Capítulo 3
Luego de ver cómo mi mamá accedió a ser penetrada con un dildo por mi hermano, despertó en mí una excitación y deseo por ella que me asustó. Tratándome de engañar a mí mismo, me decía que debía asegurarme de que ella estuviera bien, pero en realidad lo que quería era seguir espiándola. Al día siguiente, al cruzármela en la cocina me sirvió el desayuno, rozó mi brazo con el suyo, y un escalofrío recorrió mi espalda. pero en mi mente ya planeaba cómo volver a ser testigo de sus acciones con mi hermano pero por dentro no solo quería ver: quería participar.
—¿Qué sucede, hijo? —preguntó, colocando el plato frente a mí. Su blusa, mal abotonada, revelaba un moretón en sus senos. Supe que surgió por los apretones de mi hermano.
—Nada, mamá —mentí —. Solo pensaba en las cosas que debo hacer. — Añadí.
—Siempre tan ocupado, cariño —dijo sonriendo.
Mientras se alejaba, mis ojos la devoraron de arriba abajo: la falda morada, holgada pero resaltaba el contorno redondo de su trasero con cada movimiento. comenzó a partir fruta mientras la seguía observando.
En eso, Arturo bajó las escaleras sin saludar, como un fantasma silencioso. Se sentó frente a mí, sus ojos clavados en mi mamá mientras ella cortaba la fruta. Cuando terminó, le sirvió el desayuno a mi hermano y se sentó a su lado. Ella intentó entablar conversación —»¿Cómo dormiste, hijo?»—, el respondió muy bien después de nuestra charla de ayer dijo sonriendo.
—Que despistada, me faltó preparar el jugo de naranja —dijo mi mamá.
—Descuida, lo preparo yo —respondí, pero al acercarme al fregadero, noté cómo el rostro de mi mamá se enrojeció de las mejillas de golpe. ¿Por qué?, me pregunté, me pasé a cortar las naranjas, y entonces lo vi: la mano de Arturo, bajo la mesa, acariciando su muslo con movimientos circulares que hacían temblar la tela de su falda morada. Sus dedos, lentos y deliberados, comenzaron a subir la tela, deslizándose por la costura hasta que la falda cedió, permitiendo que su mano entrara por debajo. Por los leves movimientos sobre la tela —esa presión insistente, ese vaivén que marcaba un ritmo—, supe que ya no estaba en su muslo: estaba en su entrepierna.
Mi mamá continuó comiendo, pero sus piernas se abrieron ligeramente, como si el acto fuera involuntario. Arturo inclinó la cabeza hacia ella y susurró algo que no pude escuchar. Ella asintió, pero sus caderas se elevaron un centímetro de la silla, acercándose a su mano, mientras sus labios se entreabrieron para contener un jadeo.
—¿Te gusta el desayuno, mamá? —preguntó Arturo en voz alta, con una sonrisa inocente que contrastaba con el movimiento rítmico de sus dedos bajo la mesa.
—Sí, cariño… está delicioso —respondió ella, pero su voz tembló al pronunciar la última palabra. Ella me miro por un instante, llenos de una mezcla de vergüenza, como si se aseguraba de que no me diera cuenta lo que está sucediendo, antes de bajar la mirada a su plato.
Yo, paralizado, observé cómo su falda se tensaba con cada empuje de los dedos de Arturo, cómo sus muslos se separaban más, invitándolo a profundizar. cuando sus caderas se movieron en pequeños círculos, sentí cómo mi propia ingle se tensaba bajo los pantalones. ¿Sería consciente de que la veía? ¿O ya ni siquiera le importaba? me pregunte.
De repente, Arturo detuvo el movimiento y, con calma calculada, sacó la mano de debajo de la mesa. Sus dedos, brillantes por fluidos de mi madre, los acercó a la boca de ella y ella lamió uno de ellos con lentitud. Mi mamá, ajena a mi observación, terminó de lamer y cruzó las piernas.
