Capítulo 3
La noche había empezado tranquila, con unas copas de vino que se deslizaron demasiado fácil en el cuerpo de Susana. La veía reír más suelta, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes; yo, mientras tanto, pensaba en el juguete que me había entregado Cristina días atrás. Ese dildo esperaba su momento, y yo había decidido que esa noche sería el estreno.
Cuando llegamos a casa, no aguanté. La tomé de la cintura, la giré hacia mí y la besé con fuerza. Mis manos se clavaron en sus pechos por encima de la blusa, apretándolos con hambre. Ella rió nerviosa, medio sorprendida.
—¿Qué te pasa? —preguntó, jadeando.
Le susurré al oído:
—En el baño te dejé un regalo. Anda, quiero que lo descubras sola.
Ella arqueó una ceja, curiosa, y caminó hacia el baño tambaleando levemente por el vino. Yo la seguí con la mirada mientras se desnudaba de camino, soltando cada prenda con una lentitud que me hacía hervir la sangre.
Al cruzar la puerta del baño, lo encontró: el dildo bien pegado al cristal que daba al patio. Susana se quedó quieta unos segundos, observándolo como si fuera un secreto prohibido. Luego miró alrededor, bajó la cabeza, y con esa timidez recatada que la define, dejó escapar una sonrisa que me paralizó: una sonrisa de deseo puro.
Encendió la ducha y, cuando el agua tibia empezó a resbalarle por el cuerpo, acarició el juguete. Con un gemido ahogado, se inclinó hacia el cristal, apoyando las dos manos en él. Sus nalgas quedaron expuestas, perfectas, brillando bajo el agua. Y entonces, despacio, se abrió para el dildo.
Yo no estaba solo mirando. Afuera, en el patio, los vecinos ya se habían reunido. Don Ramón, el viejo gordo de 58 años, sudaba y jadeaba con la bragueta abierta. El joven de 21, casi temblando, tenía los ojos fijos en mi esposa como si fuera un sueño húmedo hecho realidad. Y Cristina, en su pijama ligero, mordía su labio inferior con descaro, sus pezones duros marcando la tela.
El primer empuje de Susana fue lento, como probando. El juguete desapareció entre sus labios mojados, y un gemido escapó de su garganta. Sus caderas empezaron a moverse con un ritmo cada vez más intenso, el agua golpeando su piel, el vidrio empañándose. Cada vez que se lo enterraba, sus pechos rebotaban contra el aire y su culo se marcaba contra el cristal, perfecto, invitador.
—¡Mierda, mirá cómo se lo traga! —soltó el joven, con la voz quebrada.
—Ese culo pide verga, pide verga ya —escupió Don Ramón, masturbándose sin pudor.
Cristina no se quedó atrás. Caminó hacia mí con pasos lentos, sensuales, y sacó un billete de su escote.
—Si me haces una paja te doy 100 pavos —le había dicho el viejo minutos antes. Y ella, sin dudar, lo había complacido delante de todos, guardando luego el dinero entre sus tetas como trofeo. Ahora me miraba directo, excitadísima.
Se inclinó, tomó el dildo de Susana unos segundos y lo chupó con ganas, dejándolo brillante de saliva, para luego colocarlo de nuevo contra el cristal. Con la otra mano, se apretó el culo frente a mí.
—¿Sabes qué haría que se corriera más rápido? —me susurró caliente—. Que fueras vos mismo quien se la metas delante de nosotros.
Yo no respondí. Mis ojos estaban clavados en Susana: ella ya no era mi mujer recatada, era un espectáculo de lujuria, gimiendo, cabalgando el juguete con furia, el agua resbalando entre sus tetas y el culo golpeando el vidrio como si quisiera ofrecérselo al mundo entero.
El joven dio un paso adelante, desesperado:
—¡Ya quiero ver cómo se lo mete en ese culito! —gritó, con la voz rota de deseo.
Cristina, cada vez más encendida, me acarició la entrepierna y se inclinó como si fuera a mamarme la verga allí mismo. Pero yo le sujeté la cabeza y la empujé hacia el chico.
—Empieza con él —le ordené.
La mujer obedeció sin dudar, bajando de rodillas frente al joven y tragándosela con un gemido húmedo. El chico lanzó un alarido de placer, mientras Don Ramón se pajeaba mirando el doble espectáculo: mi esposa follando el cristal con un dildo, y Cristina chupando verga como una puta profesional.
Yo, con la respiración agitada, sabía que estaba al borde del límite. La escena me estaba quemando por dentro. Veía a Susana, a mi Susana, y sentía que en cualquier momento iba a entrar al baño, hundirme en ella delante de todos y borrar la línea que separaba el morbo de la locura.
El corazón me latía en las sienes. Los vecinos jadeaban. Cristina gemía con la boca llena. Y Susana… Susana parecía ya no tener regreso.