El crimen sin resolver

El tiempo se escapa en susurros, y yo me quedo atrapado en un instante que no quiere morir. Aún siento la caricia tenue de sus dedos, el calor de su aliento rozando mi piel, y esa mirada que me atravesaba, como un cuchillo dulce, que sabía ver más allá de mis inseguridades, más allá de mi nada.

Rouse fue la primera que me vio de verdad. No como un número, ni un nombre cualquiera, sino como alguien con alma, con grietas, con deseo. Ella me encontró cuando era el apestoso, el invisible. Y aun así, me amó con esa mezcla de inocencia y hambre, con labios que tenían hambre de verdad, con manos que dejaron de ser tímidas para dominar el tiempo y el espacio que nos pertenecía.

Recuerdo aquella escalera, fría y sin testigos, donde el mundo se redujo a sus besos voraces y el pulso de un deseo que me desgarraba al ritmo de una pasión clandestina; cada roce, cada gemido, era una promesa quebrada, un crimen perfecto que cometemos sin permiso, sin reglas, sin pensar en el mañana. Solo nosotros, dos ladrones sorprendidos en el acto, corriendo por un pasillo que olía a peligro y promesas rotas.

Sentía su cuerpo contra el mío, su respiración agitada, y en sus ojos esa mezcla retadora y ansiosa que me llamaba a perderme, a entregarme sin reservas. Cada susurro suyo era un veneno dulce que me hacía temblar y, sin embargo, me mantenía alerta, porque ese deseo era un fuego que podía quemarnos.

Pero también, se me hace tarde para quererte, y cada día que pasa se me va la vida. Y ahí, al lado del camino, con las luces bajas y el humo del pasado, me doy cuenta de que te busqué en mil rostros, en mil voces, pero ninguna era tuya.

Hay un circo cruel que montamos entre nosotros, un juego de espejos y máscaras donde los gestos se volvieron gritos y las caricias, silencios. El show macabro de las promesas rotas y las culpas que nunca se dijeron, que dejaron su marca como sombras en la piel, que hicieron de nuestra historia un circo sin público, solo el eco de nuestras voces perdidas en la oscuridad.

Y sin embargo, algo se rompió en el camino. La culpa, la distancia, ese exceso de ego que me cegó y me hizo cambiarla por la carne sin alma, por el sexo vacío. Y ahora, años después, la nostalgia me pesa como un ritual inacabado, una deuda sin saldar que llevo tatuada en la piel y en la memoria.

He visto su vida a través de fotos, sus sonrisas en Instagram, sus victorias silenciosas. Y yo aquí, con el peso de lo que pudo ser y no fue, con las palabras que nunca dije, con el amor que no supo esperar.

Como un fantasma, me arrastro entre recuerdos que no se disipan, entre lo que fuimos y lo que nunca seremos. Invisible para ella, y para mí mismo a veces, perdido en el limbo de un amor que no pudo cerrar su círculo.

Como en esa soledad donde la noche está llena de voces, la soledad es como un cuchillo, siento esa presencia ausente, ese espacio que ni el tiempo ni la distancia logran borrar.

Porque si el amor fuera un crimen perfecto, nosotros fuimos culpables sin remordimientos. Pero el juicio apenas comenzaba.

Y así, entre sombras y luces, me quedo en este limbo de recuerdos y deseos, buscando en el eco de su nombre la redención o, tal vez, solo la verdad.

Capítulo 1 – Parte 1

La primera vez con Rouse

A los 18 años aún me creía un joven común, uno del monto. No destacaba entre los demás. No era de esos chicos con carisma desbordante ni con historias sexuales precoces para presumir. Era reservado, obediente… y lento para casi todo, salvo para sentir.

Mi nombre es Ryan, y este es el relato de cómo una chica llamada Rouse desató en mí una sed insaciable. Un deseo dormido que nunca volvió a apagarse.

Nos conocimos en el último año de secundaria. Fue Malena —su mejor amiga— quien nos presentó. Rouse tenía 18, igual que yo. Era mi novia, mi primer amor, la primera en enseñarme que el cuerpo también puede ser lenguaje.

Era delgada, de estatura elegante —1.69 quizás—, piel blanca, cabello negro como la noche y unos ojos marrones tan vivos que me hacían olvidar cómo se respiraba. Vivía a unas cuadras del instituto. Después de clases, la acompañaba a casa. Su madre era enfermera y dormía por turnos. Su padre, camionero, rara vez estaba.

Ese viernes, luego de almorzar con su madre, salimos al pasillo para no interrumpir su siesta. Conversábamos en la escalera, riendo, rozándonos como cualquier pareja joven. Hasta que, de pronto, Rouse me besó.

No era la primera vez. Pero sí la primera vez que su boca tenía hambre. Sus labios apretaban con urgencia. Sus manos ya no eran tímidas, sino directas.

Bajó su mano hasta mi pantalón y la dejó allí, presionando, como si supiera exactamente lo que hacía. Mi erección fue inmediata. Pero no me detuve. Tenía el alma partida entre respetarla como a una dama… o rendirme al deseo.

Ella decidió por mí.

Metió la mano sin pedir permiso. Lo tomó. Lo envolvió con una suavidad feroz, segura pero temblorosa. Respiraba agitada. Aunque mi pene no era particularmente largo —, su grosor era notable —. Lo supo desde ese primer instante. Me miró a los ojos y susurró, entre asombro y travesura:

—Nunca imaginé que lo tuvieras tan grande… y tan grueso.

Fue entonces cuando oímos el chasquido metálico de unas llaves. Una puerta.

Nos miramos como dos ladrones sorprendidos. Corrimos entre risas y jadeos hasta el cuarto piso, donde el edificio quedaba desierto a esa hora. Allí, en ese pasillo silencioso, ya no pudimos contener la marea.

Desabrochó mi pantalón con la agilidad de quien no está improvisando. Lo sacó. Me masturbaba mientras me devoraba la boca. Yo temblaba. Era nuevo. Era salvaje. Era ella.

Deslicé mi mano bajo su blusa. Sus senos eran pequeños, perfectos para mis manos inexpertas. Se quitó el sujetador con torpeza, jadeando:

—Chúpamelos… por favor.

Mientras ella me masturbaba, yo también la acariciaba por encima de su falda de colegio, sintiendo su piel tibia. Le deslicé la mano bajo la falda, acariciando suavemente hasta que ella misma se bajó las pantaletas blancas de encaje, dejando su intimidad libre para que yo pudiera explorarla mejor. La falda cayó con delicadeza, y su respiración se hizo más profunda.

Y lo hice, con deseo, con hambre, con torpeza también. Mi lengua los recorría sin orden, como queriendo memorizar su sabor. Estaba tan excitado que sentí que me venía. Le pedí que parara.

Pero ella murmuró:

—Tranquilo… yo quiero.

Aceleró. Apretó. Me llevó al borde. Me corrí en su mano, en su brazo, con una intensidad brutal.

Tomó del piso las pantaletas blancas de encaje y nos limpió con ellas, como si fuera lo más natural del mundo, luego las guardó en el bolsillo de su falda. Su mirada ardía mientras lo hacia.

La voz de su madre sonó desde abajo. Bajamos como si nada hubiera pasado… pero yo ya no era el mismo.

Y lo que vendría después, esa misma tarde, me revelaría una verdad que cambiaría mi vida: el deseo no tiene límites. Solo necesita a alguien que se atreva a abrir la puerta.

Rouse lo hizo.

La puerta se cerró con un clic. Me miró con esa sonrisa suya que decía: “aún no has visto nada”. Me tomó de la mano y me llevó al sofá.

La luz del sol caía como miel sobre nosotros. Nos sentamos, piel con piel. Nos desnudamos con una mezcla de urgencia y pudor. Sus labios volvían a los míos, más lentos, más hondos. Mis manos recorrían su cuerpo como si fuera un mapa sagrado. Su piel era seda, su olor, un hechizo.

—Chúpamelos… más fuerte —dijo, y yo obedecí.

Su espalda se arqueaba. Su cuerpo hablaba. Se arrodilló frente a mí, sobre la alfombra negra. Me miró y susurró:

—Ahora que lo tengo frente a mí… es mejor de lo que imaginaba.

Abrió la boca. Lo lamía con una delicadeza animal. Su mano lo acariciaba mientras su lengua exploraba cada rincón. Lo logró. Lo tomó entero. Cuando lo hizo, sus ojos brillaron con algo más que lujuria.

Chupaba y se masturbaba a la vez. Cada movimiento más profundo. Más intenso. Me miraba. Sabía lo que provocaba.

Y de pronto, se echó hacia atrás, temblando, gimiendo con fuerza. Se dejó caer en la alfombra, con las piernas aún sacudidas, y una sonrisa de placer total.

—Chúpamela —dijo, aún agitada.

Me lancé sin pensar. La besé entera. Descubrí su botón rosado, su punto sagrado. Ella jadeaba, me presionaba contra sí, se arqueaba como una ola rota. Cuando llegó al orgasmo, lo hizo con un grito mudo y un cuerpo rendido.

Pero no terminó ahí.

Se arrodilló de nuevo. Me masturbó con fuerza y se lo metió en la boca. Me lo robó sin mirarme. Y yo… ya no tenía control. Me corrí en su lengua. Ella también se vino, al mismo tiempo, con un gemido ahogado por mi carne y el semen caliente que le llenaba la boca.

Cuando lo sacó, aún goteando, me miró con esa sonrisa suya —pecaminosa, dulce y triunfal— y me dijo:

—Sabe divino.

Fue esa tarde, en ese pequeño apartamento, donde descubrí que el deseo no es un impulso. Es una llama que, una vez encendida, no se apaga.

Y que yo… no era tan inocente como pensaba.

Lo que comenzó como un juego se convirtió en la puerta a un mundo del que jamás quise salir.

Y sin saberlo, Rouse ya llevaba tiempo viviendo allí.

Rouse apareció ese día con un vestido blanco corto, tan ceñido que parecía moldear su cuerpo delgado como una segunda piel. La tela apenas rozaba la mitad de sus muslos, revelando unas piernas largas y torneadas que terminaban en unas botas negras de tacón alto, que le daban un aire imponente y seductor. Nunca antes la había visto así: tan segura, tan irresistible. El contraste entre su piel clara y el blanco del vestido creaba un juego visual que me tenía hipnotizado.

—¿Te gusta? —me preguntó con una sonrisa que escondía un secreto, mientras giraba despacio para que apreciara la espalda descubierta del vestido.

Sentí que me faltaba el aire. Aquella Rouse que conocía, tímida y dulce, se había transformado en una mujer que me desafiaba con la mirada y me provocaba sin palabras.

Fuimos al cine, un plan simple que esa tarde se llenó de tensión. La oscuridad de la sala era un refugio para nuestras manos y miradas. Mientras la película avanzaba, mis dedos se deslizaron bajo el vestido, buscando el calor de su piel. Rouse jadeaba bajo mi toque, y cuando mi mano encontró su centro, se cubrió la boca con la palma para no dejar escapar un gemido. Mi corazón latía con fuerza al saber que estábamos jugando con fuego.

Con cuidado, la masturbé allí mismo, entre las sombras y el murmullo de la sala, intentando ser tan delicado como apasionado. Sentí su cuerpo estremecerse cada vez que mis dedos la acariciaban, y las chispas del deseo crecían entre nosotros.

Justo cuando estábamos perdiéndonos en ese mundo clandestino, su teléfono vibró con un mensaje de su madre: “Guardia toda la noche, no vuelvo.” Rouse me miró, y sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y promesa. La casa sería solo para nosotros.

Al salir del cine, nos cruzamos con un grupo de promotores y promotoras vestidos con ropa ajustada y provocativa, con sonrisas cómplices y miradas cargadas de deseo. Nos regalaron unos condones y susurraron al oído palabras que aún recuerdo:

—Chicos, el placer es más seguro cuando usas protección. No se trata solo de cuidarte, sino de disfrutar sin miedo.

La idea de estar protegidos solo añadió un nuevo nivel de emoción a lo que venía.

Al llegar a su casa, la atmósfera cambió. Nos quedamos solos en la habitación, con las luces bajas y el perfume de Rouse flotando en el aire. El vestido blanco y las botas negras se convirtieron en un símbolo de la mujer que estaba a punto de descubrir. Rouse se acercó lentamente; su cuerpo irradiaba una sensualidad natural que me desarmaba. Sin decir nada, comenzó a desvestirse. Dejó caer el vestido, revelando ese cuerpo que tanto deseaba. Verla solo con esas largas botas negras de cuero y tacón alto, que le llegaban hasta las rodillas, hizo que mi deseo ya no pudiera contenerse.

Sacó de su cartera los condones que nos habían regalado. Mientras me besaba, comenzó a quitarme la ropa con delicadeza. No apartaba su mirada de la mía. Cuando terminé completamente desnudo, tomó mi miembro entre sus manos y empezó a masturbarme, hasta lograr que mi erección se volviera tan firme que parecía de piedra.

—¿Quieres que te enseñe? —susurró, rozando mis labios con los suyos.

Sentado en la cama, me tomó de las manos y, con una sonrisa traviesa, abrió el pequeño paquete de condones. Luego, sin dejar de mirarme, tomó uno y lo abrió cuidadosamente con la boca. Lo puso entre sus labios y me lo colocó con una mezcla perfecta de ternura y provocación, mientras me hacía sexo oral. Ese gesto, cargado de intimidad, disparó mi deseo aún más.

Sus labios cálidos y suaves envolvían mi miembro con una delicadeza que me encendía los sentidos. Su lengua jugaba lentamente, acariciando la cabeza con un tacto húmedo que me volvía loco. Me exploraba con ansias y dulzura, subiendo y bajando con una cadencia perfecta, mezcla de hambre y cariño. Su aliento tibio y su boca experta fueron la mejor antesala para lo que estaba por venir.

Me pidió que me recostara. Besándome con dulzura, se montó sobre mí. Tomó mi pene y, frotándolo en su sexo, comenzó a deslizarse en movimientos lentos hasta que, finalmente, me recibió por completo. Ya estaba dentro de ella. Unidos, realmente, por primera vez.

Nos movimos con lentitud al principio, ella guiándome con paciencia. Sentí cada centímetro de su piel suave y cálida, mientras me enseñaba a entrar despacio, a seguir el ritmo de su respiración, de sus gemidos. En la intimidad de su habitación, Rouse se movía con una sensualidad tan natural que me tenía completamente hechizado.

Empezamos con ella recostada de espaldas. Sus pechos pequeños y firmes subían y bajaban con cada respiración agitada. Mientras la penetraba con suavidad, admiraba su piel tensarse, sus ojos cerrados, su boca entreabierta dejando escapar gemidos que avivaban aún más mi deseo.

Luego, tomó el control subiéndose encima. Desde esa posición podía ver el contorno perfecto de su cuerpo, el vaivén de sus caderas marcando un ritmo firme y provocativo. Sus manos se aferraban a mis hombros mientras me miraba con intensidad. Su respiración entrecortada llenaba el espacio entre nosotros.

Cambiamos de nuevo. De lado, sentía su cuerpo abrazado al mío, moviéndonos al compás del deseo. Pero fue cuando la coloqué a cuatro patas y la penetré desde atrás que el espectáculo visual me dejó sin aliento. Sus nalgas redondas y firmes se alzaban frente a mí, sus caderas se mecían con un ritmo hipnótico en cada embestida. Podía ver cómo mi pene entraba y salía de ella, cómo su piel se estiraba y sus músculos respondían con una mezcla de placer y entrega total.

Rouse gemía alto, sin preocuparse por el ruido, mientras me pedía:

—Agárrame duro… dame más fuerte… ¡dale nalgadas!

Mis manos golpeaban sus nalgas con firmeza, marcando el ritmo de un deseo salvaje que ambos habíamos estado reprimiendo. Su cuerpo temblaba con cada palmada, y sus ojos brillaban con una mezcla de sumisión y éxtasis.

Cuando sentí que estaba al borde, Rouse me miró con una sonrisa traviesa y me ordenó:

—Quítate el condón. Quiero que te corras en mi boca.

Mi respiración se aceleró. Ella me ayudó a quitármelo con manos expertas y labios ansiosos. La sensación de su boca envolviendo mi miembro mientras me venía fue un éxtasis total, una entrega absoluta que selló nuestra conexión de una forma que ninguna palabra podría describir.

Nos quedamos abrazados, susurrándonos promesas que solo el deseo entiende, mientras el sudor y el perfume nos envolvían en un manto de intimidad y complicidad.

Esa noche, Rouse dejó caer su máscara de inocencia para mostrarme la mujer que era: erótica, perversa y dueña de un fuego que despertó en mí un deseo sin límites.

Capítulo 1 – Parte 2

Los juegos de seducción de Malena

El verano llegó con su calor sofocante y promesas de libertad. Era la primera noche de vacaciones, y Rouse quiso celebrarlo en su casa: sin padres, con cervezas frías y la música a todo volumen. Ryan aceptó sin pensarlo. Aunque su adolescencia había sido monótona, gris, junto a Rouse se sentía distinto… como si volviera a vivir, como si su piel respirara por primera vez.

Aquella noche no fue la excepción. Y, a la vez, lo cambió todo.

Malena, la mejor amiga de Rouse, también estaba allí. Tenía el cabello negro, largo, liso como seda, y una piel apenas más clara que la de su amiga. Llevaba unos jeans ajustados y una camiseta blanca, sin sostén, que dejaba adivinar el contorno de unos pechos grandes, firmes, desafiantes. Caminaba descalza por la casa, con una naturalidad descarada, mientras el calor le perlaba el cuello con pequeñas gotas de sudor.

Ryan no podía evitar mirarla. Pero se obligaba a desviar la mirada, a recordar que estaba con Rouse. Que Malena tenía novio. Que era solo una adolescente más, con curvas peligrosas.

Pero Malena… Malena lo sabía. Y le gustaba.

Ya habían bebido varias cervezas. El ambiente se volvió denso, cargado de una electricidad húmeda, invisible. Rouse lo tomó de la mano y lo arrastró al cuarto, riendo como una niña traviesa. Cerraron la puerta sin pudor, sin pensar en los otros dos que seguían en la sala.

Y entonces, comenzaron a desnudarse.

La ropa cayó con urgencia. Ryan la besó como un animal hambriento, la levantó y la tumbó en la cama. Rouse se aferró a él entre jadeos, mientras su cuerpo se abría como flor salvaje. La penetró de espaldas, con fuerza, con hambre. Ella le pedía más, le pedía todo. El golpeteo de su pelvis contra su trasero llenaba la habitación… y más allá.

En la sala, Malena escuchaba. No eran gemidos tímidos, ni fingidos. Eran sucios, intensos, sinceros. Su novio, medio dormido, roncaba en el sofá. Pero ella no podía dejar de oírlos. Se mordía los labios, cruzaba las piernas apretadas… hasta que no resistió más.

Se levantó, caminó hasta la puerta del cuarto y la entreabrió apenas.

Lo que vio la dejó sin aliento.

Ryan, completamente desnudo, de pie sobre la cama, sujetando a Rouse por las caderas mientras la embestía sin piedad. El cuerpo atlético de ella se arqueaba con cada estocada. Su cabello castaño pegado a la frente, su boca abierta en un grito mudo de placer.

Malena se llevó una mano al pantalón, lo bajó en silencio, y comenzó a acariciarse. Cerró los ojos un instante, pero luego los volvió a abrir. Quería verlo. Quería grabarse cómo se movía Ryan, cómo la tomaba, cómo se le marcaban los músculos de la espalda. Cómo Rouse temblaba con cada embestida.

Estaba tan excitada que olvidó el mundo.

Hasta que su novio se despertó.

—¿Mali…? —murmuró, adormecido, al no verla a su lado.

Ella reaccionó. Se subió los jeans a medias y fue hacia él. Pero el fuego ya le ardía en la entrepierna. Sin una palabra, lo empujó al sofá, se sentó sobre él y comenzó a cabalgarlo con rabia. Como si intentara borrar con otro cuerpo lo que había visto… y no podía tener.

En el cuarto, Ryan y Rouse se habían quedado abrazados, sus cuerpos aún húmedos, envueltos en esa calma que solo deja el sexo bien hecho. Pero entonces escucharon lo impensable: los gemidos de Malena en la sala. Gritos ahogados, desesperados. Gemidos sucios.

Ryan sintió un escalofrío.

—¿Están…? —murmuró.

Rouse sonrió, y sin decir nada, se subió sobre él.

—Ahora me toca a mí hacerte gemir —le susurró al oído, antes de deslizarse en su erección aún viva.

Esa noche pareció interminable. Cuerpos, jadeos, suspiros, risas… todo flotando en el aire denso de una casa sin padres y con muchas hormonas.

Pero al día siguiente, Ryan notó algo distinto en Malena.

Su mirada.

No era casual. No era inocente.

Era fuego.

Malena ya no evitaba sus ojos. Lo miraba directo. Lento. Como si lo estuviera desnudando con la mente. Como si recordara, una y otra vez, cada movimiento con el que había hecho gemir a Rouse.

El juego había comenzado.

Capítulo 1 – Parte 3

La verdad detrás de Rouse y el fuego de Malena

El sonido de las olas golpeando suavemente la orilla era lo único que se escuchaba. El aire cálido de la noche aún cargaba el olor a sal y coco de los protectores solares del día. En la posada de madera donde se hospedaban, Ryan estaba sentado al borde de la cama, con el torso desnudo y aún húmedo por el último baño de mar. La tenue luz de la lámpara apenas alcanzaba a iluminar el perfil de Rouse, que caminaba hacia él envuelta en una de sus camisas abiertas.

Había algo distinto en su expresión: no era culpa. Era confesión. Y deseo.

—Tengo que decirte algo —dijo con la voz temblorosa, pero decidida.

Ryan alzó la mirada. Sabía que no sería una charla cualquiera.

—No fui virgen contigo —soltó, sin rodeos.

El silencio fue inmediato. Denso como el calor tropical. Las persianas apenas dejaban entrar la brisa marina.

—Antes de conocerte… tuve algo con alguien —agregó, dando un paso hacia él—. Mi profesor de ciencias. Fue meses antes. Me gustaba… y él lo supo. Me sedujo.

Ryan desvió la vista, sintiendo cómo se le erizaba la piel. El corazón le latía con rabia, pero también con una extraña excitación que no entendía.

—Me enseñó cosas. Cosas que no se aprenden en clase —dijo Rouse, arrodillándose frente a él—. Me hizo mujer, sí. Pero contigo… contigo ha sido real.

Sus manos recorrieron su abdomen con lentitud, trepando hasta su pecho.

—No quería que pensaras mal de mí. Por eso me callé. Pero ya no puedo seguir mintiendo.

Las palabras eran cuchillas suaves. Duelen, pero excitan. Y en medio de la rabia, Ryan la deseó más que nunca.

Se fundieron en un beso salvaje. Rouse se despojó de la camisa con rapidez, dejando ver su cuerpo bronceado, tenso, vibrante. Lo empujó a la cama y se montó sobre él con movimientos seguros, los muslos abiertos, hambrienta de redención. Lo cabalgó con una mezcla perfecta de dominio y sensualidad, gimiendo con el mar como fondo, como si redimirse pasara por hacerlo suyo.

Lo montó con ritmo firme, mirándolo a los ojos, hablándole sin palabras.

No sabían que estaban siendo observados.

Desde la sombra del pequeño corredor de la posada, Malena los veía en silencio. Había despertado por el calor, caminado descalza en la madrugada, y la puerta entreabierta del cuarto de Rouse la había detenido en seco. No fue curiosidad. Fue deseo.

Vio a Rouse moverse sobre Ryan, el vaivén de su cadera húmeda contra él, la manera en que se mordía el labio, el gemido ronco que escapaba entre sus labios. Y de pronto, se vio a sí misma. Recordó a su profesor de ciencias, aquella tarde en la biblioteca, cómo la sentó sobre el escritorio y le quitó la ropa interior con los dientes. El mismo fuego. La misma entrega. El mismo vértigo.

Malena tragó saliva. Sentía los pezones tensos bajo su camisón ligero y el calor húmedo entre las piernas la obligó a apretar los muslos.

Y sonrió. No solo por lo que vio, sino por lo que acababa de despertar en ella.

La mañana siguiente comenzó con el sol entrando suave por las ventanas de bambú. Ryan salió del cuarto de Rouse con una toalla amarrada a la cintura. Ella aún se bañaba, lavándose el cabello con calma, y él fue a buscar agua a la cocina.

Cruzando el pasillo, justo al doblar la esquina, la vio.

Malena, de pie junto a la hamaca del porche, descalza, con un vestido de algodón blanco, corto y liviano, tan delgado que bajo él no se adivinaba sujetador alguno. El viento costero pegaba la tela a su cuerpo, marcando sus pezones duros como una provocación inconsciente. O no tanto.

En sus pies, unas sandalias planas de tiras doradas; las uñas pintadas con pedrería diminuta formando flores. Detalles tan pequeños como irresistibles. Cada paso mostraba un mimo sensual por su cuerpo. Sus pies hablaban. Sus piernas también.

—Buenos días… —dijo con una voz suave y sugerente—. ¿Dormiste bien?

Ryan se quedó sin palabras. A la luz del sol, Malena parecía salida de un sueño húmedo.

—Rouse aún se baña —aclaró él, como justificándose.

—No pregunté por ella —respondió con una leve sonrisa—. Solo por ti.

Se acercó a la pequeña mesa del porche y, mientras se inclinaba para servirse jugo, el vestido se alzó apenas. Sin ropa interior. Su piel bronceada brillaba con naturalidad, y su espalda formaba una curva perfecta hasta la base.

—Anoche… soñé con ustedes —dijo sin mirarlo directamente.

—¿Con nosotros?

—Ajá… aunque no sé si fue un sueño. A veces lo que uno ve se cuela en la mente como un deseo disfrazado.

Ryan sintió que el corazón le latía en el cuello. Malena se sentó en la hamaca, cruzó las piernas con lentitud, dejando visible la planta de uno de sus pies, adornada con un anillo en el segundo dedo y uñas perfectamente decoradas.

—Me gustas, Ryan —soltó de golpe, sin titubeo—. Pero más me gusta el tipo de hombre en el que Rouse te está convirtiendo.

Él se quedó de pie, tenso, sin saber si estaba soñando o viviendo la escena más peligrosa de su vida.

—A veces… para que una mujer saque lo mejor de ti, tiene que mostrarte lo peor de ella —agregó Malena, mientras se pasaba lentamente los dedos por la pierna, como si se acariciara el alma.

Y Ryan supo, en ese instante, que lo vivido con Rouse era solo la puerta de entrada a un mundo más profundo, más prohibido… más ardiente.

Malena tenía las llaves.

Capítulo 1 – Parte 4

Juegos de playa y miradas cruzadas

La cafetera soltaba su último suspiro humeante cuando Rouse salió del cuarto, envuelta en una bata blanca que dejaba ver sus piernas desnudas. Su cabello aún revuelto y el rostro suave, apenas maquillado, la hacían ver especialmente dulce esa mañana. Sus ojos buscaron a Ryan al instante, y su expresión se iluminó con ternura cuando lo encontró de espaldas, conversando en voz baja con Malena en la cocina.

—Me gustas, Ryan —susurraba Malena con una dulzura envenenada—. Desde el primer día. Me encantaría que me miraras como la miras a ella.

Ryan no respondió de inmediato. Mantenía la vista fija en la taza que tenía entre las manos, sintiendo cómo el aire entre ambos se cargaba de electricidad. El olor a café recién hecho se mezclaba con el aroma dulce del perfume de Malena, ese que parecía adherirse a la piel como una invitación.

Ella sonrió al notar su silencio, acercándose apenas, lo suficiente como para que su muslo rozara sutilmente su cadera.

—¿Nunca pensaste en mí mientras hacías el amor con ella? —añadió, bajando la voz con picardía—. No me mientas, Ryan.

Justo entonces, los pasos desganados de su novio irrumpieron en la escena, entrando a la cocina con el cabello alborotado y los ojos todavía hinchados de sueño.

—¿Ya hicieron café? —preguntó, ajeno a la tensión que acababa de romper.

Malena se alejó con naturalidad, como si nada hubiese ocurrido, y le sirvió una taza. Ryan respiró hondo. Rouse ya se acercaba también, y con una sonrisa radiante lo abrazó por la espalda, dándole un beso cálido en la mejilla.

—Dormiste tan profundo… pensé que no despertarías —le dijo ella, amorosa, entrelazando sus dedos con los de él.

Ryan la miró, sintiendo una mezcla extraña de ternura y confusión. Rouse estaba más dulce que nunca, casi como si intentara enmendar el daño que su confesión había causado. Se pegaba más a él, lo tocaba con mayor frecuencia, y lo miraba con una adoración renovada. Parecía asustada de perderlo.

Desayunaron los cuatro entre risas y bromas, mientras Malena lanzaba miradas furtivas cargadas de intención. Cada vez que Rouse no los observaba, encontraba el modo de cruzar la pierna con elegancia, dejando que su falda se deslizara unos centímetros más arriba, revelando el borde de sus muslos tersos y bronceados, rematados con sandalias de tacón fino. Jugaba con su copa de jugo con movimientos sensuales, dibujando el borde con el dedo. Cada gesto era una provocación silenciosa dirigida solo a él.

Horas después, ya en el bote rumbo a la isla, la atmósfera era distinta. El sol se reflejaba sobre el agua como una promesa de calor, sudor y piel desnuda. Malena se había sentado junto a Ryan, y fingía dormitar mientras recostaba la cabeza sobre su hombro. Sus dedos, sin embargo, no descansaban: se deslizaban por su muslo con movimientos imperceptibles.

Rouse, abrazada a Ryan desde el otro lado, no notaba nada. Le hablaba al oído con ternura, riendo y besándole la mejilla de vez en cuando. El contraste entre las dos mujeres era brutal: una lo colmaba de cariño; la otra lo envenenaba con deseo.

Al llegar a la isla, montaron las carpas en una zona apartada, rodeada de vegetación y a metros de la playa. La noche cayó rápido, y con ella, el deseo se volvió más palpable. Las parejas se retiraron a sus respectivas carpas, pero los sonidos que pronto comenzaron a escucharse rompieron la quietud como una sinfonía de gemidos cruzados.

Los jadeos de Rouse llenaban la noche con una mezcla de dulzura y desesperación. Su voz suave se quebraba con cada embestida, como si intentara demostrarle a Ryan cuánto lo amaba a través de su cuerpo. En la otra carpa, Malena no se quedaba atrás. Sus gemidos eran más salvajes, más sucios, casi como una provocación directa.

Ryan cerró los ojos. Cada sonido era un látigo invisible que le marcaba la piel.

Más tarde, cuando todo pareció calmarse y las carpas quedaron en silencio, Ryan salió a caminar por la playa, intentando despejar su mente. No esperaba encontrar a Malena sentada sobre una roca, con un pareo apenas atado a la cintura y el torso desnudo, cubierto solo por su larga melena.

—Sabía que vendrías —dijo ella sin mirarlo.

Él no respondió. El deseo acumulado, la rabia por el engaño y la provocación constante explotaron como una ola salvaje. La besó sin aviso, con furia, atrapándola contra su cuerpo. Ella gimió, excitada, mientras se dejaba devorar.

El sexo fue rudo, casi violento. Sus cuerpos chocaban con la fuerza de años de deseo contenido. Ryan la tomó desde atrás, contra la arena caliente, aferrándola por las caderas mientras la penetraba con rabia. Malena gemía con fuerza, sin preocuparse por ser oída.

—Eso… castígame, Ryan… por no habértelo dicho… por desearte tanto —susurraba entre jadeos, con los ojos entrecerrados.

Él se inclinó sobre su espalda, mordiéndole el cuello con fuerza, penetrándola con todo el peso del deseo prohibido. Ella arqueó más su cuerpo, ofreciéndose con hambre. Comenzó a mover las caderas en círculos, buscando provocarlo, queriendo que él se corriera dentro de ella. Al mismo tiempo, se masturbaba con la mano libre, queriendo llegar al clímax con él, al mismo ritmo, al mismo tiempo.

Justo cuando sintió que el orgasmo se aproximaba, se volteó de rodillas, mirándolo a los ojos con lujuria.

—Córrete en mi boca… ahora —susurró, abriendo los labios.

Ryan se dejó llevar, explotando en un gemido ahogado mientras ella lo recibía toda, con los ojos cerrados, como si saboreara un pecado largamente esperado. Malena también se corrió segundos después, jadeando, con un gemido ronco que se perdió en el viento marino.

Quedaron tendidos sobre la arena, respirando agitadamente, en silencio.

Minutos después, sin hablar, se incorporaron y volvieron a sus carpas.

Al entrar, Malena despertó a su novio sin querer. Medio dormido, él murmuró:

—¿Dónde fuiste, cariño?

—Al baño —respondió ella, besándolo largo y suave, mientras pensaba que hacía apenas minutos había tenido en la boca el semen de Ryan… y que sabía mucho mejor que el de su novio.

Ryan entró a su tienda y vio a Rouse dormida, profundamente, como un bebé. Se acostó junto a ella y la abrazó por detrás. Cerró los ojos con una certeza punzante en el pecho:

«Nada volvería a ser igual después de esa noche.»

Capítulo 1 – Parte 5

El autobús y los fantasmas

El viaje de regreso sería largo. Doce horas por delante, y Ryan y Rouse lo sabían. Por eso habían elegido el segundo piso del autobús: casi vacío, cómodo, y con una privacidad peligrosa. Ideal. La mayoría del grupo, incluyendo a Malena y su novio, iba en la planta baja.

Las luces se apagaron. Una película cualquiera comenzó a rodar en la pantalla delantera. Rouse se acomodó sobre el pecho de Ryan, como si aquel fuera su refugio eterno. Él la rodeó con un brazo, pero su mirada estaba perdida, atrapada en el reflejo oscuro de la ventana.

Su mente no estaba allí. Estaba en la playa. En la arena tibia de la noche anterior. En la piel húmeda de Malena, en su cuerpo desbocado bajo él. En esa furia que lo había poseído y que, para su sorpresa, lo había excitado más de lo que se atrevía a admitir.

Le gustaba ese sexo crudo. Instintivo. Casi violento.

Pero también le gustaba hacer el amor con Rouse. Esa misma mañana, en la ducha del hotel, la ternura había marcado cada caricia. Rieron. Se acariciaron. Fue íntimo. Real. Pero no… no era eso.

Ahora, de regreso al mundo real, la confusión le nublaba la cabeza:

¿Qué haría con Rouse? ¿Y con Malena? ¿Quería resistirse… o rendirse?

Y lo más incierto: el futuro. Rouse quería estudiar enfermería o bioanálisis, lo cual la obligaría a mudarse. A alejarse. Y él, todavía sin rumbo claro, solo sabía que se acercaba una separación inevitable.

La voz de Rouse lo sacó del abismo:

—Tenemos que hablar.

Ryan sintió un nudo en el estómago. Esas cuatro palabras bastaban para encender todas las alarmas.

¿Nos vio? ¿Nos escuchó?

Pero no. Su mirada era dulce.

—¿Qué haremos con estos cuatro meses antes de graduarnos? —susurró—. ¿Sabes que es lo único que nos queda?

Ryan soltó el aire sin querer.

—Entonces no hay otra opción —respondió, sonriendo—. Vamos a exprimir cada segundo.

Rouse lo miró con esa mezcla de amor y hambre que le derretía el alma. Se subió sobre él, con movimientos lentos, urgentes. Le bajó los pantalones con torpeza, liberando su erección. Sus ojos ardían.

—Hazme tuya —susurró.

Lo devoró. Sin prisa, sin timidez. No como siempre. Esta vez lo hizo con una entrega profunda, envolvente, como si quisiera aprender su sabor antes de perderlo. Ryan cerró los ojos… pero un pensamiento le nubló el placer:

¿Dónde aprendió esto? ¿Con el profesor ese? ¿O con alguien más?

Sacudió la cabeza, queriendo sacar el veneno. La levantó por la barbilla, y la sentó de lado sobre él. Le apartó la tanga con un dedo y bajó a besarla entre las piernas. Rouse se aferró al asiento, al cortinero, a lo que pudo, conteniendo los gemidos. Cuando su lengua tocó su clítoris, soltó un suspiro que él acalla tapándole la boca con la mano.

La película seguía, y nadie parecía notar nada.

La levantó con fuerza y la hizo sentarse sobre su pene. Ella se movió lento al principio, después con más desenfreno. Estaba mojada, entregada… pero la tanga aún rozaba su piel. Le pidió que se detuviera.

No lo hizo.

Subía y bajaba con un ritmo desafiante. Él la tomó del cuello, apretó con fuerza una de sus nalgas. Ella gimió, excitada. Él no lo pensó más. Le arrancó la ropa interior de un tirón.

Rouse se tapó la boca, como si ese juego la excitara más. Ryan la giró. Ella quedó apoyada sobre el espaldar del asiento, con el trasero perfectamente expuesto. La abrió con los dedos y la penetró de golpe.

Ella tembló. Él no paraba. Cada embestida lo acercaba más al orgasmo, y cuando ella estuvo a punto de gritar, le tapó la boca de nuevo. Esta vez, ella le mordió la mano, lo que lo hizo jalarle el cabello hacia atrás.

Ahora estaba semierguida, como una marioneta suelta. Ryan no paraba. Hasta que no aguantó más. La giró, y ella cayó de rodillas frente a él. Sin palabras, se masturbó un par de veces y se vino sobre su rostro.

El semen le chorreó por las mejillas, los labios, la frente.

Y ella… sonreía.

—Wao… esto fue demasiado rico —susurró, limpiándose con lo que quedaba de la tanga y una toallita de papel.

Lo besó con ternura, como si no acabaran de hacer lo que hicieron.

—Eres maravilloso.

Cuando Rouse dormía de nuevo, con la cabeza apoyada en su hombro, Ryan la arropó con delicadeza. Bajó al primer piso del autobús. Allí estaba Malena, junto a su novio que dormía con la boca abierta. Al verlo, ella sonrió.

—¿Y Rouse?

—Durmiendo.

Ella se acomodó la blusa, que parecía estallar sobre su pecho.

—Vamos a estirar las piernas, ¿sí?

Caminando hasta una pequeña cafetería de carretera, pidieron café. Se sentaron frente a frente.

—¿Sabes qué es lo más difícil de este viaje? —dijo Malena.

—¿Qué?

—Portarme bien —murmuró, deslizando un pie por debajo de la mesa.

Silencio. Jugó con la cucharilla. Luego se levantó.

—Ya vengo.

Desapareció entre las mesas. Volvió en dos minutos y se sentó sin decir nada. Se inclinó:

—¿Alguna vez te han hecho sexo oral en la parte de atrás de una cafetería?

Ryan la miró, perplejo. Ella sonrió con picardía.

—Yo nunca lo he hecho… y me encantaría.

Se levantó sin esperar respuesta. Caminó hasta una puerta lateral, moviendo las caderas con malicia.

Ryan esperó un minuto. Luego otro. Y fue tras ella.

El pequeño depósito estaba en penumbras. Malena lo esperaba, apoyada contra la pared, con la falda subida. Al verlo, se arrodilló sin decir palabra.

Todo fue inmediato. Ella lo liberó del pantalón y comenzó a lamerlo con lentitud. Luego, más profunda. Más voraz. Mientras lo hacía, levantó la mirada y dijo:

—Mmm… sabes a Rouse.

Ryan sintió un escalofrío. ¿Era un juego? ¿Una provocación? ¿Una confesión?

Pero ella no se detuvo. Lo devoró como si quisiera borrar todo rastro anterior. El orgasmo llegó rápido, inevitable. Ella tragó, se limpió el labio con el dedo y le sonrió antes de irse.

—Nos vemos arriba… no tardes.

Volvió al autobús como si nada. Rouse seguía dormida. Malena estaba recostada sobre su novio, con cara de niña buena.

Ryan miraba por la ventana. Y la duda empezaba a crecerle en el pecho:

¿A qué sabía realmente lo que Malena probó?

¿Y por qué estaba tan segura…?

Capítulo 1 – Parte 6

Crímenes sin resolver

Los cuatro meses siguientes fueron un torbellino de sexo, marihuana, alcohol y sentimientos contradictorios. Rouse y yo nos amábamos con la desesperación de dos náufragos que sabían que tarde o temprano la marea los separaría. Nos buscábamos con ansia, como si el cuerpo del otro fuera el único lugar seguro en medio del caos. Cada caricia era una despedida anticipada. Cada orgasmo, una promesa que sabíamos que no podríamos cumplir.

Hacíamos el amor a cualquier hora, en cualquier parte: en su cama, en la mía, en la ducha, en el carro estacionado frente a su casa. Rouse fumaba marihuana y se volvía aún más atrevida, más obscena. Le encantaba provocarme con su lengua sucia y sus fantasías, mientras yo me perdía en el sabor de su piel, en la curva perfecta de su espalda. Me pedía que la usara, que le hablara sucio, que le tomara fotos mientras se masturbaba con mis dedos dentro de ella. Yo obedecía sin pensar, como un hombre hechizado. Éramos adictos el uno al otro.

Pero el deseo no era exclusivo. Malena también estaba allí… observando, esperando, dejando caer migas de su veneno con una sutileza que me desarmaba. A veces, cuando Rouse se iba al baño o a la cocina, Malena se acercaba y me susurraba al oído:

—¿Sabes qué? Me gustó cómo gemiste anoche… yo también estaba mojada escuchándolos.

Un día, mientras Rouse se cambiaba de ropa en su cuarto, Malena apareció en el pasillo con las botas negras de cuero y tacón alto de su amiga. No llevaba ropa interior, solo una camisa larga que no disimulaba nada. Se inclinó frente a mí como si buscara algo en su bolso, sabiendo que desde ese ángulo podía ver todo. Las botas crujieron con un sonido que me perforó la entrepierna. Me miró por encima del hombro y susurró:

—¿Te gusta cómo me quedan las botas de tu novia?… Anoche las usé cuando me toqué pensando en ti.

Esa misma noche, fingiendo que todo era un juego inocente, Malena volvió a usar las botas de Rouse. Esta vez, mientras Rouse dormía profundamente, se metió en mi habitación sin hacer ruido. Me montó lentamente, con la camisa abierta, las botas puestas, el cuerpo encendido. Cabalgaba mi verga con furia contenida, como si quisiera arrancarme cada recuerdo de Rouse a golpe de cadera. Los tacones chocaban contra la pared con cada embestida. Yo no podía parar. La culpa era del combustible.

Tuvimos sexo rudo, salvaje, casi cruel. Me arañaba la espalda mientras jadeaba mi nombre, y cuando yo estaba a punto de venirme, me agarró la cara y dijo:

—No pienses en ella… mírame a mí.

Una vez, los cuatro tuvimos sexo en la misma habitación. Fue idea de Malena. Dijo que sería divertido, que nadie se tocara, solo escucharse. Rouse aceptó con una risa cómplice. Cada pareja en una cama, cada gemido amplificado por la oscuridad. Pero al final, terminé con los ojos fijos en la silueta de Malena cabalgando sobre su novio, con los tacones de Rouse todavía puestos.

El trío no tardó en llegar. Fue en una casa prestada, con música suave y copas de vino. Rouse y Malena se besaron con una sensualidad tan natural que por un momento olvidé que estaba despierto. Se desnudaron frente a mí, acariciándose, lamiéndose, y luego me invitaron a unirme. El deseo era tan denso en el aire que costaba respirar. Fue esa noche, entre gemidos y cuerpos enredados, cuando Rouse me confesó que ella y Malena ya habían tenido sexo antes. Que un profesor de ciencias había sido el tercero. Que nada era tan inocente como yo había creído.

En ese instante entendí el comentario de Malena aquella vez, luego de haberme hecho sexo oral en la parte trasera de aquella cafetería.

Yo no dije nada. Me limité a seguir follando. A poseerlas como si eso me devolviera el control.

La última noche juntos, en una playa lejana, hicimos el amor por última vez. La arena estaba fría, pero su cuerpo ardía sobre el mío. Rouse lloró después del orgasmo. Me abrazó fuerte y dijo que nunca olvidaría mis caricias, ni mis besos, ni cómo temblaba cuando le mordía el cuello. Le respondí que yo tampoco podría olvidarla.

Y no mentía.

Cuando me despedí de ella, sentí que algo se rompía en mí. Rouse se iba a otra ciudad a estudiar, igual que Malena. Yo me quedaba, sin saber aún qué hacer con mi vida… hasta que decidí estudiar algo que nadie esperaba. Tal vez, en el fondo, buscaba entender el alma humana… o al menos descubrir por qué algunas pasiones son tan difíciles de olvidar.

Quizás tratando de entenderme.

O de entenderlas a ellas.

Antes de irse, Rouse me abrazó en silencio, y justo cuando me daba la vuelta para marcharme, me dijo:

—Te vi esa noche, Ryan. Te vi cogerte a Malena en la playa. Y aún así te amé.

Yo no supe qué decirle. Me quedé helado, con las palabras atascadas en la garganta. Supe, en ese instante, que ella siempre lo supo todo… y que eligió callar.

Lo probé todo: el amor, la traición, la locura del deseo… y aun así, no estaba preparado para lo que vendría después.

Si el amor fuera un crimen perfecto, nosotros fuimos culpables sin remordimientos.

Pero el juicio apenas comenzaba.

Capítulo 2 – Parte 1

Ecos del silencio que dejó su nombre

Cinco años habían pasado desde que Rouse y Malena desaparecieron de mi vida, llevándose no solo mi juventud, sino también un vacío que resonaba en cada rincón de mi ser.

Durante ese tiempo, me refugié en el uniforme, en la disciplina, en el rigor implacable de la ley. Convertirme en policía no fue casualidad, ni un simple trabajo: fue un intento desesperado por imponer orden al caos interno que ella dejó.

Quería entender la psicología del ser humano, los extremos del pensamiento, descubrir qué buscan realmente las mujeres —tanto en la cama como en la vida— y, tal vez así, comprenderme a mí mismo un poco más.

Cada expediente, cada caso, cada interrogatorio y cada noche en vela eran intentos por llenar el vacío que Rouse había dejado en mi piel y en mi mente… un hueco que ni el deseo ni la soledad lograban ocupar.

Mientras mi cuerpo vestía la ley, mi alma ardía con un fuego que no sabía cómo apagar. Llegar a detective fue la consecuencia natural de esa búsqueda: una excusa para seguir navegando esa delgada línea que separa el bien del mal.

Durante ese primer año, las llamadas con Rouse eran como un susurro eléctrico en la penumbra, un puente frágil entre dos almas que aún ardían en universos distintos. Su voz llegaba cargada de promesas y silencios. En cada videollamada se colaba el eco de un deseo lejano, como un blues nocturno que se niega a morir.

Malena, menos presente, era la sombra seductora que danzaba en el borde de mis pensamientos. Un fuego salvaje y prohibido que me quemaba con la urgencia de un verso sin terminar. Ella era pecado y lujuria, la caricia oscura que me hacía recordar que, a pesar de todo, aún estaba vivo.

Pero el tiempo —ese viejo verdugo— comenzó a borrar las conexiones. Las llamadas se desvanecieron como humo entre mis dedos, y entendí, con un dolor dulce y corrosivo, que Rouse debía seguir su propia canción… su destino, lejos de mis sombras.

Me convertí en un lastre para su vuelo. Un eco que debía quedar atrás para que ella pudiera brillar en otro cielo.

Malena, ese relámpago fugaz, también necesitaba arder en otras noches, en otras pieles. Ambas presencias se desvanecieron, dejando en mí una melancolía que quemaba más que cualquier abrazo: cicatrices invisibles tatuadas con la tinta de un deseo imposible.

Me alejé de Rouse como quien se aparta de un sueño del que sabe que debe despertar, aunque duela. No fue por falta de amor, sino por la certeza amarga de que nuestras vidas ya caminaban por sendas diferentes, irreconciliables.

Cada llamada perdida, cada silencio prolongado, era una confesión muda: ya no era parte de su futuro.

Yo, que la había amado con la fuerza de un huracán, me convertí en la sombra que ella decidió soltar.

No me arrepentí de dejarla ir, pero la culpa se volvió un huésped insistente. Un eco que me perseguía en las noches largas, recordando que a veces amar es saber cuándo soltar, aunque eso te destroce por dentro.

Y así, entre susurros y despedidas no dichas, aprendí que el amor verdadero también puede ser un adiós necesario.

Me levantaba cada día envuelto en el gris de la monotonía, repitiendo el ritual sin alma de siempre: despertador, traje negro, corbata, camino al trabajo.

Mi vida se había convertido en un bucle sin fin, un eco mecánico que me arrastraba como un autómata, como un zombi caminando entre sombras.

Cada movimiento era vacío, cada pensamiento un susurro ahogado. Una batalla silenciosa entre lo que era… y lo que ansiaba volver a ser.

Pero en lo profundo, lo sabía: había necesidades urgentes, fantasías dormidas, deseos que ni Rouse ni Malena podían ya despertar.

Eran llamas invisibles ardiendo bajo la piel. Una prisión de fuego que exigía ser liberada.

Y yo, atrapado en esa rutina, sentía el tiempo escaparse entre mis dedos, mientras mi cuerpo clamaba por romper cadenas invisibles.

Entonces, el control se volvió una ilusión. La rutina, una jaula que decidí romper.

Mi vida dio un giro oscuro y ardiente: una espiral descendente hacia el sexo desenfrenado, el placer sin reglas, sin promesas.

Llegaron los encuentros fugaces, los tríos prohibidos, las noches de orgías y cuerpos entrelazados en un frenesí salvaje, donde los gemidos eran himnos y el sudor, el idioma.

Era un territorio indómito, una jungla húmeda y palpitante, donde el límite era solo un suspiro… y el deseo, una bestia indomable que me devoraba sin clemencia.

Bienvenido a la jungla donde el placer es ley.

Y yo… estaba dispuesto a perderme en ella, sin mapas, sin cadenas. Solo impulsado por el fuego que Rouse dejó encendido, un incendio que ya no sabía —ni quería— apagar.

El fuego seguía ardiendo. Invisible, pero implacable.

Consumía los restos de aquella inocencia que creí eterna.

La jungla me esperaba: oscura, voraz. Un territorio sin mapas donde el placer y el peligro se entrelazan en cada suspiro.

No había vuelta atrás. Solo quedaba entregarme al desenfreno, explorar mis límites… y perderme en ese paisaje salvaje que Rouse dejó tatuado en mí.

Sin saber si algún día volvería a salir intacto.

Capítulo 2 – Parte 2

Bienvenidos a la selva del placer

Cambiar de rutina fue como desnudarme frente al espejo por primera vez en años.

Dos veces por semana me escapaba al mismo bar rockero del centro. Aquel lugar olía a cerveza derramada, cuero viejo y sudor de guitarra eléctrica. Me sentaba siempre en el mismo rincón de la barra, con mis cuatro cervezas y mi traje oscuro, entre luces rojas y canciones que hablaban de sexo, drogas y almas rotas.

Allí no era nadie.

Y eso me daba paz.

Hasta que apareció ella.

Ruth.

Una versión peligrosa de Amy Winehouse… cuando aún se veía bien.

Curvas esculpidas para el pecado, cintura estrecha, pechos generosos, tatuajes que se escapaban por los brazos y un lunar justo en la comisura de los labios que parecía susurrar bésame y arde. Su piel olía a cigarro dulce y sudor limpio. Siempre usaba minivestidos negros, ligueros ocultos bajo medias de red, y unos tacones de aguja que sonaban sobre el piso como disparos cada vez que caminaba hacia mí.

Y caminaba.

Siempre.

Se acercaba con esa mirada que mezclaba descaro y tristeza, y se sentaba frente a mí con una cerveza en la mano. Antes de cada noche larga, antes del primer roce, antes del primer pecado… me lanzaba sus tres preguntas, como un ritual secreto para romper el hielo:

—¿Crees que el sexo cura o enferma?

—¿Qué parte de tu cuerpo te avergüenza mostrar cuando estás desnudo?

—¿Y tú? ¿De qué huyes?

Yo solo sonreía. Nunca respondía con palabras. Solo con esa mueca torcida que a ella parecía excitar más que cualquier confesión.

Aquella noche llovía como si el cielo quisiera borrar la ciudad.

El bar estaba vacío, silencioso, casi espectral.

Solo el barman, ella… y yo.

El único cliente.

El único testigo.

Ruth tomó su cerveza, dio un sorbo largo, y me clavó los ojos:

—¿Y tú? ¿De qué huyes? —repitió con voz ronca.

Le devolví la misma sonrisa de siempre.

Y entonces sucedió.

Como salida de una escena de Coyote Ugly, se subió sin pudor a la barra mientras sonaba un tema de Mötley Crüe. Comenzó a moverse al ritmo de la música, contoneando sus caderas, dejándose mirar, dejando que todos quisieran tocarla…

Pero no había nadie.