Agache la mirada cuando ella giró a verme para asegurarse de que yo siguiera ocupado, termine de preparar el jugo y me acerque disimulando que lo había visto aunque una parte de mi seguía dudando si ella se había dado cuenta que los vi.
Después del desayuno, mi mamá se retiró al baño con pasos apresurados y poco después escuché el portazo de la puerta al salir a trabajar. Arturo se encerró en su habitación, pero al atardecer, cuando ella regresó, yo estaba en la sala con la laptop abierta, fingiendo estudiar.
—Hijo… ¿y tu hermano? —preguntó, quitándose los tacones.
—En su habitación —respondí, sin levantar la vista.
Ella asintió, caminó de puntillas hacia las escaleras y se asomó con cautela. —Iré a descansar a mi habitación. Si pregunta tu hermano por mí… di que no he llegado —susurró, subiendo sin hacer ruido. Era evidente que temía que Arturo la escuchara.
No tardó en bajar Arturo, golpeando la mesa con los nudillos. —¡Oye, idiota! ¿Dónde está mamá? —Pregunto
En mi mente ya no había espacio para la duda: quería volver a verla. La pelea interna entre la culpa y el deseo estaba obligándome a delatarla, pero antes le pedí un favor a mi hermano.
—Arturo… antes quería pedirte un favor —dije, sin darle tiempo a replicar.
—¿Qué quieres ahora, idiota? —dijo, pero su tono cambió al ver mi expresión.
—Sé que tienes «encuentros» con mamá —dije, midiendo cada palabra—. Sé que ella te hace favores… a cambio de que te controles y no causes problemas.
Su rostro se contrajo, y agarró un jarrón de la mesa. —¿Ella te lo dijo? —pregunto.
—No. Ni siquiera sabe que yo sé… pero yo los he visto —confesé, y en sus ojos vi el pánico: su control sobre ella peligraba.
—¡No te metas en esto! ¡No te concierne! —dijo, levantando el jarrón como si fuera a lanzarlo.
—Tranquilo… primero escúchame —supliqué—. Sé que compraste un dildo la vez pasada. Imagino que gastaste parte de tus ahorros… —Hice una pausa, tragando el nudo en mi garganta—. Yo puedo financiarte. Cosas para usar con ella.
Arturo bajó el jarrón, intrigado. —¿Y a cambio de qué, idiota?
—Que me dejes ver sus encuentros… —dije, y las palabras salían de mi boca—. pero sin que ella lo sepa. Hasta ahora ni tú sabías que los había visto. Seré discreto. Solo déjame las puertas abiertas cuando tengas algo con ella.
—¡Eres más idiota de lo que pensé! —rio —. Si te ve, ella se negará… y echarás a perder todo lo que he logrado.
—No lo hará. Ella no sabrá que estoy ahí —insistí, estirando la mano—. ¿Tenemos un trato?
Arturo me observó en silencio, sopesando mi desesperación. Luego, con una sonrisa, estrechó mi mano.
—Vale. Tenemos un trato.
—Bien… ella ya llegó —dije, señalando las escaleras.
Pero antes de que Arturo subiera, lo detuve con una sonrisa forzada. —Déjala descansar. Mejor vamos a comprar unas cosas —sugerí, guiñándole un ojo.
Él me observó un instante, sus labios formaron una sonrisa al entender. —¿Cosas para mamá? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Exacto —asentí, agarrando las llaves de la mesa.
Dejamos una nota garabateada en una hoja: «Regresamos más tarde». Caminamos en silencio hasta el centro, pero al entrar al sex shop —un local estrecho con luces rojas.
El dependiente, un hombre mayor con tatuajes en el cuello, nos saludó con un gesto. Arturo fue directo a la sección de juguetes avanzados, agarrando un plug anal de vidrio negro con formas curvas. —Este es caro, pero vale la pena —murmuró, sopesándolo en la palma. Luego, lubricante en spray, esposas de cuero con hebillas plateadas, un antifaz para dormir negro y una mordaza de bola con correas ajustables.
—¿Y esto? —pregunté, señalando un dildo más grande del que ya tenía Arturo.
—Me parece perfecto —dijo Arturo.
