Capítulo 1

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Vivimos en un cuarto piso de un edificio viejo pero cómodo, en una zona tranquila. Yo tengo 42 años, trabajo desde casa la mayor parte del tiempo, y aunque no me quejo de mi vida, hace mucho que no sentía esas cosquillas que te erizan la piel.

Mi esposa, Susana, es el centro de mi mundo. Tiene 38 años, cabello pelirrojo, piel clara y unas curvas que harían pecar a un santo: pechos generosos, un trasero que parece tallado y un andar natural que enciende hasta el pasillo más aburrido. Nunca dejó de cuidarse, y cada día, verla por la casa en sus batas ligeras o en pijamas que apenas cubren lo justo, me recuerda lo afortunado que soy.

El año pasado hicimos reformas en casa. Tuberías nuevas, cableado nuevo… pero lo más llamativo fue el baño. En vez de la pared que daba al patio interior, el arquitecto instaló un gran ventanal de cristal opaco. La revista de decoración decía que era “de última tendencia”: luz natural, privacidad asegurada. O eso creíamos.

La primera vez que lo noté fue una noche, al volver tarde. Subía las escaleras porque el ascensor estaba dañado y, justo al pasar por el rellano que daba al patio, escuché murmullos. Voces bajas, excitadas. Me acerqué a la baranda, intrigado, y ahí lo descubrí: dos ventanas de vecinos abiertas, varias siluetas inclinadas hacia el interior del patio… y, en el centro de toda esa atención, estaba ella.

Susana.

Mi Susana, duchándose como si estuviera sola, con el agua resbalando sobre su piel blanca, el cabello pegado al cuello y sus pechos brillando bajo la luz. Cada movimiento suyo era seguido de jadeos contenidos, comentarios obscenos que llegaban hasta mis oídos:

—Mira ese culo…

—Se toca, la muy puta, se toca…

El corazón se me subió a la garganta. La luz del baño, más fuerte que la del patio, había convertido el supuesto cristal opaco en un escaparate perfecto. Y ahí estaba ella, desnuda, masturbándose inocente, mientras al menos cuatro vecinos la devoraban con los ojos.

Me quedé quieto, hipnotizado, sintiendo cómo el calor me quemaba por dentro. Entre el escándalo y la excitación, mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza: la erección me golpeaba contra el pantalón como si fuera un adolescente. Quise moverme, entrar a detenerla, pero mis piernas no respondían.

Me quedé allí, como uno más de los voyeurs. Mi Susana era un espectáculo privado vuelto público, y yo, su marido, ni siquiera sabía si quería apagar las luces o dejar que siguiera brillando.

La voz de un vecino me sacó del trance:

—Joder, esta noche no duermo.

Yo tampoco.

Me gustaria que comentaran el relato, como le gustaría que siguiera esta historia.