signos de su condición de mujer. Más de una vez me sorprendí viendola desde atrás, admirando casi sin querer aquellas nalguitas que se redondeaban y se levantaban cada vez más firmes. También tendría doce o trece años cuando me hacía sentir nervioso al sentarse en mi falda o cuando le pegaba algunas palmadas por un mal comportamiento. En cualquiera de los dos casos me quedaba la sensación de que ambos sentíamos algo especial con ese contacto corporal. Pero era mi hijastra y además era muy niña, a lo que se sumó que luego no la vi por algunos años.
No había pasado tanto tiempo desde entonces, pero ahora ella tenía diecisiete años y a partir del reencuentro nuestra relación había cambiado totalmente. Ahora yo deseaba concientemente su culito, y sabía que sería mío. Y sospechaba que también ella lo deseaba, sabiendo como sabía ahora lo apasionada y erotizada que era mi querida hijastra.
El culo de Priscilla es magnífico: firme, levantado, rotundo y perfectamente redondeado. Desde el comienzo mismo de nuestro romance le hice saber cuánto me gustaba y cómo quisiera disfrutarlo. Ella se sorprendía un poco, pero progresivamente se fue convenciendo de su hermosura. Ya en Pinamar fue como que se sintió por fin liberada, ahora más deshinibida y más conciente de su atractivo. Y se paseaba al borde de la piscina, con su microtanga dejando casi totalmente al desnudo sus nalgas divinas mientras caminaba con una sensualidad que no le había conocido hasta ahora.
Por todo eso fue muy natural para ambos que la última noche, ya desnudos en la cama y en medio de un fogoso intercambio de besos y caricias, yo la diera vuelta y la pusiera boca abajo. El espectáculo que me ofrecía era tremendamente excitante: el pelo muy negro sobre las sábanas blancas, la carita de perfil sobre la cama, la boquita entreabierta respirando con agitación, el cuello largo y elegante, la piel tostada de su espalda, la curva espectacular y rotunda de sus nalgas y las largas piernas esbeltas.
Besé centímetro a centímetro su cuerpo boca abajo, recorrí con los dedos y los labios y la lengua cada milímetro de su desnudez, comenzando por el cuello, siguiendo por los hombros, bajando por la espalda, recorriendo su cinturita y la redondez de sus caderas y demorandome intencionalmente en la voluptuosidad de su trasero. Mi lengua entró entre sus nalgas mientras mis manos se las separaban. Priscilla levantaba su cola hacia mí y gemía. Separé un poco más sus espléndidas nalgas hasta que mi boca alcanzó su pequeño agujerito trasero. Mi hijastra tembló al sentir mi lengua en la invicta entrada de su culito.
-¡Papito!-exclamó cuando mi lengua comenzó a lamer la entrada de su orificio.
Metí la punta de la lengua dentro suyo y seguí lamiendo. A Priscilla le gustaba y se movía levemente, frotándose contra mi boca. Sus gemiditos de placer se hacían más intensos. Cuando la sentí muy excitada me tendí sobre ella, jugando con mi sexo entre sus nalgas y besándole el cuello mientras le susurraba obscenidades al oído.
-Quiero desvirgar tu colita, Prisci-le dije.
-¡Ay sí, sí…haceme lo que quieras, papi!-jadeaba ella.
La coloqué de rodillas en la cama, apoyada hacia adelante sobre codos y antebrazos y con la cola muy levantada hacia mí. Busqué con la dureza de mi sexo la húmeda entrada de su ano y presioné lentamente pero con firmeza. Priscilla se quejó. Empujé otro poco y entré apenas en ella. La niña soltó un gritito de dolor. Tomándola con fuerza por las caderas la penetré bastante más adentro. Priscilla gritó.
-¡Aaayy…ayyy! Me duele mucho…-
Con varios golpes violentos mi sexo se hundió hasta el fondo de su colita virginal. Ahora Priscilla se quejaba mientras su voz se quebraba por el llanto. Mi sexo estaba hundido por completo en su estrecho agujerito. Comencé a cogerla ferozmente, entrando y saliendo de ella, rasgando su carne virgen, atravesándola con apasionada furia, arrancándole a la fuerza los gemidos más furibundos, aferrándola por las caderas y embistiéndola cada vez con más energía.
-Me enloquece tu culo, Priscilita-le grité desaforado.
Priscilla estaba comenzando a gozar. Ahora su cuerpito se amoldaba al mío y se movía a mi ritmo. Sus gemidos roncos de placer se hicieron más intensos. Mis manos iban y venían por su cuerpo tenso y elástico. Sus pezones se ponían durísimos bajo mis manos. Su pequeño agujerito masajeaba mi sexo cada vez más grande y duro. Sus caderas se movían circularmente en una danza voluptuosa que me llevaba al borde del orgasmo. Priscilla cogía por el culo como una diosa. Su cuerpo ágil y firme devolvía con creces cada embestida mía. Sus pechos desbordaban la avidez de mis manos que los estrujaban. Todo en su cuerpito adolescente era deseo, excitación y pasión. Los dos éramos como un solo cuerpo, como una perfecta y coordinada maquinaria sexual.
Finalmente Priscilla tembló y su cuerpo cimbreante se sacudió como con descargas eléctricas. Mientras la cogía por el culo yo oprimía sus pechos, pellizcaba sus pezones y la mordía en el cuello.
-¡Daddy, daddy….yes, síí, asíí…papito!-gritaba mientras llegaba al orgasmo entre violentas convulsiones.
El cuerpo de Priscilla quedó rígido como una tabla, y entonces mientras ella se acababa en un largo chillido yo explotaba en un río de leche caliente dentro de su colita.
-Prisci, Prisci- era lo único que atinaba a decir mientras nos acabábamos mutuamente.
Ella se quedó quietita, jadeando sobre la cama, soportando todavía mi cuerpo encima de su cuerpo tembloroso, diciendo con su vocecita entrecortada que era toda mía, que me amaba y que se enloquecía de deseo y de placer, que ya no le alcanzaba con ser mi hijita sino que quería ser mi mujer. La besé en la boca y mi hijastra me respondió con su lenguita insaciable. Todavía la tenía penetrada por atrás cuando Priscilla, comenzó a masajearme el sexo con levísimas contracciones de su estrecho agujerito. Lo hizo con tanta destreza y dulzura que me provocó una enorme erección y una nueva acabada, al mismo tiempo que nos besábamos en la boca y yo le acariciaba los pechos y ella volvía a acabarse con largos y tiernos gemidos.
Volvimos exhaustos a Buenos Aires. De ahora en adelante Priscilla sería mi hijastra reencontrada y volveríamos a nuestra relación de compañerismo y cariño. Pero además sería mi mujercita, mi hembra, mi yeguita de uso personal, mi pequeña geisha. A todos los hombres de mi edad nos gusta fantasear con amantes jóvenes. Pero Priscilla tiene muchas ventajas: es real, más que joven es una adolescente, es una divina y divertida personita y nos tenemos un enorme cariño mutuo. Además Priscilla es mi hijastra, tiene un cuerpo espectacular, es una pequeña diosa cogiendo y en la cama nos entendemos de maravilla. Más no puedo pedir.
Sé que ahora, Priscilita, estás leyendo este relato y te excitas y te mojas casi hasta el orgasmo. No lo dudes: mandame un mail y nos encontramos todas las veces que tengas ganas.