Mientras pagábamos, mi teléfono vibró:
Mamá: ¿Dónde están? Sabes que tu hermano se desespera si hay mucha gente. Tráelo de regreso.
—Dile que ya vamos —dijo Arturo.
Escribí rápido: «A dar la vuelta. Ya volvemos».
Mamá: ¡No! ¡Tráelo AHORA! Si se pone agresivo por tu culpa, no te perdonaré.
—Mierda… se enojó —murmuré, guardando el teléfono.
—¿Y? —Arturo se encogió de hombros, pero aceleró el paso—. Que se preocupe. Mientras más nerviosa, más fácil será controlarla.
Al regresar, la casa estaba en silencio. mi hermano camino rumbo a la habitación de mamá, pero antes de que Arturo subiera, lo detuve:
—Recuerda dejar la puerta abierta —dije, recordando nuestro trato.
—Tranquilo, idiota, ya lo se—dijo, dándome un empujón hacia las escaleras.
Escuché el golpe seco de los nudillos de Arturo contra la puerta de la habitación de mi mamá mientras yo me escondía en el pasillo, pegado a la pared.
—¿Dónde andaban? —preguntó ella, abriendo la puerta con los brazos cruzados. Su voz sonaba demasiado molesta.
—Le pedí al idiota de mi hermano que me acompañara a comprar unos juguetes para ti —respondió Arturo, con una sonrisa.
Mi mamá palideció, pero forzó una risa corta. —Arturo… ¿Qué le dijiste a tu hermano?
—Nada. No te preocupes —mintió —. Él no vio lo que compré. Lo dejé esperando en la cafetería mientras hacía las compras.
—¿Y dónde está tu hermano ahora? —preguntó ella.
—Me trajo a casa y se fue a no sé dónde —dijo Arturo, agarrándole la muñeca con suavidad fingida—. Ahora ven… vamos a jugar.
Cuando me acerqué, la puerta estaba entreabierta. La abrí un poco más y vi a mi mamá desnudándose mientras mi hermano hacía lo mismo. Ella ya se había quitado la blusa y la falda, y ahora se desabrochaba el sujetador de un conjunto de lencería rosa. Sus dedos temblaron al deshacer el broche, y por un instante, sus pechos quedaron libres, suaves y redondos, con los pezones erectos por el aire de la habitación. Luego, prosiguió a quitarse la tanga, deslizándola lentamente por sus muslos hasta quedar desnuda.
De un cajón sacó el dildo que había usado la ocasión anterior y el tubo de lubricante. Mientras tanto, Arturo se recostó en la cama, observándola con una sonrisa satisfecha mientras se tocaba. Ella subió una pierna a la cama para untarse lubricante con los dedos en su vagina, sus caderas se inclinaron ligeramente, revelando el vello oscuro y húmedo entre sus muslos. Luego, aplicó más lubricante en el dildo, frotándolo con movimientos circulares que hicieron brillar la superficie de plástico.
Tomó una silla y posicionó el dildo contra él, luego se sentó con cuidado, dejando que el juguete entrara centímetro a centímetro. Sus labios se separaron en un jadeo ahogado, y sus manos se aferraron a los bordes de la silla para mantener el equilibrio.
—¿Así está bien, cariño? ¿Te gusta? —preguntó, mirando a Arturo con los ojos brillantes, una mezcla de vergüenza y necesidad en su voz.
Él asintió, sin dejar de tocarse. —Sí… así está perfecto. Sigue dándote placer —dijo, con una voz ronca que delataba su excitación.
Mi mamá comenzó a subir y bajar lentamente, el dildo deslizándose dentro y fuera con un sonido húmedo que resonaba en la habitación. Sus caderas marcaron un ritmo suave al principio, pero pronto aceleró, sus senos rebotando con cada movimiento. Sus mejillas se sonrojaron, y sus labios se entreabrieron para contener gemidos que apenas lograba ahogar.
—Más rápido —ordenó Arturo, y ella obedeció, sus muslos tensándose con cada empuje. Sus dedos buscaron su clítoris, frotándolo en círculos mientras el dildo seguía penetrándola. Un líquido transparente comenzó a resbalar por sus muslos, mezclándose con el lubricante.