Solo yo.

Y lo sabía.

Bajó con una sonrisa torcida, se acercó y me tomó de la corbata sin pedir permiso.

Me arrastró con la seguridad de quien domina la escena.

Nos encerramos en el baño privado del local.

El eco de la lluvia afuera era lo único que recordaba que el mundo seguía girando.

Me empujó contra la pared con fuerza.

Se subió el vestido.

Me exigió que me arrodillara.

No llevaba ropa interior.

Solo un piercing vertical y un olor a deseo que me dejó embriagado.

Obedecí. Me dejé llevar por su sabor, por sus movimientos controlados, por su respiración que se acelera como un solo de batería. Cuando acabó, me miró desde arriba, con las mejillas encendidas, el maquillaje corrido y el pecho agitado.

—Ahora sí podemos hablar —dijo con una sonrisa desquiciada.

Aquella fue solo la primera vez.

Las siguientes fueron más oscuras. Más intensas.

Me ató las muñecas con su cinturón de cuero, me tapó los ojos con sus medias de red y me cabalgó como si quisiera destruirme. Tenía orgasmos que parecían ataques eléctricos: se le iban los ojos, el cuerpo se sacudía, y se desmayaba por segundos con un gemido ahogado.

Despertaba jadeando, con las piernas abiertas, sudorosa, sublime.

Y me decía cosas como:

—No quiero amor. Quiero guerra.

Nunca me había sentido tan vivo.

A partir de aquella noche, el bar se convirtió en nuestra iglesia pagana.

El escenario de todos nuestros pecados.

A veces Ruth me recibía como una diosa impaciente: tacones de charol, labios rojos, y una mirada que gritaba quí­tamelo todo.

Otras, me esperaba en la trastienda, con una copa en la mano, temblando, mirándome como si yo fuese el verdugo que había venido a domarla.

Todas las noches me lanzaba una pregunta distinta, como si intentara arrancar de a poco la máscara:

—¿Siempre estás tan serio?

—¿Qué escondes detrás de esa mirada?

—¿Y tú? ¿De qué huyes?

Y yo, siempre, respondía con una sonrisa.

Luego subía a la barra como una aparición salida del infierno, se deslizaba al ritmo de AC/DC o Mötley Crüe, y me hacía sentir que el infierno tenía sentido… si ella era quien me recibía en la puerta.

El baño fue solo el inicio.

Luego vinieron las noches en su apartamento del centro, decorado como un altar oscuro: luces tenues, cortinas negras, velas aromáticas, cadenas colgadas del cabecero.

Allí no existían reglas.

Solo placer.

O dolor.

O ambos.

Y la línea entre uno y otro… era tan fina como una canción de Sabbath susurrada en penumbra.

—Esta noche soy tuya. Haz conmigo lo que nadie se ha atrevido —me dijo una vez, de rodillas, con una mordaza en la boca y el cuerpo cubierto solo por una malla rota y unas botas de cuero hasta los muslos.

Otras veces, era ella quien tomaba el mando:

—Ponte de rodillas. No me mires —ordenaba, con un látigo de tela en una mano, y mis deseos hechos nudo en la garganta.

Y lo hacía.

Y me gustaba.

Porque en sus juegos no había mentira.

Todo era real.

Todo dolía.

Todo sanaba.

Ruth tenía una forma peculiar de venirse.

No era un grito.

Era un rugido seco, contenido, como si su alma se partiera en dos.

Y cuando lo hacía, se quedaba unos segundos inmóvil, con los ojos en blanco, el cuerpo convulsionando levemente…

hasta que se desplomaba sobre mí, jadeante, casi en trance.

—No sabes lo que haces conmigo —me decía después, con la voz quebrada, mientras me acariciaba el pecho con los dedos aún temblorosos—. Yo era fuego. Tú eres gasolina.

Una noche, el bar estaba casi vacío. La lluvia azotaba las ventanas con furia.

Yo era el único cliente.

Ella se acercó, se sentó a mi lado, y sin decir nada, me besó.

Y esa misma noche, me llevó a su apartamento.

La tormenta afuera parecía bailar al ritmo de Du Hast.

Allí, en esa oscuridad, me hizo la propuesta:

—¿Has oído hablar de El Cuarto Rojo?

—¿Un club?

—Algo más que eso… Un templo. Un lugar donde los límites no existen. Donde nadie pregunta. Nadie juzga.

Me mostró fotos.

Mujeres colgadas de cadenas.

Hombres con máscaras de cuero.

Sábanas manchadas de lo innombrable.

Y miradas. Muchas miradas. Pérdidas, rendidas… entregadas.

—Quiero llevarte, Ryan. Quiero que me veas siendo otra. Quiero mostrarte hasta dónde puedo llegar… si tú me sostienes.

Acepté.

No por curiosidad.

Sino porque ya era demasiado tarde para escapar de su abismo.

El Cuarto Rojo

Al entrar, sentí que el mundo se deformaba.

Luces rojas. Paredes acolchadas.

El eco de tambores electrónicos retumbando como un corazón oscuro.

Olor a cuero, sudor, incienso.

Personas cubiertas con máscaras venecianas, látigos arrastrando por el suelo, bocas jadeantes sin rostro visible.

Ruth vestía un corset negro de encaje, sus pezones apenas cubiertos, y en el cuello, un collar de anillos que parecía una corona invertida.

Me tomó de la mano y me susurró:

—No pienses. Solo siente.

La vi arrodillarse frente a una mujer con túnica roja.

Le ofrecía su cuerpo. Su lengua. Su voluntad.

Me miraba desde el suelo, como una loba que conoce la selva.

Después, me arrastró hacia una habitación.

Me empujó contra un muro acolchado y me susurró:

—Esta vez… quiero que me rompas.

Y lo hice.

Con sogas.

Con palabras.

Con mis dientes.

La amarró de pies y manos.

La vi desnudarse de alma, gritar sin voz, venirse tres veces seguidas mientras lloraba con los ojos abiertos.

La poseí como castigo.

Ella gemía, reía, sangraba… y agradecía.

Fue allí, en ese cuarto, donde entendí que el deseo puede ser un cuchillo con filo en ambos lados.

Que hay personas que no hacen el amor: lo invocan.

Después del club.

Después del juego.

Después del dolor…

Lloraba.

Se sentaba en el suelo del baño, aún con las medias rotas, los labios morados, los pezones adoloridos, y se quedaba mirando al vacío.

—No sé quién soy cuando no me usan, Ryan. No sé amar si no me duele.

—¿Y si dejo de jugar contigo?

—Entonces dejaré de sentirme viva.

Esa noche la abracé por primera vez sin morbo.

Olía a sexo, a sudor, a perfume caro… y a infancia rota.

Le besé los pies, las marcas de mis propias manos, las grietas del alma.

Y ella me dijo lo más honesto que había salido de su boca:

—No soy una mala mujer. Solo estoy rota en lugares donde nadie quiere mirar.

Los días pasaban como una canción pesada: oscuros, densos, adictivos.

Ya no distinguía si la amaba, sí la temía…

o si solo era otra forma de castigarme.

Ruth me arrastraba a su abismo, y yo bajaba encantado.

Porque allí, entre cadenas, risas rotas y orgasmos con sabor a sangre… me sentía vivo.

Pero las marcas comenzaron a quedarse.

En la piel.

En el alma.

Y también en las noches donde despertaba solo, empapado en sudor, con voces del pasado susurrándome que no todo placer es redención.

Empecé a recordarla.

A ella.

A la que me enseñó el amor antes que el deseo.

A la que me acariciaba los pies mientras me decía que no me iba a dejar caer.

Pero ya estaba cayendo.

Y Ruth no tenía alas.

Solo látigos.

Pero toda llama que arde en la oscuridad deja cenizas.

Y esas cenizas, tarde o temprano, se posan en la piel y en la memoria.

Aunque Ruth desapareciera de mis noches, su fuego había marcado un antes y un después.

Las heridas que me regaló no sangraban siempre…

pero dolían en el silencio de la madrugada.

En esos momentos donde el vacío gritaba con la voz de lo que perdí, entendí que algunos placeres no liberan…

sino que encadenan.

Me encontré a mí mismo en un laberinto sin salida, entre deseos que ardían y recuerdos que quemaban.

Sabía que el camino adelante no sería fácil, que la selva del placer era tan traicionera como embriagadora.

Y sin embargo, a pesar del miedo y de las sombras que me acechaban, seguí caminando.

Porque en esa oscuridad, por dolorosa que fuera, era la única forma de sentirme vivo.

Ruth, aunque lejana, era parte de ese fuego que aún consumía mis entrañas.

Pero esta vez, las cenizas me obligaban a mirar hacia adelante.

A enfrentar los ecos del silencio que dejó su nombre.

Y así, entre sombras y susurros, comenzó una nueva etapa.

Una etapa donde el deseo se mezclaba con la soledad, y donde el pasado y el presente peleaban por el control de mi alma.

Capitulo 2 parte 3

“Entre sombras y perfiles la obsesión a un clic”

La encontré fumando en la barra del bar, con un vestido rojo que se le adhería como piel al cuerpo. Su mirada era un reto y un enigma; no parecía tener prisa, pero yo sí. Me ardía la sangre con solo verla cruzar las piernas.

—¿Puedo invitarte algo? —le dije, sin esperar respuesta.

Ella no respondió. Solo me miró. Una mirada que no era un sí, ni un no. Era una invitación a jugar con fuego.

Isadora no hacía el amor. Isadora escribió sobre mi piel con las uñas. Su boca no besaba: sentenciaba. Cada palabra que decía tenía doble filo, y yo me aferraba a ellas como un idiota.

Esa noche no hubo protocolo. Me tomó del cinturón, me empujó hasta el baño del local y cerró la puerta con una patada. Me desabrochó el pantalón con desesperación precisa, como quien abre una caja fuerte. Sacó mi sexo y lo sostuvo como si acabara de encontrar un arma. Me miró a los ojos.

—¿Vas a seguir apuntándome con tus sospechas… o ya te rendiste a mis certezas?

Después se arrodilló, y el mundo desapareció. Su boca era una jaula de placer. Jugaba con la lengua como si cada movimiento tuviera una intención matemática. No era un sexo oral, era un exorcismo.

Yo jadeaba. Me costaba sostenerme. Me aferré a su cabeza, con una mezcla de ternura y brutalidad. Ella rió, como si fuera una broma.

—Hazme lo que quieras, informático… Pero recuerda: hasta los códigos más limpios pueden ocultar un virus.

Me corrí sin quererlo, sin poder evitarlo. Ella tragó con elegancia, se limpió la comisura de los labios con el dedo medio, y me lo puso en la boca. Lo chupé como un animal. Estábamos enfermos, y nos encantaba.

Salimos del baño sin hablar. La gente no notó nada. Pero yo sabía que algo dentro de mí había cambiado. Esa mujer no era solo deseo. Era una ruina.

Esa fue nuestra primera vez. Las demás fueron peores. O mejores, si uno está dispuesto a pagar el precio.

Pasamos semanas cometiendo crímenes perfectos: escapadas, mentiras, hoteles con espejos, charlas que no podía compartir con nadie. Me enamoré como se enamoran los tontos: sin condiciones y con una venda en los ojos.

Pero Isadora tenía secretos.

Y uno de ellos, una noche, me explotó en la cara.

Me citaron para un caso especial: un fraude bancario encubierto en una empresa de bienes raíces. Sospechaban que alguien lavaba dinero desde dentro. Cuando vi el nombre de la principal sospechosa, se me heló la sangre.

Isadora Montesinos.

La vi llegar a la sala de interrogatorios como si viniera a una cita. Llevaba un abrigo gris que se quitó lentamente, dejando ver un vestido negro ajustado. Ni siquiera me miró. Se sentó con las piernas cruzadas y una sonrisa apenas perceptible.

—¿Tú también crees que soy culpable? —preguntó, como si habláramos de una travesura.

No supe qué responder. No era la primera vez que mezclaba sexo y trabajo, pero sí era la primera vez que el dilema moral me dolía. Yo la deseaba, pero también necesitaba respuestas.

Ella jugó conmigo. Me dio información incompleta. Me provocó. Me rozó la mano cuando nadie me miraba. Me enviaba mensajes cifrados por la noche. Me excitaba con frases como: «¿Te excita saber que podrías arrestarme con un clic?»

Una noche, me citó en su apartamento con una excusa estúpida. «Tengo algo que mostrarte. Algo que podría cambiarlo todo.» Fui sabiendo que no debía.

Entré, y la encontré en lencería. Encaje rojo. Tacones negros. Su perfume me golpeó como una droga. Ella caminó hasta mí, lenta, segura, y me besó como si el mundo se fuera a acabar. No pude resistirme. No quise resistirme.

Me hizo el amor como si me estuviera interrogando. Cada movimiento era una táctica. Me cabalgaba como si me extrajera secretos. Me mordía para marcar territorio. Me susurraba palabras en otro idioma, como si no quisiera que entendiera todo… solo lo suficiente.

Cuando acabamos, me abrazó como si nada importara. Y en ese momento, entendí todo. Ella lo sabía. Sabía que yo estaba ahí no por el caso, sino por ella. Me tenía atrapado.

Y aún así, hice lo correcto.

Entregué las pruebas. Testifiqué. Vi su rostro cuando la arrestaron. Me miró como si supiera que no era el final.

No lloró. Solo sonrió.

—¿Sabes qué es lo peor de un crimen perfecto? —dijo antes de que se la llevaran—. Que no lo olvides nunca.

Tenía razón.

La recordé cada vez que abrí otra carpeta. La imaginé cada vez que una sospechosa me miraba con descaro. Ninguna volvió a quemarme como ella.

Y aunque cerré el caso, abrí otra herida. Lo peor no fue haberla arrestado… sino no haber querido evitarlo.

Esa no fue la última vez que tuve que involucrarme íntima y emocionalmente en un caso.

Fue solo la primera.

Capitulo 2 parte 4:

El arte del engaño

El sabor amargo de Isadora aún me quemaba la garganta, un trago que no conseguía escupir por completo. Para intentar borrar ese rastro de rabia y desilusión, volví a mi refugio habitual: el bar de Ruth. La vieja trastienda donde el rock pesado golpeaba las paredes y mis demonios encontraban compañía en el humo, la cerveza y la piel.

Ruth me esperaba como siempre, con sus ojos de gata salvaje y esa mezcla letal de dulzura y filo en la mirada. La rabia que aún me carcomía se descargaba en cada encuentro brutal, cada juego rudo donde ella me dominaba y yo, en ese caos de lujuria, encontraba un extraño tipo de paz. Nuestro sexo era una descarga eléctrica cruda y sin filtro, un grito atormentado que expulsaba cada fibra de mi furia contenida.

Pero esa paz era falsa.

Porque el trabajo me volvió a llamar con más fuerza que nunca.

El caso siguiente era una bestia distinta: más oscura, más peligrosa, y con un sabor que me devolvería a los fantasmas que creía enterrados con Rouse y Malena. Un juego mortal de máscaras y traiciones, donde el engaño sería mi arma principal y mi único refugio.

En ese mundo, el amor era un lujo que no podía permitirme.

Pero el deseo, ese viejo demonio, siempre encontraba la manera de colarse entre las grietas del deber.

Las luces del despacho se filtraban tenuemente entre las persianas, mientras me entregaban la nueva misión. Mis superiores tenían claro que yo era el perfil que necesitaban para infiltrarme en una familia mafiosa que controlaba gran parte de los negocios ilegales en la ciudad. Era un desafío distinto a todo lo que había enfrentado: un mundo oculto de poder, engaños y violencia, donde un paso en falso podría significar el fin.

Mi tapadera sería la de un experto en comercio electrónico, alguien que podría ayudarles a mover y lavar dinero a través de plataformas digitales. Un especialista en negocios legales para cubrir actividades ilegales. Sin embargo, no podía simplemente llegar y abrir las puertas de esa familia. Según la información de inteligencia, la mejor forma de entrar era a través de la hija del jefe.

Ella era la llave.

Una joven universitaria de economía, rubia, con la piel clara y pecas delicadas que le daban un aire ingenuo pero hipnótico. Tenía apenas 20 años y estudiaba para ser la heredera del imperio, aunque parecía aún ajena a la verdadera naturaleza del mundo que la rodeaba.

Su nombre era Vanessa, y su imagen me llegaba a través de informes y fotos: una mezcla perfecta entre juventud y misterio, con una sonrisa que escondía secretos y un cuerpo que hablaba un lenguaje de seducción silenciosa.

Para poder entrar en la familia, debía ganarme su confianza, conquistarla, y así abrir la puerta a un mundo donde nada era lo que parecía.

No había margen para errores.

Convertirse en otro hombre no era nuevo para mí.

Ya lo había hecho antes: con una mirada, con un nombre falso, con una sonrisa bien ensayada.

Pero esta vez era distinto.

La mentira no era una herramienta. Era el uniforme.

La policía me dio una nueva identidad como quien da un arma cargada:

nombre nuevo —Jack—,

apartamento en zona costosa,

carro moderno,

ropa ajustada al éxito.

Era joven, brillante y con un talento sospechosamente útil para negocios oscuros por internet.

Hasta me inscribieron en la universidad.

La misma facultad.

La misma clase.

La misma silla detrás de ella.

Vanessa.

Rubia, blanca, menuda.

De ella solo tenía fotos tipo carnet, imágenes burocráticas, sin alma ni curvas.

Imaginé una niña de papá, engreída y altiva.

Pero la realidad fue otra.

Una nerd de manual:

lentes grandes, cabello recogido en un moño sin gracia,

ropa que ocultaba más de lo que mostraba.

Un pudor casi monástico.

Tan invisible como deseable.

Y sin embargo…

había algo.

Algo en la forma en que su falda caía recta pero permitía adivinar.

En cómo mordía el lápiz mientras tomaba apuntes.

En su voz bajita, casi como si pidiera permiso para existir.

La presa perfecta.

Una flor cerrada que necesitaba sol, agua… y veneno.

Y yo sabía mezclar los tres.

Pensé en Isadora.

Ella me había enseñado a seducir como quien lanza una amenaza.

Me había mostrado que la perversión más deliciosa no nace del sexo, sino del juego previo, del susurro que no se dice, del roce accidental que deja fantasmas.

Así que diseñe un plan.

Miradas.

Coincidencias.

Errores premeditados.

El arte del engaño en su forma más pura:

hacerle creer que ella me descubrió a mí.

Pero la universidad me tenía otra trampa.

En una clase de economía, mientras el profesor hablaba sobre flujos de capital, la vi.

Una chica que era idéntica a Rouse.

Mis entrañas se encogieron.

Era como si el pasado se hubiera sentado tres filas más allá para burlarse de mí.

Ese rostro.

Esas piernas cruzadas.

Esas manos de uñas limpias y delgadas.

Casi pude olerla.

Me temblaron las manos.

Tuve que fingir que anotaba algo mientras el corazón me pateaba el pecho.

Recordé sus gemidos,

el sabor de su cuello,

la noche en la isla,

la voz de Malena diciendo que aún sabía a ella.

Me derrumbé por dentro.

Pero el disfraz debía seguir impecable.

Vanessa giró la cabeza en ese instante y me vio.

Nuestros ojos se cruzaron por primera vez.

Yo aún pensaba en Rouse.

Ella aún no sabía que su vida estaba a punto de arder.

Ahora— entendió que acercarse a ella no sería cuestión de lujos, halagos vacíos o exhibiciones de poder. Con Vanessa, el juego sería distinto. Más cerebral. Más lento. Y por eso, más excitante.

Pero al verla sentada ahí, tan concentrada, tan ausente del deseo, algo lo rompió por dentro.

Una chica en la primera fila se giró al reír con su amiga. Tenía los mismos ojos que Rouse. La misma sonrisa torcida, inocente y maliciosa a la vez. Ryan sintió que el mundo se deslizaba por un segundo bajo sus pies. Ese vértigo silencioso de los recuerdos que no avisan. Se le secó la garganta. Cerró los puños. Rouse. Malena. Todo eso… aún vivía en algún rincón de su carne.

Carraspeó. Enderezó el cuello de la camisa. Y recordó a Isadora. Recordó cómo ella lo había manipulado, seducido, mentido, cómo lo había hecho arder con rabia y deseo a partes iguales. Y entonces sonrió. Aprendió de ella más de lo que imaginaba. Aprendió que el deseo, si se afila como cuchillo, puede cortar incluso las máscaras más gruesas. Aprendió que para atrapar a una mente, primero hay que sacudirle el alma.

Así que el plan era claro: Jack se sentaría dos filas atrás, fingiría ser el chico distraído, seguro, encantador pero con ese aire de soledad misteriosa que las almas sensibles siempre detectan. Le hablaría sólo cuando el momento fuera perfecto. Ni antes, ni después. Tal como lo había hecho Isadora. Tal como lo había hecho Rouse, sin querer.

La trampa no sería una mentira. Sería una danza.

Y en esa danza, Vanessa aún no sabía que sería la que daría el primer paso.

Universidad Central – Piscina Olímpica – 6:43 a.m.

El sol apenas asomaba tímido sobre la ciudad, desdibujando su reflejo sobre el agua turquesa de la piscina. El vapor se elevaba en espirales suaves, y el silencio era apenas roto por el sonido rítmico de los cuerpos cortando la superficie.

Jack —el nuevo— se deslizaba con una técnica impecable. Su cuerpo, curtido y preciso, se movía con una elegancia casi felina. Lo hacía por hábito… y por estrategia. Sabía que ahí, en ese templo húmedo de rutinas y músculos tensos, los verdaderos secretos se mostraban sin querer.

Y entonces la vio.

Primero fue solo una figura saliendo del agua del carril contrario. El gorro blanco con el logo de la universidad, los lentes oscuros, el cuerpo medio oculto por la luz y el vapor. Pero algo en su forma lo hizo girar la cabeza. El modo en que apoyó una rodilla en el borde, cómo sacudió el cabello mojado, cómo el agua resbaló por su espalda y marcó el contorno perfecto de su cintura, de su cadera, de sus muslos largos.

Cuando se quitó los lentes, Jack casi se atraganta con el agua que aún le cubría los labios.

Era ella.

Vanessa.

La hija del mafioso. La joven que debía conquistar. La puerta de entrada al mundo más peligroso y sucio que había investigado.

Y sin embargo, nada de eso importaba en ese segundo. Porque frente a él no había una pieza del ajedrez, sino una diosa saliendo de las profundidades.

Llevaba un traje de baño negro, entero, pero ajustado como una segunda piel.

No necesitaba mostrarme para seducir.

Lo que ocultaba era aún más provocador.

Sus pechos, de proporción perfecta, se insinuaban firmes y altos, acariciados por el tejido húmedo que se pegaba como lujuria líquida a su piel. Y allí estaban…

Las pecas.

Diminutas, traviesas, danzando por su escote y parte del pecho como estrellas repartidas por el universo de su piel clara.

Cada una parecía colocada por algún dios perverso con la única intención de tentar.

Y Jack, que debía pensar en estrategias, nombres falsos y movimientos calculados, solo pudo pensar en lamerlas una a una.

Vanessa aún no lo había notado. Caminó hacia el banco de madera sin ser consciente del efecto que provocaba.

Se quitó el gorro lentamente, liberando una cascada de cabello rubio que caía desordenado por su espalda mojada.

Se estiró…

Y en ese momento, Jack supo que el juego ya no era limpio.

No estaba simplemente infiltrándose en una misión.

Estaba cayendo, sin red, en el arte más antiguo y peligroso de todos:

El del deseo disfrazado de casualidad.

Universidad Central – Vestuarios Masculinos – 8:02 a.m.

Jack se encerró en la ducha con el agua helada golpeándole la espalda, pero ni el frío lograba apagar el incendio en su mente. Cerró los ojos. Quería pensar en la misión, en los pasos, en los movimientos precisos que debía seguir. Y sin embargo, su mente volvía, una y otra vez, a la imagen de Vanessa saliendo del agua.

Ese escote lleno de pecas.

El contorno de sus caderas mientras caminaba hacia el banco.

Esa manera inconsciente de provocar, sin siquiera intentarlo.

Maldijo en voz baja.

No era un novato. Había seducido, infiltrado, manipulado.

Pero esto…

Esto era diferente.

Era como si su cuerpo se hubiera adelantado a su mente. Como si el deseo hubiese escrito una línea nueva en el guión que jamás planeó.

“No puedes terner fantasias co n ella, idiota,” se dijo frente al espejo empañado.

“Ni siquiera puedes desearla.”

Pero ya la había deseado.

Desde el momento en que sus ojos se cruzaron, sintió esa punzada peligrosa entre las piernas, ese impulso de hundir los dedos en su cintura mojada, de empujarla contra las duchas y devorarle el alma.

Debía soltar eso. Borrar el error antes de que se repitiera.

Y sabía exactamente cómo.

Apartamento de Ruth – Noche

Ryan llegó sin avisar, la máscara de joven exitoso y programador cayendo con cada paso que daba hacia aquel refugio salvaje. La puerta se cerró tras él con un portazo, apagando el mundo y abriendo la puerta al infierno que sólo Ruth sabía encender.

Ruth estaba allí, como siempre, envuelta en su aura de peligro y abandono. Cabello rojo fuego despeinado, minivestido negro ceñido que apenas contenía ese cuerpo de curvas peligrosas, medias de red rotas y tacones de aguja que dejaban ecos en el piso de madera.

No hizo falta palabra alguna. En su mirada había una invitación a perderse y al mismo tiempo a encontrarse en la locura. Ryan soltó la corbata, la que tantas veces le había recordado el papel que debía interpretar. Sus manos temblaban con esa mezcla de rabia, deseo y culpa contenida.

Ruth lo tomó del cuello con fuerza, arañando su piel como si quisiera marcarlo como suyo. —Llegas con fuego en los ojos y rabia en el cuerpo. Cuéntame, Jack… ¿Qué monstruos te persiguen esta noche?

No respondió. Su boca buscó la suya, y el beso fue un choque de tormentas, un caos eléctrico que quemaba y dolía. Ella bajó el vestido, mostró su piel marcada por tatuajes y cicatrices, un mapa de batallas secretas. Lo arrastró hasta el sofá, lo empujó contra el cuero, y comenzó el ritual que sólo ellos entendían.

Lo ató con su cinturón de cuero, le vendaba los ojos con sus medias negras, y la noche se tornó un juego de sombras y gemidos. Ruth era una loba y un ángel caído. Su lengua mordía, sus uñas arañaban, y sus órdenes se clavaban en la carne como dagas.

—No quiero cuentos, no quiero excusas —susurraba con voz ronca—. Quiero que pierdas el control, que me odies y me desees al mismo tiempo.

Ryan se dejó caer en ese abismo sin fondo, liberando todo el peso de la doble vida, el deber y el deseo. Su respiración se mezclaba con la de ella, cada latido era un grito ahogado, cada movimiento una entrega feroz.

Entre golpes suaves y caricias duras, Ruth lo llevó al límite. Cuando el orgasmo explotó dentro de él, fue como si toda la tensión acumulada se hiciera pedazos. Se derramó en ella con una fuerza animal, gritando sin sonido, quemando lo que quedaba de sus dudas.

Después, mientras el sudor enfriaba sus cuerpos y el silencio llenaba el apartamento, Ruth se recostó a su lado y susurró:

—Aquí no hay papeles que interpretar. Aquí sólo somos ruinas que se reconstruyen en la oscuridad.

Ryan cerró los ojos, sabiendo que esa noche había sobrevivido a sus propios fantasmas gracias a la tormenta que sólo Ruth podía desatar en él.

Salí de la casa de Ruth con el cuerpo aún vibrando de la tormenta que ella había desatado dentro de mí. La noche había sido un ritual salvaje, un exorcismo de deseos reprimidos, pero ahora la realidad me esperaba sin pausas. La misión continuaba, y Ryan debía volver a enfundarse en su piel de joven exitoso, encubierto entre pasillos y aulas, buscando acercarse a Vanessa.

La universidad era un universo distinto, donde cada paso era calculado, cada palabra medida, y donde la inocencia aparente de Vanessa ocultaba secretos que yo tenía que descubrir. La veía en clase, con su vestimenta recatada, esos lentes que le daban un aire nerd y un peinado que la hacía parecer mucho menos que la mujer que podía ser.

Pero yo ya sabía el juego. Sabía que bajo esa apariencia había un misterio, una invitación oculta, y usaría todo lo que había aprendido, todas las sombras y luces de la seducción, para derribar sus muros.

Mientras avanzaba entre estudiantes distraídos y pizarras llenas de fórmulas, una imagen me atravesó la mente: Rouse, con su sonrisa inocente y esa chispa que había encendido tantas cosas en mí. El recuerdo me desarmó por un instante, me recordó lo frágil que podía ser el deseo cuando se mezcla con la memoria.

Pero no podía permitirse distracciones. Vanessa era mi objetivo. Y para conquistarla, primero tenía que entrar en su mundo.

La primera vez que crucé palabras con Vanessa fue en la biblioteca, ese refugio silencioso donde los secretos se guardan entre estantes y páginas ambarinas. Ella estaba sentada en un rincón, absorta en un libro de economía, con el ceño ligeramente fruncido, como si desafiara al mundo con su intelecto y su timidez. Sus dedos, delicados y nerviosos, jugaban con las páginas mientras su melena rubia caía en cascada, escondiendo por momentos sus pecas, esas pequeñas constelaciones que me habían obsesionado desde la piscina.

Me acerqué con la confianza que el personaje de Jack me permitía, un joven seguro, dueño de un éxito construido a base de talento y apariencias. Me presenté como alguien nuevo en la clase, dispuesto a compartir apuntes y conversaciones más allá de las aulas.

Vanessa levantó la vista, esos ojos claros me atravesaron sin miedo, pero con esa barrera sutil que solo las almas cuidadosas construyen. Su voz fue suave, con un leve acento que parecía un eco de sus dudas y certezas.

—¿Eres nuevo en la clase? —preguntó, y yo asentí, intentando que mi sonrisa pareciera sincera y no una máscara más.

—Sí, apenas estoy entrando en este mundo de números y teorías —respondí—. Pero creo que con alguien como tú cerca, el aprendizaje será más interesante.

Ella sonrió, una sonrisa tímida que iluminó sus mejillas y desarmó un poco mis propias defensas.

Los días siguientes, nuestros encuentros fueron casuales y calculados: intercambios de libros, conversaciones que rozaban la economía y el futuro, pero que poco a poco se teñían de insinuaciones veladas y miradas cargadas de promesas no dichas.

Cada vez que la veía, mi mente luchaba contra el fuego que me consumía. El deber me pedía distancia, la misión me exigía cautela, pero Vanessa era un imán imposible de ignorar.

Por las noches, cuando la rutina universitaria se desvanecía, buscaba a Ruth. En ella descargaba la rabia contenida, el deseo prohibido que Vanessa despertaba en mí. Con Ruth no había máscaras, no había dilemas; solo el crudo y oscuro sexo que necesitaba para mantenerme cuerdo.

Pero sabía que no podía seguir así mucho tiempo. La línea entre Jack y Ryan se desdibuja, y con cada encuentro, el riesgo crecía.

Porque Vanessa no era solo un objetivo. Era la llave que podía abrir todas las puertas… o cerrar todas las salidas.

Los días en la universidad se volvieron un juego de miradas y pequeñas victorias silenciosas. Jack había aprendido que la seducción no se trataba solo de palabras, sino de hacer que ella se viera a sí misma con otros ojos, de desvelar una versión de Vanessa que aún ella no conocía.

Una tarde, después de la clase, la invité a tomar un café en una pequeña terraza oculta tras la biblioteca. El sol caía lento y dorado, pintando la escena con una calidez que parecía creada para el secreto.

—¿Sabes? —empecé con voz suave, mientras apoyaba la mano en la mesa, cerca de la suya—. Creo que no te das cuenta de lo mucho que te estás perdiendo.

Vanessa levantó la vista, curiosa y un poco desconcertada.

—¿De qué hablas?

—De ti. De lo hermosa que eres, aunque a veces te escondas detrás de esos lentes y esa ropa tan recatada. No tienes idea del poder que tienes cuando dejas que tu cuerpo hable. Cuando eliges mostrar tus piernas, tus hombros… hasta tus pies.

Vi cómo un leve rubor teñía sus mejillas.

—Nunca pensé que los pies fueran importantes —confesó, bajando la mirada.

—Créeme, lo son —dije, sonriendo con esa mezcla de misterio y verdad—. Unos tacones adecuados pueden cambiarlo todo. Transforman la manera en que caminas, la forma en que te mueves. Es como si cada paso que das fuera una invitación.

Poco a poco, sin que ella lo notara, le iba soltando detalles disfrazados de bromas y consejos casuales.

—¿Y qué me dices de la lencería? —continué, dejando que mi voz bajara un poco—. No tiene que ser algo visible, pero sí algo que te haga sentir diferente. Sexy para ti misma, primero que todo.

Vanessa se mordió el labio, y ahí supe que había tocado una fibra.

—Nunca he usado algo así —dijo, bajando la voz—. Pero… me da curiosidad.

—Esa curiosidad es el comienzo de algo bueno —aseguré—. Hay fantasías que no se cuentan en voz alta, pero que arden en silencio. No tienes que sentirte rara por eso.

Su mirada se volvió más intensa, casi vulnerable a esas barreras que había puesto.

—¿Y tú? —preguntó, con un dejo de desafío—. ¿Cuáles son tus fantasías?

Me reí entre dientes, disfrutando ese momento en que la verdad comienza a filtrarse.

—Digamos que me fascinan las mujeres que saben jugar con su poder. Que no temen mostrar sus curvas, sus piernas largas, que llevan tacones con la misma seguridad con la que caminan hacia sus sueños. Conocen el arte de la seducción desde la mirada hasta la piel.

—¿Tacones? —repitió, con una sonrisa tímida—. Nunca he usado tacones altos. Solo zapatos cómodos.

—Eso cambia —dije con una sonrisa que prometía más—. A veces, para descubrirnos a nosotros mismos, tenemos que dar un paso fuera de la zona segura. Literalmente.

Le sugerí discretamente algunos lugares donde podía conseguir prendas y accesorios sin que se sintiera presionada, solo invitada a explorar.

Con cada palabra, Vanessa se iba abriendo, revelando un poco más de sus deseos secretos. Me confesó que siempre había tenido curiosidad por sentirse más femenina, más deseada, pero que el miedo y la inseguridad la frenaban.

Yo solo asentí, manteniendo el tono cálido y sincero.

—Cuando estés lista, me encantaría ser el primero en descubrir esa nueva Vanessa —susurré, dejando que mis dedos rozaran suavemente los suyos por un instante—. No tienes que tener prisa. Yo estaré aquí.

En ese instante, supe que la red estaba tendida y que ella comenzaba a caminar hacia adentro, hacia mí.

El arte de la seducción no era forzar, sino invitar.

Y Vanessa estaba lista para aceptar la invitación.

Universidad – Cafetería Central | 2:15 p.m.

Jack no necesitaba tocarla todavía. Bastaba con mirarla como si ya lo hubiera hecho todo.

Vanessa estaba sentada frente a él, comiéndose con timidez un brownie, con sus piernas cruzadas y su uniforme mojado todavía marcando el contorno de sus caderas por la práctica de natación. El cabello recogido en un moño improvisado dejaba a la vista su cuello delgado y esos hombros que él ya imaginaba marcados por sus manos.

—¿Sabes que tienes algo especial? —le dijo Jack, con voz baja, ronca, como si compartiera un secreto.

—¿Yo? —preguntó ella, sonrojándose.

Él sonrió de medio lado, mirándola directo a los ojos.

—Sí, tú. Pero lo escondes. Como si no quisieras que el mundo lo vea. Como si te diera miedo tu propio poder.

Vanessa bajó la mirada, jugueteando con la servilleta.

—Es que nunca he sido… de llamar mucho la atención —susurró.

Jack la dejó hablar. No interrumpía. Sólo la observaba, como si ella fuera la única persona en el mundo. Le hacía sentir vista. Deseada. Pero desde un lugar distinto: no vulgar, sino fascinante. Como si cada parte de ella escondiera algo digno de descubrir.

—¿Y si lo intentaras? —dijo él al cabo de unos segundos—. Solo para ti. No para nadie más. ¿Y si un día vinieras con algo diferente… ¿Algo que hiciera que incluso tú te miraras al espejo y dijeras “wow”?

Ella se rió, un poco nerviosa.

—¿Qué sería ese “algo diferente”?

Jack se acercó un poco, inclinándose sobre la mesa.

—Un vestido negro, ceñido. Tacones finos, no muy altos al principio, pero que te hagan caminar como si flotaras. Y el cabello suelto. Tus pecas… al descubierto. Sin esconderte. Sólo tú. La versión más sexy y auténtica de ti.

Vanessa tragó saliva. Algo en su interior se removía. Una parte de ella se encendía, aunque no lo entendiera del todo.

—¿Y eso te gustaría? —preguntó con voz baja.

Jack no respondió de inmediato. Le sostuvo la mirada.

—Me gustaría verte descubriéndote. Viendo cómo te transformas. No para mí. Para ti. Aunque claro… no podía dejar de mirar.

Silencio.

El primer hilo estaba tendido.

En los días siguientes, Jack fue paciente. No la presionó. Solo dejaba pequeños comentarios aquí y allá. Observaciones cuidadosas. Halagos precisos. Como cuando le dijo que su cuello era una de las partes más sensuales de su cuerpo. O que su voz, cuando hablaba despacio, podía ser un arma.

Vanessa empezó a cambiar sin notarlo. Primero fueron los labios pintados en un tono más atrevido. Luego, una blusa un poco más ajustada. Un día, Jack se fijó que había llegado con unos botines negros, más altos de lo habitual. La saludó con una sonrisa cómplice, sin decir nada. Pero esa mirada… esa mirada la acompañó todo el día.

Hasta que una tarde, mientras caminaban juntos por el campus, Jack rompió el hielo de otra forma.

—¿Tienes fantasías, Vanessa?

Ella lo miró sorprendida, pero no incómoda. Él lo había preguntado con tanta naturalidad, como si hablaran del clima.

—¿Fantasías? —repitió, como para ganar tiempo.

—Sí. Cosas que has imaginado pero nunca has dicho en voz alta. Secretos que solo le confiarías a alguien que no va a juzgarte.

Ella dudó. Pero algo en la forma en que Jack hablaba, esa mezcla de seguridad y calidez, la hizo confiar.

—Creo que… me atrae la idea de ser dominada —dijo por fin, con la voz casi en un susurro—. Que alguien tome el control. Totalmente. Sin preguntar.

Jack la escuchó sin parpadear.

—¿Y qué más?

—Situaciones inesperadas. Lugares nuevos. Tríos… o más —dijo, bajando la vista—. Supongo que… me excitan las sorpresas. Lo prohibido.

Jack sonrió suavemente.

—Eres más interesante de lo que crees, Vanessa.

Ella levantó la mirada. En sus ojos brillaba algo nuevo. Curiosidad. Deseo. Ansias de más.

Y Jack, por dentro, supo que ya estaba en su red. Sin necesidad de mentiras. Sólo deseos.

Universidad – Salón vacío, 11:44 a.m.

Vanessa entró al aula vacía con pasos inseguros, su mirada curiosa recorriendo las hileras de pupitres cubiertos de polvo. Jack cerró la puerta tras ellos, asegurando con el pestillo. El silencio era absoluto, y el leve zumbido del aire acondicionado no bastaba para enfriar la tensión sexual que se respiraba entre ambos.

—¿Estás segura? —preguntó él, acercándose por detrás.

—No me hagas esa pregunta, Jack. Sabes que vengo pensando en esto desde hace días.

Jack sonrió de lado, con esa expresión suya de cazador sigiloso. Le apartó el cabello con cuidado y besó suavemente la nuca. Vanessa cerró los ojos y se dejó llevar.

Mientras sus manos bajaban lentamente por su cintura, él levantó su blusa con suavidad hasta dejar al descubierto su piel. Ella respiraba con fuerza, anticipando cada gesto. Cuando sus dedos llegaron al borde del pantalón, Jack se detuvo un instante, notando algo que rompía la magia.

—¿Esto es lo que estás usando? —murmuró al sentir la textura de las pantaletas de algodón, de color pálido y diseño insulso.

Vanessa se sonrojó.

—No esperaba que esto pasara aquí…

Jack no dijo nada. Simplemente tiró de ellas con firmeza hasta rasgarlas. Se las arrancó como si fueran una ofensa a la nueva mujer que estaba despertando en ella.

—Esto ya no va contigo —susurró con voz grave—. No después de todo lo que estás empezando a ser.

Vanessa jadeó cuando sintió el aire fresco entre sus piernas. Sus ojos se llenaron de lujuria y confusión, pero también de entrega. Jack la giró lentamente, la subió con fuerza al escritorio más cercano y le abrió las piernas con decisión.

Ella ya estaba húmeda.

Sin perder tiempo, él se arrodilló frente a ella, deslizándose entre sus muslos y enterrando la lengua con hambre, lamiendo con firmeza y precisión, hasta que Vanessa soltó un gemido que rebotó por todo el salón vacío. Se sujetaba del borde del escritorio, la espalda arqueada, las botas golpeando levemente el aire.

Jack la llevó al borde del clímax con la lengua y luego se puso de pie, bajándose el cierre del pantalón. Sin una palabra más, la penetró de golpe, sintiendo cómo su humedad lo envolvía con una calidez desesperada. Ella lo recibió con un gemido largo y tembloroso, las manos en sus hombros, arañando la tela de su camisa.

La folló con fuerza, con ritmo salvaje, mientras la madera del pupitre crujía bajo ellos. Cada embestida parecía borrar a la antigua Vanessa y esculpir una nueva versión de ella: más sucia, más libre, más suya.

Cuando terminó, lo hizo sobre sus perfectos pechos, esparciendo su semen caliente sobre esa piel suave y esas pecas que despertaban sus más bajos instintos. Ambos respiraban agitados, los cuerpos sudorosos y satisfechos. Jack tomó esas horribles pantaletas rotas —ya inútiles, ya ajenas— y las usó para limpiar tiernamente sus pechos, como una caricia final y simbólica, casi afectuosa.

Vanessa lo miraba sin hablar, los ojos brillantes, la respiración aún agitada, sintiendo que algo profundo acababa de romperse… y renacer.

Camioneta de Jack – Estacionamiento del campus, 12:32 p.m.

La camioneta estaba estacionada bajo la sombra de un árbol, los vidrios oscuros escondían lo que adentro estaba a punto de ocurrir. Vanessa entró rápido, con el corazón latiendo a mil. Llevaba puesta una blusa de tirantes floja y sin sostén, unos jeans ajustados, pero sin ropa interior —como él le había pedido por mensaje esa mañana.

—¿Todo bien? —preguntó Jack, sin girarse aún.

—Me escapé de clase —susurró ella, mordiéndose el labio inferior—. Como una niña mala.

Él la miró por fin. Su blusa dejaba entrever los pezones, marcados, duros por la excitación. Le señaló el asiento entre sus piernas.

—Ven. Ya sabes lo que quiero hoy.

Vanessa se arrodilló torpemente entre el volante y el asiento del conductor, acomodándose con ansiedad. Jack bajó un poco el respaldo, abrió el pantalón, y dejó salir su erección ya dura, palpitante. Vanessa la miró con una mezcla de deseo y timidez.

—Quiero aprender… enséñame a hacerlo bien.

Jack sonrió. Acarició su cabeza y guió su boca hacia él.

—Nada de miedo. Usa tu lengua primero… así.

Vanessa obedeció. Primero con torpeza, luego con mayor ritmo. Jack la corregía con calma, pero con firmeza: cómo usar los labios, cuándo mirar hacia arriba, cuándo meterlo más profundo. Ella tosió, baboseo, se atragantó un poco, y eso la excitó aún más.

—Así, muy bien, —dijo, sujetándola por el cabello—. Mira qué puta tan linda te estás volviendo.

Vanessa gimió con la boca llena, como si cada palabra suya la calentara más. Jack la empujó un poco más fuerte, hasta sentir cómo lo tragaba casi completo. La vista de su rostro rendido, sus pestañas temblando, el hilo de saliva que le caía por la comisura… fue demasiado.

Se corrió con un gruñido grave, profundo, dentro de su boca.

Vanessa tragó como pudo. Luego levantó la mirada y lamió lentamente la punta de su lengua, sonriendo con picardía.

—Mmm… sabes divino —murmuró, con esa voz rota, jadeante.

Y Jack se congeló por dentro.

Esa frase. Esa maldita frase. Exactamente la misma que había dicho Rouse años atrás, también había tragado todo con la misma sonrisa traviesa y los labios manchados de deseo.

Por un instante, Vanessa dejó de estar ahí. Y en su lugar, vio los ojos de Rouse. El mismo tono. El mismo brillo. Como si su fantasma lo siguiera incluso ahora… incluso en otras bocas.

Vanessa lo notó. Sonrió aún más y apoyó la cabeza en su muslo.

—¿Te pasa algo?

—No… sólo pensaba… que vas demasiado rápido, Vane.

—¿Eso es malo?

—No. Es jodidamente perfecto.

Ella jugó con su dedo en su pantalón mientras él miraba por la ventana, tratando de recuperar el aliento… y de sacudirse el recuerdo de esa otra chica que, años atrás, también lo había convertido en adicto a la perversión y al veneno del pasado.

Hotel – habitación 306, sábado 8 pm

La habitación del hotel tenía una luz cálida, suave, casi romántica. Jack la había escogido con intención: paredes con espejos, una cama amplia con sábanas rojas, y un sillón de cuero en la esquina que parecía hecho para juegos. Vanessa entró nerviosa, vestida con un abrigo largo que ocultaba todo… o eso pensaba él.

—¿Me vas a mostrar lo que llevas debajo? —preguntó Jack, cerrando la puerta con llave mientras sus ojos la recorrían de arriba abajo.

Ella no dijo nada. Se limitó a desabrochar lentamente su abrigo y dejarlo caer al suelo.

Lo que Jack vio le hizo tragar saliva. Vanessa llevaba un conjunto de lencería negra de encaje semitransparente. Un sostén que apenas cubría sus pezones endurecidos por el frío y la excitación, una tanga fina que se perdía entre sus nalgas, ligueros y medias altas que terminaban en unos tacones de aguja negros. En sus manos, llevaba discretamente una pequeña bolsa.

—¿Eso es lo que creo que es? —preguntó él, señalando la bolsa.

Vanessa asintió con una sonrisa tímida y traviesa. Sacó de allí un plug anal de cristal, un frasco pequeño de lubricante y unas esposas acolchadas.

—Quiero… probar cosas contigo. Pero tú mandas, Jack.

Esa última frase fue todo lo que él necesitaba oír.

Se acercó lentamente, como un depredador estudiando a su presa, y le susurró al oído:

—Hoy vas a ser mi juguete. ¿Estás lista para obedecer?

Vanessa cerró los ojos y asintió.

Jack la guió con firmeza, haciéndola arrodillarse sobre la alfombra frente al espejo. Le ordenó mirarse mientras él le desabrochaba el sostén y le acariciaba los senos desde atrás, murmurando lo hermosa que se veía sometida.

Luego la tumbó sobre el sillón de cuero y le colocó las esposas, sujetando sus muñecas por encima de la cabeza. La besó lentamente, con ternura al principio, luego con una necesidad creciente. Su boca bajó por su cuello, sus pechos, su vientre, hasta quedar frente a la diminuta tanga.

—Esto… ya no va contigo —dijo Jack antes de arrancarla de un solo tirón, dejando al descubierto su sexo húmedo y palpitante.

La lengua de Jack fue el primer castigo y la primera recompensa. Jugó con su clítoris, succionando y lamiendo hasta hacerla gemir ahogada.

Cuando Vanessa estuvo completamente entregada, Jack sacó el lubricante y el plug.

—Ahora, mi pequeña sumisa, quiero que me digas si alguna vez te han tocado aquí —le dijo, acariciando suavemente su entrada anal.

—No… nunca. Pero quiero que tú seas el primero —dijo ella con la voz quebrada por el deseo.

Jack fue paciente, pero firme. Lubricó el plug y, entre besos, le pidió que respirara hondo. Poco a poco lo fue introduciendo, viendo cómo su cuerpo se arqueaba y sus muslos temblaban. Cuando el cristal quedó completamente dentro, Vanessa lanzó un gemido mezclado de dolor, placer y entrega.

—Te ves tan jodidamente sexy con eso dentro de ti… —le dijo al oído, mientras comenzaba a penetrarla lentamente con sus dedos en la otra entrada, haciéndola vibrar.

La condujo a la cama, la puso en cuatro, con el plug aún dentro. La tomó fuerte de la cintura y la invadió sin pedir permiso, dándole embestidas que chocaban contra el vidrio que seguía en su interior.

Los gritos de Vanessa se mezclaban con los sonidos húmedos, el golpeteo de sus cuerpos, el crujir del colchón. Jack la jaló del cabello y le murmuró:

—Eres mía. Desde hoy, tu culo, tu boca, tu coño… todo me pertenece.

Vanessa, completamente transformada, le gritó entre gemidos:

—¡Sí, Jack! ¡Soy tuya! ¡Hazme lo que quieras!

Al borde del final, Jack le quitó el plug y, con fuerza controlada, penetra su ano por primera vez. Ella gritó con fuerza, pero no de dolor, sino de un placer tan nuevo e intenso que sus uñas arañaron la sábana y sus ojos se humedecieron.

Cuando Jack acabó, lo hizo sobre su espalda, manchando su piel, sus medias rasgadas y ese cuerpo rendido. Luego, sin decir palabra, tomó las esposas y limpió con cuidado el sudor, los fluidos y los restos de lubricante.

Ella sonrió.

—Nunca me sentí tan… viva.

Esa noche, en la habitación de hotel, después del sexo…

La luz tenue de la lámpara de noche bañaba la piel de Vanessa con un brillo cálido, casi cinematográfico. Su cuerpo aún temblaba por los espasmos del orgasmo reciente, pero su mirada no era de saciedad, sino de algo más profundo: duda, deseo… y una especie de necesidad no resuelta. Jack lo notó. La observaba mientras acariciaba lentamente su muslo, con la yema de los dedos rozando su piel como si leyera un mapa secreto.

—Jack… ¿te puedo confesar algo? —dijo en voz baja, con la mirada clavada en el techo.

—Siempre.

Ella giró el rostro hacia él, bajando ligeramente la voz.

—A veces pienso que me gustaría probar con una mujer… no sé, solo una vez. Tengo amigas que me atraen, pero siento que a ninguna le interesan las mismas cosas que a mí. Especialmente… lo de la sumisión.

Jack no se sorprendió. De hecho, lo esperaba. Su evolución sexual era tan evidente como inevitable. Sonrió, besándole el hombro con suavidad.

—¿Y qué es exactamente lo que te gustaría hacer?

Ella tragó saliva. Sus mejillas se encendieron.

—Me gustaría… que otra mujer me toque. Que tú me veas. Y si tú estás allí… que también me sometan los dos. Que me usen… a su manera. Quiero sentirme al límite.

Jack sintió una erección repentina contra el muslo de ella. La imagen lo quemaba por dentro.

—Vanessa, si eso es lo que quieres… sé exactamente con quién podemos hacerlo realidad. Y no te preocupes, vas a estar en buenas manos. Pero hay algo más que me gustaría saber… ¿Quieres que esa mujer te domine también?

—Sí… —susurró, cerrando los ojos—. Quiero que ella me desnude, que me diga qué hacer. Que me humille… si es necesario.

Jack la besó con ternura, acariciándole el rostro.

—Entonces se hará realidad. Te lo prometo.

Vanessa sonrió, más vulnerable que nunca, y se acurrucó en su pecho.

—Jack… quiero que conozcas a mi familia pronto. Me haces sentir tan viva, tan libre.

Él asintió sin responder. Le acarició el cabello en silencio, mientras su mente ya estaba trazando la siguiente jugada.

Horas más tarde… en un bar discreto del centro

Jack se sentó frente a ella, con una mezcla de cansancio y determinación.

—Necesito tu ayuda otra vez, Ruth —le dijo, bajando la voz—. Es sobre Vanessa. Ella quiere experimentar cosas que no sabe cómo manejar, quiere probar con otra mujer, dominación, sumisión… cosas que solo tú sabes cómo llevar. Quiero que la acompañes, que la guíes. Que la lleves al límite sin que pierda el control. Esto no es solo un juego, es parte de mi misión, pero también… es algo personal.

Ruth lo miró con intensidad, sus ojos brillando con ese fuego que la hacía irresistible.

—Suena peligroso, pero sabes que me encanta el peligro. Cuéntame más, Ryan. ¿Qué tienes en mente?

