Por Maryluz

No era la primera vez que lo veía, pero sí la primera que lo hacía sin el escudo de la formalidad. Marco, padre de uno de mis alumnos, se había quedado después de la reunión de padres. Los demás habían salido ya, murmurando excusas y deseos de buenas noches. Yo recogía lentamente los papeles de mi mesa, sintiendo su mirada clavada en mi espalda como una brasa.

—¿Necesita algo más, señor Delgado? —pregunté, sin voltear.

—Marco —corrigió, con voz baja, casi ronca—. Y sí, necesito hablar con usted.

Me volví. Llevaba una camisa azul oscuro, desabrochada justo lo suficiente para insinuar el cuello fuerte, el vello oscuro. Sus ojos eran del color del café recién hecho, y me miraban con una intensidad que me hizo olvidar por un segundo que era una profesora respetable.

—¿De qué se trata? —pregunté, aunque ya lo sabía. Lo había visto en sus ojos durante meses. El deseo no se oculta cuando es real.

Se acercó despacio, como si temiera espantarme. Yo no retrocedí. No quería.

—De esto —dijo, y antes de que pudiera reaccionar, sus labios estaban sobre los míos.

No era un beso suave. Era un beso que había esperado demasiado tiempo. Fiero, directo, con sabor a peligro y a hombre. Sentí sus manos en mi cintura, tirando suavemente hacia él, y yo me dejé llevar. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: pezones duros, vientre ardiendo, muslos temblorosos.

—Esto está mal —susurré contra su boca, sin convicción.

—Y eso lo hace mejor —respondió, y me levantó como si pesara nada. Me sentó sobre la mesa, entre los papeles y las libretas, y me separó las piernas con un movimiento decidido.

Su boca bajó por mi cuello, mordisqueando, chupando, dejando marcas que yo sabía que tendría que ocultar mañana con un pañuelo. Pero en ese momento no me importaba. Quería que me marcara. Que me recordara.

—Marco… —gemí cuando su mano se deslizó bajo mi falda, empujando la tela hacia arriba.

—Calla, Maryluz —ordenó, y la forma en que dijo mi nombre, como si lo hubiera estado practicando en secreto, me hizo estremecer.

Sus dedos encontraron mi humedad con una precisión brutal. No había preámbulos, no había rodeos. Me tocó como si ya me hubiera tocado mil veces, como si supiera exactamente dónde hacerme daño y placer a la vez. Entró con dos dedos, sin piedad, y me agarró del pelo con la otra mano para que no pudiera moverme.

—Mírame —exigió.

Lo hice. Lo miré mientras me penetraba con los dedos, mientras su pulsar golpeaba contra mi clítoris con una cadencia que me volvía loca. Su rostro estaba cerca, tenso, salvaje. Yo gemía sin control, mordiéndome el labio para no gritar.

—Esto es lo que querías, ¿verdad? —susurró—. Que te rompa sobre tu propia mesa. Que te olvides de quién eres cuando estoy dentro de ti.

—Sí… —solté, sin vergüenza—. Sí, eso es lo que quería.

Me besó otra vez, y esta vez fue más profundo, más sucio. Me levantó la blusa, desabrochó el sujetador con una sola mano, y su boca se cerró sobre mi pezón. Chupó con fuerza, mordió, y yo sentí cómo mi orgasmo se acercaba como una ola imparable.

—Vente para mí, profesora —ordenó—. Ahora.

Y lo hice. Con un gemido ahogado, me derramé sobre sus dedos, temblando, jadeando, aferrándome a sus hombros como si fuera a caer al vacío.

Cuando dejé de temblar, me miró con una sonrisa torcida.

—Esto no ha hecho más que empezar —dijo.

Y por primera vez en mucho tiempo, no quería que terminara.