Arturo se levantó con la bolsa que habíamos comprado y sacó la mordaza de bola, aún envuelta en plástico. Mientras mi mamá seguía subiendo y bajando sobre el dildo, con el sudor resbalando por su espalda y los muslos temblorosos, él se acercó por detrás. Con una calma fría, le separó los labios y le colocó la mordaza en la boca, ajustando las correas detrás de su cabeza. Sus ojos se abrieron de golpe, y un gemido ahogado escapó entre la bola de cuero, pero no pudo resistirse: sus caderas seguían moviéndose, impulsadas por el ritmo que Arturo había marcado.
Luego, la levantó por completo y sus fluidos brotaban de su vagina resbalaba por sus muslos. Ella, ahora de pie frente a él, solo podía mirar lo que él hacía. Arturo tomó sus manos y las llevó hacia atrás, colocando las esposas de cuero con hebillas. El clic metálico resonó en la habitación, y ella intentó moverse, pero sus brazos quedaron inmovilizados.
La guió hacia la cama y la ayudó a subirse de rodillas. Ella se dejó caer, quedando con la cabeza hundida en el colchón pero el trasero elevado. mostrando sus nalgas redondas y el vello oscuro de su pubis. Arturo tomó el plug anal y el tubo de lubricante. Le aplicó una generosa cantidad en la entrada de su ano, frotando con movimientos circulares. Luego, acercó el plug, presionando con suavidad pero firmeza. Ella pataleó pero Arturo la sujetó por las caderas, inmovilizándola.
—Tranquila… ya casi —dijo, empujando con más fuerza.
El plug entró centímetro a centímetro, y sus piernas se tensaron como cuerdas a punto de romperse. Un grito ahogado salió de su garganta, amortiguado por la mordaza. Arturo no se detuvo hasta que el juguete estuvo completamente dentro.
—Perfecto —dijo, acariciando una de sus nalgas—. Ahora… el dildo.
Tomó el juguete de la silla, aún húmedo por su vagina, y lo posicionó contra su entrada. Con un movimiento brusco, lo introdujo hasta el fondo. Ella se estremeció, sus caderas empujando hacia atrás como si buscara más, y el sonido húmedo de la penetración se mezcló con sus jadeos ahogados. Arturo comenzó a marcar un ritmo: estocadas lentas al principio, luego más rápidas, cada empuje haciéndola gemir en silencio.
Sus pezones rozaban la sábana con cada movimiento, y sus muslos se separaron aún más, invitando a la invasión. Arturo, con una sonrisa oscura, agarró su cabello y tiró de él hacia atrás, obligándola a arquear la espalda.
Continuó jugando con el dildo en la vagina de mi mamá, ya totalmente empalmado; con una mano seguía moviendo el dildo y con la otra se masturbaba, acariciándose con furia mientras observaba cómo su cuerpo respondía. El sonido húmedo del juguete entrando y saliendo se mezclaba con los jadeos ahogados de ella llenaba la habitación.
De repente, se detuvo, dejando el dildo profundamente enterrado dentro de ella. Tomó la bolsa que habíamos comprado y sacó el antifaz de dormir negro, ajustándoselo con cuidado sobre los ojos. Ella intentó mover la cabeza, pero la mordaza de bola le impedía protestar mientras la baba resbalaba por las correas de cuero. Arturo sonrió al verla indefensa, ciega y muda, y sacó el dildo de un tirón.
Con lentitud deliberada, posicionó su miembro erecto contra su vagina, frotando la punta hinchada en círculos sobre su clítoris. Ella se estremeció, sus caderas empujando hacia atrás en busca del contacto, pero no podía ver ni hablar. Solo gemía, la baba acumulándose en la mordaza, mientras sus pechos rebotaban contra la sábana con cada movimiento involuntario.