—¿Vanessa está lista? —preguntó Ruth, sin rodeos.

Ryan asintió.

—Más de lo que imaginas. Me confesó que quiere probar con otra mujer. Quiere ser usada. Duele y excita al mismo tiempo. Pero no confía en ninguna de sus amigas. Le hablé de ti sin decir tu nombre.

Ruth rió suavemente.

Quiero que tú seas la que la inicie en todo esto, Ruth. Que la penetres con ese consolador que usas —dijo con voz firme, midiendo cada sílaba—. Que le muestres hasta dónde puede llegar, que la rompas suave, pero con fuerza. Y luego, cuando ella esté lista, que entremos los dos. Que le demos esa doble penetración que nunca olvidará. Que sienta el dolor y el placer al mismo tiempo, que se entregue completamente… para que confíe en nosotros.

Ruth se recostó sobre la barra, con una sonrisa de complicidad.

—Eso suena a un reto digno de mí —dijo, sus dedos jugueteando con la copa—. Pero más que un reto, es un placer. Vanessa va a aprender rápido de lo que somos capaces, Ryan . Y tú también.

—Sabía que llegaría ese momento. ¿Dónde lo haremos?

Ryan tomó un sorbo de whisky y dijo:

—»El Cuarto Rojo».

Ella entrecerró los ojos, saboreando el nombre.

—Perfecto. Allí la vamos a romper. Haré que se arrodille por primera vez ante una mujer. Y tú, bueno… tú sabrás qué hacer con sus lágrimas y sus gemidos.

—Ruth… quiero que la lleves al límite. No la lastimes de verdad, pero hazla creer que no tiene escapatoria. Quiero verla desnudarse frente a ti, y obedecer cada orden que le demos.

—Será una obra maestra. Pero esta vez, Ryan… quiero verte también sometido. Aunque sea un poco. Quiero que veas que tú también puedes ser vulnerable en mis manos. Eso la excitará más de lo que crees.

Ryan no respondió. Solo sonrió. Sabía que Ruth siempre cobraba sus favores… a su manera.

—Mañana la llevaré al Cuarto Rojo —sentenció Ryan—. Será su iniciación. Y la nuestra también.

Ruth levantó su copa, brindando en silencio. Era el comienzo de una nueva fase. Oscura, salvaje, inevitable.

El Cuarto Rojo 11:45 PM

La noche había caído con un manto oscuro y pesado cuando Jack y Vanessa llegaron al Cuarto Rojo. Ella llevaba un vestido de cuero negro, brillante, ceñido como una segunda piel que resaltaba cada curva. Las sandalias de tacón aguja dejaban al descubierto sus pies perfectos, la piel iluminada apenas por las luces tenues del club. Cada paso suyo era un pequeño desafío, una invitación silenciosa al deseo.

En la entrada, Ruth los esperaba. Vestía con la seguridad de quien domina ese mundo: pantalones de cuero ajustados, corset de encaje negro que dejaba entrever su piel, botas altas hasta los muslos y una mirada que prometía fuego y control. Su sonrisa era la mezcla perfecta entre bienvenida y advertencia.

—Llegaron justo a tiempo —susurró Ruth, su voz ronca cargada de misterio—. Vamos adentro, les serviré algo para romper el hielo.

Entraron en una habitación privada, donde la luz roja bañaba las paredes acolchadas y un aroma a incienso y cuero impregnaba el aire. Sobre una mesa, una bandeja con copas y un licor oscuro esperaba por ellos.

Vanessa se sentó, algo nerviosa pero deslumbrante, mientras Jack le tomaba la mano con firmeza, transmitiendo un extraño consuelo.

Los tres brindaron, el líquido quemando la garganta, aflojando las tensiones y los miedos. Jack dejó claro que esa noche era para Vanessa, para que se sintiera segura, para que pudiera soltar el control y descubrir un mundo nuevo de sensaciones.

Ruth sonrió, sabiendo que era solo el comienzo. Ella tomaría las riendas, guiaría a Vanessa en ese viaje de placer y dolor, para romperla y reconstruirla.

Jack se recostó un poco, observando a Vanessa con deseo y anticipación.

La noche prometía ser inolvidable.

La penumbra del cuarto se volvió un altar de sometimiento y deseo. Ruth se acercó a Vanessa con una sonrisa ladeada, ese brillo salvaje en los ojos que prometía tormentas y fuego. Sus dedos, fríos y firmes, rozaron la piel de Vanessa con una mezcla de caricia y amenaza, obligándola a rendirse antes de que empezara la verdadera prueba.

—Respira hondo, zorra. Aquí no mandas tú —ordenó Ruth con voz grave y dominante—. Aquí aprendes lo que es obedecer sin cuestionar.

Vanessa, temblando entre miedo y excitación, dejó caer su resistencia mientras Ruth la conducía con mano dura. Le retiró el vestido de cuero brillante, descubriendo esa piel nívea salpicada de pecas, cada marca un mapa hacia la sumisión. Le deslizó las manos por el cuerpo con autoridad, arrastrando uñas que arañan la piel, dejando pequeñas marcas rojas, señales de dominio.

—Mira cómo te dejo, puta perfecta —escupió Ruth mientras la tomaba del mentón y la obligaba a mirarla—. Vas a hacer exactamente lo que te diga, ¿entendido?

Jack, esposado a la silla, sentía su cuerpo arder de impotencia y lujuria. Observaba, prisionero voluntario, mientras Ruth tomaba el control absoluto.

Sin previo aviso, Ruth sacó un consolador negro, grueso y frío como la noche. Lo deslizó lentamente, casi con crueldad, por el canal más íntimo de Vanessa, abriéndose camino con una lentitud calculada que hacía vibrar cada fibra del cuerpo de la joven entre dolor y placer.

—Grita si quieres, zorra. Pero aquí solo se siente lo que yo permito —susurró Ruth al oído, la voz un filo cortante—. Esto es solo el principio.

Las bofetadas llegaron sin piedad, cascadas de azotes sobre la carne que dejaban rojo vivo y ardoroso el cuerpo de Vanessa. Las lágrimas se mezclaban con la saliva y el sudor, mientras Ruth escupía en su rostro y la insultaba con crudeza:

—Estúpida puta sumisa, mírame cuando te hablo. Eres mía ahora.

La orden siguiente fue brutal:

—Chúpame —ordenó, empujando a Vanessa hacia sus labios. La joven obedeció, abriéndose para ella con un miedo mezclado de deseo.

Ruth tomó el control, deslizando su lengua experta mientras le introducía un plug anal que Vanessa recibió con jadeos de sorpresa y placer. Cada movimiento era una mezcla de cuidado y dominio.

Cuando Vanessa ya estaba temblando y sumida en esa mezcla de sensaciones, Ruth se volvió hacia Jack y le soltó las esposas con una sonrisa perversa.

—Ahora, zorra, tú vas a hacerle sexo oral a Jack —ordenó a Vanessa—. Y tú, Jack, prepárate porque esta puta aún tiene mucho que sentir.

Mientras Vanessa se arrodillaba para complacer a Jack con una boca ansiosa y experta, Ruth lentamente sacaba el plug anal, limpiándolo con una sonrisa cruel, para luego hundir nuevamente el consolador en Vanessa con una fuerza y ritmo que la hacían gemir entre lágrimas y placer.

Finalmente, el clímax del juego oscuro llegó: Jack y Ruth, juntos y sincronizados, se lanzaron a una doble penetración feroz, brutal, sublime. Vanessa se convirtió en el epicentro de un torbellino de placer, sumisión y poder.

Los gemidos resonaban como un ritual prohibido. Las órdenes y los insultos se mezclaban con los suspiros y gritos de placer. En ese cuarto, entre sombras y cadenas, el dolor y el éxtasis se fundían en un solo latido.

Vanessa ya no era la inocente que llegó.

Era la esclava exaltada, la reina del dolor sublime.

Vanessa, ahora con la piel brillando de sudor, se acercó con un brillo en los ojos que mezclaba inocencia y perversión. Con movimientos lentos, suaves, acariciaba los brazos de Jack, susurrando palabras que lo hacían arder por dentro. Ruth, por su parte, se paseaba alrededor, marcando territorio con manos firmes y caricias inesperadas.

—Vamos, zorrito —ordenó Ruth con voz ronca—. Aprende a obedecer, o te romperé más que la espalda.

Vanessa tomó el control, subiendo y bajando por el cuerpo de Jack, alternando entre besos ardientes y mordiscos juguetones. Sus dedos jugaban con sus límites, con sus puntos sensibles, arrancando gemidos y súplicas.

Ruth se unió a ella, sus labios besando la piel de Vanessa mientras ambas acariciaban, tocaban y poseían a Jack. La respiración se volvió un crescendo frenético, un latido colectivo que los unía en una danza de poder, entrega y deseo sin límites.

Cuando el clímax los atrapó, los tres se desplomaron en la cama, cuerpos entrelazados, piel contra piel, sudor mezclado con saliva y lágrimas de placer. El silencio se llenó de suspiros profundos y latidos acelerados, mientras las manos buscaban calma en las curvas y cicatrices del otro.

Ruth rozó con los dedos el cabello de Vanessa, y Jack entrelazó sus dedos con los de ambas, sintiendo que, por primera vez, la rendición no era derrota, sino un pacto de confianza, deseo y pertenencia.

En ese abrazo agotado y tenso, en la oscuridad cálida del cuarto, los tres eran uno. Un fuego contenido, un abismo sin fondo, una promesa silenciosa de volver a caer en ese mismo infierno de placer y poder.

Al finalizar la noche, justo cuando Jack se despedía de Vanessa, ella le pidió un momento para hablar.

—¿Qué harás mañana domingo al mediodía? —preguntó con voz suave, pero firme—. Me gustaría que vayas a mi casa y conozcas a mis padres. Creo que ya es hora…

Un frío recorrió la espalda de Jack. Por un instante, el papel de infiltrado y el hombre que solo debía cumplir su misión se desvanecieron.

—Sí, cariño, cuenta con eso. Me encantaría —respondió, tratando de sonar convincente, mientras en su interior se agitaban mil emociones contradictorias.

Llegó la hora de volver al trabajo.

Casa de la familia de Vanessa – Domingo 12:30 pm

El portazo de la entrada resonó con una solemnidad suave cuando Vanessa me condujo al interior de la casa. Era una residencia elegante, de esas donde el silencio pesa y la tradición flota en el aire como un perfume antiguo. En el vestíbulo, junto a las escaleras, apareció Valentina.

Era imposible no notarla. Su cuerpo, de curvas pronunciadas y proporcionadas, parecía esculpido para atraer todas las miradas. Piel tersa, bronceada ligeramente, y una melena oscura que caía en ondas suaves sobre sus hombros. Pero lo que realmente capturó mi atención fue su rostro: una mezcla perturbadora de inocencia angelical y un brillo perverso en la mirada, como si escondiera secretos que solo unos pocos elegidos podrían descubrir.

Vanessa sonrió y me presentó:

—Este es Jack, y esta es mi prima Valentina.

Valentina me observó de arriba abajo con una expresión difícil de descifrar. Sus ojos tenían ese tipo de curiosidad afilada que se clavaba sin piedad: me escaneaba con intriga, como si intentara adivinar las cosas que yo le hacía a su prima en la cama. Sentí una chispa de tensión erótica en el aire, tan sutil como inquietante.

Luego, cruzamos el amplio salón y entramos al comedor. La mesa estaba dispuesta con todo el protocolo de una reunión familiar importante. Miguel, el padre de Vanessa, estaba sentado en la cabecera. Su mirada era fría y controlada, pero en sus gestos había una autoridad que no necesitaba gritar. A su lado, la madre de Vanessa sonreía con calidez medida.

—Papá, mamá… él es Jack —dijo Vanessa con suavidad, tomando mi mano con firmeza.

Miguel me miró en silencio por unos segundos que se sintieron como una inspección. Luego asintió apenas con la cabeza. Nadie en esa casa hacía preguntas innecesarias.

El almuerzo comenzó con cierta tensión. Cada palabra parecía medida, cada gesto vigilado. El ambiente se suavizó poco a poco, en gran parte gracias a Valentina, que hablaba con una frescura encantadora y sabía cómo mantener la conversación lo bastante liviana como para que todos bajaran la guardia. Incluso Miguel, por momentos, dejó entrever una sonrisa discreta.

Valentina se reía con una musicalidad deliciosa y lanzaba de vez en cuando miradas cómplices, a veces hacía Vanessa, a veces hacia mí, como si disfrutara de tener el control de una tensión secreta en la habitación.

Después de los postres y una copa de vino, Vanessa se acercó a mí en la terraza con una expresión traviesa y voz baja:

—Esta noche quiero escaparme contigo. No quiero que el día termine así. Quiero dormir contigo… o mejor dicho, no dormir nada.

Valentina apareció unos segundos después, como si ya lo supiera todo. La forma en que desvió la mirada hacia Vanessa y luego me confirmó que iba a ayudarnos.

Esa noche, Vanessa y yo terminamos en mi casa.

Nos desnudamos a medio camino entre la sala y la escalera. Ella se dejó caer sobre el sofá, su risa mezcla de deseo y libertad, y mis manos recorrieron su cuerpo con un hambre que solo ella parecía despertar en mí. Hicimos el amor con la lentitud de los amantes que se extrañan y el salvajismo de los cuerpos que se buscan sin frenos. Desde el sofá, pasamos a la cocina, luego a la ducha, y por último a la cama.

Allí, entre sábanas arrugadas y sus piernas abiertas sobre mis hombros, descubrí otra versión de Vanessa: más entregada, más intensa, más mía. A veces sus movimientos eran dulces, sus besos suaves y prolongados… otras veces me mordía el cuello, me arañaba la espalda, me montaba con una furia primitiva que me volvía loco. Su cuerpo brillaba con el sudor del deseo y su voz se quebraba entre gemidos, súplicas y obscenidades.

Fue una noche de excesos. Una noche donde lo dulce se volvió rudo, donde lo romántico se mezcló con lo perverso. Al final, exhaustos y satisfechos, nos abrazamos en la cama, entrelazados, respirando el mismo aire, como si el mundo entero hubiera desaparecido y solo quedáramos nosotros dos.

Universidad – Lunes 7:00 AM

A la mañana siguiente, luego de una noche intensa de sexo desbordado con Vanessa, la llevé temprano a la universidad. Su cuerpo aún tenía marcas mías, y su sonrisa pícara mientras bajaba del auto me hizo pensar que, a pesar de todo, ya había conquistado una parte de su alma.

Yo seguí hacia mi “trabajo”, el cual no era más que una fachada: me reporté con mis superiores, detallando lo que había avanzado en la investigación. Lo importante era que ya había ganado terreno en el entorno de la familia.

Al final de la mañana recibí un mensaje de Vanessa:

“Mi papá quiere verte hoy. Dice que quiere conocerte bien. Te espera en casa esta noche.”

Lo leí varias veces. Sabía lo que significaba. Ya habían mordido el anzuelo. Pero lo que no sabía era que esa noche sería mucho más que una simple presentación. Era una prueba… y yo no estaba del todo preparado.

Esa noche, al llegar a la casa de Vanessa, ella no estaba. Me recibió Valentina, su prima, vestida apenas con un diminuto traje de baño que dejaba muy poco a la imaginación. Su cuerpo era simplemente perfecto, una escultura con curvas talladas para el deseo. Tenía esa cara angelical con una mirada que desarmaba… ojos de ángel perverso, como si siempre estuviera planeando algo que te haría pecar.

—Mi tío te espera en su oficina, Jack —dijo con una sonrisa ladeada, mientras se daba la vuelta para guiarme por la casa.

Caminaba lentamente, asegurándose de que yo no perdiera ni un solo segundo la vista de su culo redondo, firme y provocador, que rebotaban con cada paso. Sabía lo que hacía… y yo también.

Me dejó frente a la puerta de la oficina y desapareció, no sin antes mirarme con esa misma expresión de intriga… como si pensara en todo lo que le debía estar haciendo a su prima Vanessa en la cama.

Toqué la puerta.

—Pasa —dijo una voz grave desde adentro.

Entré. Miguel, el padre de Vanessa, estaba sentado detrás de un escritorio de roble macizo. No estaba solo. A su lado, en semicírculo, se encontraban sus hombres de confianza. Reconocí sus rostros de inmediato. Los conocía por los informes confidenciales: extorsionadores, lavadores de dinero, torturadores… hombres que no conocían el miedo.

Me invitó a sentarme.

—¿Quieres beber algo? —preguntó con voz tranquila, casi amable.

—No, gracias. Estoy bien —respondí con firmeza.

Entonces comenzó el interrogatorio. Al principio fue sutil: preguntas sobre mi familia, sobre mi negocio, cómo conocí a Vanessa, qué pensaba del país, de la política, de la lealtad. Pero poco a poco la conversación fue subiendo de tono… y tensión. Las preguntas se volvieron más incisivas, como dagas disfrazadas de curiosidad.

Yo me mantuve firme en mi historia. Había ensayado cada línea: huérfano joven, hecho a sí mismo, inversor en criptomonedas, amante del dinero limpio… y del sucio también, si el precio era el correcto.

Al final, Miguel se reclinó en su silla y me observó unos segundos en silencio. Luego se puso de pie.

—Acompáñanos —ordenó, sin explicar nada.

Salimos juntos. El convoy de camionetas negras avanzó por la ciudad hasta llegar a un local de luces tenues y neón violeta. Un bar de strippers. Sabía que ese lugar era más que un simple club nocturno: según los informes, era uno de los principales centros de operaciones para el lavado de dinero y tráfico de drogas de la organización.

La música electrónica retumbaba en el pecho. Al entrar, el ambiente cambió. Mujeres desnudas danzaban en la tarima con movimientos hipnóticos. Todo estaba cuidadosamente diseñado para que los sentidos se debilitaran.

—Esta noche es para relajarnos —me dijo Miguel, con una sonrisa falsa—. Disfruta. Todo corre por mi cuenta.

Durante horas, bebimos whisky caro y observamos los shows. Me sentía observado todo el tiempo. Él quería ver mis reacciones. A cada rato, una nueva chica aparecía para acercarse, tocarme, susurrar en mi oído, invitarme a algún rincón oscuro del club.

Pero yo resistí.

Cada sonrisa, cada insinuación, era parte de la prueba. Lo sabía. Y usé cada gramo de autocontrol para no caer. A la medianoche, Miguel me llamó aparte. Subimos a su oficina privada, en el segundo piso del club.

Allí, a solas, con la ciudad rugiendo de fondo, se quitó la máscara.

—Dime la verdad, Jack… ¿A qué te dedicas realmente? —preguntó con una seriedad brutal.

No podía titubear.

—A los negocios. Compré criptomonedas cuando nadie creía en ellas. Me fue bien. A veces, algunos clientes me piden que los ayude a mover dinero… legitimar por decirlo de una manera elegante. Lo hago. Discretamente.

Miguel me miró. Lento. Evaluando cada palabra.

Luego asintió.

—Ya lo imaginaba —dijo con voz calmada.

Se levantó, rodeó el escritorio y me extendió la mano.

—Confío en ti. Trata bien a mi hija. Es lo más valioso que tengo. No me falles.

—No lo haré —dije, sin pestañear.

—Disfruta de la noche. Ya hablaremos pronto de otras cosas —añadió con tono críptico.

Salí del club minutos después, el corazón latiendo con fuerza. La adrenalina era salvaje. Había pasado la prueba… por ahora. El miedo aún me quemaba por dentro, pero también una sensación extraña de triunfo. Miguel me había aceptado. Había entrado en el núcleo de la bestia.

Pensé en llamar a Vanessa, pero era muy tarde.

Sabía que había una sola persona que podía ayudarme a liberar la tensión que tenía acumulada en el cuerpo: Ruth.

Fui directo a su casa. No la llamé. No avisé.

Casa de Ruth en el centro 3:00 AM

Simplemente apareció frente a su puerta pasadas las tres de la madrugada. Ruth, despeinada y con un camisón corto, abrió confundida. Iba a preguntarle qué hacía allí tan tarde, pero no le dio tiempo. Ryan la tomó de la nuca y la besó con una furia que ella no conocía. Un beso cargado de alcohol, rabia y necesidad.

—¿Ryan? ¿Qué pasó? —murmuró apenas separaron sus labios.

—Necesito sentir que estoy vivo —fue todo lo que dijo.

La empujó suavemente contra la pared, y ahí mismo le subió el camisón sin sacárselo. Ruth no llevaba ropa interior. Su cuerpo, tibio y sorprendido, se rindió al instante. La deseó con una intensidad brutal, como si estuviera usando su cuerpo para purgar el veneno de la noche, como si a través del sexo buscara arrancarse el olor a cigarro, a perfume barato y a lujuria que le dejó el club.

Ella no dijo una palabra. Le gustaba ese Ryan dominante, con los ojos oscuros, con los músculos tensos, con el deseo atravesando su cuerpo como una descarga eléctrica. Le gustaba que no le pidiera permiso, que simplemente la tomara.

La levantó como si no pesara nada, apoyando su espalda en la pared. Ruth lo rodeó con las piernas mientras él la penetraba con fuerza, sin calma, sin dulzura. Ella gimió ahogada contra su cuello.

—Así, Ryan… así…

Cada embestida era un golpe de realidad. Ruth arañaba su espalda con rabia, le mordía el hombro como si quisiera quedarse con una parte de él. El camisón seguía enrollado en su cintura, y sus pechos rebotaban con cada movimiento, sueltos, expuestos, húmedos por la mezcla de sudor y saliva.

Ryan la bajó y sin decir nada la llevó a su cuarto. No encendió la luz. La tiró sobre la cama boca abajo. Le abrió las piernas sin delicadeza. Ruth jadeaba y se arqueaba, excitada como nunca lo había estado. Él escupió sobre su sexo y volvió a entrar en ella, esta vez desde atrás, más profundo, más rudo.

—¿Eso querías, Ryan? —murmuró con voz ronca, entre gemidos—. ¿Una puta que aguante todo?

Él no respondió. Le agarró el cabello y la inclinó hacia atrás para besarla, mientras la penetraba con movimientos violentos, salvajes, como si cada embestida fuera una forma de destruir algo dentro de él.

—Cállate —susurró contra su oído—. No hables. Solo dame eso. Todo.

La empujó contra el colchón y la siguió usando, como si fuera suya, como si en ese momento Ruth no fuera más que un cuerpo dispuesto a absorber su furia, su deseo, su carga emocional. Y ella lo entendía. Lo aceptaba. Lo disfrutaba.

Ruth acabó primero, temblando, gritando su nombre. Ryan no paró hasta que la dejó empapada, derrotada, jadeando. Finalmente se corrió dentro de ella con un gruñido, aferrando su cintura con tanta fuerza que casi le dejó marcas.

Después se dejó caer a su lado, sin decir nada. El silencio era denso, cargado de todo lo que no se podía hablar. Ruth le acarició el pecho, aún sin recuperar el aliento.

—¿Te vas a quedar? —preguntó sin mirarlo.

Ryan no respondió. Solo cerró los ojos.

Ella no insistió. Sabía que él no había venido a dormir. Había venido a liberarse.

Casa de Ruth en el centro 6:00 am

Al amanecer, Ryan se vistió aún con la energía salvaje que le había dejado el encuentro con Ruth. No podía olvidar el sabor de su piel ni la manera en que ella se entregó, con ese equilibrio perfecto entre lujuria y poder. Tomó un café fuerte, se acomodó el saco y condujo directamente a la oficina. Tocaba reportarse, entregar detalles de la noche anterior y confirmar que la investigación seguía por buen camino.

Sus superiores lo escuchaban con atención, satisfechos de cómo había logrado integrarse al círculo más íntimo de Miguel sin levantar sospechas. Jack supo entonces que estaba más adentro de lo que imaginaba… y también, más cerca del peligro.

Pasado el mediodía, recibió un mensaje de Vanessa.

—“¿Nos vemos? Valentina quiere conocer la ciudad. ¿La puedes llevar?”

Jack se quedó unos segundos mirando la pantalla, sabiendo que esa tarde no sería fácil. Valentina no era una adolescente ingenua. Era astuta, atrevida, con una mirada provocadora que recordaba demasiado a Malena. La comparación era inevitable… esa mezcla de inocencia fingida y perversidad real, el tipo de mujer que disfrutaba jugar al límite.

A las cuatro en punto las pasó a buscar. Vanessa lo esperaba en la entrada del edificio, con un vestido corto y ajustado de lino blanco, y unos tacones de aguja negros que brillaban bajo el sol como espejos obscenos. Sus labios estaban pintados de rojo profundo y su mirada, dulce como siempre, lo desarmó apenas lo vio.

Valentina bajó detrás de ella, deslizándose por las escaleras como si estuviera en la pasarela. Su vestido de verano era ligero, casi translúcido, y se pegaba a su cuerpo como si fuera una segunda piel. Jack supo de inmediato que no llevaba ropa interior… y confirmó su sospecha cuando ella se agachó, deliberadamente, a recoger una flor del jardín y el vestido se levantó lo justo para que su trasero firme y redondo asomara descaradamente. Sus tacones de aguja eran dorados, finos, con tiras que se enroscaban hasta los tobillos como serpientes.

—¿Nos vamos? —dijo Valentina con una sonrisa pícara, y subió al asiento trasero.

Durante la tarde pasearon por el centro histórico, visitaron tiendas, tomaron un café en una terraza y caminaron entre las calles coloniales donde el calor hacía brillar la piel expuesta. Pero Jack apenas podía concentrarse.

Cada vez que se sentaban, Valentina se encargaba de estirar sus piernas largas hasta que sus pies rozaban los de él por debajo de la mesa. Luego eran sus dedos los que se deslizaban por su pantalón, acariciándolo apenas, mientras su mirada se mantenía inocente, como si nada ocurriera. Jugaba con sus tacones como si fueran parte del ritual: se los quitaba, los deslizaba por el suelo, volvía a calzarlos lentamente, dejando ver sus pies perfectamente cuidados, uñas rojas, tobillos delgados. Una coreografía pensada para seducirlo sin decir una palabra.

Jack sudaba. Su mente comenzaba a llenarse de imágenes prohibidas. Cada vez que miraba a Vanessa, tan elegante y perfecta, imaginaba su lengua deslizándose por los muslos de su prima mientras ambas lo miraban. Pensaba en tenerlas a las dos desnudas, en la habitación roja, con las muñecas atadas, los tacones puestos, una sobre la otra, gemidos mezclados como un solo eco de perversión.

Se obligó a respirar, a disimular la erección que crecía entre sus piernas, a mantener el control.

Pero Valentina sabía. Lo leía en su mirada, en su mandíbula tensa, en su respiración alterada. Cada gesto suyo era más descarado: una risa fingida, una caricia accidental, un cruce de piernas deliberado que dejaba ver más piel de la que debía. Vanessa lo notaba, aunque parecía no darle importancia. Quizá lo disfrutaba. Quizá jugaban las dos al mismo juego.

Esa noche, al dejarlas en casa, Vanessa se acercó y le susurró al oído:

—Valentina dice que le caes muy bien… demasiado bien.

Le dio un beso en la mejilla, suave, como una promesa. Jack se alejó en su auto, sabiendo que estaba cayendo. Que si cruzaba esa línea, ya no habría vuelta atrás. Pero, en el fondo, deseaba que la cruzaran por él.

Casa de Vanessa 9:00 pm

Justo luego de dejarlas en casa, recibió una llamada de un número desconocido. Al contestar, la voz al otro lado lo dejó en silencio por unos segundos.

—Jack, soy Miguel, el padre de Vanessa. Me gustaría que pasaras por mi oficina en el club esta noche. Tengo una propuesta de negocios que hacerte.

La invitación no era una cortesía, era una orden disfrazada de cortesía. Jack lo sabía. Al llegar al local, lo escoltaron hasta una oficina lujosa, rodeada de los principales colaboradores de Miguel, todos vestidos como ejecutivos, pero con miradas frías, de esas que sólo se forjan entre las sombras del crimen organizado.

Miguel no dio rodeos:

—Mis amigos y yo necesitamos usar tus habilidades para mover unos capitales… y que parezca legal.

Jack mantuvo la calma. Su rostro no se alteró, pero por dentro sabía que tenía justo lo que necesitaba. Había llegado el momento. Ya tenía todas las pruebas necesarias para derribar a toda esa estructura, desde dentro.

Aun así, aceptó.

Durante una semana completa trabajó para ellos. Hizo todo lo que le pidieron, movió dinero, firmó documentos, borró rastros. Y mientras lo hacía, también aprovechó para asegurarse de algo más: un ingreso considerable que guardaría para cuando todo esto acabara. Para cuando necesitara desaparecer.

Sabía que estaba cruzando la línea. Esa delgada frontera entre el deber y el deseo, entre la justicia y la corrupción. Pero ya no había vuelta atrás. Esa semana, Jack se convirtió en una sombra entre sombras.

Durante esos días, vio poco a Vanessa, pero cuando lo hacían, era puro fuego. Sexo salvaje, sucio, sin control, como si el deseo se hubiera convertido en necesidad. En una de esas noches, lo hicieron en la casa de Valentina. Jack la tomó contra la pared, la hizo gemir con fuerza, mientras su lengua exploraba cada rincón de su cuerpo. Vanessa se entregó por completo, sin saber que en la penumbra, por el borde de la puerta entreabierta, Valentina los observaba. Silenciosa, respirando agitada, con una mano entre sus piernas, tocándose mientras miraba.

Esa visión encendió algo en Jack. Y no pasó mucho tiempo antes de que las cosas subieran de nivel.

El sábado por la noche, Vanessa lo sorprendió con una cita romántica. Vestía un vestido negro de satén, con escote profundo y unos tacones de aguja que resonaban con cada paso sobre el suelo de madera. Durante la cena, con una copa de vino en la mano y la mirada encendida, Vanessa le hizo una confesión:

—Quiero verte coger con mi prima.

Jack parpadeó. Pensó que había escuchado mal.

—¿Qué? qué dijiste?

—Eso. Quiero ver cómo se lo haces. Como me lo haces a mí. Quiero ver cómo te devora, cómo la usas. Quiero verla suplicar como yo.

La sorpresa se transformó en fuego. Jack entendió en ese momento que Vanessa ya no era la joven dulce que conoció. Ahora era otra cosa: una mujer perversa, dominante, excitada por el riesgo y el juego.

Jack aceptó.

La noche siguiente,

En la misma casa donde Valentina los había espiado en silencio desde la rendija de una puerta, se desató el infierno disfrazado de deseo.

El ambiente estaba cargado. La habitación olía a perfume, a vino, a piel caliente y a secretos sin nombre. Vanessa, vestida con una bata de seda abierta hasta el ombligo, se sentó en el sofá con las piernas cruzadas, sin ropa interior, con la mirada fija en Valentina. Jack ya estaba desnudo. Firme, dominante. Valentina, con ese rostro de ángel y cuerpo de tentación, caminó hacia él con los ojos bajos, como si aceptara el sacrificio con deseo contenido.

Vanessa se mordía el labio mientras se acariciaba entre las piernas.

—Quiero verla de rodillas… —susurró—. Haz que se lo gane.

Jack asintió, y con solo una orden seca, Valentina cayó frente a él. Lo recibió con la boca mientras Vanessa jadeaba al ritmo de los movimientos. Los guiaba con palabras suaves, perversas, casi hipnóticas:

—Más profundo… no la trates con dulzura… Ella lo desea todo, Jack.

La llevó al límite mientras Vanessa observaba con los ojos encendidos, dándose placer sin vergüenza, jugando con sus propios pezones, gimiendo cada vez que escuchaba un sonido húmedo o un gemido contenido. Cuando Jack levantó a Valentina, Vanessa se puso de pie y caminó hasta ellos como una diosa en celo.

—Ahora tómatela de espaldas… Quiero verla rogarte mientras la destruyes —ordenó, y Jack obedeció.

La tomó en el suelo, contra el sofá, con las manos en su cuello y los dientes en su espalda. Valentina lloraba de placer, sacudiéndose con cada embestida mientras Vanessa miraba fascinada, como una artista viendo cómo su obra cobraba vida.

—Te toca sentir lo que yo he sentido —le dijo con una sonrisa sádica.

La hicieron ponerse en cuatro sobre la cama. Jack entró por delante, tomándola con fuerza, mientras Vanessa se colocaba detrás. Valentina fue doblemente penetrada. Gritaba. Se le quebraba la voz entre gemidos agudos y súplicas.

—Más fuerte… no se detengan… así, así… no paren…

Los cuerpos se movían con violencia rítmica. Jack le apretaba los pechos con fuerza. Vanessa gemía mientras la embestía con el arnés, agarrándole las caderas, golpeando con el bajo vientre su culo enrojecido. La habitación era un concierto de jadeos, golpes de piel, gemidos desbocados.

Después de varios minutos, la giraron. La pusieron boca arriba, con las piernas abiertas. Vanessa se sentó sobre su cara mientras Jack la penetraba de nuevo. Valentina lamía el clítoris de su prima con furia, con hambre, como si necesitara ese sabor para respirar.

Vanessa se corrió gritando su nombre, temblando sobre su boca.

—¡Dios… sí! ¡Valentina! ¡Sigue… sigue! —gritaba mientras la sujetaba del cabello.

Jack estaba a punto. Salió de Valentina, y ambas se arrodillaron frente a él, con la boca abierta y la lengua afuera. Él se masturbó unos segundos y acabó sobre sus lenguas, con un gemido gutural. El semen se escurrió por sus labios, y ellas se lo compartieron con un beso lento, húmedo, lleno de deseo.

Después se besaron con fuerza. Y sin decir nada más, se abrazaron entre los tres en la cama, cubiertos de sudor, jadeos y una oscuridad que no era culpa, sino complicidad.

Durmieron juntos. Exhaustos. Plenos. En silencio.

Como si en esa noche todo hubiera sido perfecto…

Sin saber que el final ya se estaba escribiendo.

El Rocket Man

El teléfono sonó cuando el amanecer apenas coloreaba las ventanas.

Jack dormía entre los cuerpos tibios de Vanessa y Valentina, aún envuelto en el aroma del sexo y los suspiros de la madrugada. Respondió casi sin abrir los ojos. La voz al otro lado no necesitaba presentación.

—Ven a la oficina lo más pronto posible —ordenó su jefe, con tono seco y definitivo.

Se levantó con sigilo, tratando de no despertarlas. Pero Vanessa se removió apenas abrió la puerta.

—¿A dónde vas tan temprano?

Jack improvisó:

—Una cita con un cliente. Lo había olvidado.

Se inclinó, la besó lento, suave.

—Duerme un poco más. Nos vemos en la noche.

No hubo noche.

En la oficina lo esperaba su jefe con un sobre sellado. Su rostro estaba tenso, grave. No hubo lugar para explicaciones amables.

—Tienes dos horas para recoger tus cosas. De la oficina… y de tu casa. Por tu seguridad, te trasladaremos lejos de la ciudad. No abras el sobre hasta llegar al aeropuerto. No hables con nadie. No te detengas. Estos agentes te acompañarán.

Ryan no entendía, pero sabía que no debía hacer más preguntas.

—¿Por qué? —susurró, de todos modos.

—Ya tenemos todas las pruebas. Miguel y sus colaboradores serán arrestados hoy. Eres demasiado valioso para que te salpiquen. Necesitamos que desaparezcas por un tiempo. No te preocupes, su hija Vanessa y su sobrina Valentina no están involucradas. No tienen ningún delito. Inventaremos algo para que ellas crean que te fuiste por tu cuenta. Para que no te busquen.

Todo ocurrió en una secuencia brumosa. Empacó su escritorio. Subió al auto con los agentes. Y pidió pasar por su apartamento. Mientras ellos recogían las maletas, él se encerró en el baño.

Miró su teléfono. Pensó en Vanessa. Pensó en Valentina. Pensó en Ruth.

En advertirles. En decirles algo.

Pero no lo hizo.

Eligió el deber.

Solo marcó un número.

—Ruth, tengo que irme. No puedo decirte a dónde. No puedo llamarte. Pero volveré. Y cuando lo haga… te buscaré.

Ella guardó silencio.

Y colgó.

En el aeropuerto, al fin abrió el sobre.

Un pasaje de ida a una isla remota, invisible al mundo. Una carta de felicitaciones. Y un ascenso.

Mientras el avión despegaba, se apoyó contra la ventanilla. Todo lo vivido en los últimos cinco años pasó frente a sus ojos como una película prohibida:

Ruth, la mujer que le enseñó que el sexo también podía doler.

Isadora, la primera en mostrarle el poder de la seducción.

Vanessa y Valentina, dos criaturas disfrazadas de Ángeles y Demonios.

Ahora todo quedaba atrás.

Su reflejo en el vidrio lo miraba con la misma tristeza que lo consumía por dentro.

Sus pensamientos se perdían en el cielo, mientras Rocket Man de Elton John sonaba en su memoria como un eco lejano.

«Y creo que pasará mucho tiempo

hasta que el aterrizaje me traiga de vuelta…»

Ryan suspiró.

Nunca fue el hombre que pensaron.

Tampoco fue solo un amante.

Ni un mártir.

Ni un santo.

Ni un traidor.

Fue muchas cosas…

Y ahora, no era nada.

Un Rocket Man…

Quemándose por dentro.

«Hombre cohete… quemando su mecha aquí arriba, solo…»

Ese era él en ese momento. El Rocket Man.

El fin había llegado. Y como susurraba la voz de Morrison en su cabeza:

«Este es el fin…

Mi único amigo, el fin…»

Pero en la isla, entre el rumor del mar y la brisa desconocida, un nuevo comienzo lo esperaba.

Porque los verdaderos finales… nunca terminan. Solo mutan. Se transforman.

Y Ryan… estaba a punto de reinventarse.

Capítulo 3 – Parte 1

El último recuerdo del náufrago

Nunca pensé que terminaría en una isla del Caribe, donde el sol abrasa la piel y el tiempo parece flotar entre el sopor de la sal y el murmullo constante del mar. Y sin embargo, ahí estaba: refugiado o exiliado, no sabría decirlo con certeza. Habían pasado más de seis meses desde que dejé todo atrás, y aunque oficialmente fui trasladado para supervisar el nuevo comando policial como inspector, la verdad es que aquella isla se convirtió en mi celda voluntaria. Una prisión sin barrotes, pero con todos los recuerdos encadenados al alma.

Ya no usaba traje ni corbata. Solo camisas ligeras, pantalones de lino y sandalias gastadas. Había dejado de fumar, pero con ese calor, aprendí a disfrutar la cerveza bien fría al final del día, sentado sobre una piedra al borde del acantilado, con la caña de pescar apoyada entre las rodillas y los ojos perdidos en el horizonte. Corría cada mañana al amanecer, descalzo sobre la arena, con los audífonos puestos y el corazón latiendo fuerte, como si pudiera sudar los recuerdos, silenciar las voces del pasado que aún susurraban nombres, gemidos, mentiras.

El trabajo como inspector era tranquilo. No había delitos complejos, ni cuerpos desaparecidos, ni conspiraciones que resolver. Solo informes, revisiones, turnos que debía coordinar. La burocracia me dio una excusa para no involucrarme emocionalmente, ni con los casos, ni con nadie.

En la isla también aprendí a usar el sexo como escape. Me perdía en cuerpos ajenos como quien se lanza al mar sin saber nadar, solo para dejar de pensar. Mujeres que iban y venían como olas, sin apellidos, sin planes a futuro, sin culpas ni daños a terceros. Sexo desenfrenado, sin reglas, sin compromisos, sin otra intención que la de saciar un deseo urgente y seguir respirando un día más. Cuerpos sudorosos entre sábanas anónimas que me ayudaban a dormir sin soñar.

Pero los recuerdos son traicioneros. A veces me asaltaban en mitad del trote matutino o al ver el reflejo del sol sobre el agua. Me visitaban en forma de imágenes borrosas, de labios que susurraban mi nombre, de olores que aún vivían en mi piel.

Vanessa era un ángel y un demonio al mismo tiempo. Tenía la dulzura de una caricia y la furia de una tormenta. Me amó y me destrozó con la misma pasión con la que me devoraba en la cama. Isadora, en cambio, era una mujer empoderada, brillante… pero manipuladora hasta el alma. Nunca supe si alguna vez me quiso de verdad o solo me usó como un peón más en su juego.

Ruth, con sus subidas y bajadas, su rudeza en la cama y sus tatuajes, me marcó más que los arañazos que me dejaba en sus arranques de lujuria y locura. Siempre tendrá un lugar especial en mis pensamientos.

Y luego estaba Rouse. Su nombre ya no dolía, pero aún pesaba. Su recuerdo era más melancólico, lejano, como una canción triste que uno deja sonar cuando el corazón está cansado. Con ella aprendí lo que era el amor… y lo que era perderlo.

Cada noche, cuando el silencio se hacía más espeso, sentía que la locura me rondaba. Como si mi mente repitiera los mismos bucles, buscando una salida que no existía. En esos momentos, la voz de Paranoid sonaba en mi cabeza como un mantra oscuro:

“Te digo que disfrutes la vida,

pero debo estar ciego…”

Y así, entre rutinas que simulaban estabilidad y fantasmas que no dejaban de rondar, comencé a escribir mentalmente mi diario de náufrago. Porque aunque caminara entre la gente, aunque trabajara, bebiera o follara… seguía varado en mi propia isla. Y aún no sabía si quería ser rescatado.

Capítulo 3 – Parte 2

La rutina sexual

Dia 1 Visitante nocturna

La brisa marina entraba fresca por la ventana abierta del pequeño apartamento frente al mar. El murmullo de las olas parecía un latido acompañado que marcaba el ritmo de la noche. La penumbra dejaba entrever las siluetas de dos cuerpos entrelazados, perdiéndose y encontrándose en la urgencia del deseo.

Ella llegó sin avisar, con la ropa ligera y un aroma a sal y piel caliente que desarmó a Ryan en segundos. No había palabras, ni promesas, ni nombres. Solo el roce de sus dedos explorando, la lengua que pedía permiso en cada curva, el sudor que brillaba bajo la luz mortecina.

Ryan no pensó en mañana, ni en consecuencias. La tomó sin pausa, sin miedo. La besó con hambre, mordió su cuello, deslizó las manos por la espalda, guiando sus gemidos, su respiración acelerada, el temblor de sus piernas. El placer era inmediato, crudo y desbordado.

Ella se entregó sin pudor, sin miedo a ser vista o recordada. Con cada embestida, con cada susurro en la piel, la urgencia crecía, más fuerte que el océano afuera. Lo que comenzó como un encuentro pasajero se convirtió en una tormenta que los arrastró sin piedad ni control.

Cuando el clímax los alcanzó, se encontraron jadeando, cuerpos pegados, sudor mezclado, sabor a sal y deseo. Ryan se apartó apenas, buscando el cigarrillo que ya no fumaba, y en su lugar abrió una cerveza. Levantó la botella por ella, brindando en silencio por aquella noche que nunca sería nada más que eso: un instante robado al tiempo, sin recuerdos, sin cadenas.

Pero en el fondo, Ryan sabía que ninguna mujer llegaba sin dejar una marca. Que cada cuerpo sudoroso era un tatuaje invisible que lo perseguiría mucho después de que las sábanas se enfriaran.

Dia 2 Fetiche y sumisión ligera

Ella llegó con la mirada baja, pero la piel vibraba con anticipación. El vestido de encaje negro era un segundo cuerpo, tan delicado como firme, revelando más de lo que ocultaba. Ryan la esperaba, la correa de cuero enrollada en la mano, símbolo tácito del control que pronto ejercería.

—Arrodíllate —ordenó con voz baja, autoritaria.

Ella obedeció al instante, sintiendo cómo el frío de la correa rozaba su cuello, una mezcla embriagadora de temor y deseo. La respiración se volvió corta, los sentidos se agudizaron. Sus manos firmes se posaron en su cintura, apretándose justo para recordarle quién dominaba.

Las caricias se hicieron más intensas, los besos mordaces y posesivos. Sus uñas dibujaban círculos en la piel, dejando marcas efímeras de posesión. La mezcla entre el dolor leve y el placer intenso la hizo vibrar, perdiéndose en ese torbellino de sensaciones.

Cuando Ryan la penetró, cada embestida era una batalla entre sumisión y poder. Ella gimió, entregada, su cuerpo temblando mientras él la llenaba con esa fuerza que solo el deseo puede dar. La conexión era un silencio elocuente, una coreografía íntima entre amo y entregada.

Al terminar, sus cuerpos se fundieron en un abrazo húmedo y caliente, una tregua silenciosa en medio del fuego.

Dia 3 Fantasías voyeuristas y juego con ropa

Ella apareció con tacones imposibles, cada paso era un eco de promesas prohibidas. El vestido rojo de encaje se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, insinuando curvas y dejando al descubierto la piel como un lienzo para sus deseos.

Ryan la miraba sin disimulo, dejando que cada movimiento suyo fuera un espectáculo para sus ojos hambrientos. Ella jugaba con esa mirada, con esa necesidad que brotaba de él, y lo disfrutaba con la maestría de quien sabe que es objeto de deseo.

La habitación se volvió un escenario privado. Ella se desnudaba lenta, cada prenda que caía al suelo era un suspiro en el aire cargado de tensión. El aroma a su perfume mezclado con el sudor cálido era embriagador, intoxicante.

Se acercó y rozó sus labios con los dedos, mordió suavemente, despertando una respuesta inmediata. Lo tomó contra la pared, con los tacones arañando la madera, mientras la pasión se desataba con un ritmo frenético y casi musical.

Los gemidos entrelazados y el roce de la piel se volvieron un canto erótico al que sólo ellos tenían acceso, un baile donde se perdían y se encontraban en cada movimiento.

Dia 4 Hardcore y fetichista extremo

Ella irrumpió con botas de charol que relucían como una armadura, un corset que modelaba su figura hasta hacerla casi irreal, y una mirada que prometía tormenta y placer a partes iguales.

Ryan desplegó su arsenal: juguetes, esposas, látigos, mordazas. La habitación se transformó en un templo de lujuria y poder. La mordaza la silenció, sus gemidos atrapados en sus labios mientras las esposas aseguraban sus muñecas con una mezcla de firmeza y cariño.

La penetración fue un ritmo salvaje, una mezcla de fuerza controlada y pasión desbordada. Cada golpe, cada caricia, la llevaba al borde del abismo, donde el dolor y el placer se confunden en una sola explosión.

Los juguetes entraron en juego, mezclando frío y calor, presión y liberación. Ella se rindió, temblando y gritando, entregada a la tormenta de sensaciones. Cuando al fin se derrumbaron juntos, exhaustos, supieron que habían cruzado una frontera invisible que los unía para siempre.

Dia 5 Trío: La fusión de deseos

La noche estaba cargada de promesas cuando ella y otra mujer, desconocida pero con una mirada llena de fuego, llegaron a la habitación. Ryan sintió la electricidad en el aire, el murmullo de sus cuerpos hablando en un idioma antiguo y prohibido.

Las dos mujeres se miraron con complicidad, un pacto silencioso que incluía a Ryan en su juego. Comenzaron despacio, explorando cuerpos, descubriendo límites, jugando con caricias y susurros. La combinación de tacto suave y mordidas controladas hizo que el deseo subiera como un torrente.

Ryan se vio atrapado entre ambas, cada una reclamando una parte de su cuerpo y su atención. Besos que se mezclaban, manos que recorrían pieles diferentes, gemidos que se entrelazan en una melodía única. El sudor, el calor, la humedad, todo formaba una sinfonía caótica y perfecta.

Juguetes fueron introducidos, posiciones cambiantes y excitación creciente. Una de ellas le susurró al oído órdenes mientras la otra jugaba con sus sentidos, y Ryan se entregó a la vorágine de sensaciones. El sexo duro, dulce, sucio, tierno, todo al mismo tiempo.

La noche terminó con los tres agotados, abrazados enredados, cuerpos marcados por el placer y la lujuria, una experiencia que sería recordada como el clímax de un viaje sin retorno.

Dia 6: El susurro en la lluvia

Aquella noche la lluvia llegó sin aviso, cayendo sobre la isla con una furia cálida que transformaba todo en vapor y deseo. Ryan volvía de una patrulla al sur cuando la vio: una mujer bajo el alero de un quiosco de playa, empapada, con un vestido corto color vino que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. No dijo su nombre. Solo pidió un aventón.

—Puedo calentarte —dijo ella, mientras se quitaba el vestido empapado sin esperar respuesta.

Tenía el cabello rizado, piel morena y una mirada desafiante. Subió las piernas sobre el tablero del viejo jeep policial y se sentó sobre él con descaro, dejando que Ryan la viera por completo: estaba completamente depilada, con una argolla pequeña en el clítoris. La tormenta retumbaba a su alrededor mientras ella deslizaba su lengua por los dedos de Ryan, uno por uno, antes de llevarlos a la entrepierna y presionarlos allí con un suspiro ronco.

Ryan la penetró de espaldas, con el cuerpo húmedo de ambos resbalando entre gemidos, mientras la lluvia tamborileaba sobre el techo del vehículo. Ella le pidió que no parara, que la usara como si fuera invisible, solo carne, deseo, fuego de una noche. Él acabó en su espalda, jadeando, mientras ella se giraba para besarlo con intensidad.

—No te voy a llamar —susurró ella, mientras recogía su vestido mojado y desaparecía entre los truenos.

Ryan no supo nunca su nombre. Pero la recordó durante semanas.

Dia 7: El trío del faro

El faro de la costa sur era un sitio apartado, casi olvidado, pero los locales decían que tenía una vista mágica del atardecer. Ryan fue invitado una tarde por una pareja joven que había conocido en un bar. Eran turistas. Él, brasileño, extrovertido y curioso. Ella, francesa, elegante, con acento meloso y un vestido blanco sin sujetador.

Cuando el sol comenzó a caer, ella se acercó a Ryan y le besó los labios sin pedir permiso. Su novio los observaba con una sonrisa. Luego se unió. En minutos estaban los tres desnudos sobre una vieja manta, con la brisa marina acariciando sus cuerpos.

Ryan se dejó chupar por ambos. Ella le acariciaba los testículos mientras su pareja le lamía el cuello. Luego se turnaron: ella se sentó sobre el rostro de Ryan mientras su novio la penetraba desde atrás. Los gemidos se perdían entre las olas. Después, ella se puso de rodillas y ambos hombres la penetraron a la vez, uno por el ano y otro por la vagina, sincronizados, jadeantes, húmedos.

El clímax fue brutal. Ella se corrió primero, temblando. Luego Ryan, en la boca del brasileño, que lo besó de inmediato, compartiendo el sabor con su novia. Al final, los tres se abrazaron mirando el mar.

No hubo más palabras. Solo risas, silencio y cuerpos agotados.

La isla me dejaba marcas con cada encuentro.

No solo por el sudor compartido ni por el vaivén del deseo en cuerpos sin nombre, sino por lo que descubrí de mí mismo en el reflejo salado de cada encuentro.

En esos días, gocé como nunca…

Y sin embargo, cada orgasmo me dejaba más vacío.

Más lejos de Rouse.

Más cerca de un abismo que ya no me daba miedo mirar.

Las pieles distintas, los olores, las lenguas que pronunciaban mi nombre sin saber quién era realmente… Todo eso me sostenía.

Pero no me salvaba.

En las madrugadas, con la brisa en el pecho y el sabor del último pecado aún en la boca, pensaba en lo mismo.

En el amor.

En lo perdido.

En lo que aún, estúpidamente, esperaba encontrar.

Y como un eco lejano, me venía siempre la misma frase…

Una línea que me tatuaba el alma cada vez que se repetía en mi cabeza:

«Aquí voy de nuevo, caminando solo…

Nadie me guía, y nadie me abraza.

Porque sé lo que significa

caminar este camino…

en soledad.»

Y entonces entendí…

que el sexo puede anestesiar, puede calmar el temblor.

Pero no cura la herida.

Esa solo sangra cuando uno ama.

Y yo… aún la sentía abierta.

Capitulo 3 – Parte 3

Los cuerpos que esconden sombras

El bar se llamaba «El Náufrago». Irónico, considerando que, durante los últimos dos años, Ryan había vivido como uno: varado en una isla que parecía un limbo entre su pasado y un futuro que aún no llegaba. Pero ese día decidió cambiar su rutina. No por una gran razón, sino por puro capricho… o tal vez intuición.

El sol comenzaba a esconderse sobre el mar, tiñendo de rojo y oro las aguas tranquilas. La brisa traía el olor a sal y ron barato. Ryan entró al bar con su típica camisa arrugada, la placa de policía guardada en algún cajón, y el alma cada vez más cómoda en ese limbo tropical donde nadie hacía demasiadas preguntas.

Pidió una cerveza, se sentó en la barra y miró alrededor. El sitio no estaba lleno, pero tenía vida. Música de fondo, un par de turistas borrachos jugando billar, risas dispersas, y una mujer sentada sola en una mesa de madera junto a la ventana abierta.

La notó de inmediato. Era imposible no hacerlo.

Piel dorada por el sol, un escote profundo que mostraba sin vergüenza unos pechos generosos, firmes y desafiantes. Vestía un vestido blanco de lino que se aferraba a sus curvas como si fueran secretos que no cualquiera merecía descubrir. Tacones dorados, de tiras finas. Uñas de los pies rojas. Piernas cruzadas con una calma que solo dan los años y el poder.

Tenía algo que las chicas más jóvenes no tenían: peligro.

Y eso lo excitaba más que cualquier escote o lencería.

—¿La estás desnudando con la mirada o me parece a mí? —preguntó el barman mientras le servía la segunda cerveza.

—Solo la estoy mirando… como quien mira un buen atardecer —respondió Ryan, con una sonrisa torcida—.

El barman soltó una risa seca y ladeó la cabeza.

—Ten cuidado, inspector… esa mujer es la dueña del bar.

Ryan giró la cabeza lentamente, volviendo su mirada al rostro del hombre. Sus labios esbozaron una sonrisa torcida.

—¿Y eso es una advertencia o una invitación?

—Depende —dijo el barman—. Con Esperanza nunca se sabe.

Ese nombre le quedó resonando en la cabeza como un eco suave. Esperanza. Irónico. Porque lo último que él esperaba encontrar en una isla perdida era justamente eso: esperanza.

Ella lo miró en ese instante, como si le hubiese sentido nombrarla. Lo miró con una sonrisa apenas insinuada, como una gata que ya ha cazado antes de moverse. Ryan alzó su botella en un gesto mínimo, casi burlón, y ella, sin dejar de mirarlo, se humedece los labios y cruzó las piernas lentamente.

La cacería había comenzado.

Pero esta vez, Ryan no era la presa.

O eso pensaba él…

Ryan se levantó con la cerveza en la mano y se acercó. No pidió permiso. Solo se sentó frente a ella.

—Espero que no estés esperando a nadie —dijo, acomodándose en la silla—. Aunque si es un asesino serial, puedo hacerme pasar por carnada.

—Depende… ¿Eres más tipo víctima o más tipo villano? —respondió ella, con voz ronca y suave a la vez.

—Digamos que soy un villano con trauma de héroe —contestó, bebiendo—. ¿Y tú? ¿Dama en apuros o mujer fatal?

Ella sonrió. Tomó un sorbo lento de su cóctel, dejando que la lengua rozara el borde del vaso antes de hablar.

—Digamos que me gusta jugar a ser ambas cosas, según quién me mire.

Silencio. Miradas largas. Carga eléctrica.

—¿Tienes nombre o solo quieres que te llame “tentación de lunes por la tarde”? —bromeó Ryan.

—Esperanza —respondió, sin dejar de mirarlo—. Aunque tengo muchas formas de darla… y de quitarla.

Ryan sonrió. Cínico. Entendía el juego. Lo había jugado antes, pero esta vez era distinto. No había inocencia ni dudas. Solo dos adultos con hambre y demasiadas cicatrices para fingir romanticismo.

—¿Y tú? —preguntó ella, apoyando el codo en la mesa—. ¿Cómo te llamas?

—Ryan. Pero esta semana prefiero que me llamen “náufrago emocional funcional”.

Ella soltó una carcajada sincera, dejando ver una dentadura perfecta y una lengua húmeda que se asomó apenas un segundo. Fue suficiente para que el pantalón de Ryan comienza a tensarse.

—Me caes bien, Ryan —dijo ella—. Se nota que no esperas nada… y eso es más atractivo que todas esas jovenes que creen que una mamada te convierte en su novio.

—Y yo ya no me enamoro de un buen polvo. Solo tomo nota mental… por si se repite.

Hubo un segundo de silencio. Luego, Esperanza se levantó.

—Vamos a mi casa —dijo con calma—. Quiero que me enseñes qué más sabes hacer con esa lengua sucia.

Ryan se quedó un momento quieto, disfrutando de esa sensación rara que le recorría el cuerpo: no era sorpresa. Era deseo puro.

Pagó las cervezas, la siguió. Y esa noche, el

Entonces sacó de un pequeño bolso un par de juguetes: un plug anal negro y un arnés con consolador.

—Ya sé que tienes tus fantasías —dijo con picardía—. Vamos a jugar.

Ryan tragó saliva. No era el momento de resistirse. No con ella.

Esperanza fue lenta y experta, usando el plug para explorar, mientras lo miraba con intensidad, asegurándose de que disfrutara cada sensación. Luego le pidió que se pusiera el arnés.

—Ahora eres mío para hacer lo que quiera —murmuró, mientras se acercaba a él.

Comenzó a penetrarlo con el consolador, mientras con sus manos y labios exploraba cada parte de su cuerpo. Ryan sentía cómo el placer se mezclaba con una adrenalina distinta, una sensación de entrega total.

Entre gemidos y susurros, ella le ordenaba, lo desafiaba, lo provocaba.

—Más fuerte. No te detengas. Demuéstrame quién manda.

Cuando ella le pidió que la besara mientras lo penetraba, Ryan no dudó. La pasión entre ellos crecía, sin límites ni tabúes.

Después de un tiempo que pareció una eternidad de placer intenso y juego perfecto, Ryan sintió cómo se desbordaba.

Ella le sonrió, satisfecha, y lo ayudó a recostarse en el sofá.

—Esto es solo el principio, Ryan —susurró contra su oído—. Conmigo no hay reglas. Solo placer.

Y así, entre risas, jadeos y promesas silenciosas, comenzó una noche donde los cuerpos hablaron el idioma que Ryan había dejado olvidado hace tiempo: el deseo sin cadenas.

La primera luz del día se colaba entre las cortinas mientras Ryan se vestía con calma, sin prisa, pero con la piel aún vibrando por el recuerdo de cada roce, cada suspiro que había compartido con Esperanza. Su mirada, un poco más brillante, revelaba que algo dentro de él se había sacudido, algo que llevaba mucho tiempo dormido.

Antes de salir, lanzó una última mirada a la habitación desordenada, a las sombras que quedaban tatuadas en las paredes y en su mente. Afuera, el sol despertaba el mundo, pero él sabía que en su interior algo había cambiado para siempre.

Mientras caminaba hacia la puerta, sus pensamientos flotaron entre el placer y la lucidez, y en su mente resonaron esas líneas que parecían haber sido escritas para esa noche:

«Voy caminando solo, entre luces y sombras,

buscando en el fuego lo que el alma añora.

Y aunque el mundo me olvide, yo seguiré aquí,

porque en la piel guardo el eco de tu frenesí.»

Con esa melodía interior, Ryan salió al mundo, sabiendo que con Esperanza había reabierto un capítulo peligroso pero irresistible.

Capítulo 3 – Parte 4

El juego de las máscaras

La noche caía rápido en la isla y Ryan ya no buscaba sorpresas, pero siempre encontraba una manera de sorprenderse a sí mismo. Esa vez la conoció en una fiesta privada, un pequeño grupo de residentes locales y turistas selectos que compartían gustos menos convencionales. Ella se llamaba Lucía, piel canela, ojos oscuros que parecían devorar con una mezcla de misterio y descaro.

Ryan, con su sonrisa torcida y el humor negro de quien ha visto demasiado, se acercó con su clásico comentario mordaz:

—¿Jugamos a las máscaras o prefieres que te vea tal cual, sin maquillaje ni falsos títulos?

Lucía le devolvió la mirada sin inmutarse y respondió con una voz ronca:

—Aquí nadie lleva máscara, solo disfrutan ponerlas y quitarlas.

Y así comenzó “el juego”.

Primero, los fetiches. Ryan observaba con atención cómo Lucía dominaba la escena. Tenía una cadena de cuero negro que parecía más una extensión de su cuerpo que un accesorio. Lo tomó del cuello con delicadeza pero con autoridad, y susurró:

—¿Sabes que tengo debilidad por el juego del poder? No solo en la vida, también en la cama.

Ryan se dejó guiar con una mezcla de ironía y deseo, aceptando la sumisión controlada, el juego entre dominar y ceder que le hacía recordar sus noches con Ruth, pero con un toque más ácido y oscuro.

La cadena cedía y apretaba, la lengua se volvía lúdica y cruel. Lucía conocía sus fetiches mejor que él mismo: la fijación por la delicadeza de las uñas pintadas en las manos que sujetaban firmemente, el contraste de la piel suave con el cuero áspero, los gemidos contenidos y el juego de luces y sombras sobre sus cuerpos sudorosos.

En un instante, le ordenó que se arrodillara y le susurró al oído:

—Quiero que me hagas sentir que soy la jefa y tú solo un juguete para romper y desechar.

Ryan, divertido y desafiante, respondió con una sonrisa cínica:

—¿Romper? Tranquila, a mí me rompen el corazón, no los huesos.

Pero esa noche, el dolor y el placer se mezclaron en una coreografía perfecta.

Jugaron con esposas, plumas, vendas y lubricantes que pintaban promesas en sus cuerpos. Se descubrieron pieles y secretos. Lucía le reveló una colección de juguetes que sacó de una caja con etiquetas en varios idiomas. Ryan se maravilló de su precisión y ganas de experimentar sin prejuicios.

El sexo fue un desfile de fetiches: masajes con aceite caliente, estímulos en puntos nerviosos, dominación sutil y besos con sabor a desafío. Y entre jadeos y risas mordaces, se coló el humor negro de Ryan, que con cada palabra desarmaba el ambiente para volverlo a construir en una intensidad más salvaje.

En uno de los momentos más intensos, Lucía tomó la palabra y le dijo:

—¿Sabes qué me excita más? Que seas cínico, que rías en la oscuridad y que no esperes que te salve nadie. Eso te hace peligroso y, a la vez, irresistible.

Ryan se rindió a ese peligro y la noche terminó con un juego de roles invertidos, donde cada uno fue cazador y presa.

Lucía le susurró al oído antes de irse:

—Nos volveremos a ver, Ryan. Y la próxima vez, no tendrás tantas máscaras.

Y Ryan, con una sonrisa torcida, solo pudo pensar:

—Ojalá tengas razón, porque este juego apenas comienza.

Unos días después, Ryan y Lucía se encontraron en el mismo apartamento donde la noche anterior había terminado la cacería. Pero esta vez, el ambiente estaba teñido de una tensión diferente: no solo era el juego de poder habitual, sino una invitación a explorar un fetiche que Ryan nunca había probado en serio, pero que siempre había sentido intrigante —el juego del control sensorial.

Lucía le explicó con una sonrisa traviesa:

—Hoy vamos a jugar con tus sentidos… o mejor dicho, con un naufrago que encontró un nuevo naufragio.

La casa de Esperanza olía a mar y a madera vieja. La luz tenue de unas velas creaba sombras juguetonas en las paredes. Ryan no sabía si estaba entrando a un refugio o a una trampa. Lo que sí tenía claro era que ahí no existirían reglas.

Esperanza cerró la puerta tras ellos con una sonrisa que podía ser tanto una promesa como una amenaza. Su mirada intensa recorrió a Ryan de arriba abajo, conociéndolo sin pedir permiso. Se acercó lentamente, sus tacones resonando como un eco seductor en el silencio.

—Ya sé qué te gusta, Ryan —dijo sin aliento, sus labios apenas rozando los de él—. Los pies, las manos cuidadas, el tacto suave pero decidido. No finjas, no sirve.

Ryan sintió cómo el cuerpo se le erizaba, cómo la tensión que llevaba contenida durante meses comenzaba a romperse.

Ella tomó sus manos y las llevó hacia sus pies descalzos, acariciándolos con la delicadeza de quien sabe exactamente el poder que tiene.

—Empieza aquí —ordenó con voz firme—. Y si no te gusta, me dices. Pero dudo quejarte.

Él obedeció, bajando la mirada para deleitarse con la perfección de sus pies, los dedos pintados de rojo intenso, el arco delicado. Ella sonrió al ver cómo él se rendía a ese primer juego de poder y placer.

—Eres un hombre de gustos claros —susurró Esperanza, separándose para sentarse en el borde del sofá—. Pero aquí mando yo. Aquí tú aprendes lo que significa perder el control.

Antes de que Ryan pudiera responder, ella ya lo había empujado hacia el sofá, despojándose de su camisa con rapidez y deseo.

El contacto de su piel contra la de ella era fuego concentrado. Esperanza comenzó a recorrerlo con sus manos, explorando, despertando cada rincón dormido. La mezcla de dureza y suavidad en sus caricias lo desarmaba.

Ella se inclinó para besar su cuello, mordiendo con suavidad, justo donde sabía que más lo excitaba. Su respiración se volvió más profunda, su cuerpo más alerta.

—Quiero verte perder el control, Ryan —dijo mientras bajaba sus manos hacia su entrepierna, acariciando sin prisa—. Quiero que grites sin miedo, que te rindas al placer sin reservas.tu falta de ellos. Quiero que experimentes lo que es entregarte sin ver, sin escuchar, sin tocar.

Ryan arqueó una ceja, cínico pero curioso.

—¿Me vas a dejar ciego, sordo y mudo? ¿O planeas dejarme solo con tu voz y un látigo?

Ella rió, un sonido profundo que le recorrió la piel como un escalofrío cálido.

—No solo la voz, también mi tacto, mi aliento… y ese pequeño detalle que te haré desear y temer a la vez.

Lo guió a la habitación, donde una venda negra esperaba, junto a tapones para los oídos y una mordaza de cuero suave. Cada uno de esos objetos eran piezas del rompecabezas del placer y la incertidumbre.

—¿Listo para perderte en la oscuridad? —susurró ella, atándole la venda y los tapones con una precisión que hacía temblar a Ryan.

Sus manos se volvieron ángeles y demonios al mismo tiempo: suaves caricias que pronto se tornaron en presiones firmes, rozaduras de plumas que despertaban zonas dormidas y luego la mordaza, que contenía y al mismo tiempo desataba la locura.

Lucía combinaba el placer con el castigo sutil, controlando el ritmo con un látigo de pequeñas tiras de cuero, que apenas rozaban pero dejaban un rastro eléctrico en la piel.

—¿Sientes que ya no controlas nada? —le preguntó con voz grave, mientras besaba su cuello.

Ryan, con la voz ahogada por la mordaza, solo pudo asentir.

En ese juego de control sensorial, cada caricia, cada golpe leve, cada suspiro retenido se convertía en una sinfonía que lo hacía perder la noción del tiempo y del espacio.

El fetiche tomó otro giro cuando Lucía sacó un vibrador que sincronizó con la música ambiental, pulsando contra la piel de Ryan, intensificando sensaciones y mezclando la dominación con un placer casi doloroso.

En ese espacio entre la entrega y la resistencia, Ryan descubrió una nueva dimensión del sexo: la rendición absoluta sin perder el deseo.

Al final, cuando Lucía retiró las vendas y le devolvió la vista, Ryan la miró con esa mezcla de respeto, fascinación y un toque de su humor negro habitual.

—No puedo decir que esto no fue divertido —dijo con voz ronca—. Aunque preferiría que la próxima vez me hagas sentir más peligroso y menos indefenso.

Ella le respondió con una sonrisa de complicidad.

—Eso será para la próxima partida, naufrago. Pero recuerda: perder el control es el primer paso para ganarlo.

Capitulo 3 – Parte 5:

Layla, tienes cara conocida….

La mañana después de la segunda noche con Esperanza, Ryan despertó solo. En lugar de molestarse, encendió un cigarro y contempló el techo con una sonrisa torcida. “Definitivamente me estoy volviendo adicto a las MILFs… aunque esta en especial sabe a algo más peligroso. Como tequila con dinamita”, pensó.

Esa semana no volvió al bar. No por falta de ganas, sino por estrategia. Sabía que si esperaba, ella vendría a él o, al menos, el misterio se cargaría de electricidad para su próximo encuentro.

Y llegó.

El viernes, mientras bebía su tercer trago en la barra, una voz lo saludó por detrás con un perfume tan familiar como sus caderas.

—Creí que no te gustaban los bares con dueño… —bromeó Esperanza, apoyando su cuerpo junto al suyo.

—Depende. Si la dueña me deja entrar por la puerta de atrás, puedo considerar hacerme cliente frecuente.

Ella sonrió, sabiendo que con Ryan las palabras eran siempre un juego doble. Esta vez no lo invitó al cuarto privado del bar. Lo llevó a su casa.

Una casa enorme, moderna, con detalles de una mujer poderosa. Allí cambió el ritmo del juego. Esta vez no hubo dominación directa. Fue más perverso. Lo ató con una corbata suya, le puso un dildo en la boca y le pidió que simplemente la mirara mientras se masturbaba frente a él, de pie, con sus tacones puestos y las piernas bien abiertas.

Luego lo liberó y lo obligó a usar la lengua en cada rincón de su cuerpo. Esta vez el control era compartido, pero con una tensión más íntima. Como si fueran dos cazadores que aceptaban turnarse el rol de presa, solo para aumentar el sabor del siguiente asalto.

Cuando terminaron, desnudos en el sofá de cuero, ella recibió una llamada.

—¿Lucía?… ven, sí, estoy en casa… ¿quieres pasar un rato?

Ryan levantó una ceja, curioso. No comentó nada. Se sirvió otro trago.

Veinte minutos después, la puerta se abrió y Lucía entró, fresca como siempre, con un vestido ajustado y botas de tacón de aguja. Se quedó helada al ver a Ryan.

—¿Tú? —dijo con los ojos abiertos.

Esperanza los miró a ambos, notando la tensión.

—¿Se conocen?

Lucía se quedó en silencio unos segundos y luego soltó una carcajada nerviosa.

—Digamos que nos hemos visto en situaciones comprometidas.

Ryan se recostó en el sofá, sin cubrirse.

—¿Algo que quieras contarme, Esperanza? —dijo con una media sonrisa.

—Lucía es mi sobrina —dijo ella, con una mezcla de sorpresa e interés. Luego se volvió hacia Lucía—. ¿Tú también?

Lucía, con una picardía peligrosa en la mirada, asintió.

—Tía… tú siempre has tenido buen gusto. Lo heredé de ti.

Lo que vino después no fue planeado. Fue instintivo. Como si ambos lados del espejo decidieron cruzarse de una vez.

Lucía se quitó el vestido sin pudor y se sentó sobre Ryan con una confianza renovada. Esperanza se arrodilló detrás, dejando caer su bata y dejando a la vista su cuerpo maduro y perfecto. Las manos de ambas exploraban su torso, su pecho, su sexo.

Ryan las miraba a ambas con una mezcla de ironía y excitación brutal.

—Esto va a complicar las cenas familiares.

Lucía rió con la boca llena, succionando su miembro mientras su tía le acariciaba el cuello.

—No, si lo mantenemos como un secreto entre los tres… ¿no crees, tía?

—No es la primera vez que compartimos, querida. Pero sí el primero que nos deja tan húmedas a ambas con solo mirarnos.

Esa noche hubo de todo: Lucía montando a Ryan mientras Esperanza lamía sus pies, luego cambiando de lugar, con Lucía agachada lamiendo el sexo de su tía mientras él la penetraba por detrás. Juguetes. Aceites. Gemidos sincronizados. Tres cuerpos bailando con la lujuria como coreógrafa.

Y al final, los tres acostados en la cama, respirando agitados.

Ryan encendió otro cigarro y dijo en voz baja, con una sonrisa torcida:

—Layla… you got me on my knees.

Esperanza se giró para mirarlo.

—¿Dices eso por mí o por mi sobrina?

—Por las dos —respondió él—. Pero no se preocupen… solo estoy rezando para que mañana no despierten con remordimientos.

Lucía, aún jadeando, murmuró:

—Esto… Esto no debió pasar.

Ryan se encogió de hombros y dijo con una risa cínica:

—Tarde, muñeca. Ya pasamos el punto sin retorno. Ahora solo queda tocar otra vez el riff de esta canción.

Y así, con el amanecer colándose por la ventana, con olor a sudor, deseo y secretos, Ryan comprendió que lo suyo nunca serían los amores sanos. Que su destino estaba tatuado entre piernas de mujeres con historia… y labios que mentían con poesía.

El amanecer los envolvió con una pereza cálida y silenciosa. El cuerpo de Esperanza descansaba rendido sobre el pecho sudado de Ryan, mientras Lucia, aún jadeante, jugueteaba con uno de los dedos de él entre sus labios, traviesa y satisfecha. Los tres estaban tendidos sobre la cama enorme, con las sábanas arrugadas por una noche que desafió tabúes, roles y expectativas.

La confesión sobre el vínculo familiar entre ellas no había cortado la tensión; la había elevado. Ryan, lejos de escandalizarse, había soltado una carcajada seca, de esas que brotan de un cinismo tan refinado que duele.

—¿Sabes lo peor? —les dijo mientras tomaba un trago— Que esto… Esto no es lo más jodido que he hecho en la vida. Pero sí es lo más jodidamente perfecto.

Ambas se rieron, desnudas, brillando de sudor, de deseo aún no saciado. Lucia, recostada sobre su brazo, lo miraba como una niña que acaba de jugar a ser mujer. Esperanza, en cambio, se levantó y caminó desnuda hasta la cocina, con sus caderas anchas y su caminar pausado, sabiendo que cada movimiento suyo era una obra de arte erótica. Le ofreció un vaso de agua con una sonrisa de mujer que ha vivido y ha decidido no pedirle permiso a nadie para seguir viviendo como le da la gana.

Ryan pensó en lo improbable de todo. La sobrina y la tía. En él, atrapado entre dos generaciones de deseos salvajes. Como si el destino tuviera un humor negro aún más retorcido que el suyo.

Pero justo cuando pensó que ya no quedaba más por exprimir esa noche, la mañana lo sorprendió con una nueva ironía.

Intentó irse, con sigilo, como un ladrón que se roba recuerdos húmedos y promesas incumplidas. Pero Lucia, casi dormida, lo atrapó por la muñeca con la fuerza de quien no ha terminado de jugar.

—¿A dónde crees que vas? —susurró con voz ronca, los ojos aún hinchados de sueño, pero la mirada encendida.

Ryan, sin oponer mucha resistencia, se dejó llevar nuevamente a la cama, donde Lucia se montó sobre él sin siquiera esperar que su cuerpo terminara de reaccionar. Él aún tenía el sabor de la noche en la lengua y el aroma de la perversión en la piel.

Y fue justo en medio de esa nueva danza, cuando la puerta se abrió silenciosamente… y Esperanza apareció.

No dijo nada. Solo los miró con esos ojos que ya lo habían visto todo, y luego, sin vergüenza, se despojó de su bata de seda como quien se quita un recuerdo viejo. Se unió a ellos, tomando el control por momentos, dejándolo respirar por otros, besando a Lucia con la ternura sucia de una tía que no tenía miedo a amar a través de su cuerpo.

El sol ya entraba por las rendijas, dorando sus pieles mezcladas, empapadas otra vez en sudor, saliva y fluidos. No había juicio. No había normas. Solo un instante tan perfecto que dolía.

Y se rió para sí mismo, jadeando, con Esperanza montada sobre él mientras Lucia le mordía el cuello desde un costado.

Pensó que eso no era rendición. Era un triunfo.

Un crimen perfecto. Otra vez.

Y mientras las respiraciones se entrelazan en un último suspiro compartido, Ryan, con la voz ronca y el alma agotada, cerró los ojos y susurró con ironía:

—Y pensar que yo solo venía por una cerveza.

El sol entraba como un ladrón por las rendijas de la persiana, mientras el cuerpo de Lucía seguía cabalgando con desesperación sobre el mío, sin dejarme escapar, como si aún no hubiésemos terminado de rompernos. El crujir de la cama era un estribillo sin censura, y mis manos ya no sabían a cuál piel aferrarse, porque de pronto, como un déjà vu pervertido, Esperanza reapareció sobre mi con la misma calma con la que una canción se mete en la cabeza y no se va jamás. Volvió a cabalgarme, sin prisa, dejando que su sobrina mantuviera mi boca ocupada con su entrepierna dentro de mi boca Esperanza me susurraba: “Nunca prometimos amor eterno, pero anoche… hicimos historia.”

Y ahí estábamos otra vez, los tres, cruzando cuerpos y miradas como versos desordenados de una canción olvidada por los Beatles. Yo debajo de ambas, empapado en deseo y sarcasmo, dándome cuenta de que no necesitaba entender nada. Solo sentir.

Porque si el amor duele, el deseo quema… y anoche ardimos como gasolina en el alma de una balada británica.

Sin promesas.

Sin mañana.

Solo cuerpos que cantan, sudan y se rompen, mientras afuera el mundo sigue, sin saber que en esa habitación se compuso el último acorde de mi libertad.

Capitulo 3 parte 6

Las últimas llamas

El celular vibró sobre la mesita de noche. Ryan abrió un ojo, aún medio dormido, mientras el murmullo rítmico de las respiraciones de Esperanza y Lucía lo envolvía. Contestó sin ver quién era.

—¿Ryan? Es hora.

—¿Hora de qué?

—De volver. La oficina te necesita. Mismo escritorio, misma ciudad. Hay una nueva asignación para ti. No es una solicitud.

Silencio.

—Entendido.

Colgó. Se quedó un momento mirando el techo. El techo de esa casa prestada donde había vivido cosas que ni en sueños se habrían atrevido a cruzar su mente. Lo supo en ese instante: se acababa.

Se levantó. Caminó hacia la cocina desnudo, con el cuerpo todavía tibio del sexo de anoche. Se sirvió un café amargo. Lo tomó de un solo trago. Miró por la ventana. A lo lejos, la playa seguía igual. El tiempo era un cabrón con memoria corta.

Volvió al cuarto. Ellas seguían dormidas, enredadas, desnudas, como diosas terrenales de un templo pagano. Lucía tenía el muslo sobre la cadera de Esperanza; esta, la mano descansando entre las piernas de su sobrina. Era una imagen que no se podía inventar. Ni olvidar.

Ryan no despertó a nadie. Solo dejó una nota con su letra rápida:

«Me llaman de vuelta al infierno. Ustedes fueron mi último paraíso.»

Pero no se fue. Aún no. El deseo lo traicionó. El corazón también.

Al rato, cuando quiso vestirse para marcharse, Lucía se despertó y se acercó por detrás, abrazándolo por la cintura.

—No puedes irte así —susurró Lucía, rodeándolo por detrás, aún desnuda, aún oliendo a sexo y a noche.

Ryan apenas alcanzó a responder cuando sintió su boca deslizándose por su espalda, bajando con lentitud, hasta que sus labios se perdieron entre sus nalgas. Se arrodilló, lo rodeó con los brazos desde atrás y comenzó a chuparle el pene con una ternura desesperada, como si quisiera grabar cada textura, cada sabor, cada latido de ese momento en su lengua.

—Déjala hacer —susurró Esperanza, que ya se había acercado. Le lamió el cuello a Ryan, lo besó con una dulzura sucia, mientras sus manos bajaban por su pecho y se abrían paso entre el vello púbico, hasta llegar al punto exacto donde Lucía se lo devoraba.

—Puta… —murmuró él entre dientes, sin decidir a cuál de las dos se lo decía.

—Las dos —respondió Lucía sin dejar de chuparlo—. Tu puta sobrina… y tu puta vecina. Una más perra que la otra.

Ryan ya no era dueño de nada. Ni de su respiración.

Lucía lo tomó por la base del miembro y lo golpeó suavemente contra su rostro. Le pasó la lengua desde las bolas hasta el glande, ensalivando sin pudor. Luego se lo metió todo, de una, hasta que las lágrimas asomaron por las comisuras de sus ojos. Se lo sacó despacio, dejando un hilo de baba colgando, y se lo ofreció a Esperanza.

—Prueba, tía. Así es como sabe el infierno.

Esperanza lo tomó con sus labios pintados aún de deseo y se lo metió a medias, mientras su mano se metía entre las piernas de Lucía y comenzaba a masturbarla con movimientos firmes, como si conociera su cuerpo mejor que el suyo propio.

Ryan no podía con tanto. Tomó a Lucía por el pelo, la levantó y la besó con furia. Le levantó una pierna, y la penetró de pie contra la pared, sin pausa, sin tregua. Ella gimió con la boca abierta, clavando las uñas en sus hombros, sudando, jadeando, pidiéndole más.

Esperanza se arrodilló detrás de él, lamiéndole las nalgas, los testículos, besándole la espalda baja, como si no pudiera soportar no sentirlo en la boca o en la piel. Luego se puso de pie, se pegó al cuerpo de ambos, y con una mano acariciaba el clítoris de su sobrina mientras la otra apretaba las bolas de Ryan, provocándolo a llegar más profundo.

—Quiero verte dentro de ella… hasta que le tiemblen las piernas —le murmuró al oído.

Lucía se estremeció. Se vino de golpe, casi gritando, con la cara contra el cuello de Ryan, repitiendo su nombre como un mantra.

Él la bajó, aún duro, y se volvió hacia Esperanza. La tomó de la cintura y la tiró sobre la cama. Le abrió las piernas y se la comió como si fuera la última cena. Lucía, aún jadeante, se arrodilló junto a él y le ofreció su boca. Ryan chupaba el clítoris de Esperanza con precisión, mientras ella se retorcía entre gemidos y carcajadas nerviosas.

Lucía se montó sobre su cara, dándole a su tía una vista completa de su sexo mojado sobre su boca.

—Mírame, tía. Así fue la primera vez también. Me hizo suya… y yo me vine como ahora.

Esperanza no lo soportó. Se vino gritando. Se vino llorando.

Y cuando pensaban que era el final… no lo era.

Ryan las tomó a ambas. Las puso de rodillas sobre la cama, lado a lado, y las penetró por turnos, pasando de una a otra, como en un ritual pagano de despedida. Lucía gritaba su nombre. Esperanza lo insultaba y lo pedía más fuerte. Los cuerpos sudaban, chocaban, se abrazaban, se mordían, se besaban.

Hasta que él no aguantó más.

Las hizo girar. Lucía se acostó con las piernas abiertas. Esperanza se sentó sobre su rostro, mientras Ryan la penetraba por detrás, con fuerza, con rabia, con amor. Ella gemía contra el clítoris de su sobrina, que se sacudía bajo su boca. Ryan los contemplaba a los tres desde adentro, jadeando, gritando como un animal.

Se vino adentro de Esperanza, temblando, sintiendo que dejaba parte de sí en esas entrañas que ya no serían suyas.

Se dejó caer de espaldas, agotado, vacío, feliz.

Esperanza se abrazó a él por un costado. Lucía por el otro.

Los tres enredados, cubiertos de semen, saliva, sudor y lágrimas dulces. Como una familia impía que se amaba con todo lo que no debía.

Ryan se sentó al borde de la cama tomo un trago mientras las veía a las 2 abrazadas. Sonrió.

—Bueno, si este fue el infierno… puedo decir que me quemé con gusto.

Capitulo 4 parte 1

Simpatía por el diablo

El avión despegó bajo un cielo que ardía en tonos naranjas y grises. Ryan observó por la ventanilla cómo el mar se hacía pequeño, lejano, como si la isla —ese paraíso maldito— se hundiera lentamente bajo las nubes, llevándose consigo todos los pecados que allí se habían confesado con el cuerpo.

Lucía y Esperanza no estaban a su lado esta vez. Solo él, un whisky barato, y su reflejo pálido en el vidrio del avión.

Volvía.

Pero no era lo mismo.

Miro su móvil nuevamente para leer. Un mensaje escueto:

“Regresas a tu antigua oficina. Mismo cargo. Nueva asignación.”

La ciudad de siempre. El trabajo de siempre. Pero algo dentro de él ya no volvería a encajar en ese molde.

Se recostó y cerró los ojos.

Y entonces llegaron las sombras.

Lucía. Su boca. Su lengua temblorosa.

Esperanza, jadeando sobre él, con su voz ronca y tierna a la vez.

El calor húmedo de la isla. Las noches sin tiempo. Las piernas abiertas.

Las risas.

Los juegos.

Las mentiras compartidas.

Y debajo de todo, como una melodía imposible de apagar, el nombre que no se borraba:

Rouse.

Rouse con su vestido blanco.

Rouse mordiendo su labio por primera vez.

Rouse entre Malena y él, con la mirada perdida en algo que solo ella entendía.

Rouse llevándose una parte de su alma y dejándole a cambio este vacío lleno de pieles ajenas.

Había tenido otras. Muchas.

Y sin embargo, cada orgasmo era una réplica distorsionada de aquel primero.

Rouse era el pecado original, el punto de ruptura.

La caída libre.

Ryan miró a su alrededor. Todos los pasajeros dormían o miraban sus pantallas. Él era el único despierto con la mirada al horizonte, como si en algún punto del cielo pudiera hallar una respuesta.

Sonrió, cansado.

Y por dentro sonó una voz —grave, antigua, elegante— cantando como un demonio cansado:

«Encantado de conocerte … espero que adivines mi nombre …»

Ryan no era el mismo hombre que había llegado a la isla.

Ahora lo habitaban fantasmas que gemían, que reían, que lloraban mientras se montaban sobre su cuerpo.

Había cruzado esa línea, una y otra vez.

Y lo peor… o lo mejor… es que no sentía culpa.

Sentía poder.

No buscaba redención.

Solo quería seguir.

Más profundo.

Más oscuro.

Más real.

Cuando el avión tocó tierra, Ryan ya no era un pasajero cualquiera.

Era un hombre que había amado, traicionado, poseído… y que había sido poseído por mujeres que lo marcaron con fuego.

Y mientras caminaba por el pasillo del aeropuerto, entre anuncios de ropa y familias felices, tarareaba por lo bajo, con una sonrisa torcida:

“Y puse trampas para trovadores

que fueron asesinados antes de llegar a Bombay…”

No necesitaba pasaporte para volver al infierno.

El infierno iba con él.

Vestía sus zapatos, hablaba con su voz, y le sonreía en el espejo cada mañana.

Porque si el amor fue un crimen perfecto…

“Ryan era el diablo que firmó la sentencia”.

Ryan no llevaba equipaje. Solo cicatrices invisibles, un aroma persistente a sexo tropical, y la certeza de que no había vuelta atrás.

Volvió a casa. A su antigua ciudad. A su antigua oficina.

Pero ya no era el mismo hombre.

El mensaje lo había anticipado:

“Nueva asignación. Serás instructor de reclutas. Mismo sueldo. Menos riesgos.”

Un retiro encubierto. Una forma elegante de esconder a un lobo curtido entre ovejas jóvenes.

Mientras el taxi cruzaba las calles conocidas, se dio cuenta de que nada había cambiado… y, sin embargo, todo era distinto.

Al llegar frente a su casa, se encontró con algo inesperado: todo estaba intacto, tal como lo había dejado. Las paredes, los muebles, incluso el leve olor a madera envejecida seguía allí, como si el tiempo se hubiese congelado entre esas cuatro paredes.

Pero afuera… había nuevos vecinos.

Y entre ellos, una visión imposible de ignorar.

La hija de la vecina, una chica de rostro aniñado y cuerpo letal, caminaba por el jardín en shorts diminutos, con un top de gimnasio que apenas contenía sus curvas. El sudor en su piel brillaba como si lo hiciera a propósito, y la manera en que se estiraba al recoger algo del suelo…

Ryan bajó la mirada y sonrió para sí.

Verla era un pecado. Pensarla, un infierno.

Pero ya había aprendido a convivir con los demonios.

Los suyos llevaban tacones, perfume barato, y nombres que aún susurra en sueños.

Esa noche no desempacó.

Solo se duchó, se puso una camisa negra, y condujo directo al lugar donde sabía que no lo juzgarían:

el bar de Ruth.

Todo había cambiado allí también.

Ahora el cartel tenía luces rojas de neón, y el bar se llamaba simplemente: «Dominia».

Ruth lo recibió con una sonrisa cómplice y una copa de whisky caro.

Vestía como una reina del placer, segura, elegante, dominadora.

—Mírate, Ryan… —dijo ella, sirviendo otra ronda—. Traes el infierno en los ojos.

Conversaron durante horas, entre risas, anécdotas y silencios cargados.

Ryan le habló de la isla, de Lucía y Esperanza, de Rouse… aunque no dijo su nombre.

Ella le habló de su nueva vida: ahora era dueña del bar, del “Cuarto Rojo” y de otros negocios nocturnos más discretos.

Todo gracias a su nuevo caballero dominante, un hombre millonario que la mantenía como su joya exclusiva.

—No me exige amor, solo entrega —dijo Ruth, lamiendo el borde de su copa—. Y a veces, eso es suficiente.

Luego, con una mirada más melancólica, bajó la voz.

—¿Recuerdas a Vanessa?

—¿Cómo olvidarla? —respondió Ryan.

—Vino aquí durante meses. Buscando a Jack… aunque le dijeron que murió en prisión.

—¿Y tú? ¿Le dijiste la verdad?

—No… pero la acompañé. Varias veces. —Hizo una pausa, sensual, dejando que el silencio hablara por ella—. A veces, el cuerpo es lo único que queda para calmar al alma.

Ryan sintió una punzada extraña. No era celos. Era reconocimiento.

Sabía lo que era buscar a un fantasma en la cama de alguien más.

Al final de la noche, Ruth le acarició la mano y le dijo con voz suave:

—Tú siempre serás parte de este mundo, Ryan. Puedes alejarte… pero la oscuridad te huele, te busca… y siempre te encuentra.

Los días siguientes fueron rutinarios.

En la academia, Ryan observaba a los nuevos reclutas: jóvenes, ingenuos, llenos de ímpetu y moral de manual.

Él les enseñaba técnica, estrategia, cómo disparar sin temblar.

Pero nunca les hablaba de la línea delgada entre lo correcto y lo necesario.

Eso tienen que aprenderlo solos.

En casa, la hija de la vecina pasaba cada mañana trotando con sus shorts mínimos, los audífonos puestos, y esa manera de caminar que parecía ensayada para el pecado.

Ryan no hacía nada. Solo miraba, pensaba… y se mordía el interior de la mejilla.

No porque fuera un santo.

Sino porque sabía que el deseo era más poderoso cuando se alimentaba lento.

Por las noches, dormía poco.

Rouse aún aparecía en sus sueños.

Desnuda. Triste.

Mirándolo desde algún lugar donde ya no podía alcanzarla.

Y cuando despertaba, con el sudor empapando las sábanas, se servía un trago de whisky y reproducía su canción favorita.

“Conduje un tanque

Tenía el rango de general

Cuando rugía la guerra relámpago

Y los cuerpos apestaban…”

Los acordes de Sympathy for the Devil llenaban la habitación.

Y entonces lo comprendía:

No se trataba de redimirse.

Ni de olvidar.

Ni siquiera de amar.

Se trataba de aceptar quién era.

Un hombre marcado.

Un amante de lo prohibido.

Un devoto del deseo.

Un policía que conocía todos los trucos…

…y que ya no tenía miedo de jugar sucio.

Porque si el amor fue un crimen perfecto…

Ryan era el diablo que firmó la sentencia.

Y esta vez, volvía con la tinta aún fresca… y una nueva víctima a la vista.

Capítulo 4 – Parte 2

La delgada línea del deseo

La rutina ahora con el uniforme de instructor y las órdenes parecía un disfraz perfecto para alguien como Ryan. Nadie sospechaba que bajo la camisa planchada y la mirada autoritaria del instructor, latía aún el pulso salvaje del hombre que había vivido en el límite de la moral. La academia policial era ahora su nuevo territorio, pero esta vez no como cazador… sino como figura de autoridad. Aunque claro, algunas presas igual despertaban al lobo que llevaba dentro.

Rebeca —la recluta morena de curvas cinceladas por el deseo de Dios y la genética perfecta— era su prueba de fuego. Sus muslos de acero, su espalda recta, su voz suave al decir “Sí, señor”… cada detalle era una provocación disfrazada de respeto. Ryan fingió no notarlo. Pero dentro, la lucha era real. Se concentraba en su silbato, en su cronómetro, en las técnicas de defensa personal. Pero cuando Rebeca se agachaba a recoger una pesa, el látex de su pantalón deportivo tensaba la realidad. Y Ryan sentía que Dios le había puesto a prueba.

En una sesión de entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo, Rebeca terminó sobre él tras una maniobra fallida. Sus caderas apretadas contra la pelvis de él, la respiración acelerada, sus ojos clavados con una mezcla de vergüenza y deseo contenido. Ryan tragó saliva. Ella se apartó rápido, pero dejó una estela de calor sobre su piel. Esa noche, el recuerdo de ese roce fue su castigo y su placer. Se masturbó en silencio, odiándose por desearla tanto.

Y entonces estaba Apolonia. La vecinita del cuerpo de pecado y la sonrisa de Lolita. Siempre con ropa mínima, siempre saludándolo con voz suave, siempre buscando excusas para tocarle el brazo o preguntarle cosas absurdas como qué tipo de vino le gustaba. Una noche tocó su puerta a las 11 p.m., con un shorcito rosa y una camiseta que apenas cubría su ombligo.

—Mi mami no está… y tengo miedo. ¿Puedes venir a revisar si cerré bien las ventanas?— dijo, con voz suave, de niña buena que jugaba con fuego.

Ryan accedió. Su casa olía a perfume barato y sudor dulce. Revisó todo en silencio, evitando mirarla a los ojos.

—Gracias… me haces sentir tan segura— susurró ella al despedirse, rozando su pecho contra su brazo. Y Ryan supo que un día no se resistiría.

Por las noches, el refugio era Ruth. Su templo, su confesionario, su ex amante y ahora sacerdotisa del placer. Las sesiones en el Cuarto Rojo habían evolucionado: ahora Ruth le preparaba “retos”, y cada noche era una lección distinta de perversión. Una noche fue obligado a estar atado mientras tres mujeres con antifaces lo adoraban y lo castigaban por igual. Otra, se convirtió en espectador de una pareja que fingía ser madre e hijo. Ruth dirigía, controlaba, guiaba. Ryan había aprendido que el placer era una ciencia sin límites, y él era ahora su mejor alumno.

Su nueva personalidad era un mecanismo de defensa: cínico, de humor negro, con respuestas cortantes y mirada que parecía ver más allá del uniforme de cualquiera. En la academia lo respetaban, pero también lo temían. Con Rebeca, se mostraba firme, seco, intocable. Pero por dentro, el deseo le arañaba la razón. Cada vez que ella se inclinaba, cada vez que lo miraba más de dos segundos, sabía que ella también lo sentía.

Una tarde, en los vestidores, la vio en ropa interior deportiva, ajustándose el sostén. No sabía que él estaba ahí. Ella se volteó de golpe, se tapó con la toalla y luego bajó la mirada.

—Perdón… instructor… no sabía que…—

Ryan no dijo nada. Solo se dio la vuelta. Pero esa noche soñó con ella cabalgándolo, sudada, con las manos en sus hombros y los ojos llenos de lujuria.

Cada historia de placer dejaba una huella. Cada sesión con Ruth le recordaba que estaba vivo. Cada mirada de Apolonia lo hacía cuestionar su autocontrol. Y Rebeca… Rebeca era una guerra interna. La tentación más pura y peligrosa. Y él, el lobo disfrazado de pastor, a un paso de cruzar la línea.

Ryan no era un santo. Nunca lo fue. Pero ahora, más que nunca, entendía que en el deseo también hay una forma de fe. Una devoción a lo prohibido. Y mientras en sus audífonos escuchaba a los Foo Fighters para callar sus pensamientos que rugían en su cabeza, él se preguntaba si esta vez lograría no caer… o si, como siempre, lo haría con estilo.

Las mañanas en la academia continuaban siendo complicadas. Rebeca lo sabía. Lo sentía. Esa forma de caminar, de quedarse siempre un segundo más en posición firme frente a él, de esperar sus órdenes como si cada palabra suya le encendiera algo entre las piernas.

Ryan disimulaba. Era un maestro en fingir indiferencia, pero sus ojos traicionaban algo más cada vez que ella se agachaba durante los entrenamientos, cuando el short reglamentario se tensaba peligrosamente sobre sus nalgas redondas, duras, perfectamente esculpidas como dos pecados gemelos.

Ella también sabía lo que tenía. Y lo usaba.

Una tarde, después del entrenamiento físico, Ryan pasó por los vestidores masculinos cuando escuchó un golpe y una risa femenina al otro lado. La puerta de los femeninos estaba entornada. Él no debería acercarse, pero la risa lo llamó como un hechizo. Fue

entonces cuando la vio: Rebeca, sola, en toalla, el cabello húmedo, gotas de agua resbalando por su espalda morena y fuerte, curvas definidas por el sudor, el entrenamiento y la juventud.

Ella lo miró, directo a los ojos. No dijo una palabra. Solo levantó una ceja y sonrió de lado. —¿Se le ofrece algo, instructor?

La voz era respetuosa, pero la mirada no.

Ryan no contestó. Solo tragó saliva, dio media vuelta y se alejó con los puños apretados. Sabía que una línea había sido cruzada, aunque nadie la había pisado todavía.

Apolonia se volvió rutina. Una rutina peligrosa.

Cada tarde, cuando Ryan llegaba a casa, la encontraba en el porche, fingiendo hacer ejercicios de estiramiento con esos shorts microscópicos y tops deportivos que más que sujetar, provocan. La chica tenía ese cuerpo traicionero: cara de niña buena y curvas de actriz porno.

—Hola, vecino… —decía con esa voz dulce—. ¿Ya entrenó hoy?

Una noche, casi a las diez, tocó la puerta.

—Mi mamá no está. Me da miedo dormir sola… ¿Puedo quedarme aquí un rato?

Llevaba un pijama diminuta, sin sostén, con las piernas al aire y los pezones marcando la tela. Se sentó en el sofá como si nada, cruzando las piernas con una lentitud que parecía coreografiada.

Ryan tomaba un trago .

—Tú sabes que esto no está bien.

—¿El whisky o yo?

Ella lo miró con esa mezcla perfecta de inocencia y peligro.

Ryan no respondió. Solo exhaló humo y dejó que el silencio hablara por él.

Una de las funciones de ser instructor era supervisar el correcto uso y mantenimiento de las instalaciones de la academia de policía, mientras revisaba el área de entrenamiento físico, Ryan se desvió hacia los vestidores de mujeres. No entró, solo caminó cerca. Fue entonces cuando escuchó las voces.

—Yo me lo cogería sin pensarlo —decía una voz joven, llena de deseo contenido.

—¿Ryan? Mmm, yo también. Pero tiene esa cara de que nos pondría en fila y nos haría rogarle —respondió otra, entre risas.

—¿Y tú crees que no lo haría? A veces siento que me mira, aunque finja que no. Me mojo solo con escucharlo gritar instrucciones.

Ryan sonrió en la sombra. No por ego. Sino porque la guerra entre lo correcto y lo que deseaba estaba volviendo a comenzar.

Y lo jodido era que no quería ganarla.

Rebeca lo miraba distinto. Había algo en sus ojos, una mezcla de respeto y hambre. Él lo sabía. A veces le entregaba los informes con la espalda recta, pero los dedos temblorosos. O se quedaba un segundo más de lo debido frente a él, como si esperara una orden distinta. Como si deseara una falta disciplinaria que acabara en algo mucho más físico.

La única constante era Ruth.

Ella era su punto de equilibrio en ese universo de excesos. Complicidad disfrazada de amistad. Sexo sin compromiso, pero con propósito. En el Bar Domina y su Cuarto Rojo, las reglas no eran las de afuera. Allí él no era ni instructor ni vecino responsable. Allí era el discípulo de la perversión.

Esa noche, Ruth lo había esperado con un nuevo “reto”: una mujer madura, piel de ébano, con lencería carmesí y un juego de palabras tan filoso como sus tacones. Mientras Ryan la tenía atada y suplicante, Ruth observaba desde un sillón, copa en mano, murmurando órdenes al oído. Era una clase de placer distinta. No emocional, sino alquímica. Una ciencia del cuerpo y del poder.

Y mientras el cuerpo se sacudía, la mente se perdía entre muslos que no podía tocar y vecinas que eran sueños prohibidos.

Afuera, el mundo seguía. La academia, los uniformes, los límites. Pero Ryan sabía que la línea entre el deseo y el deber se borraba cada vez más.

Y él ya no era el mismo hombre que juró nunca cruzarla.

Capítulo 4 – Parte 3:

Dulce Emoción

La brisa cálida de la tarde empujaba los últimos vestigios del verano mientras la academia policial se preparaba para su ceremonia de graduación. Ryan observaba desde las gradas, con su copa de whisky en la mano, el desfile ordenado de cadetes uniformados. Rebeca destacaba como un faro entre la multitud: espalda erguida, pasos firmes, rostro sereno. La primera de su clase, sin lugar a dudas. La más disciplinada, la más letal… y la más tentadora.

Durante semanas, Rebeca había perfeccionado un arte sutil de seducción. No rompía reglas, pero las estiraba con gracia. Miradas sostenidas apenas un segundo de más. Preguntas innecesarias formuladas con voz dulce y pausada. Comentarios sobre lo bien que se veía Ryan con camisa negra y chaqueta de cuero. Cada vez que entrenaban cuerpo a cuerpo, cada roce, cada respiración contenida, lo dejaba cargado de deseo reprimido. Pero él sabía jugar ese juego.

—Si querías tocarme, sólo tenías que decirlo, cadete —le dijo una vez tras un forcejeo perfectamente ejecutado en la clase de combate.

Ella le sonrió sin culpa. —No señor, sólo sigo el protocolo.

Ryan disimuló la erección con una mueca burlona y una caminata rápida hacia el otro extremo del gimnasio. Su humor cínico era su escudo. Su voz grave y sus respuestas sarcásticas, su armadura.

Días antes de la graduación, la escuchó sin querer detrás del gimnasio, hablando con otra cadete.

—Te juro que si me da una orden, me desnudo —dijo Rebeca entre risas contenidas.

—¿Ryan? ¿El instructor? —respondió la otra— Yo también lo haría. Tiene esa mirada de que sabe exactamente cómo romperte y armarte de nuevo.

—¿Crees que me recomendaría trabajar con él? Le voy a pedir que me ayude… si pudiera quedarme en su oficina…

Ryan se alejó sin ser visto, sintiendo el calor en el pecho y la punzada en la entrepierna. Había una línea que no podía cruzar, pero la línea temblaba.

El día de la graduación, ella lucía impecable. Su uniforme ajustado resaltaba cada curva trabajada con sudor y disciplina. Cuando Ryan le entregó el diploma, ella lo abrazó con fuerza, más tiempo del necesario. En su oído, la voz fue apenas un susurro:

—Lo voy a extrañar en las vacaciones… más de lo que debería.

Ryan apretó los labios. No dijo nada. Sólo asintió, con la mandíbula tensa. Cuando se giró, sentía su pulso en los oídos.

La noche cayó como una promesa incumplida. Ryan, aún con el sabor de Rebeca flotando en su mente, regresó a casa con la tensión marcada en cada músculo. Ahí estaba Apolonia, como siempre, esperándolo en la entrada del edificio. Vestía un short diminuto de mezclilla, una camiseta que apenas cubría sus pechos sin sostén, y tacones altos que hacían de sus piernas una provocación indecente.

—Hola, vecino —dijo con su sonrisa felina—. ¿Te puedo molestar un segundo?

—¿No es tarde para los juegos, Apolonia?

—Tengo 22 años, Ryan. Ya no juego… ahora compito.

Ryan levantó una ceja.

—Vaya sorpresa. ¿Y qué ganas si me ganas?

—Una noche contigo —respondió sin titubear—. Una noche como las que dices que ya no tienes.

Él la miró de arriba abajo. Le dolía el cuerpo, el alma y la contención. La conversación con Rebeca aún le ardía en la piel.

—No salgo con jovencitas —dijo Ryan con tono seco, dándole la espalda.

Pero Apolonia no se rindió. Lo siguió dentro del apartamento, cerró la puerta tras ella y lo empujó contra la pared.

—Entonces no salgas conmigo —susurró—. Pero fóllame esta noche como si te lo debiera todo.

Ryan no respondió. Su trago quedó sobre la mesa. Su cinismo se evaporó cuando Apolonia se arrodilló frente a él y le bajó el cierre con una mezcla de desafío y adoración. Lo tomó con hambre, con maestría, con lujuria pura. Él apoyó una mano contra la pared y dejó escapar un gruñido ronco.

La llevó a la cama, la puso boca abajo y le arrancó la ropa interior como castigo. La penetró con fuerza mientras ella gemía su nombre una y otra vez. El ritmo fue brutal, sin caricias, sin pausa. Cuando ella pidió más, él la tomó del cabello y le habló al oído:

—¿Estás segura de que quieres todo?

—Dámelo todo, por favor… incluso por detrás.