De pronto, Arturo hizo algo que nunca imaginé que haría, pero que siempre había deseado: tomó su pene con una mano y, de un empujón brusco, lo introdujo en la vagina de mamá. Ella se tensó de inmediato, notando la diferencia entre el frío plástico del dildo y el calor del pene de Arturo.
Intentó moverse pero las esposas la desequilibraron. Sus caderas se desplomaron, haciéndola caer por completo boca abajo en la cama, con el rostro hundido en el colchón. Arturo no se detuvo; siguió penetrándola con estocadas profundas y rítmicas, apoyándose contra el colchón para mantenerla en posición. Sus nalgas recibían cada golpe, y el sonido de su piel chocando contra la de ella llenó el espacio como un tambor salvaje.
—¿Lo sientes? —dijo Arturo con su voz agitada—. Nunca volverás a necesitar el dildo… porque esto es real.
Le quitó la mordaza de un tirón, y los gemidos de mi mamá estallaron libres, mezclados con reproches que brotaban entre jadeos ahogados.
—¡Sacalo! ¡Sacalo de una vez! ¡Te lo ordeno! —gritó, su voz quebrada por el esfuerzo de mantenerse quieta mientras Arturo seguía embistiendo. Sus caderas intentaron apartarse, pero las esposas y su propio cuerpo la traicionaban, arqueándose hacia atrás en busca del contacto que su mente rechazaba—. ¡Soy tu madre! ¡No me puedes penetrar! ¡Habíamos quedado en eso!
Arturo no respondió. Solo intensificó sus movimientos, hundiéndose en ella con estocadas profundas que hacían crujir la cama. mientras su pelvis chocaba contra sus nalgas con un ritmo salvaje. El sudor resbalaba por su frente, y sus dientes se clavaron en el hombro de ella como si marcarla lo excitara más.
—¡Escúchame, Arturo! ¡Por favor! —suplicó —. ¡Dime al menos que traes un condón puesto!
Pero él solo aceleraba el vaivén hasta que mi mamá se terminó entregando al placer. Sus protestas se disolvieron en gemidos que escapaban sin control, agudos y desesperados, mientras su respiración se volvía agitada, entrecortada por los espasmos que recorrían su espalda. El sudor pegaba su cabello a la frente, y sus caderas, antes rígidas de resistencia, ahora empujaban hacia atrás, buscando cada embestida. Un «¡o qué rico!» se le escapó entre jadeos, y Arturo rió triunfante, al oírla admitir lo que su cuerpo ya gritaba.
—Dime, mamá… ¿te gusta? —preguntó, sin detener el ritmo, hundiéndose hasta el fondo—. ¿Te gusta ser mi mujer?
Ella negó con la cabeza, pero sus caderas mentían, moviéndose al compás de sus estocadas.
—Arturo… yo… sí lo disfruto —confesó entre gemidos, su voz quebrada por la vergüenza y el placer—. Solo… no te corras dentro… por favor, amor.
Arturo no respondió. Solo empujó más fuerte, marcando un ritmo más de posesión absoluta. sus dientes se hundieron en el hombro de mamá como si sellara su dominio.
Ella gimió, sus músculos vaginales contrayéndose alrededor de él, y un líquido comenzó a manchar las sábanas.
—¡Sí! —gritó, arqueándose sin control—. ¡Más fuerte mi amor! — gritaba mi mamá.
Arturo obedeció. Sus caderas golpearon contra sus nalgas con fuerza, haciéndola jadear en una mezcla de dolor y éxtasis. sus piernas se separaron aún más, invitándolo a profundizar.
—¡Correte! ¡Correte dentro! —grito mamá, olvidando sus propias súplicas—. ¡Lléname toda!
Arturo no se contuvo. Con un gruñido ronco, se enterró hasta el fondo y descargó su semen dentro de ella. Sus caderas siguieron moviéndose, exprimiendo cada gota, mientras ella temblaba bajo su peso, sus propios espasmos arrastrándola al clímax.
Y yo, desde el pasillo, sentí cómo mi propia ingle se tensaba. No era solo deseo lo que me quemaba.
Era la certeza de que, si entrara ahora, ella suplicaría lo mismo para mí.