Ryan cumplió. Con una mano firme en su cadera, y la otra sobre su espalda arqueada, la tomó por donde sólo la lujuria manda. El sonido de sus cuerpos era animal. Las palabras eran gritos, jadeos, confesiones en voz baja. Al final, Apolonia quedó tendida en la cama como un cuerpo vencido por la guerra.

—Gracias… por romperme —dijo sonriendo con lágrimas en los ojos.

Ryan se vistió en silencio. Salió del apartamento con el nudo en la garganta, sintiendo que acababa de vengarse de su deseo por Rebeca en el cuerpo de otra mujer.

Horas más tarde, estaba en el bar Domina. Ruth lo esperaba con una copa en la mano y su vestido negro ajustado como una invitación constante.

—Quiero que me acompañes en un viaje —le dijo.

—¿Un viaje de placer?

—Negocios… con un toque de placer. Un viejo cliente reservó una suite completa en su hotel. Quiere que le lleve a tres de mis mejores chicas. No confío en nadie más para cuidarnos. Necesito a alguien que sepa leer las miradas… y romper huesos si es necesario.

Ryan sonrió con esa mueca torcida que solo Ruth entendía.

—¿Cuándo salimos?

—Mañana. Al amanecer.

—Entonces esta noche… bebamos por lo que aún no ha pasado.

Las copas tintinean. Y bajo la tenue luz roja del Domina, Ryan volvió a sentir esa dulce emoción… la que precede al peligro, al deseo, al punto sin retorno.

Horas más tarde, Ryan regresó a casa luego de su reunión con Ruth, aún con el eco de la ceremonia en la mente y el peso de las emociones acumuladas, Ryan pensaba darse una ducha fría y dormir. Pero al abrir la puerta del edificio, se detuvo en seco.

Apolonia estaba allí otra vez. Sentada en las escaleras, con una expresión distinta: ya no era la joven atrevida y desafiante… ahora era deseo puro contenido. Su vestimenta era más provocativa aún: un vestido corto, sin ropa interior, y los mismos tacones altos que él recordaba perfectamente, pero esta vez acompañados de medias de encaje con liguero visible.

—Pensé que no volverías —susurró ella, levantándose lentamente.

—Ya tuviste tu momento —dijo él, sin fuerza real en su voz.

Apolonia bajó la mirada por un segundo, pero luego lo miró directo a los ojos. Se acercó, deslizando las manos por su pecho, y dijo con voz ronca:

—Lo sé. Pero no puedo dejar de pensar en ti. Quiero más. Quiero todo. Esta vez… sin censura.

Ryan no dijo una palabra. Cerró la puerta con fuerza y la empujó contra ella. La besó con rabia. Ella le alzó la pierna, frotando la entrepierna desnuda contra su pantalón. Sus manos recorrían su torso como si necesitara memorizarlo todo.

—Esta vez quiero que me folles como una estrella porno —jadeó ella, mordiéndole el cuello—. Y quiero que termines en mi boca. Como un castigo… como una bendición.

La llevó al dormitorio sin quitarle los tacones. La puso de rodillas frente al espejo, donde podía verse a sí misma mientras lo lamía entera, empapada, entregada. Ryan sujetó su cabello, marcando el ritmo, viendo su reflejo, escuchando los gemidos húmedos, desesperados. Cuando la sacó de ahí, la lanzó sobre la cama y la penetró de nuevo con una brutalidad casi salvaje.

Ella lo pedía todo.

—Quiero que me rompas, Ryan. Por detrás. Lento primero… después hazme gritar.

Y él lo hizo. Separó sus nalgas, escupió y la tomó con una firmeza que la hizo temblar. Apolonia lloraba de placer, de dolor, de una mezcla adictiva que la hacía gritar su nombre como un mantra. Lo sentía tan profundo, tan invasivo, que le costaba respirar, pero no quería que parara.

Cuando él estaba por llegar, ella se volteó aún con las piernas temblando, y se arrodilló sobre la cama, boca abierta, lengua afuera, mirándolo como una sumisa perfecta.

—Ahora… dámelo todo —susurró—. Aquí, dentro de mí.

Ryan descargó toda su tensión en su boca, con un rugido de placer. Ella traga cada gota sin apartar la mirada, con las mejillas sonrojadas y el alma hecha trizas.

—Eres fuego… —murmuró ella – Sabes divino – Ryan se cortó en seco al escuchar esa frase, lo regreso en el tiempo al momento exacto que lo escucho de los labios de Rouse..

Ryan se sentó al borde de la cama, con las manos en el rostro, tratando de recuperar el aliento. Había querido huir de sus deseos, pero ellos lo perseguían… lo dominaban.

Y esa noche, Apolonia fue su redención y su caída.

Capítulo 4 – Parte 4

Escape al paraiso del deseo

El viaje no fue planeado, pero se sentía necesario. Ruth había insistido con esa media sonrisa suya, mezcla de sarcasmo y afecto.

—Necesito alguien de confianza… y tú tienes cara de tipo que mete miedo y mete otras cosas —le dijo, entregando el pasaje como si se tratara de una invitación al pecado.

Acompañarla significaba protegerla a ella y a tres de sus chicas en un viaje a la costa. Un cliente millonario las había contratado por una semana en su resort privado. La excusa: una reunión de negocios. La realidad: un harén selecto de placer.

Ryan aceptó. No solo por el sexo y el dinero. Aceptó porque Ruth, con su mirada de gata vieja, era más que una amiga con derechos: era su refugio sin juicios. Y también aceptó porque necesitaba alejarse de Rebeca y de Apolonia, de sus juegos, de su juventud, de la tensión que lo ahogaba.

Ruth, como siempre, lo entendió todo sin que él dijera una palabra.

La playa lo recibió como un viejo amante. Arena caliente, sol insolente, cerveza fría. Ryan se instaló en una reposera con una hielera a su lado. Desde el tercer sorbo ya había comenzado el viaje interno, ese que no se hace con maleta, sino con recuerdos.

Lo invadió el recuerdo de Rouse en la playa.

La vio salir del agua como una diosa nacida del salitre.

El cabello mojado pegado al rostro, los senos erguidos por el contraste del agua fría y el sol ardiente, y sus pies, sus pies caminando sobre la arena como si bendijera cada grano.

—¿Sabes, divino? —le dijo al oído, mojada, salada, perfecta.

Y luego, mucho después, en esa noche donde todo se quebró:

—Te vi esa noche, Ryan. Te vi cogerte a Malena en la playa. Y aún así te amé…

Mientras recordaba esa frase, sonaba en su cabeza la canción “Crímenes Perfectos” de Calamaro, como un cuchillo oxidado en el pecho:

“Si el amor se cae, todo alrededor se cae…”

La cerveza ya no sabía a nada.

Esa noche, cuando el silencio lo abrazaba en su habitación, Ruth tocó la puerta.

—¿Estás dormido? —preguntó en voz baja.

—Ya casi.

—¿Puedo quedarme contigo? Virgine ya me cogió cuatro veces esta noche y no puedo más. Esa mujer va a matarme.

Ryan soltó una risa amarga y le abrió la puerta. Ruth se desnudó sin pudor y se metió en la cama como si fuera suya. Se durmió abrazada a su costado, tibia, ronroneando como una gata exhausta. Y él… simplemente cerró los ojos.

Al día siguiente, durante el desayuno, faltaba alguien.

—¿Y Virgine? —preguntó Ruth, sirviéndose café.

Ryan se encogió de hombros.

—Aún no ha bajado.

—Sospechaba… anda, anda a buscarla tú. Capaz te llevas una sorpresa.

Ryan subió las escaleras sin prisa. Tocó la puerta. Nada. Abrió.

Y la escena era… pornografía pura.

Virgine estaba desnuda sobre las sábanas desordenadas, rodeada de juguetes sexuales. Vibradores, esposas, bolas chinas, lencería mojada. Se masturbaba con dos dedos dentro y uno en la boca.

Cuando lo vio, sonrió como una loba en celo.

—Te esperaba, guardaespaldas. Ven. Hazme tuyo. Necesito calor humano. Jugué toda la noche, pero nada como una verga de verdad.

Ryan sintió que el deseo lo golpeaba en la cara. Cerró la puerta. No dijo una palabra. Solo se acercó.

La cogida fue brutal.

Virgine lo devoró con la boca como una actriz porno. Le lamió los huevos, lo escupió, se lo metió hasta el fondo hasta que le dolió la garganta.

Luego se lo montó en vaquera invertida, gimiendo, rugiendo.

Y cuando acabó por primera vez, lo obligó a penetrarla por detrás, gritando que le dolía rico, que le dolía sabroso.

Antes de que pudieran bajar a desayunar, lo volvió a montar, lo arañó, lo besó y lo hizo correrse dentro de su boca.

—Esto sí es desayuno —dijo, tragando mientras le lamía los restos.

Ryan bajó media hora después. El rostro sudado, el cuello marcado por mordidas.

Ruth lo miró desde la mesa, con una sonrisa de media comisura.

—¿No bajó Virgine? Supuse que te encontraría arriba… destruido.

—Esa mujer debería venir con advertencia sanitaria —dijo él, bebiendo café negro.

—Es una joya —agregó Ruth—. A los hombres les encanta que parezca una princesa y folle como una bestia.

Ryan sonrió apenas. Luego miró al horizonte. El mar ya no lo relajaba.

Pensamiento interno:

“Esto ya no es deseo…

es una condena disfrazada de placer.”

Más tarde, en la piscina del hotel, Ruth se acercó con un mojito en la mano. Se sentó junto a él, cruzando las piernas. Llevaba un pareo transparente y tacones de plataforma. Le hablaba suave, como cuando negociaba.

—¿Sabes algo, Ryan? Quiero hacer esto contigo más seguido. No solo como tu amante ocasional, sino como tu socia.

Él levantó una ceja.

—¿Socia de qué? ¿De la lujuria?

—De algo más rentable. Quiero expandir mi red de damas de compañía VIP. Discretas. Selectas. Bellas.

Ya tengo inversionistas. Tengo el nombre, el lugar, el secreto…

Solo necesito alguien como tú: confiable, frío, y con algo oscuro en los ojos que haga temblar a los idiotas.

Ryan la miró sin responder.

—Lo piensas —añadió Ruth—. Pero sabes que ya estás dentro.

Ella se inclinó y le susurró:

—Y te prometo, Ryan… que el paraíso que vamos a construir, será nuestro infierno privado.

Capítulo 4 – Parte 5

Negocios, desayuno y tentaciones

El olor a café recién colado lo sacó del letargo. Ryan bajó por las escaleras de mármol, sintiendo en la piel las huellas de la noche anterior: aún llevaba impregnado el aroma del sexo sucio con Virgine, mezclado con el eco de los gritos de Ruth grabados en sus oídos. El salón principal del hotel boutique era un refugio de calma: luces cálidas, decoración colonial, y un piano que sonaba de fondo con un jazz suave, elegante.

Ruth lo esperaba sentada, vestida con un conjunto beige ceñido, elegante pero provocador. Llevaba el cabello suelto, las piernas cruzadas, y un par de sandalias con tacón fino que dejaban sus pies perfectamente cuidados a la vista. Había algo en la forma en que lo miraba que encendía todos los demonios de Ryan otra vez.

—Llegas justo a tiempo —dijo ella, levantando su taza de café—. Pensé que Virgine te había secuestrado para siempre.

—Por poco lo logra —respondió Ryan con una sonrisa torcida mientras se sentaba frente a ella—. Aunque no te niego que fue una forma… intensa de conocerla.

Ruth rió, bajando la mirada con complicidad.

—Te traje aquí porque necesitaba saber si eras más que un morbo de ocasión. Anoche lo comprobé. Y las chicas también lo sintieron. Eres una chispa que prende fuegos, Ryan. Fuegos que podemos usar.

Ryan la observó en silencio. El desayuno frente a él era casi perfecto: frutas tropicales, huevos al gusto, jugo natural. Pero nada le quitaba el sabor a pecado de la boca.

—¿Me estás ofreciendo trabajo, Ruth?

—Más que eso. Te estoy ofreciendo entrar a algo más grande. Un negocio de placer, de élite, discreto y rentable. Mujeres hermosas, poderosas, adictas al control y al sexo. Y hombres como tú… son cada vez más escasos.

Ella lo miró directo a los ojos.

Ryan tomó un sorbo de su whisky matutino.

—No te niego que es tentador. Y me halaga… Pero aún no puedo decirte que sí. No soy un producto. Dame tiempo para pensar, aparte de que lo haría por placer aunque el dinero no está mal. Ruth. Este mundo… me seduce, pero también me inquieta.

Ella asintió con una sonrisa serena, casi felina.

—Lo sé. Por eso me gustas. Porque aún te resistes. Pero no por mucho.

Y luego añadió, como quien lanza una semilla:

—Las chicas que me acompañaban… también te miraron. No soy la única que te quiere para algo más.

Capítulo 4 – Parte 6

Cínico bajo el sol

El sol brillaba con descaro sobre la piscina, como si quisiera desnudar a todos sin pedir permiso. Ryan se dejó caer en una tumbona con una copa de ron en la mano, la mirada escondida tras unos lentes oscuros, y el alma cargada de dudas que prefería disfrazar con sarcasmo.

Apenas procesaba la conversación con Ruth cuando Leticia apareció, caminando lento, casi flotando, con un bikini blanco que le dejaba poco espacio a la imaginación y mucha libertad al deseo. Se recostó cerca, fingiendo leer, pero sus ojos lo devoraban en cada página.

Avril, al otro lado de la piscina, jugaba con un fernet en la mano mientras hablaba con uno de los chicos del gimnasio. Su traje de baño negro tenía aberturas en lugares estratégicos, revelando sin mostrar del todo. Cuando Ryan la miró, ella le sostuvo la mirada, mordió una fresa con lentitud obscena y luego, sin apuro, lamió su dedo índice.

—Si esto fuera una trampa, al menos me están dando la última copa gratis —murmuró Ryan para sí mismo.

Leticia lo oyó. Cerró el libro sin mirarlo y se acercó.

—¿Te molesta si me siento contigo?

—Claro que no —respondió Ryan, sonriendo con esa expresión suya, mitad burla, mitad advertencia—. Me encanta rodearme de peligros en bikini.

Leticia se rió, cruzando sus largas piernas bronceadas con un movimiento lento.

—¿Y qué te pareció Ruth? Siempre va directo al punto.

—Directo, sí. Como una cirugía sin anestesia —dijo Ryan, bebiendo otro trago—. Me ofreció el paraíso… pero con un contrato en letra pequeña que huele a almas hipotecadas.

Leticia lo miró divertida.

—¿Y vas a firmar?

—Aún no. Me gusta jugar con fuego, pero no soy tan idiota como para acostarme con la cerilla —dijo Ryan, y luego la miró fijamente—. Aunque a veces, la tentación tiene piernas largas y cara de mosquita muerta.

Leticia bajó la mirada, fingiendo rubor. Pero se mordió el labio, encantada.

Avril llegó en ese momento, con dos copas de vino blanco.

—¿Interrumpo? —preguntó, sabiendo la respuesta.

—Sí. Pero si traes alcohol, todo se perdona —dijo Ryan, recibiendo la copa con una sonrisa torcida.

—Leticia estaba explicándole lo bueno que es actuar de inocente —dijo Avril, sentándose al otro lado.

—Ella es buena en eso —comentó Ryan—. Pero tú me das más miedo. Pareces de las que te matan sonriendo… y luego toman fotos del cadáver.

Avril levantó una ceja.

—¿Y eso te asusta?

—Al contrario. Me pone duro.

Leticia soltó una carcajada sincera. Avril solo sonrió como una reina que ya tiene al súbdito arrodillado.

—¿Ya elegiste con cuál de las dos vas a pecar primero? —preguntó Leticia, deslizándole la mano por el muslo sin disimulo.

—Me gustan los pecados compartidos. Más eficientes. Y si hay fuego cruzado entre ustedes… yo solo me siento en primera fila.

Avril lo miró, divertida.

—¿Te gusta mirar?

—Mucho. Especialmente cuando las protagonistas no fingen. Cuando se entregan de verdad.

Leticia bajó la voz, ronca y cálida:

—Eso se puede arreglar. Pero cuando nos veas jugar… no vas a querer quedarte solo mirando.

—Tranquila —respondió Ryan, apoyando su copa—. Yo siempre cobro entrada. Aunque a veces… me pagan con lengua.

Ambas lo miraron sorprendidas, entre divertidas y excitadas.

No hubo sexo esa tarde. No aún. Pero la escena estaba montada. Leticia y Avril ya habían olido al macho alfa, al lobo irónico que no caía fácil. Y eso… eso las volvía locas.

Capítulo 4 – Parte 7

Noche de voyeurismo

La noche llegó cargada de música suave, luces tenues y un calor pegajoso que invitaba a desnudarse. Ryan estaba sentado en una terraza interior del resort, bebiendo whisky mientras observaba la escena que se desarrollaba en la habitación de enfrente.

Leticia y Avril habían dejado la puerta entreabierta. A propósito. Él lo sabía. Todo era una provocación milimétrica, una danza diseñada para quebrar su autocontrol.

Desde donde estaba, podía verlas.

Leticia estaba de pie, frente al espejo, quitándose lentamente un kimono blanco que dejaba caer con teatralidad. No llevaba nada debajo. Su cuerpo se exhibía sin pudor, como si supiera exactamente qué ángulo encendía más.

Avril, sentada en el borde de la cama, jugaba con un plug de cristal en sus manos. Lo hacía girar como un juguete inofensivo, pero con la expresión de una científica loca a punto de hacer explotar el mundo.

Ryan no pestañeó.

Leticia se arrodilló frente a Avril. Le abrió lentamente las piernas y comenzó a besarle los muslos. Sin apuro. Con hambre lenta. Avril cerró los ojos y arqueó la espalda. Sus pechos subían y bajaban al ritmo de su respiración.

Ryan sintió que su erección golpeaba contra la tela del pantalón. No se tocó. Aún no. Su placer venía del control. Del saber que podía entrar… pero prefería mirar. Por ahora.

Avril comenzó a gemir. Leticia usaba la lengua como un arma. Entre caricias, besos húmedos y mordidas suaves, iba descomponiendo a su amiga hasta volverla solo piel y sonido.

De pronto, Avril levantó la vista. Miró hacia la terraza. Lo vio.

Y sonrió.

—Está mirando —susurró.

Leticia también lo miró. Y sin dejar de acariciar a Avril, le hizo un gesto con el dedo índice. Una invitación muda.

Ryan se levantó. Caminó hasta la puerta, sin decir palabra. La habitación olía a perfume caro y deseo. Cerró tras de sí… y la noche dejó de ser solo un espectáculo.

Ahora era parte de la función.

La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la luz tenue de la lámpara junto a la cama. Ryan, aún con el sabor del whisky en los labios y el recuerdo de Virgine tatuado en la piel, cerró la puerta con calma, observando cómo Leticia y Avril se deslizaban por la habitación con una sincronía casi hipnótica.

—¿No te molesta que nos quedemos contigo esta noche, instructor? —dijo Avril con voz suave, dejando caer su bata de satén al suelo, revelando un conjunto de encaje negro que contrastaba con su piel canela.

—Molestarme sería si entraran sin tacones —respondió Ryan con una media sonrisa ladeada, encendiendo un cigarro que no fumaría, solo para tener algo entre los dedos. Observó sus piernas, ambas calzaban stilettos de charol que resaltan sus muslos firmes. Sonrió—. Pero veo que entienden la etiqueta básica del placer.

Leticia se acercó por detrás, acariciando con sus uñas la nuca de Ryan mientras susurraba en su oído:

—No queremos interrumpir tu descanso… solo ofrecernos como distracción… ¿aceptas?

Ryan se giró con lentitud, tomándola por la cintura y dejando que sus dedos descendieron con descaro hacia su trasero.

—Me están ofreciendo distracción dos mujeres hermosas, con tacones, lencería fina y probablemente muy pocas inhibiciones… ¿parezco imbécil?

—Un poco cínico —dijo Avril mientras se arrodillaba frente a él, desabrochando el pantalón—. Pero eso nos calienta más.

Leticia se desnudó por completo, dejando solo los tacones puestos. Se acomodó en la cama boca abajo, con las piernas abiertas, alzando su trasero de forma provocadora.

—Soy toda tuya, Ryan. Sé rudo… como con las otras —dijo, mirándolo por encima del hombro.

Avril ya lo tenía duro entre las manos, lamiendo la punta con una devoción que rozaba lo religioso. Ryan soltó un suspiro y la sostuvo del cabello, marcando el ritmo con una firmeza que la hizo gemir mientras lo tragaba con maestría.

—No sé qué desayunan ustedes, pero debería patentarme como proteína esencial —dijo él, con sarcasmo mientras la embestía con el rostro relajado.

Avril lo miró con los ojos húmedos, adorando su cinismo, y lo besó antes de guiarlo hasta Leticia, que esperaba jadeante con el cuerpo arqueado como una gata en celo.

La tomó por detrás con violencia medida, dominándola mientras le susurraba palabras sucias al oído, intercaladas con frases cargadas de ironía:

—¿Así te entrenó Ruth? ¿O naciste para ser mi putita elegante?

Leticia solo pudo asentir mientras Avril se acomodaba debajo de ellos, tocándose, grabando la escena en su memoria como si fuese su pornografía personal.

Ryan cambió de ritmo, de intensidad. Las hizo girar, montarse una sobre otra, probarse mutuamente. Luego las separó solo para observarlas con un dejo de arrogancia masculina.

—Podría escribir un poema con sus jadeos… pero mejor me los guardo para una canción de despedida —dijo, mientras las hacía gritar una encima de la otra, hasta que ambas terminaron con el cuerpo exhausto y el maquillaje corrido.

Al terminar, se quedó de pie frente a la ventana, desnudo, con una copa de whisky que aún no había servido.

—Son buenas chicas —murmuró, más para sí que para ellas—. Pero esto no es amor… esto es un arte suicida con placer de por medio.

Leticia, ya medio dormida, murmuró:

—¿Y tú qué eres, Ryan?

Él sonrió sin mirarla.

—Yo solo soy el telón… ustedes son el show.

Capítulo 4 – Parte 8

La tentación tiene tacones y perfume de déjà vu

El lobby del hotel olía a flores caras y resaca elegante. Ryan se bebía el segundo café del día con la misma calma con la que otros se tragan una mentira: lentamente, dejando que queme un poco antes de tragársela por completo.

Leticia y Avril seguían arriba, dormidas entre sábanas revueltas y sudores compartidos. La noche anterior había sido una coreografía de gemidos y miradas cruzadas que habrían escandalizado a cualquier recepcionista con fe. Pero no a él.

Él ya estaba más allá del escándalo.

Estaba en esa etapa de la perversión en la que el verdadero placer no era solo hacerlo… sino recordar cómo lo hizo.

Y justo cuando pensaba que el día no le daría más sorpresas, la vio.

Entró por la puerta giratoria con una cadencia hipnótica, como si no caminara… sino deslizara su deseo por el mármol pulido del hotel. Vestido ajustado color vino, escote discreto pero letal, espalda descubierta y tacones negros que hacían un sonido suave, erótico, preciso.

Ryan alzó la vista, y un pensamiento cruzó su mente como un relámpago:

«Esa forma de caminar… la he visto antes.»

Pero no dijo nada. Solo dejó la taza sobre el platillo y esperó.

Ella también lo vio.

Y le sonrió.

No una sonrisa cualquiera. No. Era de esas sonrisas que conocen todos los rincones oscuros del deseo. De esas que no se ensayan. Nacen con ellas.

Se acercó con pasos lentos, medidos. Y se detuvo frente a él.

—Ryan… —dijo con voz templada, de esas que no se olvidan ni en medio del ruido de una orgía.

Él no se levantó. Solo la miró con esa media sonrisa torcida que usaba cuando estaba a punto de meterse en problemas… y le daba igual.

—Buenos días —respondió con tono seco, sin preguntas. No la reconocía del todo, pero su cuerpo sí.

Algo en ella le removía una sensación antigua. Una especie de eco hormonal. Como si sus caderas contaran un secreto que su cerebro aún no había traducido.

Ella se sentó sin pedir permiso, cruzando las piernas con elegancia. Las uñas granate, el tobillo perfecto, los tacones brillantes. Todo demasiado pulido, demasiado preciso.

Demasiado… familiar.

—¿Te molesta si comparto la mesa? —preguntó con fingida cortesía.

—Si trajiste algo más que té… no. Si no, te lo perdono si hablas lento y no me jodes el café.

Ella sonrió. Sabía jugar. Le gustaba eso.

—Vine por trabajo. Congreso de psicología del deseo. Nada fuera de lo común —dijo, revolviendo el té con parsimonia—. Pero sabía que estabas aquí. No fue casualidad.

Ryan la observó, apoyando un codo en la mesa. Esa forma de hablar pausada, de mirar directo a los ojos sin pestañear… también le sonaba.

—¿Nos conocemos?

Ella ladeó la cabeza.

—¿No lo sientes? Esa incomodidad en el pecho. Esa sensación de que ya estuviste en mí… aunque no recuerdes cuándo.

Ryan soltó una risa seca.

—No suelo olvidar a las mujeres con las que estuve. A las que solo soñé… tampoco.

Ella alzó su taza.

—Entonces tal vez aún no estuviste. Pero lo vas a hacer. Lo sabes, ¿no?

Hubo un silencio que olía a peligro. A perfume caro y decisiones de mierda.

Ryan bajó la mirada un instante, como si buscara en el borde de su taza alguna pista sobre quién era esa mujer que hablaba como si supiera cosas que él aún no había vivido. Y de pronto, la vio morderse el labio inferior, justo antes de sonreír de lado.

Ahí fue.

Ese gesto.

Lo había visto antes. No sabía dónde. No sabía cuándo. Pero su cuerpo reaccionó.

—Tienes algo que me resulta inquietantemente familiar —dijo, casi sin pensar—. Como una canción vieja en una versión nueva.

Ella lo miró con una chispa divertida.

—Tal vez soy la versión corregida y aumentada de tus errores más placenteros.

Ryan sonrió.

—O tal vez eres solo una fantasía mal disfrazada de oportunidad.

—O una oportunidad vestida de fantasía… con tacones —replicó ella, cruzando de nuevo las piernas, dejando ver el encaje oscuro que asomaba bajo el vestido.

Ryan carraspeó.

—¿Y qué haces esta noche, versión aumentada?

—Dormir contigo. Si no lo haces tú… lo haré sola. Pero en tu cama.

Él soltó una carcajada.

—¿Siempre tan directa?

—No tengo edad para rodeos. Y tú tampoco, Ryan.

La forma en que pronunció su nombre le puso la piel de gallina. No por el deseo. Por la certeza de que detrás de esa mujer había una historia… y una sombra.

Cuando se levantó, le rozó el hombro con la punta de los dedos, apenas. Lo suficiente para que el recuerdo de ese roce se le quedara todo el día pegado a la piel como una maldita duda.

Ryan la vio alejarse. Tacones. Espalda descubierta. Perfume caro. Y una extraña mezcla entre deseo y peligro que no podía etiquetar.

La vio perderse por el pasillo de las habitaciones, justo cuando Avril bajaba medio dormida en bata, buscando café. Ryan ni la miró.

Solo murmuró, como hablando consigo mismo:

—Si el pasado tuviera olor… apestaría a su perfume.

Y sonrió, esa sonrisa cínica que lo salvaba cada vez que estaba a punto de lanzarse al abismo… con una mujer en tacones esperándolo abajo.

Capítulo 4 – Parte 9

El precio del placer

La limusina negra se detuvo frente a una mansión sin letreros, oculta entre los árboles altos y el canto lejano de las cigarras. Ruth se acomodó el escote con una mano temblorosa mientras miraba a Ryan por el retrovisor. Leticia y Avril iban vestidas como si fuesen a una pasarela erótica: lencería fina bajo abrigos cortos de seda, labios rojos y tacones imposibles que resonaban con cada paso.

—No estás obligado a entrar, Ryan. Solo observa —susurró Ruth antes de abrir la puerta.

Ryan bajó lentamente, su gabardina negra cayendo con elegancia sobre sus hombros. Encendió un cigarro mientras la mansión los recibía con columnas de mármol blanco, mayordomos con guantes y un silencio que gritaba perversión contenida.

En el gran salón, luces cálidas y cortinas de terciopelo rojo. Todo olía a poder viejo, a dinero sudado y a secretos guardados bajo llave. En el centro, sentado en un diván de cuero oscuro, un hombre los esperaba: alto, delgado, traje azul medianoche perfectamente entallado, mirada azul acero. Tenía la sonrisa de un verdugo que disfruta su oficio.

—Ryan —dijo Ruth con un tono forzadamente casual—, te presento a Dante.

Dante se levantó sin apuro, cruzó el salón como un depredador educado. Estiró su mano hacia Ryan, pero este no la tomó. En su lugar, le lanzó una sonrisa ladeada y dijo con tono seco:

—¿Dante? Vaya, esperaba cuernos, no corbata.

El millonario rió sin mostrar los dientes.

—Y yo esperaba un perro más dócil. Interesante.

La tensión se congeló en el aire, pero Ruth intervino rápidamente con un gesto de sumisión.

—Permiso… Amo.

Y como si fuera una palabra mágica, la escena cambió de inmediato.

Ruth cayó de rodillas, con una rapidez casi ensayada. Leticia y Avril hicieron lo mismo, sin mirar a Ryan. Las tres, ahora al pie del sofá, comenzaron a desvestirse con movimientos elegantes, como si sus cuerpos fueran parte del decorado de aquel templo profano.

Dante no les habló. Chasqueó los dedos.

Un mayordomo trajo una bandeja con objetos de cuero, pinzas, dilatadores, collares. Nada era vulgar. Todo era exquisitamente cruel. Ruth se colocó un collar rojo con una lágrima de cristal en el centro. Leticia y Avril quedaron completamente desnudas. Dante se sirvió un brandy mientras acariciaba con su bastón la espalda de Ruth, como si afinara un instrumento que conocía de memoria.

—Siempre tan dispuesta, Ruth —murmuró él, mientras empujaba su rostro contra el suelo de mármol.

La humillación comenzó sin gritos. Solo respiraciones contenidas, mordidas que dejaban marcas rojas en la piel de las chicas, y miradas vacías entrenadas para obedecer. Dante las hacía gatear, lamerle los zapatos, gemir solo cuando él lo ordenaba.

Pero cuando llegó el turno de Ruth, todo cambió.

La desnudó con lentitud, dejando expuestos no solo sus pechos, sino también su alma. Le hablaba en voz baja mientras la ataba de brazos y la colocaba boca abajo sobre el diván.

—Tú no eres puta, Ruth… tú eres mía. Te di poder para que me sirvieras, no para que olvidaras a quién le perteneces.

Ryan, sentado en una esquina, no podía dejar de mirar. Su mandíbula se tensó. Cada sonido que Ruth emitía, cada jadeo que salía de su boca, no era placer: era rendición. Y eso lo enfureció. Su mano apretó el vaso de whisky que le habían servido. Lo sentía: celos. No del cuerpo… sino del control.

Dante volvió la vista hacia él, como si lo supiera.

—¿Y tú, Ryan? ¿Eres hombre… o solo un testigo? Tal vez quieres probar lo que se siente ser tomado sin permiso.

Ryan se levantó, caminó lentamente hacia él, lo miró de frente.

—¿Sabes qué? Me encantaría quedarme para ver cómo pierdes esa seguridad en la mirada, pero tengo mejores cosas que hacer… como conservar mi dignidad.

Ruth levantó la mirada, y durante un instante, se vio una lágrima. Pero no de dolor. Era otra cosa. Un rastro de alguien que ya no estaba del todo.

—Eres libre de irte —dijo Dante con indiferencia.

—Siempre lo he sido. Pero tú no —le respondió Ryan antes de girarse con una elegancia cargada de veneno.

Antes de salir del salón, una figura que había pasado desapercibida hasta entonces lo observó desde las sombras. Una mujer mayor, de unos 50 largos, cuerpo imponente y vestido de seda azul petróleo. Pelo recogido, cuello alargado como una bailarina de otro tiempo… y esos ojos.

Ryan los reconoció al instante. Aunque no sabía por qué. Esa mujer le resultaba… familiar.

La mujer alzó su copa, lo miró y sonrió con sutileza, como si dijera: “nos veremos pronto”.

Ryan bajó las escaleras con el corazón alterado, los pensamientos revueltos, y una certeza brutal: lo que acababa de ver no era sexo. Era poder en su forma más sucia y adictiva. Y Ruth… Ruth ya no era la mujer que creía conocer.

Afuera, la noche lo recibió con brisa húmeda y el eco de gemidos que aún no podía borrar de su mente.

Y en su cabeza… volvía esa frase:

“Esto ya no es deseo… es una condena disfrazada de placer.”

Capítulo 4 – Parte 10

El fuego de Raquel

Ryan cerró la puerta del auto con rabia contenida. Afuera, el jardín húmedo exhalaba olor a tierra y deseo rancio. Caminó por el corredor lateral de la mansión, tratando de alejarse del eco de los gemidos de Ruth. “¿A los pies de ese cabrón?”, se repetía. No le dolía el cuerpo, le dolía el ego. El orgullo. La memoria.

Entonces la vio.

Raquel. Apoyada en el barandal de la terraza privada, copa en mano. Vestido de seda azul petróleo ceñido al cuerpo, escote profundo, piernas cruzadas. Era la clase de mujer que no necesita hablar para ordenar. Sus ojos eran cuchillas de humo. Y Ryan… era el hombre perfecto para sangrar.

—¿Te excita verla así? —preguntó sin voltear.

—No me excita. Me enferma —respondió él con la voz seca, con esa mezcla de rabia y necesidad que lo carcomía por dentro.

Raquel sonrió sin mostrar dientes.

—¿Enferma o excita? A veces, querido, son lo mismo.

—No todos fuimos diseñados para lamer botas —escupió Ryan con cinismo.

—No. Tú fuiste hecho para perder el control… lentamente.

Dio un paso hacia él. Su perfume era sutil, adictivo, con notas de almizcle y venganza. Ryan la miró de arriba abajo. Tacones aguja color vino, uñas rojas, cuello largo, cabello recogido con un broche antiguo. No era joven. No era inocente. Y eso lo hizo aún más peligroso.

—¿Por qué estabas ahí? —preguntó él, acorralado sin quererlo.

—Porque no todos los testigos son pasivos. Algunos observamos para saber cuándo actuar —dijo ella, tomando su copa, y caminando despacio hacia el pasillo interior—. Acompáñame… o sigue huyendo de tu reflejo.

Ryan la siguió. Tal vez porque la deseaba. Tal vez porque necesitaba olvidarse de Ruth. O tal vez porque algo en Isadora le recordaba a otra mujer que ya no podía nombrar sin estremecerse.

Entraron en una habitación decorada como un salón antiguo: paredes de terciopelo gris, un gran espejo de cuerpo entero, cortinas espesas, una cama con dosel negro. Había incienso encendido y una botella de coñac abierta.

Raquel se sentó en la orilla del lecho y se quitó los tacones con lentitud, como si desnudarse fuese un ritual. Ryan permanecía de pie, con los puños apretados, como un niño al que nadie abrazó a tiempo.

—Estás furioso. Herido. Excitado. Frustrado. Todo junto. Me gusta.

—¿Y tú? ¿Solo una cazadora aburrida que colecciona hombres rotos?

Raquel se levantó, lo rodeó con pasos suaves, felinos.

—No. Yo soy la mujer que sabe qué hacer con ese tipo de hombres… —le murmuró al oído—. ¿Quieres castigarla? Usa mi cuerpo. ¿Quieres castigarte a ti? Déjame hacerlo por ti.

Lo besó. No con dulzura. Con violencia elegante. Con lengua afilada y manos frías que sabían por dónde ir. Ryan respondió empujándola contra la pared. La besó como si le arrancara la boca, mientras le subía el vestido y tocaba su piel firme, curtida de experiencia.

Raquel lo mordió en el cuello, y él gimió como no lo hacía desde hacía años.

—Quítate la ropa —ordenó ella.

Ryan lo hizo. Quedó desnudo frente al espejo, observando su cuerpo tenso, deseoso, como una fiera hambrienta. Isadora se arrodilló frente a él. Lo miró. Lo sostuvo.

—Esto no es sexo. Esto es catarsis —dijo, y le tomó el sexo en la boca con una delicadeza que contrastaba con la furia de su mirada.

Ryan cerró los ojos. Su mente viajó a Ruth, pero también… a Apolonia. Por un segundo, fue esa adolescente con la falda subida y los labios manchados. Por un segundo, Raquel fue todas las mujeres que lo rompieron. Y eso… lo volvió loco.

La levantó, la giró y la puso de espaldas contra la cama. La penetró de pie, fuerte, rápido, brutal. Ella jadeaba sin miedo, sin pudor, sin necesidad de fingir.

—Eso… así… descárgalo todo en mí.

Se revolcaron entre las sábanas como dos bestias tristes. Ella arriba, montándolo con ritmo perfecto. Luego él, sujetando sus muslos, lamiéndole los pies con rabia, como si allí estuviera la fuente de todo su delirio. Raquel reía, lloraba, se mordía los labios. En medio del clímax, gritó un nombre.

Ella no gemía, gruñía. No suplicaba, ordenaba. No se rendía, se abría como quien lanza una trampa. Y Ryan, aún intoxicado por la humillación de ver a Ruth a los pies de Dante, se entregó con furia.

Raquel lo mordía, le rasguñaba la espalda con las uñas perfectamente pintadas, y él respondía con embestidas que eran una forma de castigo, de exorcismo. La hizo gritar, la obligó a decirle cosas que ni ella parecía haber dicho antes. Se dejó lamer los pies, chupó los tacones que aún no se había quitado, le ató las muñecas con la corbata de él y la montó sobre el espejo del armario mientras ella reía como una bruja poseída.

—¿Eso es todo lo que tienes? —le provocó un susurro ronco—. ¿Así se coge a una mujer como yo?

Ryan no respondió. Solo la giró y la tomó desde atrás con un rugido contenido. Su cinismo no era verbal esta vez. Era físico, animal, una ironía corporal. Se vengaba del mundo con cada embestida.

Y cuando la tuvo arqueada, abierta y entregada, con las piernas temblando bajo sus tacones de aguja, hubo un momento —uno solo— donde Raquel lo miró con esa sonrisa entre el placer y la burla, tan similar a la que recordaba de otra boca. Ryan se quedó quieto un segundo, aturdido. Pero el cuerpo de Raquel lo reclamó de vuelta. Y él respondió, como siempre lo hacía, enterrando la duda en su forma más primitiva: follando.

Capítulo 4 – Parte 11

La última orden

El sol de la mañana acariciaba la piscina con una tibieza engañosa, como si el mundo no hubiera cambiado en las últimas cuarenta y ocho horas. Pero Ryan sabía que nada era igual.

Sentado en una tumbona con su café negro entre las manos, contemplaba la superficie del agua como si esperara encontrar respuestas allí. Las sombras de las palmeras se mecían con el viento suave, pero en su cabeza el caos seguía latiendo.

La escena de Ruth a los pies de Dante… su obediencia, su gemido ahogado, el rostro perdido entre el deseo y la sumisión… lo perseguía como un puñal sin empuñadura. Aún podía oler la mezcla de perfume caro y sudor, aún sentía el agravio palpitando en el pecho. Pero lo ocultaba con su mejor máscara: una sonrisa cínica y un silencio cómodo.

Entonces las vio llegar.

Ruth encabezaba el pequeño grupo. Iba impecable, como siempre, aunque con el rostro algo más serio. A su lado, las chicas: provocativas, maquilladas con precisión, como si el espectáculo nunca se detuviera. Nadie dijo nada al principio. Se sentaron. El desayuno fue una danza muda de cubiertos, miradas esquivas y bocados amargos.

Cuando terminaron, Ruth les lanzó una mirada seca y las chicas, obedientes, se levantaron sin preguntar. Solo quedaron ellos dos. Ruth lo miró con una mezcla de determinación y culpa.

—Necesito hablar contigo —dijo, rompiendo el silencio.

Ryan levantó una ceja, girando apenas la taza en sus manos antes de responder.

—¿De verdad quieres hablar de lo de anoche? ¿O solo necesitas que te perdone para seguir con la función?

Su voz era suave, pero cada palabra cortaba como vidrio molido. Ruth bajó la mirada por un segundo. Luego la alzó, firme.

—Solo quiero explicarte…

—No conmigo, Ruth. No hoy. —Dejó la taza sobre la mesa con un sonido seco—. Yo estaba ahí para protegerte. Para protegerlas. No para ver cómo te arrastras por la alfombra como una mascota bien entrenada.

Ella apretó los labios. Algo en su expresión se quebró por dentro, pero no se permitió llorar. Solo asintió.

—Antes de volver, hay un último encuentro. Uno importante. Necesito que vengas conmigo. Solo será este más, lo prometo.

Ryan se quedó en silencio unos segundos. Lo miró todo: el jardín perfecto, el lujo asfixiante, las huellas invisibles de lo que ya había vivido allí.

—Me están pagando, ¿no? —dijo finalmente, con su tono sardónico habitual—. Supongo que no puedo renunciar justo antes del gran final.

La habitación era más grande que cualquier otra. Ventanales altos, cortinas rojas, luces tenues como de teatro. En el centro, una especie de diván, alfombras gruesas, columnas de mármol… y un aroma que mezclaba incienso, cuero y vino caro.

Raquel los esperaba allí.

Estaba impecable: un vestido largo de terciopelo negro, escote profundo, labios rojo sangre, tacones altísimos. El tipo de mujer que sabía que todos la mirarían y no les daría permiso para tocar.

Ruth y las chicas entraron en silencio. Las puertas se cerraron tras ellas.

—Llegaron tarde —dijo Raquel sin moverse de su trono improvisado—. Eso ya es una falta. Pero se los perdono… porque me deben algo. Todas.

Ruth bajó la cabeza. Las chicas también. Ryan cruzó los brazos, de pie junto a la puerta.

—¿Así que ahora tú eres la clienta?

—¿Ahora? —Raquel sonrió con malicia—. Siempre lo fui. Solo estaba esperando mi turno.

Y no vine sola esta vez.

Una figura apareció en la sombra de uno de los pasillos laterales. Dante. Impecable como siempre, con esa sonrisa perturbadora, como si su presencia fuera desestabilizadora de la realidad.

—¿Te sorprende, Ryan? —dijo Raquel sin mirarlo del todo—. Dante y yo no solo somos socios… somos uno.

Ryan apretó la mandíbula. Todo encajaba. La crueldad elegante. El sadismo pulido. La forma en que Ruth lo temía… y la forma en que Isadora lo había tocado.

—Qué pareja tan encantadora —murmuró con ironía—. Deberían tener su propio programa.

—Tal vez lo tengamos —replicó Dante—. Pero hoy tú eres parte del elenco.

Raquel se puso de pie y caminó lentamente hacia Ruth, rodeándola como una serpiente. Le levantó el rostro con dos dedos. Luego hizo lo mismo con las otras dos chicas.

—Hoy… ustedes serán mis muñecas. Mis perras obedientes. Y tú, Ryan… participarás. O ellas sufrirán más de lo que merecen.

Ryan sintió cómo algo en su estómago se contrae. Miró a Ruth. A las chicas. Y luego a Raquel, que lo desafiaba con la mirada. Quiso negarse. Quiso marcharse. Pero no podía. Aún no.

—Dame las reglas —dijo finalmente, con una sonrisa amarga—. Si vamos a jugar, juguemos bien.

Lo que siguió fue una coreografía perversa, Raquel convirtió a Ruth en su alfombra. A las chicas en sus juguetes. Las hizo gatear, lamer, obedecer con cada fibra del cuerpo. La humillación era elegante, casi artística. Una exhibición de poder sutil, como el veneno en un perfume caro.

Ryan cumplía cada orden con precisión. Por fuera parecía indiferente, pero por dentro… cada caricia impuesta, cada gesto forzado, lo llenaba de rabia. Rabia contra Isadora, contra Dante, contra Ruth… y contra sí mismo.

Cuando le llegó el turno a él, Raquel se desnudó lentamente. Lo hizo con una gracia casi teatral. Pero esta vez, Ryan no se dejó seducir.

La tomó. No con ternura. No con deseo. Con furia contenida. Cada embestida era una respuesta muda a lo que le hicieron a Ruth. A lo que lo obligaron a presenciar. A lo que despertaron dentro de él.

La hizo gemir. Suplicar. Desordenar su perfecta melena negra mientras él la dominaba sin piedad.

—¿Eso es lo que querías? —le susurró al oído— ¿Ser usada como usaste a las otras?

Raquel solo jadeó. Sus uñas arañaban la espalda de Ryan como si pidiera más.

Y él se lo dio. Hasta que no quedó ni un espacio de duda entre los dos.

Cuando todo terminó, Ryan se duchó solo. El agua caliente caía sobre su cuerpo como si pudiera lavarlo de lo que acababa de vivir. Cerró los ojos.

Ruth, de rodillas.

Raquel, vencida.

Dante, en la sombra.

Y él… atrapado en un laberinto de deseo, lealtad y furia.

Nada era blanco o negro ya. Solo tonos de rojo, como las cortinas de aquella habitación.

Se miró al espejo, aún empapado, y dejó escapar una risa seca.

—Jodido paraíso —susurró—. Jodido infierno.

La guerra apenas comenzaba.

Capítulo 4 – Parte 12

Las noches de Apolonia

Había pasado mes y medio desde aquel último encuentro con Ruth y Raquel. Ryan no volvió a responder sus mensajes, ni llamadas, ni siquiera miró las historias que Ruth subía de vez en cuando como una súplica silenciosa. En su mundo, el silencio era la mejor forma de sobrevivir al ruido de los recuerdos. Y los de Isadora eran ruidosos, indomables, casi enfermizos.

Durante ese tiempo, se enfocó en su trabajo como inspector. Volvió a sus rutinas, a los pasillos fríos de la estación, al café amargo de las siete de la mañana y a las eternas jornadas en las que fingía no recordar. Pero lo hacía. Cada vez que Apolonia gemía con esa mezcla de inocencia fingida y desenfreno real, algo se le encendía en la nuca, como una descarga maldita. Y sin embargo, seguía viéndola.

Apolonia se convirtió en su amante fiel, su válvula de escape, su droga sin culpa. No hablaban de sentimientos ni de pasados. Solo se buscaban para follar. Y eso bastaba.

Lo buscaba por mensajes a medianoche o lo esperaba en el estacionamiento de su edificio con minifalda, sin ropa interior y una sonrisa de niña perversa.

La primera noche que lo llevó a una de sus fiestas universitarias, Ryan supo que estaba entrando en otro mundo: uno donde nadie lo conocía, donde podía ser sólo un hombre más con una copa de whisky en la mano y una mujer hermosa bailando para él. Chicas en ropa interior, baños con parejas encerradas, condones usados en las escaleras… Era como entrar en una película sin guion, donde el deseo escribía cada escena.

Esa noche, Apolonia se puso un vestido rojo ajustado, sin sujetador, y unas botas negras de charol hasta la rodilla con tacón de aguja. Lo llevó a una habitación donde ya había una pareja teniendo sexo. Sin decir una palabra, se subió a la cama, se arrodilló, le bajó la bragueta a Ryan y comenzó a chupársela mientras los otros los miraban. El morbo de ser observado le encendía el alma.

—Míralos, se están excitando con nosotros —dijo ella, con la lengua aún acariciando la punta de su pene.

Esa fue la primera vez que Ryan tuvo sexo mientras otro hombre lo miraba y una mujer se masturbaba al ritmo de sus embestidas. Lo miraban como si fuera parte del espectáculo, y en cierto modo lo era. Solo que esta vez era por placer y no negocios

Las semanas siguientes fueron una espiral de deseo: sexo en el carro, en las escaleras del edificio, en los baños de bares donde apenas se saludaban antes de penetrarse contra la pared.

Una tarde, Apolonia lo llevó a casa de una amiga. Al entrar, Ryan notó que había varias chicas y un par de tipos fumando porros y jugando a quitarse prendas con cada trago de tequila. Las luces tenues, el reguetón de fondo, los cuerpos sudorosos… Era una orgía esperando ocurrir.

Apolonia se le acercó por detrás, le mordió el lóbulo de la oreja y susurró:

—Hoy quiero verte con otra… Quiero verte cogerla mientras yo me masturbo viéndote.

Y así fue. Una morena de curvas impresionantes se le montó encima mientras Apolonia, desnuda, con medias de red y los labios brillantes por el vino, se tocaba los pezones y gemía su nombre. Ryan sentía el cuerpo ajeno bajo él, pero veía a Apolonia, en esa perversa forma de amar que ella tenía, sin amar a nadie realmente.

El primer intercambio llegó en una fiesta donde las reglas se anunciaban al entrar: nadie juzga, nadie obliga, todos disfrutan. Mientras Apolonia cabalgaba a un chico joven, Ryan tenía a una chica rubia en cuatro, y aun así, sus ojos se cruzaron desde extremos opuestos de la habitación. Era como si el sexo con otros sólo fuera una excusa para desearse más.

Por las mañanas, Rebeca. Siempre Rebeca.

Su compañera en la estación, la mujer que con solo sonreírle le sacaba una mueca, que con un comentario cínico sobre el machismo en la comisaría lograba hacerlo reír sin querer. Era joven, inteligente, con un cuerpo que el uniforme no lograba esconder del todo. Y aunque no había tocado un solo centímetro de su piel, la tensión entre ellos era más intensa que con muchas a las que sí había follado.

—¿Algún día vas a decirme por qué tienes esa mirada de tipo que lo ha vivido todo… y que aún así quiere más? —le dijo ella una vez mientras firmaban unos papeles.

—Tal vez cuando tú dejes de usar ese perfume que me dan ganas de meterte en la sala de interrogatorios —le respondió sin mirarla, sabiendo que la estaba provocando.

Y así pasaban los días: ella con su humor punzante y su uniforme ajustado, él con su cinismo y su deseo contenido. Pero solo por las mañanas. Porque al caer la noche, volvía a Apolonia.

La última vez, fue en el estacionamiento trasero de una discoteca. Ella se sentó en el capó del carro, se abrió de piernas sin decir nada y se masturbó mirándolo. Ryan se acercó, se la comió sin prisa mientras ella gemía su nombre y le decía que ninguna la hacía venirse así. Después, se la folló de pie, agarrándola del cuello con una mano, mientras con la otra la levantaba por la cintura.

Cuando terminó, Apolonia lo abrazó con fuerza, con una mezcla de sudor y ternura repentina.

—No te enamores de mí, viejo… porque yo sí podría joderte de verdad.

Ryan no respondió. Solo la miró y pensó que, tal vez, ya estaba jodido desde antes de conocerla.

Capítulo 4 – Parte 13

Zapatos peligrosos y deseo contenido

La mañana empezó con un llamado inesperado.

Ryan fue citado a la oficina central, no como parte del equipo de inteligencia, sino como alguien que debía recibir una nueva responsabilidad confidencial. El jefe de operaciones lo miró con esa mezcla de respeto y cinismo que solo usaba cuando sabía que estaba por ponerle una bomba emocional entre las manos.

—Vamos a infiltrar a una agente en una organización de prostitución ilegal que opera como red de trata —dijo con tono grave—. Necesitamos a alguien que cause impacto, que se vea joven, sensual, pero con suficiente entrenamiento para sostener el juego. Y creemos que Rebeca es perfecta.

Ryan apretó la mandíbula.

—¿Rebeca? —repitió—. ¿Y yo?

—Tú serás su superior operativo —añadió el jefe sin rodeos—. Ya trabajaron juntos. Fuiste su instructor en la academia, la conoces bien. Y tú tienes la experiencia para este tipo de operaciones. Además… confiamos en tu control emocional.

Ryan no dijo nada.

—Rebeca fue la mejor de su promoción. Inteligente, calculadora, adaptable. Y bueno… físicamente, es exactamente lo que ellos buscan. Ya está enterada. Aceptó.

—¿Y quién más está asignado al caso? —preguntó Ryan, con el corazón latiendo como si anticipará un caos inevitable.

—La fiscal encargada será Gabriela, una experta en casos de trata y corrupción judicial. Te la presentamos hoy. Trabajarán muy cerca.

Y así comenzó el incendio.

La primera vez que Ryan la vio entrar con ese vestido, supo que estaba jodido.

Rebeca llevaba un vestido corto color vino, ceñido al cuerpo, sin tirantes, sin sostén… sus pezones marcaban sutilmente bajo la tela delgada, y sus tacones tipo aguja color nude con pulsera al tobillo brillaban bajo la tenue luz de la sala de reuniones. Caminaba como si supiera exactamente dónde estaban todos los ojos… pero solo le importara uno. El de él.

—¿Estás cómodo, Ryan? —preguntó sin verlo directamente, tomando asiento frente a él con las piernas cruzadas, dejando ver un mínimo de encaje oscuro.

El perfume que usaba era dulce, punzante, con fondo a vainilla caliente y cuero suave, y le llegó justo cuando se inclinó hacia adelante para revisar unos archivos. Ryan tragó saliva. Ella estaba ahí para seducir a otros, para infiltrarse, para jugar con fuego… pero el primero en arder era él.

Durante toda la reunión, Rebeca se movió con ese lenguaje secreto que hablaban sólo sus caderas, su voz pausada, su cuello al descubierto. Y él, sin poder tocarla, sin poder gritarle lo que le hacía por dentro, sonreía como un idiota profesional.

Esa noche, Ryan fue directo a casa de Apolonia. No necesitaba hablar. Solo necesitaba apagar el incendio.

—¿Qué demonios te pasa hoy? —preguntó Apolonia, desnuda, mientras Ryan la penetraba con fuerza desde atrás, agarrándola por la cintura como si necesitara afirmarse a la realidad.

—Nada… —jadeó él, mordiéndole el hombro.

—Mientes —sonrió ella, girando la cabeza para mirarlo con lujuria—. ¿Te gusta pensar en otra mientras me follas?

Ryan no contestó. Solo embistió más profundo. Ella no se quejaba, al contrario. Abrió más las piernas, arqueó la espalda, y lo retó con una mirada sucia y deliciosa.

—Entonces imagina, Ryan… pero córrete dentro de mí pensando en ella —susurró Apolonia, acariciándose el clítoris sin pudor.

Ryan acabó con rabia. Y con culpa. Y con deseo.

Los días siguientes fueron una tortura erótica continua. Rebeca cambiaba de vestuario cada día. Vestidos entallados, tacones afilados, blusas transparentes, lencería a la vista. Se le escapaban detalles pequeños que él sabía que eran intencionales: una tanga negra asomándose cuando se agachaba, un botón de más desabrochado, una carcajada exagerada. Rebeca estaba jugando. Pero no con el objetivo… con él.

Y entonces apareció ella. Gabriela.

Fiscal del caso, recién asignada a colaborar con Ryan y Rebeca. Una mujer de unos 45 años, de piel canela, rostro fino, labios carnosos, ojos color miel, y una melena larga y castaña que caía sobre sus hombros con una elegancia desarmante. Tenía un cuerpo firme, curvas de gimnasio y vino tinto, y se vestía como una jueza con permiso para pecar: blazer entallado sin blusa, pantalón ajustado de pinzas, y tacones rojos oscuros con punta metálica.

Su voz era grave, pausada, erótica sin querer serlo, y la forma en que lo miró la primera vez fue suficiente para que Ryan supiera que esa mujer no era ingenua.

—He leído tus informes —le dijo una tarde, cuando quedaron solos en la sala de evidencias—. Razonamiento lógico, agudo… pero hay algo más. Una especie de… instinto.

Gabriela se acercó un poco más de lo necesario. Ryan sintió el calor de su cuerpo. Su perfume era distinto al de Rebeca: más maduro, envolvente, con notas de madera y almizcle, como si escondiera secretos en cada roce.

—¿Instinto? —preguntó Ryan, mirándola a los labios.

—Sí —respondió ella, bajando la mirada hacia su camisa—. El mismo que tienen los que… saben cómo actuar bajo presión. O placer.

El silencio se hizo espeso. Ella lo sostuvo con la mirada. Luego sonrió… como si acabara de desnudarlo con los ojos.

Minutos después, cuando Ryan salió al pasillo, encontró a Rebeca allí. Apoyada contra la pared, con una blusa blanca transparente y una falda lápiz negra, las piernas cruzadas, y unos tacones negros charol con plataforma. Lo miró como si lo hubiera estado esperando. O espiando.

—¿Todo bien con la fiscal Gabriela? —preguntó con una sonrisa afilada—. Tiene un estilo… dominante, ¿no te parece?

Ryan parpadeó. No sabía si responder con la verdad o con ironía. Pero no hizo falta. Rebeca se acercó, lo olió sutilmente, y le susurró al oído:

—Ten cuidado, Ryan. No todos los zapatos de tacones que te fascinan… caminan para ti.

Y se fue. Sus caderas se balancearon como péndulos de relojería, marcando el tiempo de su próxima jugada.

Ryan se quedó ahí, mirando. Sintiendo cómo el deseo se volvía un campo minado… y él, sin quererlo, ya había pisado el primero.

Días después, comenzó la primera fase operativa de la misión. Un encuentro con uno de los reclutadores clave de la red, bajo vigilancia oculta.

Rebeca llegó vestida con una minifalda negra de cuero, blusa blanca sin sujetador, y tacones plateados con tacón de aguja delgado como una navaja. Llevaba gafas de marco grueso, pelo lacio suelto y labios brillantes de gloss. Parecía una muñeca salida de un catálogo erótico.

Ryan la observaba desde el centro de comando móvil, con auriculares puestos y un monitor frente a él.

—¿Te gusta el whisky? —preguntó el criminal, un exbanquero venido a menos que ahora manejaba chicas para empresarios de ultramar.

—Me gusta sentirlo en la lengua antes de tragarlo —respondió Rebeca, mirándolo directo, cruzando las piernas de forma indecente.

Ryan vio cómo ella tomaba el vaso, lo pasaba por sus labios, y luego lamía la gota que caía por el borde. El tipo se removía en su asiento. Rebeca fingía inocencia mientras dejaba asomar la tanga por el borde de la falda.

Pero no fue el criminal el que sufrió más. Fue Ryan. Sabía que todo ese show estaba dirigido también a él.

Ella sabía que él estaba mirando.

Cuando regresaron a la base, Ryan subía por las escaleras cuando Gabriela apareció al final del pasillo.

Vestía un conjunto negro ajustado: falda de tubo, blusa con escote profundo apenas cubierto por un blazer abierto, y tacones de gamuza color vino. Llevaba los labios oscuros, y una mirada cargada de preguntas.

—¿Puedes venir un momento a mi oficina? —preguntó sin darle opción.

Adentro, lo esperaban luces tenues, aire cargado de perfume, y silencio. Gabriela cerró la puerta con llave sin decir nada. Caminó hacia él lentamente. Luego se detuvo frente a él.

—Tu agente hizo un buen trabajo —dijo con tono ambiguo—. Muy buen trabajo.

Ryan asintió.

Gabriela se acercó un paso más.

—¿Tú también estabas excitado? —preguntó sin rodeos, sus dedos jugando con el borde del blazer de Ryan.

—No es profesional.

—Tampoco lo es esto —susurró, y deslizó un dedo por el cuello de su camisa, bajando lentamente hasta su pecho.

Se quedaron mirando. La tensión era insoportable. Pero Gabriela no avanzó más. Se apartó con una sonrisa peligrosa.

—Lo mejor de los límites… es que uno puede elegir cuándo romperlos.

Esa noche, Ryan llegó al apartamento de Apolonia aún más cargado. Ella lo esperaba con una bata de seda roja abierta, sin ropa interior, y unos tacones altísimos de charol negro.

—¿Otra vez con esa mirada de animal acorralado?

—Necesito follarte.

—¿Y yo qué crees que estoy esperando?

La tomó contra el ventanal. La penetró con rabia, mientras ella se apoyaba con una mano en el cristal. Los tacones repiqueteando con cada embestida, el reflejo de sus cuerpos desnudos en el vidrio los multiplicaba.

—¿Pensaste en ella de nuevo?

—En las dos —murmuró él.

Apolonia rió, con el rostro encendido de placer.

—Entonces fóllame como si no pudieras tenerlas… pero quisieras olvidarlas.

Y así lo hizo. La poseyó en silencio, como si cada embestida fuera una confesión no dicha.

A la mañana siguiente, en la sala de análisis, Gabriela y Rebeca coincidieron por primera vez a solas. Ryan entró después, con el café aún caliente en la mano, y las encontró midiendo fuerzas con la mirada.

Rebeca se giró hacia él. Llevaba un vestido azul marino con tirantes finos, sin espalda, y tacones nude de charol. La línea de su espalda era una invitación a pecar. Gabriela, sentada, cruzó las piernas con lentitud, dejando que su falda se deslizara un poco más arriba de lo debido.

—Buenos días, caballero —dijo Gabriela—. Llegas justo a tiempo para la tensión.

—¿De qué tipo? —preguntó Ryan.

—Del tipo que te hace elegir qué fuego te va a consumir primero.

Ambas sonrieron. Ambas sabían.

Y él… ya estaba quemado.

Capítulo 4 – Parte 14

Entre la línea y el abismo

La noche olía a sexo sucio y a perfume caro. El bar estaba lleno de hombres que sabían lo que buscaban y mujeres que fingían no saber lo que ofrecían. Rebeca era una de ellas esa noche.

Vestía un conjunto de cuero negro ajustado al cuerpo, corset con encaje, medias de red hasta los muslos y tacones de charol rojo que crujían al pisar. El cliente objetivo era un juez jubilado con fama de pagar caro por chicas que supieran llorar por placer o por miedo.

Desde la sala de monitoreo, Ryan sentía cada paso como un disparo en su sien.

—No te acerques tanto, mantén el rol, pero no te expongas —le había dicho antes de entrar.

Pero Rebeca estaba dispuesta a cruzar esa línea. Estaba jugando con fuego. Con el suyo, con el del tipo, con el de todos.

—¿Cómo te llamas, muñeca? —preguntó el juez, acariciándole el muslo con descaro.

—Rita —mintió Rebeca, dejando que su falda se subiera apenas unos centímetros más.

El tipo deslizó su mano por la parte interna de su pierna.

Ryan se levantó de golpe en la sala de vigilancia.

—¡Mierda…!

—Aguanta —dijo Gabriela, que estaba sentada junto a él, observando cada detalle—. Ella aún controla la situación.

Pero cuando el tipo intentó llevarla hacia una sala privada, Rebeca le apretó la mano con fuerza y le susurró algo al oído. La cara del hombre cambió: primero confusión… luego miedo.

—Está amenazando —dijo Ryan, reconociendo el código que le había enseñado en la academia.

—Es buena —murmuró Gabriela, sin dejar de mirar la pantalla—. Y lo está haciendo por ti.

Ryan no respondió. No podía.

Horas después, en la sede provisional del operativo, Gabriela y Ryan quedaron solos.

—No dormiste anoche, ¿verdad? —preguntó ella, sirviéndose un poco de coñac en un vaso corto.

—No duermo bien hace semanas.

Gabriela se acercó. Estaba vestida de civil. Camisa blanca de lino, suelta, sin sostén. Pantalón beige y sandalias con un tacón mediano. Lo sencillo en ella era aún más letal.

—Estás agotado. Vulnerable. Y en el filo de algo —dijo mientras le alcanzaba el vaso.

Ryan la recibió, pero no bebió.

—¿Algo como qué?

Gabriela se acercó un paso más. Le acomodó el cuello de la camisa, con dedos lentos, como si no fuera un gesto profesional sino íntimo.

—Algo como mí.

No lo besó. Pero acercó su rostro lo suficiente para rozarle la boca sin contacto. El silencio fue más elocuente que cualquier gemido.

Luego se apartó, dándole la espalda. Fue peor que si lo hubiera tocado. Mucho peor.

Esa misma noche, Ryan recibió un mensaje urgente de Apolonia: una ubicación, sin contexto. Él ya sabía qué significaba.

La fiesta de la universidad estaba en su punto máximo. Alcohol, música electrónica, luces estroboscópicas y sudor. Nadie lo saludó. Nadie lo notó. Solo lo miraban pasar como si fuera un error en la programación de la noche.

La encontró en una habitación del segundo piso. Apolonia estaba medio inconsciente, tirada en una cama, con la blusa rota y la falda subida. Tres tipos rodeándola. Uno ya sin camisa. Otro grabando con el móvil. Otro bajándose el cierre.

Ryan vio rojo. Lo demás fue instinto: puños, gritos, sangre. Golpes con técnica pero con rabia acumulada.

Los tres salieron huyendo, uno con la nariz rota, otro llorando.

Ryan alzó a Apolonia en brazos. La llevó a su auto. No dijo nada.

La bañó con cuidado. Agua tibia. Jabón suave. Le quitó la ropa sin mirar con deseo, sino con una mezcla de dolor y furia. Ella murmuraba cosas incoherentes. Lloraba dormida.

La acostó. Le puso hielo en la frente. Se quedó despierto toda la noche, viéndola respirar.

A la mañana siguiente, cuando ella despertó, se incorporó lentamente. Ryan estaba vistiéndose para irse.

—Tuviste suerte esta vez —dijo él, sin mirarla—. Llegué justo a tiempo.

Apolonia no respondió al principio. Luego, con voz seca, dijo:

—Qué lástima que no llegaste en las otras veces.

Ryan se detuvo. El mundo pareció callarse.

—¿Qué?

—Nada… —respondió ella—. Ya es tarde, ¿no? Tienes otra vida que proteger.

Ryan se fue sin decir más. Pero el nudo en el pecho lo acompañó hasta la base.

Esa noche, había un nuevo objetivo. Un bar llamado “Domina”. Fiestas privadas, máscaras, fetiches caros. Tenían confirmación de que parte de la red estaría allí. Rebeca entraría con una nueva identidad. Ryan y Gabriela estarían afuera coordinando.

Lo que Ryan no tenía planeado era que la siguiente misión era en ese lugar y mucho menos era verla a ella

Ruth.

Apareció en la entrada del edificio base con un dossier en la mano, gafas oscuras, y ese aire de control sereno que siempre había tenido.

—Me llamaron para reforzar la cobertura externa y preparar la coartada legal de Rebeca, siempre es un placer ayudar a la policia—dijo, sin sonreír.

—¿Por quién?

—Gabriela. Dijo que necesitaba a alguien que pudiera actuar sin enredarse emocionalmente.

Ryan tragó saliva. Ruth lo miró fijo.

—¿Estás bien, Ryan?

—No lo sé.

—Mentiroso.

Gabriela apareció justo en ese momento. Les interrumpió con una carpeta.

—Tenemos un plan —dijo—. Esta noche vamos a bailar con demonios.

Y al parecer… no iban a hacerlo solos.

La noche había caído con una lentitud angustiante, como si el universo conspirara para prolongar esa mezcla venenosa de deseo, miedo y dudas. Ryan no había logrado sacar de su cabeza las últimas palabras de Apolonia. Esa confesión velada, apenas susurrada con la mirada vidriosa por el alcohol, lo perseguía:

Qué lástima que no llegaste tú en otras ocasiones…

Aquello había encendido una alarma en su pecho. ¿Qué quiso decir exactamente? ¿Había sido víctima antes? ¿De quién? ¿Por qué nunca se lo dijo?

Pero no era momento de distraerse.

El operativo en el bar “Domina” estaba en marcha. Y era demasiado arriesgado como para titubear.

Rebeca ajustaba su corsé negro frente al espejo del camerino, mientras Ruth, vestida con una elegante blusa translúcida que dejaba ver un sujetador de encaje vino tinto, la observaba con una mezcla de ternura y severidad. El club estaba a punto de abrir sus puertas al público exclusivo de esa noche. Un desfile de fetiches, poder y sumisión los rodeaba.

—Escúchame bien, pequeña —le dijo Ruth mientras le colocaba con precisión una pulsera con cámara oculta—. Aquí todos están jugando un rol… pero hay una línea muy delgada entre actuar y caer.

—Lo sé —respondió Rebeca, con voz firme pero con los ojos cargados de tensión.

—No lo sabes todavía —corrigió Ruth, acercándose más—. Tú eres hermosa, joven… y lo que llevas puesto no es un disfraz para ellos, es una invitación.

Rebeca bajó la mirada. Ruth levantó su mentón con un dedo.

—Pero estás preparada. Solo recuerda esto: el control siempre es tuyo. El poder no está en lo que muestras, sino en lo que decides no dar.

En la sala de monitoreo, Ryan observaba los múltiples ángulos del club a través de los monitores. Gabriela estaba sentada muy cerca, con las piernas cruzadas, usando un vestido entallado color rojo vino que parecía pintado sobre su cuerpo. La pantalla principal mostraba a Rebeca entrando al salón principal del club junto a Ruth. El lugar era una mezcla de sensualidad decadente y teatralidad oscura: jaulas colgantes, camas con esposas, danzas eróticas y azotes consentidos. Todo parecía un espectáculo, pero Ryan sabía que allí se escondía algo mucho más peligroso.

—Se ve increíble… —comentó Gabriela, lamiéndose apenas el labio inferior al ver la imagen de Rebeca—. ¿Siempre fue así de… provocativa?

Ryan no respondió. Su mandíbula estaba tensa. En la pantalla, Rebeca se acercaba a un hombre corpulento, uno de los sospechosos que lideraba la red de prostitución ilegal. Lo saludaba con una sonrisa coqueta y le ofrecía una copa de vino. La mano del hombre se posó rápidamente en la parte baja de su espalda, demasiado baja.

Gabriela notó la reacción de Ryan.

—Es solo una operación, ¿cierto? —susurró, inclinándose sobre su hombro, su perfume invadiendo su espacio—. Pero entiendo que ver todo esto… puede ser algo excitante.

Apoyó su mano sobre el muslo de Ryan.

Él la detuvo suavemente, sin mirarla.

—Concéntrate —le dijo—. Esto puede ponerse feo.

En la pista central del club, Rebeca era ya el centro de las miradas. Ruth se mantenía cerca, siempre un paso atrás, observando a los hombres como una leona custodiando a su cría. Uno de los clientes intentó rozar los muslos de Rebeca al invitarla a bailar, y ella reaccionó con naturalidad, esquivando con elegancia y dándole solo lo justo para mantener el juego sin perder el control.

—Excelente manejo —le susurró Ruth al oído, apareciendo por detrás—. Solo un poco más y lo harás hablar.

El objetivo de la noche era conseguir acceso a los privados VIP del lugar, donde se sospechaba se cerraban los acuerdos más sucios: selecciones de chicas, pruebas de “mercancía”, pagos en efectivo y cámaras clandestinas. Ruth sabía que presionar demasiado podía arruinar la misión. Así que tomó la mano de Rebeca y le dijo en voz alta, para ser escuchadas:

—Ven, muñeca. Vamos a enseñarte lo que significa obedecer.

Y la guió por un pasillo oscuro hacia las habitaciones traseras.

En el monitor, Ryan vio cómo Ruth y Rebeca desaparecen por la zona restringida. Su corazón se aceleró.

Gabriela deslizó su silla aún más cerca.

—Dime algo, Ryan… ¿Qué parte de todo esto te excita más? ¿Ver cómo tu ex alumna se deja tocar? ¿O cómo tu antigua amante ahora es su instructora?

Ryan tragó saliva. Las imágenes frente a él eran puro fuego. El sonido ambiente que llegaba de las cámaras era un gemido constante, risas sensuales, azotes rítmicos.

Gabriela deslizó su zapato de tacón sobre el zapato de él.

—¿Y si te lo pregunto de otra forma? ¿Quién te calienta más ahora mismo: ella… o yo?

Ryan cerró los ojos un segundo. Pero no contestó.

En el cuarto privado, Ruth empujó suavemente a Rebeca contra una pared acolchada, como parte del show. Un par de clientes las observaban a través del cristal de visión parcial. Ruth sabía que estaban siendo grabadas también por cámaras ocultas del club, lo cual era perfecto para la evidencia. Rebeca, sin embargo, estaba nerviosa. Su respiración era agitada.

—Relájate —le susurró Ruth, como quien habla a una amante—. Aquí mandamos nosotras.

La besó suavemente en el cuello, un gesto que era actuación y a la vez un escudo. Cualquier avance físico lo controlaría ella.

Uno de los hombres afuera preguntó:

—¿La estás entrenando?

Ruth se giró, con una sonrisa felina.

—Todavía está en formación… pero es obediente.

En la sala de control, Ryan se levantó abruptamente.

—Tengo que salir a revisar la zona B.

Gabriela lo siguió con la mirada, sin moverse.

—¿Revisar… o respirar?

Ryan no respondió.

Mientras bajaba por las escaleras internas del club, su mente era una tormenta. El cuerpo de Rebeca entre luces rojas, la lengua afilada de Gabriela susurrándole tentaciones, la imagen de Apolonia con los ojos vidriosos diciéndole que no siempre tuvo suerte…

Y Ruth. Ruth de nuevo en el tablero, tan sensual como peligrosa.

Aquella noche, todos sus pecados bailaban frente a él, disfrazados de misión.

Y Ryan… estaba a punto de cruzar otra línea.

Capítulo 4 – Parte 15

No es correcto… pero lo vi todo

El cuarto VIP del bar “Domina” tenía una iluminación tenue, casi teatral. Telas rojas colgaban de las paredes y espejos estratégicos duplicaban el espectáculo desde todos los ángulos. Ruth y Rebeca entraron como si fueran cómplices desde siempre Rebeca, acariciando primero su cuello, luego sus pechos. Rebeca se tensó, pero no se apartó. Sabía que cada gesto estaba siendo monitoreado. El contacto empezó como una simulación… pero Ruth conocía su cuerpo. Con un movimiento sutil, le desabrochó el vestido desde atrás, dejándolo caer lentamente.

En la unidad móvil, Ryan contuvo el aliento.

—Esto ya es demasiado… —murmuró, apartando la mirada por un instante, pero sin poder evitar volver a ver la pantalla. Gabriela, sentada a su lado, cruzó las piernas lentamente, con sus tacones brillando bajo la luz del monitor. No dijo nada, pero su rostro se sonrojó.

—¿Estás bien, jefe? —preguntó con un tono entre cínico y provocador.

Ryan no respondió. Las imágenes eran demasiado intensas. Ruth, ahora completamente entregada a su papel, besaba los pezones de Rebeca, que se mordía los labios. Un cliente encendió un puro. Otro se acercó al oído del más gordo y le dijo en voz baja:

—Con estas dos podemos repetir lo de la vez pasada… lo de los rusos. Grábalo todo, que pagarán el doble.

El micrófono oculto captó todo. Gabriela anotaba los detalles, pero sus pupilas estaban dilatadas.

—Jefe… Esto nos está dando mucho más de lo que esperábamos. ¿Seguro que no quiere ver más?

Ryan se puso de pie de golpe.

—Mejor dejo el control en tus manos. No es correcto ver a Rebeca así… —dijo, fingiendo calma, pero con el corazón latiendo como tambor de guerra.

Salió al pasillo y apoyó la frente contra la pared. Respiró hondo. Cerró los ojos. Pero las imágenes seguían allí, tatuadas en su mente: Ruth acariciando con los labios el vientre de Rebeca, deslizándose entre sus piernas, Rebeca jadeando, ya perdida entre la misión y el placer real.

En el cuarto VIP, Ruth susurró:

—¿Lo sientes ya? ¿Ves que no era tan difícil? Siéntelo… Disfrútalo.

Rebeca ya no actuaba. Sus caderas se movían con ritmo propio. Los dedos de Ruth la guiaban, con precisión quirúrgica. Y los clientes, extasiados, hablaban entre ellos como si ya fueran los dueños de ambas.

Una cámara captó el rostro de Ruth justo en el momento exacto en que miró fijamente al lente, sabiendo que Ryan estaba del otro lado. Sonrió con cinismo, mientras presionaba su lengua contra el clítoris de Rebeca, que gimió en voz alta. Un gemido real. Casi doloroso. Casi… de rendición.

Los clientes reían, brindaban. Uno de ellos, con un puro en la mano, dijo algo sobre “entrenar a las nuevas como se debe”, y la mirada de Ruth se volvió más intensa.

—Sígueme el juego —le dijo, esta vez en tono más serio—. Si no haces esto real, ellos no hablarán. Y yo no pienso dejar que te toquen. Pero tienes que confiar en mí.

Ruth la tomó del rostro y la besó. No fue un beso suave. Fue crudo, con lengua, con dientes, con deseo. Y Rebeca respondió. Primero por deber… luego por deseo propio.

Las manos exploraron. Los cuerpos se entrelazaron sobre el sillón de terciopelo. Ruth se arrodilló frente a ella y le levantó la falda, lamiéndola mientras la miraba directo a los ojos. Rebeca gimió. Los clientes sonreían, animados, hablaban entre ellos con menos cuidado, confesando operaciones, nombres, detalles… justo lo que necesitaban.

—Más abajo… sí, ahí… —susurró Rebeca, mientras se perdía en las caricias expertas de Ruth.

La escena fue tan real que los hombres ni siquiera notaron cuando Ruth activó el pequeño transmisor de audio oculto bajo su tacón de aguja.

Ryan caminaba en círculos fuera de la unidad móvil. El aire nocturno le quemaba el rostro. Pensaba en Apolonia, aún dormida en su casa. Pensaba en su confesión. Pensaba en Ruth. En Rebeca. En Gabriela. Y, sobre todo, en él mismo, atrapado entre el deber, el deseo y el pasado.

—No es correcto —repitió en voz baja.

Pero ya no sabía si hablaba de lo que veía…

O de lo que sentía.

En el VIP, cuando los clientes empezaron a acercarse demasiado, Ruth se puso de pie y, como si fuera parte del número, ordenó:

—La chica está agotada. Denle aire si quieren que siga jugando la próxima vez.

Los clientes rieron. Ruth tomó a Rebeca de la mano y la sacó de allí con elegancia, rumbo a su camarín personal, una suite apartada del resto del bar.

Ryan y Grabiela ya tenían bastantes pruebas e información, aunque a él le parecía que faltaba una pieza para poder cerrar el caso, eso le decía su sexto sentido policial. Grabriela era un poco más optimista y veía ya el caso cerrado.

Gabriela les envió un mensaje de texto a Rebeca y a Ruth para felicitarlas, “Buen trabajo, es todo por hoy, nos vemos mañana”. Mientras Ryan intentaba despejar su mente fuera de la habitación de control bebiendo un trago de whisky para que lo ayudará a relajarse y despejar la mente luego de unas horas intensas en todo sentido.

Que te parece si vamos a otro lugar a celebrar esta victoria y te invito a tomar algo mejor que eso que tienes en la mano – dijo Gabriela

Minutos más tarde en el departamento de Gabriela…

Ryan bebía whisky, intentando apagar el fuego que lo consumía. Gabriela, descalza, con un vestido satinado negro sin sostén, le llenaba la copa con calma.

—¿Sabes qué me calienta, Ryan? —le dijo en voz baja—. Verte así. Reprimiéndote. Con esa cara de querer follar pero no poder. Es como ver a una bomba a punto de estallar.

Ella se acercó, se sentó en sus piernas, y comenzó a besarle el cuello. Él no resistió. La empujó contra la pared. La levantó con fuerza, deslizando el vestido por las caderas. Gabriela envolvió sus piernas en la cintura de él y se rió, ronca, hambrienta.

—Vamos, inspector. Descárgate.

Sabes, a veces el control es solo una ilusión —murmuró ella mientras desabrochaba lentamente su vestido, dejando que el tejido caiga como una promesa al suelo.

Ryan la siguió, dejando que la pasión lo arrastrara. La besó con una fuerza y una urgencia que borraba las tensiones de la jornada. Cada caricia era un grito silente contra el dolor de lo que había presenciado. El sexo se volvió una danza rítmica y salvaje, sin preámbulos, donde Gabriela se convirtió en la protagonista del desenfreno.

Gabriela, con la voz entrecortada y el cuerpo entregado, le susurró a Ryan:

—Esta noche, olvida todo. Olvida a la traición y al deber. Sólo tú y yo, y deja que el placer borre esas cicatrices.

La habitación se llenó de gemidos, de roce de piel contra piel, y de un calor que parecía fundir la rabia en placer efervescente. Entre besos intensos, susurros subidos de tono y la cadencia de movimientos precisos, Ryan se dejó llevar, encontrando en Gabriela el refugio y la tentación que tanto lo atormentaban.

¿Piensas en ella? —susurró—. ¿O piensas en mí cuando me metes así?

Ryan no contestó. Solo gruñía, más animal que hombre.

Gabriela lo cabalgó con fuerza, el cuerpo cubierto de sudor, el pelo alborotado, los tacones aún puestos. Le susurró una frase mientras se venía:

—Yo soy la puta elegante que siempre vas a necesitar, aunque te niegues.

Cuando la madrugada se asomó tímidamente, sus cuerpos, ya exhaustos y cubiertos de sudor, reposaban en una intimidad compartida. Ryan, en la penumbra, se dejó mecer por la melodía interna de su contradicción: la tristeza de una misión que había dejado cicatrices y el inconfundible goce de ser seducido por una mujer que sabía transformar el deseo en redención.

Mientras tanto en el camarín personal de Ruth, una vez que los clientes se retiraron, ella fue directamente donde había dejado a Rebeca, entró y sin decirle nada la besó de nuevo. Esta vez con ternura. Rebeca la miró confundida.

—¿Fue parte de la misión?

—¿Tú qué crees? —preguntó Ruth, quitándole el corsé con cuidado, sin romper el silencio que se había formado entre ambas.

entre sábanas perfumadas y una tenue luz dorada, Ruth tomó a Rebeca entre sus brazos.

—Esta noche, tú eres mía —susurró con una autoridad que no admitía réplica, pero con ternura en el timbre de su voz—. Déjate llevar, confía en lo que sientes.

Rebeca, todavía temblorosa por la intensidad de lo ocurrido, empezó a entregar cada centímetro de su ser. La pasión se hizo tangible, y lo que empezó como una actuación se transformó en una entrega genuina. Ruth exploró su piel con besos y caricias, enseñándole a disfrutar sin miedo, a transformar el terror en placer. Cada roce, cada gemido, se volvió parte de una lección íntima y erótica en la que la sumisión y el poder se abrazaban en un juego prohibido.

Las horas se deslizaron en un torbellino de sensaciones, donde la risa, la seducción y el deseo se fusionaron en un acto liberador. Cuando finalmente el cansancio y la satisfacción llegaron, se encontraron entrelazadas, con los latidos compartidos y la certeza de haber cruzado una línea que, en ese instante, no podía separarse.

Mientras la madrugada se afianzaba, en el interior del apartamento de Gabriela, el ambiente se calmó, salvo por los ecos de su pasión en la penumbra. Una pantalla dividida se dibujó en la mente de Ryan: en un lado, la imagen de Ruth guiando a Rebeca, enseñándole a entregar su vulnerabilidad y transformarla en poder; en el otro, la figura elegante y provocadora de Gabriela, sumergiéndose en un sexo desenfrenado con Ryan, liberando toda la tensión acume. Las cámaras escondidas transmitían en vivo hacia la unidad móvil, donde Ryan y Gabriela los observaban con atención… y deseo contenido.

—Recuerda, Rebe… Esto no se trata solo de actuar. Si te riges por el guión, serás descubierta. Debes aprender a dejarte llevar… conmigo —susurró Ruth mientras acariciaba el muslo de Rebeca, que temblaba levemente bajo su vestido negro, corto,

sin sostén ni ropa interior, tal como Ruth le había enseñado.

Rebeca tragó saliva. Su maquillaje era impecable, labios rojos y mirada delineada. Sabía que debía seducir, pero lo que no esperaba era que su antigua instructora fuese tan hábil en confundir los límites entre realidad y actuación. Ruth, con botas altas de cuero y corsé ajustado, irradiaba poder y experiencia.

—Yo te guiaré —le dijo Ruth mientras se sentaban juntas sobre un diván frente a los clientes, todos hombres trajeados, con copas en mano y sonrisas lascivas—. Solo mírame a los ojos… y no pienses.

En la mente de Ryan, resonaba la estrofa de aquella canción que parecía haber sido elegida para la ocasión:

«Era una máquina rápida,

mantenía su motor limpio,

era la mejor mujer que he visto en mi vida.»

Esa melodía, que encendía recuerdos y pasiones, cerró la noche con un toque poético.

El destino, entre sombras y luces, había trenzado caminos de placer y poder

Capítulo 4 – Parte 16

Un día de tregua, una noche de guerra

Tras despedirse de Gabriela, aún con el aroma a sexo fresco pegado a su piel, Ryan necesitaba aire. No de la calle, sino del alma. Le urgía silenciar las voces internas, calmar la rabia que aún le hervía por dentro y frenar el vértigo de contradicciones que lo atravesaban.

Tomó el teléfono y llamó a Apolonia.

—No vayas a clases hoy —le dijo con voz suave pero firme—. Hoy quiero estar contigo. Solo contigo. Ponte algo cómodo y busca un traje de baño. Te paso a buscar en veinte minutos.

Ella no hizo preguntas. Le bastó escuchar el tono diferente en su voz para obedecer.

Ryan la llevó a desayunar cerca del mar. Luego, se perdieron en la playa, entre risas y silencios compartidos. Se propuso desconectarse del mundo, dejar atrás las misiones, los secretos, la culpa, y simplemente… existir. Aunque Apolonia se le insinuó varias veces —con sus gestos, sus miradas largas, sus roces intencionados—, él se mantuvo distante, disfrazando su cinismo de ternura. Le dejó claro que no estaba allí por sexo.

Al mediodía almorzaron en un restaurante frente al mar. La brisa acariciaba el rostro de Apolonia y el salitre acentuaba el brillo en sus ojos. En medio de la sobremesa, Ryan fue directo.

—¿Qué quisiste decir anoche con eso de “lástima que no llegaste antes para salvarme”?

Apolonia bajó la mirada. Su voz, cuando habló, era apenas un susurro roto.

—Cuando vivía con mi madre… antes de entrar a la universidad… Su esposo, mi padrastro, abusó de mí. Muchas veces. Me convirtió en su esclava sexual durante años.

Ryan apretó los puños bajo la mesa. Un nudo caliente le trepaba por la garganta.

—¿Tu madre lo sabía?

—Sí —dijo ella con una lágrima resbalando por la mejilla—. Y no hizo nada. Por eso me fui. No la veo desde hace tiempo… aunque ella sigue pagando mis gastos. Me llama de vez en cuando, pero yo evito todo contacto.

Ryan tuvo que contenerse para no presionar más. Cada fibra de su cuerpo deseaba saber el nombre del hombre, su dirección, y volar hasta allá a arrancarle la vida. Pero no lo hizo. En lugar de eso, le propuso ir al cine.

Pasaron la tarde entre películas, helado y gestos tímidos. Pero al llegar a casa de ella, frente a la puerta, Apolonia lo miró fijamente.

—Gracias por regalarme un día distinto… pero no quiero que termine así.

Se acercó, lo besó lento, y añadió:

—Esta noche… no quiero que me cojas, Ryan. Quiero que me hagas el amor. Quiero sentirme querida. Aunque sea solo por esta vez.

La noche fue lenta, íntima, distinta. No hubo prisas ni posiciones acrobáticas. Solo dos cuerpos hablándose con caricias, y un alma rota intentando remendar entre suspiros.

Al volver a casa, Ryan sintió que algo había cambiado. Pero no tuvo tiempo de analizarlo. Al revisar su teléfono encontró más de sesenta llamadas perdidas. Mensajes de Rebeca y Gabriela reventaban la pantalla.

“¿Dónde estás?”

“Todo cambió. El operativo es esta noche.”

“El Cuarto Rojo. Ruth ya está adentro. Rebeca también.”

Ryan se duchó en tiempo récord, se puso el traje, cargó su arma y corrió hacia el centro de control improvisado en una habitación oculta dentro del local. Las cámaras y micrófonos ya estaban instalados en puntos estratégicos. Gabriela lo esperaba con expresión tensa.

Antes de entrar al operativo, Ruth pidió hablar a solas con él. Ryan aún la miraba con desdén, rencoroso, dolido. Pero ella no se detuvo.

—Dante me llamó hace menos de una hora. Está en la ciudad… y viene al Cuarto Rojo esta noche. Con socios. Por negocios y placer.

La sangre de Ryan hirvió.

Dante.

El mismo monstruo que había destruido tantas vidas.

Y para colmo, traía consigo a Raquel.

Cuando los vio entrar por los monitores, soltó entre dientes:

—Lo que me faltaba…

—¿Estás bien? —preguntó Gabriela, extrañada por su reacción.

—Tan bien como un examen de próstata. Acaban de entrar al local mis dos personas menos favoritas del planeta.

En el salón principal, Ruth recibía a Dante con una sonrisa forzada. Él, con su arrogancia habitual, exigió el cuarto VIP. Ruth se tensó al instante. Justamente allí habían colocado las cámaras ocultas. Intentó sugerir otra habitación, pero él la fulminó con la mirada.

Ya instalados, Dante exigió ver un espectáculo. Ruth llevó a Rebeca y a otras tres chicas al cuarto VIP. Ellas entraron con sensualidad, jugando su papel. Las luces tenues, la música envolvente y el ambiente cargado de morbo convirtieron el cuarto en un templo pagano del deseo.

Rebeca comenzó el baile, lenta, provocadora, acariciando su propio cuerpo mientras las otras chicas se tocaban entre sí. Ruth entró al juego, besó a una de ellas y luego se arrodilló frente a Rebeca, besando su vientre, lamiendo sus muslos. El espectáculo subía de tono. Dante y Raquel observaban sedientos, jadeantes.

—Haz que se bese con la morena —ordenó Dante.

—Ahora hazla arrodillarse —añadió Raquel con voz grave, húmeda de deseo.

Desde el cuarto de control, Ryan y Gabriela veían todo. El corazón de Ryan latía a mil por hora.

—No podemos dejar que entren en el juego… —murmuró, tenso.

Y entonces los vio. Dante y Raquel comenzaron a desvestirse.

Ryan reaccionó al instante.

—¡Gabriela! Ve al camerino de Ruth. Ponte algo provocativo, muy provocativo. Te quiero lista en dos minutos. Vamos a intervenir.

—¿Estás seguro?

—No hay tiempo para dudas. Tienes buen cuerpo, úsalos. Yo iré detrás. ¡Vamos!

Unos minutos después, cuando Dante estaba a punto de abalanzarse sobre Rebeca, la puerta del cuarto VIP se abrió de golpe. Entraron Ryan y Gabriela, fingiendo estar borrachos y excitados.

—¡Vaya, vaya! —rió Dante—. Si no es Ryan… ¡decidió pasarse al lado oscuro de la fuerza!

—Pues sí —respondió él con cinismo—. El lado oscuro es más divertido… y tiene muchas más libertades sexuales. ¿Qué dices si hacemos una fiesta oscura entre todos?

—Me encanta la idea —apoyó Raquel, lamiéndose los labios.

Gabriela, con un vestido rojo ceñido, sin ropa interior, se acercó a Ruth y le susurró:

—Saca a Rebeca. Ya.

Ruth entendió al instante. Se aproximó con discreción a Rebeca, la tomó por la cintura y la llevó fuera de la habitación como parte del “juego”. Le dijo al oído:

—Ve al cuarto de control. No salgas de allí. Pase lo que pase.

Rebeca se marchó con pasos temblorosos, sin mirar atrás.

La orgía comenzó.

Gabriela fue la primera en desnudarse. Se subió a la mesa y comenzó a bailar mientras Ryan la miraba con deseo fingido. Ruth se unió, besándola, lamiendo su cuello. Los hombres de Dante aplaudían y comenzaban a desvestirse.

Raquel se acercó a Ryan, le acarició el pecho y lo besó con agresividad. Él respondió, jugando su papel, mientras en su mente solo pensaba en resistir el asco.

El sexo se volvió salvaje. Cuerpos mezclados, lenguas cruzadas, manos por todos lados. Ruth y Gabriela se besaban mientras Dante penetraba a una de las chicas frente a todos. Ryan simulaba placer, dominando a Raquel, dándole lo que quería con su cinismo.

Y desde el cuarto de control, Rebeca… lo veía todo. Su respiración agitada, los ojos llenos de rabia, celos, impotencia. Veía a Ryan desnudo, participando. Y entendía: estaban salvándola… al precio de perder un poco de sí mismos.

Y lo peor… era que eso los excitaba.

La imagen de Ryan desnudo, empujando con fuerza entre cuerpos ajenos, la llenaba de rabia. Él, que la había entrenado, que la cuidaba, que la miraba con esa intensidad que la hacía temblar… ahora estaba allí, follando sin alma como un actor en una película sucia. Pero lo que más la desgarró fue ver a Gabriela besando a Ruth, mordiéndole el cuello, devorándose con pasión.

Sintió celos. Celos que dolían y excitaban a partes iguales.

Porque Rebeca se sentía atraída por Ruth desde el primer día que la vio. Por sus curvas, su forma de caminar, su mirada maternal y dominante. Y ahora, verla sometida por otra mujer frente a todos la descolocaba.

Gabriela se la estaba comiendo como si fuese suya. Como si ya no quedará espacio para nadie más. Y eso le dolía. Le ardía.

Y luego estaba Ryan. Su Ryan.

Viéndolo coger a Raquel sin culpa, acariciar a otra chica mientras se reía, fingiendo placer, sí… pero también disfrutando del poder, del rol, del deseo que generaba.

¿Y yo? —pensó Rebeca con los ojos vidriosos—.

¿Por qué no me miran a mí así? ¿Por qué no soy yo la que está ahí?

Apoyó una mano sobre el escritorio. El monitor mostraba a Ruth arqueándose de placer mientras Gabriela la besaba entre las piernas, y a Ryan dominando a Raquel por detrás. Un espectáculo entre lo degradante y lo sublime.

Y ella, sola. Observando.

Deseando.

Sufriendo.

Imaginando.

—Son míos —susurró con rabia contenida, acariciándose el muslo por instinto—.

Ruth… Ryan… Gabriela… algún día serán míos. Todos.

Porque ya no se trataba de una misión.

Era una obsesión. Venganza. Fiebre. Sexo. Poder.

Y eso… recién comenzaba.

Capítulo 4 – Parte 17

El Juicio de los Cuerpos y los Pecados

El eco de los gemidos todavía flotaba en sus memorias cuando Ryan y Gabriela se miraron con complicidad en la penumbra de la suite VIP. Ruth dormía exhausta en un rincón del sofá, aún desnuda, abrazada al cuerpo tibio de Rebeca. Todo había salido bien… demasiado bien. Pero sabían que aún no era el momento de hacer caer a la bestia. No esa noche. Dante se iría libre. Por ahora.

—No podemos actuar todavía —murmuró Gabriela, acomodándose la blusa sin apuro—. Ruth aún está dentro… y si esto se filtra, la pondremos en peligro.

Ryan asintió en silencio. Sus ojos recorrieron la escena una vez más, guardándose como prueba viviente de lo que debía acabar.

Horas más tarde, en la oficina, los tres agentes estaban sentados alrededor de la mesa de operaciones. Ryan, Gabriela y Rebeca. El ambiente era denso, espeso, cargado de deseo y silencios prolongados. Ninguno quería decirlo en voz alta, pero el recuerdo de la noche anterior hervía en la piel de los tres.

Gabriela, con su elegancia indomable, hablaba del informe mientras, bajo la mesa, sus piernas cruzadas lentamente dejaban entrever un fragmento de lencería negra. Su mente, sin embargo, no estaba del todo en el caso. Visualizaba a Ruth desnuda, lamiendo miel de los dedos de Ryan, su voz jadeante mezclados con la suya en una fantasía donde los tres se perdían en un mar de sábanas mojadas.

Ryan intentaba concentrarse en los documentos, pero los labios de Rebeca le nublaban el juicio. Esa boca firme y desafiante, el recuerdo de sus piernas abiertas sobre el sillón rojo… El deseo lo carcomía por dentro.

Y Rebeca, sentada frente a él, fingía leer. Pero en su cabeza, las escenas se repetían una y otra vez. Ryan poseyendo a aquellas mujeres sin piedad, con fuerza, con hambre… como ella deseaba que la tomara a ella. Sentía celos de Gabriela, de Ruth, incluso de las desconocidas. Pero también de Ryan. Porque en medio de ese deseo ardiente por él… también sentía una punzada por Ruth. Esa mujer dulce y salvaje a la vez, que la había tocado sin siquiera rozarla.

Un cruce de miradas, un suspiro contenido, y el informe estaba listo.

Ryan regresó a casa esa noche con el cuerpo agotado pero la mente alerta. Se quitó la camisa, se duchó en silencio, y apenas terminó de vestirse, escuchó los golpes en la puerta.

Abrió.

—Hola, Vecino —dijo Apolonia con una sonrisa que desarmaba a cualquiera—. Quiero presentarte a alguien…

Él palideció cuando la vio.

Raquel.

Y a su lado… Dante.

Un nudo le apretó el estómago. La rabia le subió como bilis. Si su cuerpo no hubiese estado tan bien entrenado, tal vez se habría desplomado.

—Mi mamá y su pareja, Dante —dijo Apolonia con orgullo, sin notar la tensión—. Me gustaría que almorzaras con nosotros.

Los tres fingieron no conocerse. El cinismo flotaba en el aire como un veneno dulce. Ryan sonrió con una cortesía afilada como un bisturí.

—Será un placer —mintió.

Durante el almuerzo, cada frase, cada bocado, era una amenaza disfrazada. Raquel reía, Dante servía vino, Apolonia hablaba emocionada. Pero Ryan no podía apartar de su mente lo que ella le había contado: las violaciones, la complicidad, el silencio cómplice de esa mujer que tenía frente a él.

Estaba a punto de levantarse e irse, pero no lo hizo. No iba a dejar sola a Apolonia con esos monstruos.

Al final, cuando se despedían en la puerta, Dante se acercó como un demonio disfrazado de caballero.

—Nos vemos esta noche en el Cuarto Rojo. Hay otra reunión especial.

Ryan apenas movió la cabeza. Apolonia no lo notó.

Apenas salió del edificio, Ryan marcó el número de Gabriela.

—Tenemos la confirmación. Esta noche. Dante, Raquel… todos estarán ahí.

—Perfecto —respondió Gabriela—. Acaban de darme la orden del juez. Los vamos a atrapar a todos.

Esa noche, la habitación VIP volvió a llenarse de sombras, música y cuerpos. Pero esta vez, era diferente.

Ryan, Gabriela y Rebeca se levantaron al mismo tiempo, sincronizados, impecables.

—Gracias por invitarnos nuevamente —dijo Gabriela, con una sonrisa irónica—. Les tenemos una sorpresa. Una que no olvidarán jamás.

En ese instante, las puertas se abrieron violentamente. Policías armados entraron como una tormenta, reduciendo a todos.

Ryan sacó su placa. Rebeca lo imitó.

—Están todos bajo arresto.

El caos se apoderó del salón, pero no había escapatoria.

Ryan se volvió hacia Rebeca con una sonrisa orgullosa.

—Te lo ganaste, chica. Haz los honores.

Rebeca, con los ojos brillantes y una furia contenida en su voz, comenzó a leer los derechos de los detenidos. Su voz era firme, autoritaria… triunfante.

Una vez en la salida, mientras subían a los vehículos, Ryan pidió un momento a solas con Raquel y Dante.

Se acercó despacio, mirándolos a los ojos.

—Ahora pagarán por todos sus pecados… Por todo lo que hicieron.

Se inclinó levemente hacia Dante, su voz se volvió un cuchillo.

—Voy a hacer que sufras en prisión. Voy a asegurarme de que te hagan lo mismo que le hiciste a Apolonia. Todos sabrán lo que hiciste. Cada noche será tu castigo.

Dante intentó mantener la compostura, pero su mirada tembló.

—Y antes de irme —añadió Ryan—, tengo algo más que decirte…

Se inclinó más cerca, sus ojos como brasas.

—Mucho gusto. Espero que adivines mi nombre… Te doy una pista: el infierno viene conmigo. Y es a donde tú y Raquel irán.

Se giró sin esperar respuesta.

—Llevenselos.

Los policías cerraron la puerta con un golpe seco. La justicia, al fin, había comenzado.

La adrenalina aún corría por sus venas cuando las sirenas se desvanecieron en la distancia. La habitación VIP ahora era solo un recuerdo contaminado de placeres fingidos, cuerpos entrelazados, perversión y traición. Un escenario de lujo corrompido que finalmente había revelado su verdadera cara: un altar donde se oficiaban los crímenes más viles bajo la apariencia de fantasías consensuadas.

Rebeca se quedó de pie junto a la barra, con el corazón palpitando como si aún estuviera en medio de la redada. Su cuerpo temblaba, pero no de miedo. Era una mezcla brutal de sensaciones: justicia, alivio, deseo… y una rabia que no lograba deshacer del todo. Miró a Ryan mientras él daba sus últimas órdenes a los agentes y sintió algo que ya no podía seguir ocultando.

Durante semanas lo había deseado en silencio, pero ahora algo más se encendía dentro de ella. Lo había visto liderar, tomar decisiones bajo presión, pero también lo había visto desnudo —emocional y físicamente— en aquella noche de orgía, entregado, dominante, pasional. Y al mismo tiempo, había sentido celos profundos por Gabriela, por Ruth, incluso por Apolonia… aunque esta última la enterneciera. No eran celos de posesión, sino de deseo frustrado. Quería sentir lo que esas mujeres habían sentido. Quería ser poseída por él.

Pero lo que más le dolía, era la reacción inesperada de su propio corazón cuando Gabriela se desnudó junto a Ruth. Una punzada que no venía sólo del deseo… sino de una atracción que no comprendía del todo. ¿Quería a Ryan? Sí. ¿Pero también deseaba tocar a Ruth, probarla, explorar ese fuego que le vio en los ojos? Maldita sea… sí.

Rebeca se apoyó contra la pared, cerró los ojos y se dejó caer, agotada emocionalmente. Por fin todo había terminado. Habían atrapado a los monstruos. Pero en su interior se había liberado otro tipo de bestia. Una que no tenía que ver con la justicia, sino con lo que había descubierto de sí misma. De su cuerpo. De su mente.

En otra esquina, Ryan se quedó solo bajo una lámpara de luz tenue. Sus puños estaban cerrados, sus mandíbulas tensas. Había enfrentado a Dante. Lo había mirado a los ojos. Le había dicho lo que tantos años había querido escupirle con odio. Y sin embargo, no se sentía completamente satisfecho. Porque, aunque sabía que su venganza sería lenta y dolorosa, no había forma de borrar lo que ese hombre había hecho. Ni de proteger del todo a Apolonia del pasado. La justicia rara vez podía devolver lo robado. Solo podía castigar.

Pero no era solo eso lo que le inquietaba. En la redada vio cosas que lo descolocaron. Rebeca lo había sorprendido. Su valentía, su astucia, pero también la forma en que lo miraba. Había una intensidad distinta en su mirada esa noche. Una mezcla entre admiración y hambre.

Y Gabriela… Gabriela seguía siendo su espejo oscuro. Su aliada. Su pecado compartido. El deseo entre ellos seguía latente, sin resolverse del todo, como un incendio contenido por deber.

Esa noche, el mundo se había ordenado a la fuerza. Pero dentro de él, todo estaba aún desordenado. No sabía si el infierno se lo había llevado con Dante… o si seguía dentro de su propio pecho.

Ryan y Rebeca se cruzaron en silencio al salir del club. No dijeron nada. Solo una mirada. Larga. Intensa. Inquietante.

El caso estaba cerrado.

Pero la historia entre ellos… apenas comenzaba.

Capítulo 4 – Parte 18

La calma después del fuego

La mañana en la oficina tenía un aire distinto. Se respiraba triunfo, alivio… pero también ese vértigo que llega cuando se ha tocado el límite y se sobrevive para contarlo.

Ryan se presentó temprano, con el rostro serio de siempre, aunque sus ojos delataban algo distinto: una mezcla de orgullo, cansancio y esa extraña melancolía que suele acompañar a las victorias difíciles. En cuanto cruzó la puerta, lo esperaban los aplausos. Gabriela y Rebeca estaban ya allí, sonrientes, vestidas impecablemente, irradiando ese tipo de seguridad que sólo se gana con sudor y sangre.

—Buenos días, jefe —dijo Rebeca, con una media sonrisa pícara, guiñandole el ojo—. Parece que esta vez salimos vivas del fuego.

Ryan esbozó una leve sonrisa. Por dentro, sentía un nudo de emociones.

El director de operaciones y la fiscal general los reunieron en la sala principal. Las palabras fueron breves, pero contundentes. Felicitaciones por el cierre del caso, reconocimientos públicos por la valentía y efectividad del equipo… pero había más.

—Ryan —dijo el director, mirando al detective con respeto—, por haber liderado con determinación una de las operaciones más complejas del año, y por haber demostrado un compromiso inquebrantable con la justicia, se te otorga esta mención especial al mérito y un ascenso a Inspector Jefe.

Aplausos. Una palmada fuerte en su espalda. Gabriela lo abrazó con fuerza, más cercana que nunca. Rebeca, de pie junto a él, lo miró con una mezcla de admiración y algo más… algo no dicho, tal vez no permitido aún, pero inevitable.

—Gabriela —continuó el fiscal—, después de revisar tu desempeño excepcional en esta operación, el Consejo ha decidido ofrecerte un nuevo cargo: el puesto de jueza penal. Es hora de que impartas justicia desde el estrado.

La sorpresa en el rostro de Gabriela fue evidente. Se tapó la boca con la mano, mientras todos aplaudían. Ryan le apretó suavemente la mano, y ella lo miró con ojos húmedos. Lo habían logrado. Juntos.

Y entonces vino el anuncio final.

—Rebeca —… por tu valentía, por haberte infiltrado en una red de prostitución clandestina y haber arriesgado tu vida por esta causa, has sido promovida oficialmente al rango de detective. Eres la más joven en obtener este ascenso en los últimos diez años. Felicitaciones.

Rebeca parpadeó, incrédula. Luego sonrió como una niña, con los ojos llenos de fuego. Ryan la abrazó brevemente, sintiendo cómo ese abrazo se le quedaba pegado a la piel. Recordó todo lo que habían vivido en tan poco tiempo. Su cuerpo, su fuerza, su rabia, su deseo. Su valor.

Al salir de la sala, el pasillo se llenó de abrazos, miradas cómplices y silencios que decían más que las palabras. Era el cierre de un capítulo. Pero también el inicio de otro. Uno más íntimo, más peligroso quizás… más humano.

Gabriela caminó al lado de Ryan hasta su oficina.

—¿Te das cuenta? Lo logramos —le dijo, con voz baja—. Sobrevivimos a todo. Incluso a nosotros mismos.

Él no respondió. La miró a los ojos. En ese instante, supo que las heridas no sanaban solas. Había cosas que seguirán ardiendo mucho después de que se apagaran las llamas.

Y entre esas brasas, tres nombres se grababan en la historia: Ryan, Gabriela… y Rebeca.

La celebración fue improvisada, pero intensa. Gabriela propuso usar su ático privado, un lugar elegante y amplio con terraza, perfecto para brindar por los logros… y para lo que vino después. Todos llegaron puntuales, vestidos con una mezcla de formalidad y deseo reprimido. Ryan llevaba una camisa negra abierta en el pecho, sin corbata. Gabriela, un vestido rojo ceñido con espalda descubierta y tacones de aguja que resonaban con autoridad cada vez que caminaba sobre el mármol. Rebeca apareció con un conjunto negro de falda corta y blusa transparente, sin sostén. Ruth llegó última, con un pantalón de cuero ajustado y un top de encaje que dejaba sus pezones apenas visibles. La tensión se cortaba con las miradas.

Las copas empezaron a circular. El primer brindis fue por la justicia. El segundo, por la nueva etapa de cada uno. Y el tercero… por los pecados que vendrían.

—¿Y tú, Ryan? —preguntó Gabriela, acercándose con su copa de vino y mirándolo a los ojos—. ¿Por qué brindamos?

Él dudó unos segundos. Observó a las tres mujeres frente a él. Su historia. Su deseo. Su maldita debilidad por todas.

—Por lo que aún no nos atrevemos a decir… pero esta noche quizás lo confesemos.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Ruth sonrió y tomó asiento en el sofá junto a Rebeca. Sus piernas se rozaban. Gabriela se sentó frente a Ryan cruzando las piernas lentamente, con ese gesto ensayado que dominaba como una profesional del deseo. El encaje rojo asomaba entre sus muslos. Rebeca tomó la palabra, con voz serena, pero cargada de intención.

—¿Sabes qué me excita? Verlos jugar a que todo es normal… cuando todos aquí ya sabemos que estamos rotos. Pero juntos, somos dinamita.

Ryan la miró con sorpresa. Gabriela rio. Ruth encendió un cigarro.

—Ya no hay secretos entre nosotros, ¿cierto? —dijo Ruth, exhalando el humo con sensualidad—. Nos vimos desnudos en más sentidos que uno. Yo ya no tengo vergüenza… Si quieren jugar, juguemos.

El silencio duró apenas unos segundos más. Gabriela fue la primera en levantarse. Se acercó a Rebeca, la tomó por la nuca y la besó sin pedir permiso. Rebeca respondió al instante. Ryan sintió un escalofrío. Ruth se sentó sobre sus piernas y comenzó a besarle el cuello, mientras desabotonaba lentamente su camisa. Todo se volvió turbio y brillante a la vez, como un sueño húmedo y demasiado real.

Los zapatos de Gabriela resonaron mientras caminaba hacia la terraza, con Rebeca detrás. Ruth se levantó, tomó a Ryan de la mano y lo condujo como un perro hambriento hasta el sofá. El resto fue un torbellino.

Ropa cayendo al suelo. Tacones marcando territorio en cada rincón del apartamento. Labios, lenguas, dedos. Gemidos al unísono. Rebeca montó a Ryan frente a las otras dos, que se masturbaban viéndolos. Gabriela jugó con Ruth, lamiéndole los senos mientras esta gemía en cuatro, con los tacones puestos y el pantalón de cuero a la altura de las rodillas. Ryan no podía con tanto. Cambió de posición. Lamió a Gabriela con fuerza. Ella le gritó al oído que quería verlos a todos rendidos. Ruth se arrodilló y lo masturbó mientras Rebeca le besaba el cuello.

La escena fue una pintura perfecta de lujuria: Rebeca cabalgando a Ryan sobre el sofá, Gabriela detrás lamiéndole la espalda, y Ruth debajo, lamiendo los testículos con movimientos pausados, enloquecedores. Cada gemido era una confesión. Cada mirada, un secreto compartido.

Y cuando todos acabaron, casi al mismo tiempo, con sus cuerpos brillando de sudor, con sus piernas temblorosas y el sabor del otro aún en los labios, supieron que nada volvería a ser igual.

Gabriela, con el maquillaje corrido y la sonrisa satisfecha, fue la primera en hablar:

—Brindemos otra vez… esta vez por la culpa.

Después del orgasmo compartido, no vino el silencio… vino el juego.

Aún desnudos, con los cuerpos brillando bajo la luz tenue del ático, cada uno comenzó a explorar las heridas abiertas que habían dejado al descubierto. Gabriela se sirvió otra copa de vino, caminando descalza, con los tacones colgando de sus dedos. Rebeca tomó una camisa de Ryan y se la puso sin abotonar, dejándose ver aún más. Ruth no se molestó en cubrirse: su cuerpo sudado seguía vibrando, como si su piel pidiera otra ronda.

Ryan se quedó sentado, viendo cómo las tres mujeres se movían con libertad, poder y deseo. No eran presas. Nunca lo fueron. Eran lobas. Y él, un hombre que alguna vez creyó tener el control, ahora solo observaba el fuego que había ayudado a encender.

—¿Te arrepientes? —preguntó Gabriela desde la cocina, con los labios aún rojos por el vino y por él.

Ryan la miró en silencio. A su lado, Rebeca encendía un cigarro y exhalaba el humo sin culpa.

—No hay marcha atrás —murmuró Ruth, sentándose a horcajadas sobre el respaldo del sofá, desnuda, con el cigarro de Rebeca entre sus labios—. Esta noche fuimos reales. Lo que pase después… ya no nos pertenece.

Gabriela volvió con la copa en mano. Se sentó en el suelo, entre los muslos de Ryan, y apoyó la cabeza en su vientre. Él le acarició el cabello en silencio.

—Una parte de mí siempre supo que terminaríamos así —dijo ella, sin mirarlo—. Mezclando justicia con deseo. Castigo con placer. Dolor con ternura.

—No lo planeamos —murmuró él.

—Lo necesitábamos —corrigió Rebeca.

Los minutos pasaron lentos. En algún momento, Ruth se levantó y los grabó con su celular. Unos segundos apenas: cuatro cuerpos mezclados, piel con piel, el humo flotando entre sus figuras. Arte. Prueba. O amenaza. Nadie dijo nada.

Esa noche no hubo más sexo, pero sí confesiones.

Rebeca contó, con voz rota, que durante la misión pensó que no saldría viva. Que cuando la encerraron en la habitación roja, solo pensó en Ryan. No en su mentor. No en su jefe. En el hombre que la había hecho sentir, por primera vez, que estaba viva incluso en el miedo.

Gabriela confesó que había renunciado al amor hacía años, hasta que Ryan la miró distinto después del primer operativo. No fue lo físico. Fue la rabia compartida. La misma sombra en los ojos. El mismo dolor.

Ruth no habló de amor. Ella habló de poder. Del placer que sintió al verlos perder el control. De cómo eso la hacía sentirse humana. Y peligrosa.

Nadie durmió mucho esa noche. Ryan se quedó despierto, viendo cómo Rebeca se acurrucaba a su lado, cómo Gabriela roncaba suavemente en el sillón, y cómo Ruth dormía con una sonrisa torcida, como si supiera algo que los demás aún no.

A la mañana siguiente, el ático olía a vino, sexo y confesiones. El sol entraba sin pedir permiso, acariciando cuerpos aún tibios.

Ryan se vistió primero. Se miró al espejo mientras abotonaba su camisa negra, la misma que horas antes Ruth le había arrancado con los dientes. Tenía marcas en el pecho, mordidas en el cuello, y una calma extraña en el rostro. Una calma que no era paz, sino agotamiento.

Gabriela se despertó, caminó hasta él y le colocó el último botón con suavidad. Lo besó en la mejilla.

—Lo hicimos bien, ¿no? —preguntó, sin esperar respuesta.

Rebeca, desde el sofá, apenas murmuró:

—Lo hicimos real.

Ryan bajó las escaleras solo. Y al salir a la calle, el aire fresco le pegó de golpe. Cerró los ojos. Respiró hondo.

Recordó a todas las mujeres que tuvo, que tanto le enseñaron, pero eso no hace que olvide a Rouse, su primer amor y su primera vez.

Todas habían marcado su piel.

Pero lo más peligroso no eran ellas. Era él.

Porque él ya no se reconocía en el reflejo.

Ya no era el Ryan que era con Rouse

Y ahí, mientras el mundo volvía a girar como si nada, mientras los cafés se servían y los autos tocaban bocina, Ryan supo que su vida ya no tendría marcha atrás.

Lo probó todo: el amor, la traición, la locura del deseo… y aún así, no estaba preparado para lo que vendría después.

Si el amor fuera un crimen perfecto, ellos ya eran culpables sin remordimientos.

Pero el juicio apenas comenzaba.

Capítulo 5 – Parte 1

La mansión de las máscaras

Cinco años después…

La ciudad seguía siendo un monstruo de concreto y secretos. Solo que ahora, los monstruos reales ya no se escondían en los callejones. Estaban en los áticos, en las mansiones blindadas, detrás de cortinas de terciopelo y nombres ilustres.

Ryan no era el mismo. Nadie lo era.

Después del caso donde casi lo hace perder el sentido común y la cordura, resurgió de las cenizas como jefe de la Unidad de Investigaciones Especiales, en especial los vinculados con redes de tráfico sexual, rituales oscuros y corrupción institucional. Lo que muchos no sabían era que sus métodos eran tan poco ortodoxos como eficaces… y que conocía ese mundo mejor de lo que se atreven a imaginar.

Su equipo era tan brillante como peligroso.

Rebeca, ahora detective estrella, había cambiado su melena suelta por un recogido elegante y una actitud más calculadora. Siempre en tacones, con camisas entalladas y miradas afiladas, se había convertido en la mujer que todos querían impresionar y nadie lograba entender. Su lealtad hacia Ryan era férrea… pero también lo era su deseo. Nunca lo superó, aunque jamás lo dijo en voz alta. Lo que había entre ellos era más físico que emocional… al menos eso quería creer.

Gabriela, flamante jueza, había renunciado a los tribunales para volver al campo. Decía que “necesitaba sentir el pulso real de la justicia”, pero en realidad buscaba a Ryan. No lo admitía, pero cada vez que lo miraba, algo en su cuerpo vibraba como si su piel recordará cada noche compartida. Su presencia era una mezcla de autoridad y peligro. Perfume caro, labios rojos, y un sentido del deber que se mezclaba con fantasías no resueltas.

Ruth, tan serena como siempre, se había transformado en una estratega experta en tecnologías de vigilancia y perfiles psicológicos. Había dejado atrás la inocencia, pero mantenía su dulzura. Sabía observar desde las sombras. Y aunque parecía distante, era la única capaz de ver cuando Ryan estaba al borde del abismo. Y lo estaba.

Apolonia, recién llegada de Europa, caminaba como si el mundo le debiera algo. Era elegante, brillante, peligrosa. Nadie sabía del todo por qué aceptó sumarse como asesora especial del cuerpo, pero desde su llegada el equipo se volvió más competitivo, más provocativo, más… tenso. Con sus trajes de corte perfecto, gafas oscuras y mirada que desnudaba, era imposible no pensar en ella mientras uno se masturbaba por la noche.

Y entonces, el caso.

Un magnate del entretenimiento para adultos apareció muerto en su propia mansión durante una fiesta privada. Desnudo, atado a una cruz de mármol, rodeado de velas negras y cuerpos semidesnudos que no decían palabra. Todos los asistentes usaban máscaras. Todos firmaron cláusulas de confidencialidad. Y todos tenían más poder del que la ley podía tocar.

Las cámaras desaparecieron misteriosamente. No había testigos dispuestos a hablar.

Y en medio de todo eso, Ryan.

El jefe.

El único capaz de infiltrarse sin levantar sospechas. Porque él ya había estado antes en lugares así. Solo que esta vez… no estaba preparado para lo que vendría.

La Morgue 3:30 PM

Horas después del hallazgo del cuerpo, Ryan y Rebeca descendieron a los niveles subterráneos del Instituto Forense, buscando la autopsia preliminar. El ambiente era frío, clínico… hasta que se abrió la puerta.

Y allí estaba ella.

Malena.

Batita blanca entallada. Tacones negros de aguja. Uñas rojo sangre. Cabello recogido con mechones sueltos acariciando su cuello. Más madura, más letal… más hermosa que nunca. Se quitó los guantes quirúrgicos sin apuro y alzó la mirada.

—Ryan… cuánto tiempo.

El mundo se detuvo un segundo.

Ryan tragó saliva. Las imágenes lo golpearon: playas, orgasmos, traición, aquella noche maldita en la tienda de campaña. Todo volvió en una ola silenciosa que lo dejó sin palabras. Su rostro permaneció neutro… pero sus pupilas la delataron.

Rebeca lo notó todo.

El cambio en su respiración.

La tensión en su mandíbula.

La forma en que sus ojos la recorrían como si la desnudaran sin permiso.

—¿Se conocen? —preguntó Rebeca, con una sonrisa cortante y voz filosa.

—Mucho más de lo que debería… —respondió Malena, sin dejar de mirar a Ryan—. Pero tranquilo, detective. Guardaré tus secretos. Como siempre.

Rebeca apretó los labios.

Sintió celos. Ardientes. Viscosos.

Pero también curiosidad. ¿Quién diablos era esa mujer que lo había desarmado con una sola mirada?

Malena se giró y abrió la cámara frigorífica. El cadáver los esperaba.

—¿Quieren saber quién lo mató?

Se volvió con una sonrisa tan perversa como elegante.

—Yo tengo una teoría. Pero van a tener que venir esta noche a la mansión si quieren entenderla…

Casa de Ryan 10:00 pm

La lluvia golpeaba con insistencia los ventanales del moderno apartamento donde Ryan y Rebeca vivían desde hacía casi tres años. Afuera, la ciudad parecía sumida en una sinfonía melancólica, pero adentro, el aire estaba cargado de otra tensión. El caso del Cuervo Blanco apenas comenzaba… pero esa noche, la urgencia no venía del crimen.

Rebeca salió de la ducha envuelta en vapor, con la bata de satén apenas sostenida por sus hombros. Su piel brillaba con gotas que recorrían lentamente su escote, deslizándose entre sus pechos hasta perderse bajo el tejido. Caminó descalza hasta el armario, abrió la puerta con deliberada calma y extrajo unos tacones negros tipo aguja. Se los calzó lentamente, uno por uno, con movimientos de muñeca bien calculados, como si supiera que él la observaba.

—¿Otra vez eso…? —dijo Ryan, desde el sillón, con una mezcla de reproche y deseo indisimulado.

—Sabes que me gusta sentirme deseada —respondió ella, sin mirarlo directamente, jugando con la hebilla del tacón—. Y tú llevas dos días con la cabeza en otro lado… y no precisamente entre mis piernas.

La provocación fue suficiente. Rebeca se subió a la mesa del comedor, entreabriendo las piernas con descaro. La bata cayó. Estaba completamente desnuda bajo ella.

Ryan se acercó, tomándola de las caderas con firmeza, como si necesitara aferrarse a algo real entre tanta oscuridad. La besó con una rabia casi primitiva. Ella respondió con violencia sensual: lo arañó, le mordió el labio, le bajó la cremallera.

—Hazlo aquí. Quiero que el vecino de al lado escuche cómo me follas —susurró con voz ronca, hundiendo sus uñas en su espalda—. Quiero que me lo metas tan profundo que no pueda caminar mañana.

Ryan la alzó y la empotró contra la pared, sujetándola por los muslos. Penetró con fuerza, sin más preámbulos, mientras ella le rodeaba el cuello con las piernas y gemía como una loba. El sonido de la piel chocando contra la piel llenó el apartamento. La lluvia, los jadeos, el roce de los tacones contra el piso… todo parecía parte de un rito de poder y sumisión compartida.

Rebeca se arqueaba, se mordía los labios, se agarraba al marco de la puerta. En un instante, él la giró, la apoyó sobre la mesa y la tomó por detrás, sujetándola del cabello mientras ella se masturbaba con la otra mano.

Cuando acabaron, ambos sudaban y respiraban con dificultad. Rebeca, aún con los tacones puestos, se tumbó sobre él, su pecho subiendo y bajando como si hubiera corrido kilómetros.

—¿Quién es Malena? —preguntó entonces, con una dulzura venenosa que cortó el aire como una daga.

Ryan no respondió.

Departamento de Gabriela / Medianoche

Gabriela dormía sola. O eso creían todos.

En realidad, Ruth estaba a su lado, envuelta en las sábanas, con la pierna entrelazada a la suya. Llevaban meses compartiendo más que misiones: compartían silencios, caricias, y un deseo que ardía sólo cuando las luces se apagaban.

—Mañana nos van a ver juntas otra vez —susurró Ruth, besándole la clavícula—. ¿No crees que ya sospechan?

—Déjalos sospechar —murmuró Gabriela, sin abrir los ojos—. Me preocupa más que tú no vuelvas a irte como la última vez.

—Esa vez fue por ti —susurró Ruth, bajándole lentamente las bragas con los dientes, hasta dejarlas colgando de un tobillo.

La respuesta de Gabriela fue un leve gemido. Ruth descendió por su vientre como una sombra, lamiéndole la piel con precisión quirúrgica, rozando con la lengua cada pliegue, cada curva, cada rincón.

Gabriela arqueó la espalda, entrecerrando los ojos. La lengua de Ruth era experta, lenta, insistente. La devoraba como si tuviera hambre atrasada. Gabriela le tomó el cabello con ambas manos, hundiendo sus caderas contra su boca, mientras sus piernas temblaban.

Cuando Gabriela se corrió, jadeando su nombre entre dientes, Ruth no paró. La hizo girar, la colocó boca abajo y se deslizó encima, frotando su sexo húmedo contra el de ella en un vaivén hipnótico, jadeante. Los dos cuerpos se encontraron con violencia dulce, como si quisieran fusionarse.

—Me vuelves adicta —le dijo Gabriela al oído—. Pero esto… esto no puede durar.

—Entonces fóllame como si se acabara esta noche —le respondió Ruth, bajando el tono hasta volverse pura lujuria.

Y así lo hicieron: una y otra vez, hasta que el amanecer comenzó a colorear las cortinas.

Casa de Ryan 12:30 PM

Habían pasado tres años desde que Rebeca se mudó al apartamento de Ryan, y ninguno de los dos había vuelto a ser el mismo. Al principio fue una convivencia casi profesional, dos agentes compartiendo espacio y secretos. Pero muy pronto, las miradas se alargaron, las duchas se cruzaron, y el deseo se volvió imposible de disimular.

El sexo entre ellos nunca fue simple.

Rebeca había aprendido a leer cada rincón del cuerpo de Ryan, a provocarlo con un simple cruce de piernas o una sonrisa torcida mientras se ponía los tacones frente a él. Tenía una fascinación enfermiza por seducirlo cuando menos lo esperaba: en la cocina, en el ascensor, en su oficina. A veces aparecía desnuda bajo un impermeable cuando sabía que Ryan estaba por llegar tarde y estresado. Otras noches, lo despertaba con las manos atadas a la cabecera de la cama, montándolo con la misma autoridad con la que ejecutaba un operativo.

Él, por su parte, había caído sin remedio en ese abismo de piel y carácter. Amaba el contraste de Rebeca: su dureza profesional, su obsesión con la justicia… y la perversión secreta que se le encendía al cerrar la puerta del apartamento.

Una noche, tras una operación fallida, discutieron como nunca. Gritos, insultos, puertas azotadas. Ryan pensó que ella se iría. Pero en lugar de eso, Rebeca se quitó la ropa frente a él, se puso sus tacones favoritos —los rojos con correa fina— y se arrodilló en silencio.

—Si aún me deseas, demuéstramelo —le dijo.

Lo que siguió fue una noche cruda, casi violenta. Ryan la tomó sobre el suelo frío, entre lágrimas contenidas y gemidos furiosos. Esa noche no hicieron el amor: se reclamaron, se desgarraron, se marcaron. Y desde entonces, entendieron que su relación no era convencional… pero sí irrompible.

También exploraron. Juegos de rol, juguetes, miradas compartidas con otras mujeres. Ryan aprendió a disfrutar viéndola tocarse frente a él. Rebeca se excitaba cuando él le narraba fantasías con otras mujeres del equipo. No eran celos, era tensión. Poder. Control.

Ambos sabían que la relación era abierta, que en sus ausencias podían pasar cosas… pero tenían un pacto silencioso: nadie cruzaría la línea emocional sin consecuencias. Y aunque Ryan nunca lo admitiera en voz alta, su cuerpo aún recordaba el sabor de Malena.

Rebeca, por su parte, nunca había preguntado directamente… hasta esa noche lluviosa.

—¿Quién es Malena? Volvió a preguntar Rebeca.

Esa pregunta quedó flotando en el aire como una amenaza envuelta en deseo.

Y aunque Ryan no respondió, su mirada lo traicionó.

Morgue Municipal / 9:18 a.m.

El lugar olía a desinfectante y secretos. Rebeca caminaba con paso firme por el pasillo blanco, sosteniendo un café tibio que no había querido beber. Había dormido mal, con la piel aún marcada por la intensidad de la noche anterior. Pero no estaba allí para hablar del caso, al menos no solamente.

Malena estaba revisando unos informes, con el cabello recogido en un moño desordenado que dejaba ver la línea de su cuello. Llevaba una bata abierta que revelaba una blusa negra ajustada al cuerpo y jeans de cintura alta. Lucía como alguien que sabía exactamente cómo manejar su sensualidad… y cómo desarmar a quien la interrogara.

—¿Doctora Malena? —preguntó Rebeca al entrar, fingiendo cortesía.

—Depende… ¿Vienes como detective o como mujer celosa? —respondió Malena sin levantar la vista.

Rebeca sonrió forzada, cerrando la puerta tras de sí.

—Ambas. Pero tranquila, solo quiero conversar. Sobre el caso. Y… sobre Ryan.

Malena dejó los papeles a un lado y la miró por fin, directo a los ojos.

—Ryan es parte del caso, eso lo sabes. Su pasado también. Y aunque él intente sepultarlo… hay cosas que ni la muerte puede enterrar del todo.

El silencio entre ellas fue más elocuente que cualquier interrogatorio. Rebeca no podía dejar de observar: había algo magnético en su presencia. Un tipo de belleza madura, vivida, marcada por la experiencia. Por primera vez, comprendió sin palabras por qué Ryan la había amado… y quizás aún la recordaba con deseo.

—¿Tú lo sigues amando? —preguntó Rebeca, casi sin pensarlo.

Malena ladeó la cabeza, divertida por la frontalidad.

—El amor no se extingue, cambia de forma. A veces se vuelve respeto… otras, obsesión. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Rebeca apretó la mandíbula. Iba a responder, pero Malena la interrumpió, acercándose con calma, acortando la distancia entre ambas.

—Yo no vine a quitártelo —susurró—. Pero tú viniste aquí a marcar territorio. No hace falta. Él ya eligió.

—¿Ah, sí? —Rebeca sonrió con una mezcla de ironía y rabia—. Entonces no te molestará que siga visitandote… para colaborar con el caso, claro.

—Por mí, encantada. Siempre es interesante mirar a los celos a los ojos, entre otras cosas interesantes —dijo Malena, y le pasó por el lado con una sonrisa venenosa.

—¿Café? —preguntó Malena, con una sonrisa contenida—. El de aquí sabe a tierra, pero ayuda a pensar.

—Acepto —respondió Rebeca, sin disimular el escrutinio en su mirada y como veía cada rincón del cuerpo de Malena tratando de entender—. Aunque vine por los informes del caso de las marcas rituales.

—dijo Malena—. ¿Hace cuánto trabajan Ryan y Tu?

—Cinco años. Me entrenó él. Me salvó la vida dos veces. Pero no es eso lo que me une a él.

Malena se apoyó en la mesa, dejando ver parte del escote bajo la bata.

—¿Qué te une entonces? porque se nota a leguas la atracción sexual entre ustedes

—Una mezcla entre odio, deseo y respeto. Lo suficiente para no permitir que algo —o alguien— lo dañe.

Malena sonrió.

—No vine a dañarlo. Solo… el destino me puso aquí. Pero si sirve de consuelo, aún me inquieta verlo. No pensé que me afectaría.

—¿Por Rouse? —preguntó Rebeca, midiendo cada palabra.

El silencio se volvió denso.

—Por todo —respondió Malena, más bajito—. Pero sobre todo porque no he decidido si quiero contarle la verdad o protegerlo de ella.

Ambas se quedaron calladas. Una frente a la otra. Una con miedo de perder lo que tiene. La otra con temor de reabrir heridas que nunca sanaron y dejarse seducir por viejos demonios.

Desde la ventana, Rebeca pensó, sin decirlo: Ryan tiene demasiados fantasmas. No sé si seré capaz de espantarlos todos… o si quiero hacerlo.

Unidad de Investigaciones Especiales / 10:42 a.m.

Mientras tanto, Ryan repasaba junto a Ruth y Gabriela los informes filtrados por inteligencia. Fotografías, nombres codificados, testimonios aislados. Todo apuntaba a una red que operaba bajo una fachada de “libertad sexual”, pero que ocultaba manipulación, drogas, y abuso de poder. Los rituales, las máscaras, la música… todo parecía una puesta en escena diseñada para proteger a los verdaderos responsables.

—No hay otra forma de llegar a ellos que infiltrándose —dijo Ruth, cruzando los brazos—. Y tú, Ryan, tienes experiencia en eso.

—Sí. Pero esta vez no iremos solos.

Ryan tomó su teléfono y envió un mensaje.

Cinco minutos después, la puerta se abrió. Y ahí estaba Apolonia.

Ahora era una mujer hecha y derecha. Su presencia llenó la sala apenas entró: cabello suelto, labios rojo vino, un conjunto de blazer entallado y falda corta que dejaba ver unas piernas torneadas rematadas en tacones finos. Las tres mujeres la miraron con una mezcla de sorpresa, admiración… y deseo reprimido.

—Hola, hermosas —saludó Apolonia con una sonrisa pícara—. Veo que el juego va a empezar de nuevo.

Gabriela se levantó a abrazarla; Ruth solo asintió con una media sonrisa. Ryan la miró en silencio, notando cómo el tiempo no había hecho más que afilar su magnetismo.

—¿Qué opinas del caso? —preguntó Gabriela, cruzada de brazos.

—Que el único modo de desmantelarlo es seduciéndolo desde adentro. Pero no con trampas… sino con verdad. Nadie desarma un deseo si no lo comprende primero

—respondió Apolonia con total seguridad.

Su tono era pausado, pero cada palabra llevaba veneno y seducción en partes iguales.

Casi al final de la reunión, cuando ya trazaron posibles rutas de acceso al círculo privado, Rebeca entró a la sala.

—¿Te perdiste algo importante? —le dijo Ryan, mirándola de reojo—. ¿Dónde estabas?

—Fui a la morgue —respondió Rebeca con una sonrisa calmada—. A revisar detalles del informe preliminar. Tal vez pasé más tiempo del necesario… pero quería tenerlo todo claro.

Ryan levantó una ceja, sin decir nada más.

Pero por dentro, lo sabía. Rebeca había ido a ver a Malena. Y seguramente a revolver el pasado que él había pasado años tratando de enterrar.

Gabriela y Ruth se cruzaron miradas. Apolonia, en cambio, sonrió apenas, como si entendiera que algo más profundo se estaba gestando en ese grupo.

Una seducción colectiva. Una cacería que recién comenzaba.

Minutos después de analizar todo Apolonia dio su opinión profesional:

—Esto no es un asesinato común —dijo, extendiendo unas fotografías de símbolos antiguos—. Es un ritual. Una invocación. Una advertencia.

Ryan la miró con intensidad. Llevaba cinco años sin verla. Cinco años sin tocar ese cuerpo que ahora parecía aún más prohibido.

—¿Y tú cómo sabes tanto sobre esto?

Ella le sostuvo la mirada.

—Porque esto… es parte de lo que aprendí en Europa. Y de lo que me hicieron antes de irme. Esta muerte… es sólo el principio.

—El símbolo hallado sobre el pecho del cadáver —dijo Apolonia, posando sus dedos en el dibujo rústico tallado en un informe impreso— no es solo decoración. Es parte de un sello de invocación incompleto. Algo se interrumpió… o se quiso interrumpir —ella alzó la vista directo a Ryan—. Como si alguien estuviera jugando con fuerzas que no entiende. ¿Te suena familiar?

Ryan sonrió sin risa.

—Me ha pasado. La mayoría de mis relaciones han sido así.

Rebeca no pudo evitar sonreír, pero Apolonia no soltó el gesto.

—La diferencia, Ryan, es que estas cosas sí dejan marcas permanentes. No todos los fantasmas sangran.

Hubo un silencio espeso. Él intentó mantenerse firme, pero algo en la forma en que Apolonia lo miraba —como si aún lo poseyera— lo desestabilizaba. Rebeca aprovechó para ir a buscar un segundo juego de informes que Ruth le había dejado en su escritorio. Fue entonces cuando Apolonia se acercó más.

—Sigues igual —susurró—. Racional por fuera, pero lleno de grietas internas. ¿La sigues soñando?

Ryan sostuvo la mirada, pero no respondió. Solo la observó con esa mezcla de deseo contenido y rencor que Apolonia adoraba.

—No te preocupes —agregó ella, lamiéndose lentamente el pulgar—. Los fantasmas no se van. Solo cambian de nombre.

Y se marchó antes de que él pudiera articular una respuesta decente.

Gabriela y Ruth se cruzaron miradas. Apolonia, en cambio, sonrió apenas, como si entendiera que algo más profundo se estaba gestando en ese grupo.

Una seducción colectiva. Una cacería que recién comenzaba.

Capitulo 5 parte 2

La seducción como arma

La tarde era húmeda y pesada, como si la ciudad misma anticipará lo que vendría. La sala de reuniones especial del Departamento estaba reservada exclusivamente para ellos. Las cortinas cerradas, el aire acondicionado encendido, y en el centro de la mesa un proyector encendido con imágenes congeladas de la mansión donde se celebraría la siguiente reunión de la Sociedad del Cuervo Blanco.

Ryan estaba sentado en la cabecera, su mirada era firme pero distraída, con la mente aún flotando entre las curvas del recuerdo y la tensión del presente.

—La fiesta será este viernes. Solo por invitación. Y ya tenemos la nuestra —anunció Ruth, apoyando sobre la mesa una pequeña caja de terciopelo negro. Dentro, cinco máscaras artesanales. Sensuales, provocativas. Una para cada uno.

Apolonia se inclinó hacia adelante con una sonrisa traviesa, dejando que su escote hablara tanto como sus labios.

—¿Y qué roles jugaremos? ¿Quién domina a quién en este teatro del deseo?

Gabriela, seria como siempre, repasaba en su tablet la lista de invitados y conexiones políticas. Ruth se paró junto al proyector y encendió la pantalla. Aparecieron imágenes borrosas de fiestas anteriores: cuerpos anónimos, máscaras y poses explícitas, una coreografía de lujuria cuidadosamente orquestada.

—Debemos entrar como parte del espectáculo, no como observadores. Si vamos, vamos con todo —sentenció Ruth.

—Entonces vamos a actuar —añadió Apolonia con voz baja y peligrosa.

Las miradas se cruzaron. La tensión crecía.

Ryan bebió un trago de café mientras su mente recorría cada rostro frente a él: Ruth, enigmática, siempre contenía algo detrás de esos ojos intensos. Gabriela, recta, deseando no desear. Apolonia… una bomba dormida que ya conocía todos sus secretos. Y Rebeca…

Ella entró justo entonces, más bella que nunca. Pantalón de cuero negro, blusa ajustada, botas altas. Su pelo suelto, sus labios pintados con una sutileza que no pasaba desapercibida.

—Perdón por el retraso —dijo, dejando su bolso sobre la mesa sin mirar a nadie directamente.

Ryan la observó.

—¿Fuiste a la morgue otra vez?

—Sí. Malena tenía nuevos detalles del cuerpo. Me pareció importante.

Él alzó una ceja, sin decir más. Pero Apolonia ya había captado el subtexto. Miró a Rebeca con una sonrisa ladeada, como si la viera por dentro.

—¿Y qué te pareció Malena?

Rebeca clavó su mirada en ella. Por un instante, el aire se congeló.

—Brillante. Muy… precisa. Pero fría.

—Tal vez porque guarda demasiados muertos en su interior —intervino Ruth con sarcasmo, cortando la tensión.

El momento fue denso. Ryan sentía el fuego cruzado entre mujeres que no compartían nada… salvo a él.

Apolonia se levantó y se acercó a la pantalla.

—Nuestra infiltración debe ser perfecta. Aquí están los perfiles que nos asignaron: yo seré parte del grupo de “Sacerdotisas”, Ruth entrará como anfitriona secundaria. Gabriela una Domina. Ryan, tú… bueno, tú serás un cliente especial. Rebeca… aún no decidimos tu rol.

—¿Por qué? —preguntó Rebeca, desafiante.

—Porque aún no sabemos si quieres investigar… o vigilar a Ryan —dijo Ruth, afilada.

Hubo un silencio incómodo. Ryan iba a intervenir, pero Apolonia lo detuvo colocando una mano en su hombro. Un gesto simple, pero cargado. Él la miró. Ese contacto quemaba.

—Te ves igual que hace cinco años, pero hueles diferente —susurró ella cerca de su oído, mientras todos los demás discutían el operativo.

—¿Mejor o peor? —respondió él sin mirarla.

—Más hombre. Más peligroso. Me gustas así.

Apolonia se separó apenas, caminó hacia el fondo de la sala y se estiró provocadoramente. Llevaba un vestido de tela ligera, casi traslúcida a contraluz. Ryan no pudo evitar mirarle los muslos, las curvas que alguna vez fueron suyas. Recordó cómo solían jugar a escondidas. La forma en que ella gemía su nombre con rabia y ternura.

—¿Y si repetimos el truco del hotel? —le susurró luego cuando todos salieron un momento de la sala.

—¿Qué truco?

—Ese en el que tú fingías que no te importaba, pero me cogías como si me odiaras.

Ryan no respondió. Su mirada decía más.

Rebeca, que se había quedado en la puerta esperando a que todos salieran, los observaba desde el marco. Vio el roce, la intensidad. No dijo nada. Pero al volverse, apretó los puños. Había algo en Apolonia que la descolocaba. No solo por su pasado con Ryan… sino por cómo la hacía sentir. Curiosa. Celosa. ¿Excitada?

La noche siguiente, el salón de reuniones de la brigada había sido reubicado en un sitio inusual: el sótano privado del Club Cuarto Rojo, un lugar de atmósfera espesa, decorado con terciopelo oscuro, cadenas ornamentales y lámparas de luz roja intensa que goteaban una sensualidad inquietante sobre cada rincón. Las paredes susurraban secretos.

Apolonia, ahora erguida con una seguridad aplastante y vestida en un conjunto negro de látex y encaje, se posicionó al centro del espacio con un aire casi sacerdotal. Su silueta resaltaba cada curva: el corset realzaba su busto, las medias de rejilla abrazaban sus muslos torneados y unas botas negras de tacón de aguja brillaban con un erotismo feroz.

Gabriela llegó minutos después, vestida de forma radicalmente distinta a su estilo habitual. Llevaba un conjunto de domme: un vestido de cuero con aberturas laterales, un cinturón con anillos metálicos y unos guantes largos que subrayaba sus movimientos con una gracia felina. Su voz, profunda y pausada, completaba la transformación:

—Esta noche no soy jueza. Soy la que dicta castigos con placer.

Ruth se recostó en un diván, cruzando las piernas con una sonrisa escéptica, vestida con un conjunto rojo ajustado de dos piezas que dejaba al descubierto sus abdominales definidos. Observaba con atención, pero sin perder la oportunidad de lanzar indirectas cargadas de veneno disfrazado.

—Supongo que no todos resistiremos la tentación de olvidarnos del plan por un poco de nostalgia… —dijo, mirando directamente a Ryan y a Apolonia.

Rebeca, por su parte, había llegado antes que nadie, fingiendo indiferencia. Pero cuando vio a Apolonia en ese papel dominante y al resto de las mujeres fluyendo con la dinámica, un fuego interno la encendió: celos, inseguridad… y deseo.

Ryan observaba a todas con una mezcla de profesionalismo forzado y excitación contenida. Su rol de líder le obligaba a mantener el control, pero el ambiente lo rodeaba como una jaula de cristal a punto de romperse. Apolonia se acercó a él sin pudor, con una copa de vino en la mano, y susurró al oído:

—¿Estás seguro de que puedes liderar esto sin perderte en el juego?

La miró directo a los ojos, y por un segundo la tensión entre ellos se volvió casi visible. Recordaban demasiado bien lo que compartieron en el pasado.

—Eso lo descubriremos esta noche —dijo Ryan, apenas rozando con los labios el borde de su copa.

Apolonia tomó la palabra mientras el grupo se reunía alrededor del círculo rojo marcado en el suelo.

—La fiesta a la que debemos infiltrarnos tiene un patrón muy específico: mujeres hermosas, ritos antiguos sexualizados, dinámicas de poder, humillación erótica, voyeurismo y perversión controlada. El objetivo no es solo obtener información, es ser parte. Si no nos creemos el rol… nos descubrirán.

Con una señal, Gabriela tomó su posición. Se acercó al centro del círculo, colocó una silla metálica, y con voz dominante ordenó:

—Necesito una voluntaria.

Ruth, desafiante, se ofreció sin dudar. Se sentó con actitud retadora, cruzando los brazos.

—Sorpréndeme.

Gabriela comenzó a recrear el papel de domme. Ató las muñecas de Ruth con una cuerda de seda negra, la miró a los ojos y deslizó los dedos por su clavícula con lentitud casi cruel.

—El control es una forma de fe. Si no te entregas, no entiendes el juego.

Los demás observaban en silencio, fascinados. Ruth jadeó suavemente al sentir la mordida del cuero en su piel, pero no bajó la mirada. El calor de la escena subía. Apolonia sonrió y continuó la explicación.

—Durante el ritual, cada uno de nosotros debe adoptar un rol. Gabriela será la dominadora del círculo. Ruth puede ser su sumisa. Yo me infiltraré como organizadora del evento. Ryan… serás el invitado especial, el forastero al que querrán tentar.

Ryan la miró con complicidad.

—Puedo fingir que me resisto… si insistes.

Rebeca no lo soportó más. Se acercó a él y con una voz suave, pero tensa, preguntó:

—¿Y yo? ¿Qué se supone que debo ser en todo esto?

Apolonia respondió sin titubeos:

—La joya más deseada. La ofrenda. El anzuelo que todos van a querer probar.

Hubo un silencio pesado. Rebeca lo sintió como una herida.

Gabriela intervino, rompiendo la tensión.

—Tu papel es el más peligroso y el más poderoso. Vas a provocar. Vas a confundir. Vas a seducir a todos sin rendirte a nadie… al menos no sin control.

La preparación del ritual continuó. Gabriela practicó ataduras con cuerdas rojas sobre Rebeca, enseñándole cómo moverse sin parecer indefensa. Ruth observaba con creciente incomodidad, y cuando Gabriela acarició el muslo de Rebeca al ajustar una de las ligaduras, soltó con ironía:

—Parece que algunas están disfrutando más de la práctica que del plan.

Apolonia, en cambio, se acercó por detrás de Ryan, deslizó sus uñas por su nuca y le dijo al oído:

—Dime… ¿y si yo también fuera parte de la ofrenda? ¿Lo resistirás?

Él no respondió. Pero su mirada, encendida, bastó para que Rebeca se diera cuenta. Lo vio todo. Supo que ese pasado que tanto temía aún ardía con brasas vivas.

La escena finalizó con todos en silencio, respirando con dificultad. El aire estaba cargado de erotismo y tensión. La misión era clara… pero las emociones internas, los celos, los recuerdos y los cuerpos deseantes eran una amenaza mayor que los mismos enemigos externos.

La infiltración comenzaría pronto. Pero ya habían comenzado a perderse entre ellos.

La luz tenue del Cuarto Rojo envolvía el ambiente con una atmósfera cargada de expectativa. Todos los miembros de la brigada estaban ahí, disfrazados, listos para la última fase del entrenamiento antes de la infiltración real. Rebeca vestía un conjunto de encaje blanco casi transparente, sin sostén y con ligueros que marcaban el inicio de sus muslos con un rojo satánico. Llevaba tacones de aguja altísimos y un collar simbólico con una cruz invertida. A su lado, Gabriela —en su rol de Domina—, vestía cuero negro, un látigo enrollado en su muñeca y unas botas de charol que hacían eco con cada paso.

Apolonia era la guía de todo. Con una túnica ritual color vino, los labios pintados de un negro profundo y los ojos delineados con precisión mística, llevaba en sus manos un antiguo grimorio y una daga ceremonial sin filo, pero con peso simbólico. Su presencia era hipnótica, como si fuera una sacerdotisa salida de otra época. Su cuerpo danzaba con movimientos pausados, calculados, mientras recitaba las instrucciones del ritual que todos debían aprender.

Ruth, por su parte, portaba una máscara veneciana dorada. Había decidido que su rol sería el de observadora silenciosa, como los miembros ocultos de la secta real. Aunque no decía mucho, sus ojos lo revelaban todo: celos, tensión… y deseo.

—»Cada uno de ustedes debe actuar sin filtros —dijo Apolonia con voz grave—. No pueden dudar, no pueden romper el papel. Este ritual no es un juego, es un código. Si uno de ustedes flaquea, serán descubiertos.»

Los cuerpos comenzaron a moverse lentamente. Las caricias se convirtieron en órdenes, las órdenes en juegos de poder. Gabriela tomó el centro, dominando a Ruth y a Malena —quien se había unido a la práctica por curiosidad profesional y por puro morbo. La escena se tornó intensa cuando Malena, en topless, se arrodilló para obedecer las instrucciones de Gabriela, mientras Ruth la azotaba suavemente como parte del juego.

En una esquina del salón, Ryan observaba todo con una mezcla de profesionalismo fingido y excitación genuina. Su cuerpo tensado traicionaba su papel de líder neutral. Apolonia se le acercó por detrás, rozando su nuca con los labios.

—»¿Aún recuerdas cómo eran nuestros rituales?» —susurró ella, mientras sus dedos recorrían el pecho de él por debajo de la camisa.

Ryan no respondió, pero no necesitó hacerlo. La atracción era un idioma silencioso entre ellos. Apolonia le quitó la camisa, lo empujó suavemente contra una pared cubierta de terciopelo y comenzó a besarlo con la urgencia del pasado. Los dos cuerpos recordaron lo que habían olvidado. Ella se arrodilló, lo desabrochó con una sonrisa torcida y lo tomó con la boca, saboreando la tensión de lo prohibido. Ryan cerró los ojos y dejó escapar un gemido breve, tratando de no pensar en Rebeca, ni en lo que vendría después.

Pero Rebeca lo vio.

Y algo en su interior se quebró.

La ceremonia avanzó. Era el momento final: el sacrificio simbólico.

Apolonia tomó la daga ceremonial, y Rebeca, colocada al centro del círculo en una especie de altar improvisado, debía dejarse inmolar. Ella lo sabía, era parte del guion… pero cuando Apolonia la miró fijamente a los ojos, algo real se coló en el juego.

Rebeca respiraba agitadamente. Su cuerpo desnudo se sacudía, no por frío, sino por miedo. El filo —aunque falso— temblaba sobre su pecho.

—»No puedo…» —dijo con voz quebrada—. «No puedo…»

Ryan se adelantó al instante, interrumpiendo la escena.

—»¡Basta!»

Todo se detuvo.

La música. Las luces. El morbo.

Ryan la cubrió con su abrigo y la sacó del salón ante las miradas sorprendidas del equipo. Subieron por las escaleras internas hasta una de las habitaciones privadas del club, lejos del juego y de los otros.

La sentó en el sofá, la tomó de la mano. Rebeca temblaba.

—»Lo siento…» —dijo ella, sin atreverse a mirarlo.

Ryan la abrazó fuerte, como no lo había hecho en meses.

—»No tienes que disculparte. No voy a dejar que nadie te toque si no lo quieres. Ni en este ritual, ni en el real. Si estás en peligro, yo salto contigo. ¿Me oyes?»

Ella asintió, sollozando. Sus lágrimas caían entre el encaje y su piel.

—»A veces siento que no soy suficiente. Que siempre hay otra… Apolonia, Malena, Ruth…»

Ryan la besó. No en los labios. En la frente. En los párpados.

—»Eres mi eje, Rebe. No lo olvides.»

Entonces, ella lo besó con desesperación, buscando refugio en su boca. El abrigo cayó, dejando su piel nuevamente expuesta, pero esta vez sin miedo. Ryan la tomó en brazos, la recostó con delicadeza y la acarició con ternura. Sus cuerpos se unieron sin el juego de antes, sin perversión… sólo amor y deseo.

Ella lo montó lentamente, con los ojos cerrados, gimiendo bajito mientras sus manos se aferraban a sus hombros. Su pelo suelto rozaba su cara. Y él la contemplaba como si fuera un milagro.

Se amaron esa noche, fuera del ritual, lejos del caso… como una promesa silenciosa de protección eterna.

La sala principal del Cuarto Rojo estaba completamente acondicionada. Velas negras encendidas, incienso espeso que parecía arrancado de otro mundo, sombras danzando en las paredes, y una estructura ritual armada en el centro: columnas cubiertas por telas rojas, cadenas doradas, cojines de terciopelo oscuro, y una camilla de sacrificio hecha a medida, atada con correas. Todo estaba dispuesto. Pero lo más importante: los cuerpos.

Apolonia, vestida con una túnica de encaje negro, el rostro cubierto por una máscara dorada de cuernos curvos, marcaba el inicio del ritual con una copa de vino oscuro que sostenía en alto.

—Esta es la noche de la transgresión. De los secretos que se lamen con la lengua y no se dicen con palabras. Que cada uno asuma su rol. —dijo con voz solemne y lujuriosa.

Gabriela, con un ajustado corset negro, botas de cuero hasta los muslos y látigo en mano, se movía como una sombra dominante, segura, dejando huellas sonoras con cada paso. Se acercó a Ryan por detrás y deslizó el cuero del látigo por su pecho desnudo.

Ryan, con los ojos delineados, el torso al descubierto y cubierto solo por una máscara de sátiro y un pantalón de cuero abierto en la entrepierna, ya se encontraba erecto, excitado con la atmósfera que los envolvía. Tenía la carne viva, los sentidos alerta. Su papel era encarnar el deseo animal, la fuerza instintiva que sucumbe sin remordimientos.

Ruth, ataviada con transparencias negras, cadenas y un collar ritual en el cuello, caminaba alrededor del altar con mirada hipnótica. Era la segunda sacerdotisa, la que invoca y susurraba al oído de la víctima.

Rebeca, el sacrificio, estaba atada con correas suaves, vestida con un camisón blanco translúcido que dejaba ver su piel erizada por el frío y el miedo. Su respiración era agitada, los pezones erectos, las piernas abiertas por una barra de inmovilización. Tenía los ojos abiertos como si ardieran, mezcla de terror y deseo.

Gabriela se acercó a Ryan, rozando su cuerpo con el suyo, y le ofreció un beso húmedo, profundo, mientras su mano descendía por su abdomen hasta sujetar su erección. Ruth, viendo la escena, se unió, acariciando la espalda de Gabriela y desplazándose luego hacia Ryan, mordiendo suavemente su cuello.

Las tres figuras se fundieron en una coreografía de lujuria. Ryan acariciaba el trasero firme de Ruth mientras Gabriela lo masturbaba lentamente frente a la mirada atónita de Rebeca, que no podía más que mirar, gemir y retorcerse.

Apolonia, desde el altar, observaba todo sin moverse. Una diosa del deseo contenida, con una sonrisa satisfecha.

Ruth y Gabriela se acercaron entonces a Rebeca. La tocan con suavidad primero, luego con más firmeza. Le besaron el cuello, los pezones, la entrepierna. Ryan se acercó también, le acarició los muslos con la punta de sus dedos, como si pudiera leerle el alma a través de la piel.

—Mírame —le ordenó Gabriela, susurrando en su oído mientras le apretaba los pezones—. No cierres los ojos.

Rebeca estaba temblando. Entre jadeos, empezó a gritar de placer cuando las tres manos —las de Ruth, Gabriela y Ryan— la masturbaban con ritmo frenético. Los besos, las lenguas, las caricias invadieron todo su cuerpo. Estaba poseída por ellos. Su clítoris vibraba bajo la lengua de Gabriela mientras Ryan le introducía dos dedos y Ruth la sujetaba del cabello.

La tensión subía, el ambiente olía a sexo, a incienso y a peligro.

—¡No… no… no me dejen…! —gimió Rebeca entre lágrimas y placer—. ¡No puedo más!

Y entonces, en el preciso momento en que su cuerpo entero se convulsionaba, alcanzando un orgasmo tan brutal que la hizo arquearse entera y soltar un gemido que estremeció las paredes, entró Apolonia, con el cuchillo ritual en la mano.

No era un arma real. Era una pieza de utilería, de esas con hoja retráctil, que parece penetrar pero no corta. Pero en la oscuridad y con la máscara ceremonial, parecía el filo de la muerte misma.

Rebeca, aún perdida en el éxtasis, abrió los ojos al sentir la punta del cuchillo en su pecho.

—El sacrificio ha sido completado —dijo Apolonia, con voz grave—. Y ahora será ofrecido.

Rebeca entró en pánico. Luchó contra las correas. Gritó con desesperación.

—¡Ryan! ¡No! ¡No lo hagas! ¡Por favor, no!

Él se abalanzó sobre ella, rompiendo la ficción. La desató rápidamente. La tomó en brazos, la cubrió con una manta y salió con ella hacia el pasillo privado del club. En el silencio rojo del pasillo, ella lloraba, con el cuerpo aún temblando.

—Shhh… tranquila, Rebe… tranquila —susurró él mientras la sostenía—. Era solo un ensayo. Es de utilería, ¿ves? No voy a permitir que te pase nada, nunca. Nunca.

—Me sentí tan vulnerable… tan… tan usada.

—No estás sola —la interrumpió él con voz firme—. Estoy contigo. Yo… yo siempre voy a estar contigo, aunque nos cueste la vida. Tú no eres una víctima. Eres mi fuerza. Pero para que esto funcione… tienes que dominar ese miedo. Y yo te voy a ayudar a hacerlo.

Ella lo miró con los ojos aún nublados, pero algo en su mirada cambió. Asintió lentamente.

—Entonces… hagámoslo.

Él le acarició el rostro. Su boca se unió a la de ella en un beso profundo, real, sin máscaras. Esa noche no era solo un ensayo del ritual. Era una prueba de amor, de límites… y de fuego.

Capítulo 5 – Parte 2

La Mansión de las Máscaras – Ritual Oscuro

La mansión se convertía en un santuario de deseos prohibidos, un laberinto de sombras, susurros y miradas ocultas tras máscaras venecianas. Más de cincuenta figuras se movían entre la penumbra, sus cuerpos desnudos o cubiertos con encajes y cuero brillante que atrapaban la luz de las velas temblorosas.

El aire olía a incienso, sudor y promesas no dichas. La música tribal retumbaba como un latido ancestral, un llamado que hacía vibrar la piel y acelerar el pulso.

Pero Ryan y su equipo sabían que aquello no era solo una orgía. Era una prueba, un escenario donde cada gemido, cada roce y cada mirada se estudiaban con precisión quirúrgica. Los ojos invisibles de la secta escudriñaban sin descanso, buscando debilidades, meditando fortalezas, calculando quién merecía seguir adelante en ese mundo de máscaras y secretos.

En una habitación oscura, iluminada solo por las llamas de un gran candelabro de hierro forjado, cuerpos entrelazados se movían en un frenesí controlado.

Ryan sintió el calor que emanaba de Gabriela cuando sus cuerpos se rozaron. Ella llevaba un corsé negro que enfatizaba su cintura y sus pechos, y una falda corta que dejaba sus muslos al descubierto. Sus tacones de aguja resonaban con un ritmo seductor mientras se acercaba, mirada desafiante y sonrisa provocadora.

— “Aquí nadie se esconde,” —susurró al oído de Ryan mientras sus dedos empezaban a trazar líneas invisibles en su espalda—. “Pero debemos ser cuidadosos. Mostrar poder sin perder el control.”

Ryan sonrió con un dejo de complicidad. Su mano se deslizó por el muslo de Gabriela, subiendo lentamente bajo la falda, acariciando su piel caliente y suave. Ella jadeó contra su cuello, presionando más cerca, mientras con la otra mano comenzaba a desabotonar su camisa.

Sus labios se encontraron con urgencia, besos que hablaban de recuerdos y deseos reprimidos. La piel de Ryan se erizó cuando Gabriela deslizó su lengua por su mandíbula, bajando al cuello y dejando un rastro húmedo que encendía su cuerpo.

No lejos de ahí, Ruth y Rebeca compartían una tensión distinta, cargada de celos y dominación.

Rebeca estaba atada con cintas de satén negro a un altar improvisado, sus muñecas firmemente sujetas, el cuerpo vulnerable pero encendido por la excitación. Sus ojos oscuros reflejaban una mezcla de miedo, deseo y frustración contenida. Sentía cada latido en su pecho como un tambor de guerra, anticipando lo que vendría.

Ruth, con su máscara que cubría la mitad superior de su rostro, se movía con elegancia y autoridad. Su túnica oscura apenas cubría sus curvas, pero era la mirada, intensa y profunda, la que dominaba el ambiente.

Con dedos expertos, Ruth recorrió el cuello de Rebeca, bajando con lentitud a sus hombros y clavículas, provocando un suspiro ahogado. Luego, sus manos se deslizaron a los senos, apretandolos con firmeza y suavidad al mismo tiempo, jugando con los pezones que se endurecen bajo su toque.

Rebeca arqueó la espalda, el cuerpo pidiendo más, pero la mente presa de la lucha interna entre la sumisión y el orgullo. No podía negar que sentía un fuego recorrer su piel, un hambre desconocida que Ruth despertaba con cada caricia.

Gabriela apareció para unirse, sus labios encontraron los de Ruth en un beso ardiente, manos que no dejaban espacio para la indecisión. Las dos comenzaron a acariciar a Rebeca simultáneamente, sus dedos explorando cada curva, cada pliegue.

Los gemidos de Rebeca se mezclaron con sus respiraciones agitadas. Un temblor recorrió su cuerpo cuando las manos femeninas se movían con maestría, masturbándola, tocándola, encendiendo un placer casi doloroso.

En su mente, Rebeca luchaba contra el ataque de celos que sentía al ver a Ruth y Gabriela tan cerca, tan entregadas a ese juego perverso, mientras ella era el centro de atención, el sacrificio, la ofrenda. Pero también había una chispa de algo más oscuro: la excitación de ser deseada y dominada a la vez.

Más tarde En la sala principal, Apolonia dirigía la ceremonia con una mezcla de autoridad y sensualidad. Su túnica translúcida brillaba con cada movimiento, sus ojos fijos en Ryan y Gabriela, quienes se encontraban en el centro del ritual.

Las manos de Apolonia recorrieron la espalda de Gabriela, bajando hasta sus glúteos, mientras su aliento cálido rozaba el cuello de Ryan. Él respondió deslizando sus manos por los muslos de Gabriela, levantando su falda con cuidado para descubrir su piel suave.

Gabriela dejó caer su máscara, revelando una sonrisa provocadora antes de arrodillarse lentamente frente a Ryan, besando con fervor su abdomen y subiendo hasta su entrepierna.

Mientras tanto, Apolonia comenzó a acariciar el torso de Ryan, sus dedos trazando círculos lentos, su lengua jugando con el lóbulo de su oreja.

El trío se entregó a un juego de caricias y besos intensos, cada uno explorando y excitando al otro con un fervor casi ritual. Las manos se movían con urgencia, los cuerpos se rozaban, y el aire se llenaba de jadeos y suspiros profundos.

En cada contacto, en cada gemido, había una declaración silenciosa: ellos eran dignos.

En el altar, otra joven, desconocida para el grupo, estaba atada con cintas negras, inmóvil pero consciente. Su piel brillaba con un leve sudor bajo las luces tenues, y su respiración acelerada llenaba el silencio con ecos de vulnerabilidad.

Rebeca permanecía sentada a un costado, atada también pero libre de movimiento corporal, obligada a ser testigo de aquella escena que le provocaba una mezcla explosiva de emociones.

Apolonia, la sacerdotisa principal, tomó el cuchillo ceremonial con la hoja de utilería, un objeto que parecía mortal pero era inofensivo. Con movimientos lentos y ceremoniales, acercó la punta fría a la piel de la joven ofrecida, rozándola apenas con la intención de simular el sacrificio.

La mujer entrelazó sus dedos con fuerza, jadeando mientras la hoja trazaba un camino simbólico por su torso, su cuello, sus brazos. La tensión en la habitación era palpable, cada respiración contenida por los asistentes.

Rebeca sintió cómo su cuerpo reaccionaba sin control: un calor profundo se encendía en su interior, un deseo que ardía tan fuerte como el terror que comenzaba a apoderarse de ella. Las imágenes de lo que había vivido durante la práctica en el Cuarto Rojo se mezclaban con la realidad: las manos, las caricias forzadas y dominantes, el roce de las pieles y los jadeos de entrega y lucha.

Sus ojos se llenaron de lágrimas, que comenzaron a deslizarse lentamente por sus mejillas. No podía evitar sentir pánico ante la posibilidad de estar en el lugar de esa chica, de ser la próxima en el altar, vulnerable y expuesta.

Pero al mismo tiempo, la excitación la paraliza, la sumerge en un estado de trance donde el miedo y el placer se confunden en una misma corriente eléctrica.

Apolonia, con una sonrisa enigmática, dirigió la ceremonia con precisión: mientras tocaba y acariciaba a la joven sacrificada, también mandaba señales silenciosas a Ryan, Gabriela y Ruth para que continuaran su juego de seducción y poder. Junto a ellos otros participantes con túnicas y máscaras tocaban, acariciaban y lamian a la joven como si se tratara de una presa a punto de ser demorada por una manada de lobos

Rebeca apretó los puños, intentando controlar su respiración y las lágrimas que no podía contener. Sus ojos recorrían cada movimiento, cada gemido, cada suspiro, absorbiendo el ritual en carne propia y alma.

La joven al frente entró en un trance gracias a alguna especie de droga que le dio a beber Apolonia de un cáliz ceremonial lo que causó un fuerte orgasmo que plasmó al mojar el altar con lo que salía entre sus piernas y terminó su simulacro de sacrificio con un grito ahogado, un clímax de dolor y placer que resonó en toda la mansión, marcando el final simbólico del sacrificio y el inicio del verdadero juego.

Rebeca sentía cómo su pecho se apretaba con cada segundo que pasaba. Las lágrimas no solo eran miedo, también frustración y una extraña mezcla de culpa. ¿Por qué estoy tan excitada? se preguntaba, odiándose por ello, por la vulnerabilidad que el ritual despertaba en ella. Cada gemido, cada roce, cada mirada en la joven atada la hacía revivir su propia entrega durante la práctica en el Cuarto Rojo.

Su cuerpo respondía con una urgencia incontrolable, pero su mente luchaba por mantenerse firme. La piel se le erizaba al imaginar que, en otro momento, podría ser ella en ese altar, expuesta, despojada de control, sometida al placer y al miedo en partes iguales. ¿Cómo puede el deseo y el terror coexistir con tanta intensidad? Pensaba mientras se mordía el labio para no gritar ni llorar en voz alta.

Mientras tanto, Ryan no podía apartar la mirada. Su corazón latía fuerte, no solo por el ritual, sino por lo que veía en Rebeca. La mezcla de fascinación, ansiedad y excitación en sus ojos le dolía más que cualquier golpe. Él sabía que aquel momento era un test no solo para la secta, sino para su equipo, para su vínculo con Rebeca.

Con cada caricia que Ruth y Gabriela le daban a Rebeca, con cada gesto de dominio o ternura, también tenía la intención de protegerla y que los demás no vieran que estaba vulnerable, Ryan sentía una mezcla de orgullo y miedo. Orgullo porque ella aguantaba, porque se mostraba fuerte incluso cuando la incertidumbre y el pánico la amenazaban; miedo porque sabía que el límite entre ese juego y la realidad podía ser frágil.

Cuando las lágrimas de Rebeca comenzaron a deslizarse más intensamente Ryan deseó poder detener el tiempo, poder protegerla de todo ese mundo oscuro y perverso al que se habían adentrado. Quería tomarla en brazos, susurrarle que no importaba lo que pasara, él estaría allí. Que su vida, aunque en peligro, siempre estaría protegida por él.

Pero sabía que ese era el precio de su misión. Que para entrar más profundo, para ganar esa confianza y poder, tenían que vivir cada terror, cada placer, cada límite.

Rebeca, con los ojos húmedos y el cuerpo vibrante, levantó la mirada y por un instante, sus miradas se cruzaron. Sin palabras, entendieron todo: el sacrificio era simbólico, pero el juego era real. Y ninguno de los dos estaba dispuesto a perder

Apolonia, la sacerdotisa principal, tomó el cuchillo ceremonial con la hoja de utilería, lo levantó justo sobre el pecho desnudo de la chica proclamó un conjuro en un lenguaje desconocido y gusto en el momento de máximo clímax de la chica lo clavó justo en su corazón simulando el sacrificio. En ese momento estalló en el lugar una euforia colectiva de los presentes para celebrar el final del ritual.

Rebeca temblaba, atrapada entre el deseo y el miedo, consciente de que estaba en el umbral de un mundo del que ya no podía retroceder.

Cuando la ceremonia terminó, Ryan tomó a Rebeca en sus brazos, alejándose del bullicio y las miradas. En un rincón oscuro, la sostuvo con fuerza, buscando calmar la tormenta que veía en sus ojos.

— “Sé que sentiste que te perdías,” —dijo con voz suave y firme—. “Pero este no es el fin. Es solo el comienzo.”

Rebeca apoyó la cabeza en su pecho, escuchando los latidos que la anclaban a la realidad.

— “No importa lo que venga,” —continuó él—, “te protegeré. Siempre.”

Ella cerró los ojos y respiró profundamente, encontrando en ese abrazo la fuerza para seguir adelante, dispuesta a enfrentar los rituales y secretos que aún quedaban por descubrir.

CAPÍTULO 5 – PARTE 3

Ritual del salto de fe a la la oscuridad

Al finalizar el ritual y alejarse de la mansión, Ryan les indicó que se verían al mediodía en la oficina para discutir el caso y lo ocurrido durante la noche. En el auto, Rebeca permanecía en silencio, con la mirada perdida y el cuerpo tembloroso.
Al llegar al departamento, Rebeca se dirigió directamente al baño. Ryan se sirvió un whisky doble y dio una calada profunda a su cigarrillo electrónico mientras observaba el líquido ámbar girar en el vaso. A lo lejos escuchaba el agua de la ducha, pero lo que realmente le estremecía era el sonido oculto entre las gotas: el llanto ahogado de Rebeca.

Se terminó el trago de un solo golpe, exhaló el humo con fuerza, se quitó la ropa y fue hacia el baño. Al entrar, la encontró sentada en el piso bajo el agua caliente, abrazando sus piernas, intentando ahogar los recuerdos.

Sin decir palabra, se sentó junto a ella bajo el agua. La rodeó con sus brazos, queriendo protegerla de algo que aún no comprendía.

Cuando el llanto cesó, la ayudó a incorporarse. La secó con una toalla y la cargó con ternura hasta la cama. La acostó desnuda, la arropó con una sábana y luego se acostó a su lado, cubriéndola con su cuerpo.

Esa noche, mientras dormía, Rebeca soñó.

En su sueño, se encontraba desnuda, envuelta en una oscuridad tibia y expectante. Sentía una presencia. Una mirada intensa la observaba desde las sombras. El hombre comenzó a emerger de la penumbra, vistiendo la misma túnica ceremonial de los participantes del ritual.

Caminaba hacia ella como un depredador a punto de reclamar lo suyo. Sin decir palabra, se quitó la túnica, dejando al descubierto un cuerpo tallado como el de un dios griego. Cada músculo brillaba con un sudor imposible. Su piel parecía mármol vivo.

Cuando quedó frente a ella, a escasos centímetros, se quitó la máscara. Rebeca vio el rostro más bello y perturbador que jamás había imaginado. Su mirada era hipnótica, dominadora. En un segundo, la tomó con fuerza y la besó con furia. La penetró con determinación, sin pedir permiso, como si su cuerpo le perteneciera desde siempre.

Ella no ofrecía resistencia. No quería. Aunque el dolor la atravesaba, el placer la consumía más rápido. La volteó y la tomó por detrás, de forma violenta, casi salvaje. Sintió que la desgarraba… pero también que la completaba.

La giró nuevamente, abrió sus piernas y la penetró de frente. Sus dedos se cerraron en su cuello y comenzó a asfixiarla con una fuerza que le aceleró el deseo. En el borde del clímax, él se acercó a su oído y dijo con voz cavernosa:

—Pronto serás mía.

Sus ojos se tornaron rojos como brasas. En ese instante, Rebeca despertó jadeando, empapada de sudor y con la entrepierna húmeda de deseo. Se giró hacia Ryan y comenzó a hacerle sexo oral, devorándolo con una intensidad voraz.

Cuando sintió su erección completa, se subió sobre él y lo cabalgó con hambre salvaje, como si buscara borrar algo… o reclamarlo. Él se dejó llevar, aún confundido por el repentino cambio de ánimo. Rebeca se vino primero, con un gemido ahogado. Ryan le siguió segundos después, descargando dentro de ella.

Ella cayó desmayada. Ryan, satisfecho pero desconcertado, la observó dormir. No entendía cómo alguien podía pasar del llanto al frenesí de aquella manera.

Por la mañana, compartieron un desayuno en silencio mientras veían la televisión. Ambos querían hablar, pero no sabían cómo abordar lo vivido. Justo cuando iban a decir algo, recibieron un mensaje simultáneo en sus teléfonos: era Malena.

Había llegado un nuevo cadáver a la morgue. Mujer. Mismas marcas. Mismo patrón.

Ryan le propuso a Rebeca que se quedara descansando en casa, que él iría solo. Pero ella se negó. Sentía que él intentaba apartarla. Y, más allá de los celos, una inquietud profunda le decía que debía estar ahí.

Fueron juntos. Al llegar, se dirigieron a la oficina de Malena. Mientras caminaban por el pasillo, Rebeca volvió a sentir la mirada. Esa sensación de ser observada, como en el sueño. Dudó. ¿Fue realmente un sueño?

Al entrar en la oficina, volvió a sentir la tensión entre Malena y Ryan. Él no se comportaba como siempre: no hacía bromas, no usaba su sarcasmo defensivo. Y Malena… Estaba simplemente deslumbrante. Más que antes.

Ella los recibió con una sonrisa seductora.

Les mostró las fotos del cadáver. Era la misma chica usada en el ritual la noche anterior, pero ahora sí… estaba muerta. Apuñalada directamente en el corazón. Las marcas esta vez eran reales. Según la autopsia, había fallecido entre medianoche y la una de la mañana.

No había signos de abuso sexual, pero sí rastros en sangre de una mezcla de alucinógenos, sedantes y un medicamento veterinario usado para estimular el deseo en animales de cría.

Rebeca salió de la oficina para contestar una llamada de Gabriela. Le comentó que se encontrarían más tarde para discutir los detalles del siguiente ritual. Al colgar, sintió nuevamente aquella presencia. Levantó la vista… y allí estaba él. El hombre del sueño. De traje. Mirándola.

—¿Se encuentra bien? —preguntó con voz suave.

—Sí… claro —respondió, confundida.

—¿La morgue?

—Al fondo… a la izquierda.

Él agradeció y se alejó. Cuando Rebeca se giró para mirarlo de nuevo, ya no estaba. El pasillo vacío. Silencio absoluto.

En la oficina, Malena aprovechaba cada movimiento para seducir a Ryan: caminaba lentamente, se agachaba con intención, hablaba con doble sentido.

—¿Aún recuerdas cómo era tenerme? —le susurró—. Yo sí. Y no lo he superado.

Ryan se quedó en silencio. Justo entonces, Rebeca entró. La tensión cortaba el aire. Intercambiaron algunas frases y luego Rebeca, casi sin pensar, comentó:

—Me crucé con un hombre muy particular afuera… preguntaba por la morgue.

Malena sonrió.

—¿Y era guapo?

Rebeca estuvo a punto de decirle que se dejaría abusar por él sin resistirse… pero solo respondió:

—Bastante. Tenía un perfume muy… particular.

—Qué suerte la mía —dijo Malena con una sonrisa—. Rara vez me visitan hombres así.

Luego, miró a Ryan y agregó:

—No te pongas celoso. Tú sigues siendo mi sátiro favorito.

Rebeca apretó los labios. Pero Malena se volvió hacia ella.

—Aunque también me encantan las visitas de detectives sexys… especialmente si vienen fuera de horario laboral.

Rebeca bajó la guardia. Algo en Malena la atraía con una intensidad peligrosa.

Al finalizar la reunión en la oficina, Gabriela propuso que fueran al bar Domina a relajarse. Ryan fue con Ruth y Apolonia. Entre tragos, insinuaciones y risas, la noche se volvió húmeda y salvaje.

Ruth sacó sus juguetes sexuales. Gabriela se dejó dominar. Apolonia cabalgó a Ryan con rabia acumulada, como si descargara años de deseo frustrado. Él lo sintió distinto. Algo había cambiado.

CEREMONIA EN EL BAR DOMINA

El ritmo tribal de los tambores se intensificaba. El salón principal del Domina se había transformado en un templo de placeres antiguos. Aromas a incienso, cuero y sudor impregnaban el aire denso. Las luces rojizas parpadeaban como si el fuego danzaba sobre las paredes. Y ahí, en el centro de todo, estaban ellos: Apolonia y Ryan.

Hacía años que no se tocaban. Desde aquella última vez, cuando sus cuerpos eran una guerra y una tregua al mismo tiempo. Pero ahora, en este reencuentro ceremonial, todo lo no dicho, lo contenido, estalló.

Apolonia se desnudó de forma pausada, dejando que cada prenda revelara su piel como si fuera un acto de fe. Sus botas de cuero negro hasta el muslo, los guantes largos de encaje, la máscara ritual que apenas cubría sus ojos… era una diosa antigua resucitada para el sacrificio.

—Años esperando este momento —le susurró, montándolo con un gemido contenido, sus caderas moviéndose con urgencia contenida—. Me tuviste. Me perdiste. Y aún así, vuelves a mí.

Ryan estaba ya completamente desnudo, su cuerpo marcado por los años y las decisiones. La penetró con fuerza, casi con rabia, como si a través de ella pudiera recuperar todo lo que había perdido.

Se besaban como si se odiaran. Se lamían como si fueran a romperse. Sus jadeos se mezclaban con los tambores, creando una sinfonía carnal. Las uñas de Apolonia dejaban marcas en su espalda. Él le mordía los senos. Ella lo cabalgaba con los ojos cerrados, como si estuviera en trance.

Cuando Ryan sintió que el orgasmo se acercaba, se aferró a sus caderas, dispuesto a rendirse. Pero entonces, Ruth apareció desde la penumbra, envuelta en un vestido rojo que parecía flotar, los ojos brillando de placer y control.

—Aún no —ordenó con voz suave, y al mismo tiempo poderosa.

Se acercó con una cuerda de cuero ceremonial y, sin que él pudiera resistirse, lo ató simbólicamente al sillón ritual, sujetando sus muñecas a los brazos del trono, dejándolo expuesto, erecto, temblando.

—Este placer no es solo tuyo. Aún faltan ofrendas —dijo Ruth, mientras Apolonia lo besaba suavemente en el cuello, manteniéndose dentro de él, apretando por dentro con un vaivén lento, como si quisiera llevarlo al borde sin dejarlo caer.

Entonces Gabriela se acercó también. Llevaba un arnés con un pequeño plug ritual decorado con amatistas. Lo sostuvo frente a él con una sonrisa.

—¿Recuerdas cuando me dijiste que querías rendirte de verdad? —le susurró, mientras acariciaba sus testículos con los dedos fríos y firmes.

Ryan intentó hablar, pero solo jadeó. Estaba en una mezcla de éxtasis y desesperación.

Apolonia descendía lento por su torso, y entre besos húmedos, lamidas profundas y miradas cargadas de perversión, Ruth se sentó en su rostro.

—Ofrece tu lengua, Ryan. Esta es tu iniciación completa.

Y lo hizo. Como un hombre doblegado por placer y fuego, con el cuerpo completamente atrapado entre ellas.

Su orgasmo aún era negado.

Y mientras ese caos sensual continuaba a su alrededor, al fondo del salón, en un rincón cubierto por telas oscuras y espejos ahumados, dos sombras se encontraban a solas por primera vez.

MALENA Y REBECA

Rebeca aún llevaba la capa ritual de terciopelo negro, pero debajo ya no quedaba casi nada. Malena la había llevado de la mano, sin una palabra, como una loba que escoge su presa.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Rebeca, aún con la respiración agitada por todo lo que había presenciado.

Malena no respondió. Solo se arrodilló frente a ella y comenzó a desabotonarle la capa con una lentitud perversa. Cada botón que bajaba, dejaba expuesto un poco más de piel, hasta que el torso desnudo de Rebeca quedó ante ella. Sus pezones duros. Su vientre tembloroso.

—Eres hermosa —dijo Malena, y sin esperar más, besó su estómago, subiendo con pequeños mordiscos hasta el centro de su pecho. Luego sus labios atraparon uno de sus pezones mientras una mano bajaba entre sus piernas.

Rebeca gimió.

—Nunca… con una mujer… así —susurró.

Malena la empujó suavemente contra una alfombra negra. Se despojó de su vestido, revelando su cuerpo firme, marcado por la danza, la noche y la lujuria.

—No soy “una mujer”, Rebeca. Esta noche soy tu espejo más oscuro.

Y comenzó a lamerla, primero por las piernas, luego por los muslos, hasta llegar a su centro, donde la lengua de Malena fue firme y curiosa. Rebeca se arqueó, su cuerpo vibraba como si nunca antes hubiera sentido ese tipo de deseo. Le sujetó el cabello a Malena con fuerza, guiándola, exigiendo más.

Pero Malena se deslizó sobre ella, sus sexos chocaron, húmedos, tibios, palpitantes. Y comenzaron a moverse en ritmo, en un vaivén ancestral, de pelvis contra pelvis. El roce de sus clítoris, el jadeo desesperado, los gemidos que se confunden con la música ritual.

Rebeca la arañaba. Malena se mordía los labios.

—Hazme tuya —dijo Rebeca, y Malena la tomó por el cuello con una mano mientras la otra la masturbaba con fuerza, con dedos rápidos y exactos, haciéndola gritar.

Ambas acabaron casi al mismo tiempo. Sudorosas. Exhaustas. Unidas.

Y entonces, entre sombras, Ruth observaba. Gabriela sonreía. El ritual estaba completo.

Pero aún faltaba la segunda parte del sacrificio…

El aire en la habitación aún olía a incienso, a sudor y a fluidos sagrados. La temperatura era tibia, pero no por la calefacción, sino por los cuerpos entrelazados, los gemidos apagados, y las confesiones sin palabras que colgaban del techo como neblina densa.

Apolonia, arrodillada junto al sillón ceremonial donde Ryan permanecía atado con los lazos rituales, le pasó un brazo por los hombros con una lentitud estudiada. Había un brillo triunfante en sus ojos, pero también algo suave, casi maternal. Ni una promesa, ni una amenaza: era ella misma, absoluta en su poder recuperado. Pero en lo más profundo de su mirada, algo titilaba como una vela a punto de apagarse. Ocultaba algo. Una verdad, una elección, una decisión que aún no podía compartir.

Ryan, aún agitado por la intensidad con la que Apolonia lo había llevado al límite y por la forma en que Ruth lo había interrumpido justo en el umbral del orgasmo, sintió ese toque como un bálsamo, pero también como una advertencia: el juego apenas comenzaba.

Al otro extremo de la penumbra, Rebeca se sostenía contra la pared. Su respiración aún temblaba. Sus muslos ardían con los rastros de la lengua y las caricias de Malena. No era solo el placer lo que la desbordaba, era la contradicción que palpitaba en su pecho. Vergüenza, deseo, miedo… y una chispa peligrosa de necesidad. Miró a Malena. Esa mirada fue como un espejo roto: reflejaba partes de sí que nunca había aceptado del todo. Ruth le había enseñado mucho… pero Malena había encendido algo que no sabía ni que existía.

Malena no decía nada. La observaba en silencio. Sin triunfalismo. Solo con esa curiosidad felina y una ternura inesperada. Se acercó, sin prisa, y la envolvió en un abrazo que fue firme, real, sin máscaras. Como si le dijera con el cuerpo: “ya eres parte de esto. No hay vuelta atrás.”

Y en ese instante, Malena supo lo que seguía. Ya había tenido a Rebeca. Solo le faltaba recuperar lo que había sido suyo alguna vez: Ryan.

Del otro lado de la sala, Gabriela y Ruth compartieron una mirada. No fue de aprobación ni de orgullo. Fue complicidad pura. Habían guiado el rito con precisión y entrega. Pero Ruth, aunque sonreía, sentía en su estómago un nudo que no sabía desatar. Miraba a Rebeca de reojo. La extrañaba. La deseaba. Y no sabía si aún podía tenerla como antes.

Todos estaban expuestos. Desnudos más allá de lo físico. Cuerpos, sí, pero también emociones, impulsos y memorias desenmascaradas bajo la misma hoguera. Lo que se había encendido esa noche, no se apagaría al amanecer.

A la mañana siguiente – Oficina de Investigaciones Especiales

La oficina parecía una escena extraída de una realidad alterna. El mismo edificio, los mismos escritorios, pero los protagonistas ya no eran los mismos. Todos habían cambiado, incluso si intentaban disimularlo.

Ryan fue el primero en llegar, aún con las marcas rojas en las muñecas, disimuladas bajo la camisa de manga larga. A los pocos minutos, entraron Gabriela, impecable como siempre, y Ruth, con una expresión que mezclaba agotamiento con alerta. Rebeca llegó después, caminando con una timidez que no era su estilo habitual. Malena, invitada por ella, cerró el grupo. Su vestido oscuro y su caminar pausado contrastaba con la luz cruda de la oficina.

Y por último, Apolonia. Imponente. Llevaba una carpeta en la mano y el cabello recogido con elegancia ritual.

—Gracias por venir tan temprano —comenzó, su voz sin rastro del gemido que todos le habían escuchado horas antes—. Lo que ocurrió anoche no fue solo una ceremonia. Fue una puerta. Y la cruzamos.

Todos se sentaron. La tensión era espesa.

—He estudiado los símbolos, el lenguaje gestual del sumo anfitrión, las claves en las palabras del sacerdote… —Apolonia abrió la carpeta—. El próximo ritual será distinto. Más profundo. Más antiguo. Será en una locación fuera de la ciudad. He logrado obtener algunos detalles de su simbolismo: se trata de un «Ritual de Transmigración», vinculado al tránsito de la voluntad entre cuerpos. Algo más que un simple acto sexual: se trata de intercambio de roles, de dominio, de sumisión forzada. Algo más oscuro.

Gabriela y Ruth se miraron, como anticipando lo que venía. Ruth tomó la palabra.

—Nos volvieron a invitar. Les gustó… todo. —Hizo una pausa, su tono bajó un poco—. Pero pusieron una condición: quieren nuevamente a Rebeca como ofrenda de sacrificio.

El silencio cayó como una losa. Rebeca bajó la mirada. Ryan apretó los puños.

—¿Y tú qué dices? —preguntó Malena, con voz baja, pero firme.

Rebeca alzó la vista. Por un instante, parecía frágil. Luego, algo en su rostro se endureció.

—Quiero saber hasta dónde puedo llegar. Quiero saber quién soy después de todo esto.

Apolonia cerró la carpeta.

—Entonces prepárense. Esto no fue el final. Fue apenas el segundo umbral.

CAPÍTULO 5 – PARTE 4

Ritual de Transmigración – El Espejo del Deseo

La mansión estaba en penumbra, cubierta por una bruma densa que parecía filtrarse desde el mismo suelo. Velas negras, púrpuras y rojas iluminaban el gran salón subterráneo con una luz parpadeante y sensual. La temperatura era cálida, húmeda, como el aliento contenido antes de un beso prohibido. Aromas a incienso de mirra, cuero, y cuerpos excitados flotaban en el aire, mientras las paredes reflejaban sombras distorsionadas que se movían como si bailaran en secreto.

El altar central había cambiado desde el ritual anterior. En lugar de una sola plataforma, ahora había dos mesas de mármol negro, alineadas frente a frente, separadas por un gran espejo tallado en forma de ojo, incrustado en el suelo. A cada lado, dos columnas con serpientes doradas enroscadas custodiaban el lugar, como símbolos del deseo dual: el espiritual y el carnal.

Rebeca y la segunda ofrenda, una joven de cabellos oscuros y mirada vacía —su nombre nunca fue revelado—, estaban vendadas, desnudas salvo por delgadas cintas de terciopelo rojo que envolvían sus muñecas, tobillos y garganta. Rebeca temblaba, no de miedo, sino de una anticipación que le ardía bajo la piel. Sus pezones estaban erectos, su respiración acelerada, y la humedad entre sus muslos era tan evidente como la tensión en su rostro.

Gabriela y Malena, ataviadas como sacerdotisas guardianas, se acercaron lentamente a cada mujer. Untaban sus cuerpos con aceites perfumados, deslizándose sobre sus vientres, senos, cuello, pies. Lo hacían con devoción, como si cada caricia fuera una plegaria.

—Están listas para el tránsito —dijo Gabriela en voz baja, con un leve estremecimiento.

—Listas para ser poseídas por el fuego del espejo —agregó Malena, besando la frente de la segunda ofrenda.

Los tambores comenzaron a sonar.

La Adoración

Uno a uno, los miembros del círculo —todos enmascarados, semidesnudos o cubiertos con túnicas abiertas— se acercaron. Tocaban, besaban, adoraban. Deslizaban dedos por la piel de ambas mujeres, les susurraban al oído en lenguas antiguas, les lamían los senos, el vientre, los muslos. Pero nadie las penetraba. Era una adoración sin consumo.

Los labios de Rebeca se abrían involuntariamente con cada caricia, cada dedo que rozaba su entrepierna sin tocarla del todo. Sabía que algo más profundo vendría. Lo presentía en su espalda, como una corriente.

A unos pasos de distancia, Ryan observaba con los puños apretados. A su lado, Ruth sostenía un cordón rojo que la unía simbólicamente a ella. Estaba vestida con una capa escarlata, el cabello recogido, los ojos fijos en él.

—No la toques con la mente —le advirtió en voz baja—. Esta noche, no es tuya. Ella pertenece al Otro.

Ryan tragó saliva. El deseo lo desbordaba, pero el ritual exigía obediencia. Enfrente de él, la segunda ofrenda levantó la cabeza con los ojos vendados y sonrió ligeramente, como si lo hubiera sentido.

—Tócala —ordenó Ruth—. Pero no le des aún tu alma.

Ryan se acercó a la joven. Su cuerpo era suave, ofrecido, empapado en aceite. La besó en la boca, luego en los senos, en el vientre. Sus manos la recorrieron con hambre contenida.

El Espejo del Deseo

Entonces apareció Él.

Desde el fondo del salón, entre columnas y humo, emergió el Sumo Sacerdote. Vestía una túnica negra con bordados en oro, y una máscara de marfil que ocultaba completamente su rostro. Caminaba descalzo, con pasos seguros, felinos, como si flotara sobre el suelo.

Se detuvo frente a Rebeca.

Ella, aún vendada, sintió su presencia. Su cuerpo se tensó. Su respiración cambió.

Él alzó las manos sobre ella, murmurando una invocación:

—»Que la carne despierte al espíritu. Que el deseo abra el umbral. Que tu reflejo te muestre lo que aún no has aceptado.»

Y entonces, retiró su máscara.

Rebeca no gritó, pero el aire se le escapó del pecho. Era él. El hombre de su sueño. El que la observaba en la morgue. El rostro que la perseguía en visiones difusas. Estaba allí, frente a ella, desnudo de rostro, pero cubierto de poder.

—Tú… —susurró, apenas audible.

—Sí, mi pequeña llama —respondió él con voz grave—. Desde el principio he estado esperándote.

Sin romper contacto visual, el Sumo Sacerdote la penetró lenta y profundamente, con una suavidad que contrastaba con la intensidad de su mirada. Rebeca gimió, se arqueó, se ofreció sin resistencia. Su cuerpo temblaba al ritmo del deseo y del miedo. Un temor sagrado.

Mientras tanto, Ryan y la otra joven se unían también. Su sexo era más frenético, ansioso. Ruth, con la mano aún sobre el cordón rojo, observaba cada movimiento de él, como si midiera sus impulsos.

—No acabes aún —le dijo con firmeza—. No hasta que Apolonia lo ordene.

El ritmo de los cuerpos aumentó. Gemidos, jadeos, el eco del deseo llenaba el salón. Los tambores se intensificaron. Las velas parpadeaban como si fueran a extinguirse.

Cuando ambos hombres estuvieron al borde del clímax, apareció Apolonia. Caminaba desnuda, cubierta por pintura dorada, con el cabello suelto y los ojos brillando como brasas.

Se acercó al Sumo Sacerdote, apoyó su mano sobre su pecho y lo miró:

—Ahora, entrégalo al espejo.

Él se retiró de Rebeca justo a tiempo, masturbándose con fuerza mientras Apolonia lo guiaba. Un rugido escapó de su garganta cuando su semen cayó sobre el centro del espejo.

—¡Sellado está el deseo! —gritó Apolonia.

Entonces fue Ryan quien cayó de rodillas, con la otra ofrenda acariciándolo entre jadeos. Apolonia se giró hacia él.

—Tú también. Pero no sobre ella.

Ryan obedeció. Se alzó, apuntó hacia el borde del espejo y terminó con un gemido contenido. Su semen cayó al otro lado del símbolo. Los dos reflejos quedaron unidos por el mismo clímax, pero separados por el espejo.

Silencio.

La energía vibraba en el aire. Rebeca respiraba con dificultad. Aún desnuda, aún atada, pero más consciente que nunca. Supo, sin que nadie lo dijera, que algo dentro de ella había sido marcado.

Algo que no se borraría jamás.

Horas después, en los pasillos oscuros de la mansión, mientras el incienso aún flotaba en el aire…

Rebeca caminaba envuelta en una túnica, acompañada por Gabriela, en silencio. Hasta que se detuvo.

—¿Quién era él? —preguntó en voz baja.

Apolonia no respondió de inmediato. Luego, con una sonrisa misteriosa:

—El espejo te mostró lo que siempre estuvo allí… solo que ahora, por fin, te atreviste a mirar.

Al otro extremo, Ryan hablaba con Ruth.

—¿Quién es ese hombre? ¿Por qué ella reaccionó así?

Ruth lo miró fijamente.

—Porque a veces, Ryan… lo más oscuro de nosotros no viene de fuera, sino de lo que más deseamos en secreto.

Y mientras las velas se apagaban una a una, el espejo seguía brillando… como si lo observado aún no hubiese terminado de reflejarse.

La luz entraba apenas por las rendijas de los ventanales cubiertos con cortinas gruesas de terciopelo granate. Una bruma tenue flotaba en el ambiente, densa, cargada aún del incienso que había perfumado la ceremonia horas antes. Todo olía a fuego, a cera derretida, a cuerpos agitados. El eco de los gemidos y susurros aún latía en las paredes de piedra.

Rebeca abrió los ojos lentamente. No sabía si había dormido o si simplemente había permanecido en ese estado flotante entre el placer, la confusión y la entrega. Su cuerpo dolía, pero no de forma cruel; era un dolor dulce, como el que deja una danza intensa o una guerra íntima ganada a medias. Se incorporó sobre los almohadones de terciopelo oscuro, y el sudor seco sobre su piel la hizo estremecer.

Estaba desnuda, cubierta apenas por un velo fino de gasa negra. Su entrepierna aún vibraba, no de excitación, sino de memoria. Los ojos le ardían un poco; la venda que llevó durante casi todo el ritual había sido retirada por manos suaves, aunque firmes. Recordó el tacto del Sumo Sacerdote. La voz. La forma en que su aliento le había revelado su identidad en el instante final, cuando su rostro emergió desde la máscara, mostrándole la verdad: era él. El hombre del pasillo en la morgue. El que visitaba sus sueños oscuros. No fue alucinación. No era coincidencia.

—Estás despierta —dijo Apolonia desde la penumbra, sentada en un sillón de respaldo alto, con una copa de vino entre los dedos y la pierna cruzada con elegancia felina—. Te necesitábamos.

Rebeca la miró, su mente aún nebulosa.

—¿Quién era él? —preguntó al fin, con voz áspera, rota.

Apolonia sonrió, pero no respondió. Se puso de pie y caminó hacia ella, haciendo sonar sus tacones en el suelo de mármol oscuro. Se arrodilló junto a la cama ceremonial, y le pasó un brazo por los hombros. Había un brillo triunfante en sus ojos, pero también algo suave, casi maternal. Ninguna de sus expresiones era una promesa ni una amenaza. Era solo ella, completa en su poder recuperado… aunque algo en su mirada sugería secretos aún por revelar.

—No preguntes lo que ya sabes. Escúchate.

Rebeca cerró los ojos. La voz de Apolonia la envolvía, como si aún estuviera bajo el trance. La bruja seguía guiándola, incluso fuera del círculo de fuego.

Al otro lado de la sala, Malena se acercó en silencio. Llevaba un camisón largo de seda, pero sin ropa interior. Se sentó en el borde de la cama y miró a Rebeca sin hablar. No había burla ni deseo en su mirada, solo una ternura inesperada.

—Lo que pasó entre nosotras… —empezó Rebeca, pero Malena negó con la cabeza.

—No digas nada. Solo siente.

Y la abrazó. Un abrazo firme, tibio, como si sellara algo entre las dos. Una promesa tácita. Un lazo que no necesitaba palabras.

Gabriela y Ruth estaban de pie junto a las columnas laterales. Ruth observaba en silencio, con los labios apretados, y una sombra de celos —o tristeza— nublando su expresión. Gabriela la tomó de la mano, y sus dedos se enlazaron brevemente. Ambas sabían que lo vivido esa noche no sería fácil de digerir. Todos habían quedado desnudos, no solo en cuerpo, sino en alma.

—¿Dónde está Ryan? —preguntó Rebeca, ahora más firme.

Apolonia se levantó, caminando con su copa aún en mano.

—En la oficina. Lo citamos antes que a ti. Hay cosas que debemos discutir… sobre lo que viene.

Rebeca asintió, temblorosa. Se levantó lentamente, recogiendo una bata de seda negra que alguien había dejado a los pies del altar. Se cubrió y sintió cómo la gasa húmeda se deslizaba entre sus muslos, como si aún llevara los rastros del rito sobre la piel.

Malena se acercó a ella por detrás y le acomodó los cabellos con dedos suaves.

—Ahora formas parte de nosotras. Ya no hay vuelta atrás.

La sala se sentía como el templo profano de una diosa olvidada. Pero las diosas se habían despertado.

Y Rebeca, en silencio, aceptó su nuevo rostro en ese espejo interior: la mujer que fue ofrecida… y que eligió serlo.

Casa de Ryan y Rebeca Horas mas tarde

La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la luz naranja que se colaba desde una lámpara de la calle. El aire tenía un olor denso, mezcla de incienso seco, sudor antiguo y algo más… como si el eco del ritual aún palpitaba en las paredes.

Ryan yacía boca arriba en la cama, desnudo, con el pecho aún marcado por las cintas rojas del rito. Respiraba con la calma cansada de quien ha cruzado los límites de la carne y el alma. Pero a su lado, Rebeca no conocía el descanso.

Ella lo miraba como una fiera en celo, con los ojos oscuros y brillantes, arrodillada entre las sábanas. Aún tenía el cuello con restos del polvo dorado que le colocaron en el ritual, y algunas marcas frescas de los dedos del sacerdote en sus muslos. Se relamía los labios como si aún tuviera sed. Su cuerpo le ardía, no de dolor… sino de una necesidad sin nombre.

—Ryan… —susurró, arrastrando las palabras con un ronquido erótico que no pedía, exigía—. No he terminado…

Él giró la cabeza hacia ella, exhausto, los párpados pesados.

—Rebeca, no tienes idea de lo que hiciste esta noche. Estás… herida.

—No. Estoy viva. —Le trepó encima con una rapidez insaciable. Lo montó a horcajadas, con las piernas abiertas y temblorosas, pero decididas—. Quiero sentir algo tuyo. ¡Hazme tuya otra vez!

Ryan quiso detenerla, pero su miembro ya comenzaba a endurecerse, víctima de esa mezcla explosiva entre deseo y confusión. Las caderas de ella comenzaron a moverse, lentas al inicio, como buscando un ritmo perdido. La penetración fue brusca, sin preparación, con un gemido contenido por parte de ella que fue mitad placer, mitad dolor.

—Más… más fuerte, joder —susurró entre dientes—. Dame más. ¡Hazlo como si no me conocieras!

Ryan la sujetó por las caderas y embistió con fuerza, atrapado entre el placer y el desconcierto. Rebeca cerró los ojos y comenzó a hablar entre jadeos:

—Golpéame si quieres… escúpeme si te excita… pero no pares… no pares…

Su voz era la de una mujer que ardía por dentro, que no tenía límites, pero su cuerpo contaba otra historia. Estaba caliente, sí, húmeda, sí, pero tensa. Como si no pudiera soltarse del todo. Como si algo la estuviera apretando desde adentro, impidiéndole rendirse por completo al goce.

Ryan lo notó.

—Rebeca… —murmuró sin dejar de moverse—. ¿Estás bien?

—¡Cállate! —gritó, abriendo los ojos—. Solo fóllame como si no me conocieras.

Montada sobre él, sudorosa, con la piel marcada por la brutalidad reciente, lo miraba con una mezcla de locura y hambre.

—No pares… —susurró con la voz ronca—. No acabes, no te atrevas a acabar. Agárrame el cuello, hazlo ya…

Ryan la sujetó con fuerza por la garganta, sin pensarlo. No era la primera vez que ella se lo pedía, pero esta vez… había algo distinto. Algo más oscuro.

—¡Más fuerte! —gruñó Rebeca mientras se inclinaba hacia su oído—. Trátame como una puta, como lo harías con una cualquiera. ¿Eso no es lo que soy?

Él apretó un poco más, sintiendo cómo los gemidos se volvían jadeos entrecortados. Ella lo miraba desde arriba con ojos brillantes, casi febriles.

—Métemela por el culo, Ryan… ahora. Hazlo. No seas un cobarde… ¿O también tienes miedo como él?

—¿De quién hablas? —preguntó Ryan, desconcertado.

—Del Sumo Sacerdote —respondió ella con un tono entre burla y delirio—. Él me usó. Me rompió. Y ni siquiera se corrió dentro de mí. ¿Tú vas a ser igual de débil?

Él se incorporó un poco, tomándola por las caderas, dispuesto a complacer su pedido, a darle todo lo que pedía con furia. Su cuerpo temblaba por el dolor, pero también por un deseo que no parecía humano.

—Eso es… —gimió—. Sí, más, más… Pégame. ¡Insúltame!

Ryan la abofeteó suavemente, pero ella lo miró con desprecio.

—¿Eso fue un golpe? No me trates como a una virgen. Trátame como a lo que soy. Una maldita perra desesperada.

Entonces él la empujó contra el colchón, le abrió las piernas con fuerza y comenzó a penetrarla de nuevo. Ella gritó, se arqueó, se aferró a las sábanas. Los cuerpos chocaban con un ritmo casi brutal, sudor y saliva cayendo entre besos mordidos y suspiros feroces.

Pero justo cuando su cuerpo temblaba de placer, cuando el orgasmo parecía alcanzarla con fuerza incontrolable, cerró los ojos.

Entonces ocurrió.

Cuando estaba por alcanzar el orgasmo, justo en ese punto en que el cuerpo se prepara para estallar, Rebeca cerró los ojos… y lo vio.

El Sumo Sacerdote. Desnudo. Penetrándola con brutalidad sagrada. Con esa mirada negra y ardiente. El rostro… el mismo que vio en el pasillo de la morgue. El mismo que ahora aparecía en sus sueños, con cada respiro. Justo cuando estaba por acabar, él se detuvo… y la dejó al borde. Sola. Vacía.

Rebeca se congeló.

Lo sintió detrás de ella. Hablándole al oído y diciéndole que ahora “tus orgasmos me pertenecen”, comenzó a sentir que la comenzó a penetrar por detrás con violencia y le hizo sentir mucho dolor, volvió a escuchar la voz del sumo sacerdote diciendo “tus orgasmos son míos ahora”.

Rebeca abrió los ojos de golpe y gritó.

—¡No! ¡Detente! ¡Para, por favor!

—¡No! ¡Detente! ¡Para, por favor!

Ryan se detuvo, confundido, jadeante.

Ella se apartó bruscamente, cayó de rodillas al lado de la cama, temblando. Su cuerpo desnudo colapsó sobre la alfombra. Arrodillada, cubriéndose el rostro, rompió en llanto. Como en la ducha. Como si el agua pudiera lavar lo que ya estaba grabado en su piel.

—Me duele… —susurró—. No por fuera… por dentro… Me duele él. Todavía está dentro de mí.

Ryan no supo qué hacer. Se quedó sentado en el borde de la cama, respirando con dificultad. Por primera vez, la ninfómana incansable parecía frágil. Humana. Rota.

Ella no era solo deseo. Era también cicatriz. Grieta. Abismo.

Y el eco del ritual aún no había terminado.

Oficina – Reunión grupal inicial 9 am

La luz filtrada por las persianas resaltaba la tensión en los rostros. Aunque aparentaba normalidad, todos sentían padecer el peso de la madrugada anterior. Malena, con voz firme, abrió la carpeta y comenzó:

—Esta madrugada se encontró otro cuerpo —dijo—, una chica de unos veinte años, hallada cerca de un criadero abandonado. La autopsia revela signos claros de agresión sexual vaginal y anal. En su interior había grandes cantidades de semen animal, muy probablemente de cabra o cordero. Lo más relevante: su sangre contiene la misma droga que en los otros tres casos —detalló, moviendo la mirada entre todos—. Eso confirma que es el mismo patrón: sumisión química.

Malena sacó fotos del tatuaje en la nuca: el mismo símbolo, un signo que se repite en cada víctima.

—También tienen marcas idénticas en los hombros o el torso. El modus operandi coincide plenamente.

Silencio absoluto. Nadie habló. Cada respiración era un grito de alarma silencioso.

Apolonia se puso de pie detrás del escritorio:

—Lo confirmó —dijo con autoridad serena—. Y no podemos esperar más. Ya sé cuál será el penúltimo ritual. La Luna de Sangre se aproxima, y ese será el momento de culminar. Tienen una hora para recibir sus invitaciones: Ruth y Gabriela ya las traen, con locación y horarios. —Hizo una pausa—. Quieren que Rebeca sea la ofrenda central, pero también han puesto atención en Malena. Reúnanse aquí nuevamente en una hora; prepararé la presentación del ritual.

Gabriela asintió, sacó los sobres lacrados. Ruth apretó la mandíbula. Rebeca bajó la mirada.

Oficina de Gabriela 9:45am

Ryan entró silencioso, bloqueó la puerta. Gabriela lo esperaba tras su escritorio, con una leve sonrisa en los labios.

—¿Qué pasa con nuestro secreto? —preguntó Ryan, acercándose lento, como un lobo cauteloso.

—Está en marcha desde el segundo ritual —respondió ella, como un desafío—. Pronto tendrás los resultados.

Pero tú estás tenso. ¿te dejaron mal en la cama? ¿No pudiste terminar anoche?

No respondió. Solo la tomó de la nuca y la besó con furia contenida. La sentó sobre el escritorio, la giró y la empujó hacia adelante. Gabriela soltó un gemido agudo, excitado, dispuesto.

Ryan se apoyó en el escritorio. Gabriela abrió las piernas, dejando al descubierto su entrepierna aún cubierta por su ropa interior. Él la tomó del rostro con fuerza y la besó con urgencia contenida.

—¿Nunca te cansarás de provocarme? —gruñó él mientras le arrancaba las pantaletas y se bajaba el pantalón, apoyándola aún más sobre el escritorio, sin desvestirla, la penetro de una vez y con violencia

Mantuvo un ritmo intenso pero contenido: él la penetró con fuerza, ella lo acompañó con gemidos bajos y palabras violentas:

—Fóllame como si fuera tuya… ¿o ya me abandonaste también?

Fue sexo rudo, brutal, cargado de rabia, como si Ryan intentara vaciarse por dentro a través de ella. Le sujetó la cintura con fuerza, le mordió la espalda, le haló el cabello mientras la embestía sin pausa. Gabriela lo provocaba, lo retaba, lo alentaba a ir más allá.

—Dámelo todo, jefe… hasta lo que no me toca. Fóllame como si fuera tuya…

Ryan embistió hasta que se vino dentro de ella y se sintió liberado. Cuando terminó, ella se enderezó, sin despegarse de él.

Cuando Ryan se subió el pantalón, aún temblando, Gabriela solo sonrió mientras se acomodaba la ropa.

—Me debes otra y una pantaleta —susurró con calma—. Ahora ya puedes volver a los demás.

Él salió en silencio, con los labios fruncidos, mientras Gabriela reiniciaba su día, recogiendo papeles.

Depósito de archivos 9:45 am

La oscuridad del depósito era casi total. Rebeca invocó a Ruth con un murmullo:

—¿Estás bien? —preguntó Ruth, apenas cerró la puerta tras ella.

—Necesito sentir algo real…

Se besaron con una intensidad torpe, casi desesperada. Rebeca se bajó los pantalones sin decir nada. Ruth la empujó contra el estante y apoyando sus pechos contra el, sin tiempo ni precaución. No tenía juguetes consigo, así que usó sus dedos. La penetró por delante y por detrás con fuerza, con rabia, mientras Rebeca jadeaba y le exigía más.

—¡Ponlos más profundos! ¡Hazme tuya otra vez, dominame!

Ruth, sorprendida, respondió al reto y siguió acariciando, provocada por esa voz oscura. Rebeca gemía y la insultaba:

—¡Hazlo más fuerte! ¡Mételos más profundos, perra! ¡No pares!

—¿Eso es todo lo que tienes? ¡Hazlo bien!

Ruth, algo atónita por esa actitud dominadora, obedeció. La voz de Rebeca sonaba distorsionada, como si no fuera completamente suya. Le hablaba sucio, la insultaba, la llamaba inútil, la desafiaba a hacerla venir.

—¿Eso es todo lo que tienes, zorra? ¿Tanto hablas y no puedes hacerme acabar?

Ruth le respondió con fuerza, abusando del ritmo.

Pero justo cuando Ruth aceleró el ritmo y Rebeca arqueó el cuerpo como una gata a punto de estallar, todo se detuvo.

Ella abrió los ojos. Y lo vio.

El sumo sacerdote, con la túnica manchada de sangre, respirando sobre ella, los ojos sin pupilas. Volvía a verla, volvía a tocarla, a estar dentro de ella. En su mente, Rebeca volvía a ser carne de sacrificio.

—No… ¡no puedo!

Temblaba. Se apartó, se cubrió el rostro y lloró en la penumbra, repitiendo:

—Está adentro… él… me quitó el placer.

Y el orgasmo que ya llegaba… se extinguió como una vela bajo el agua.

Se apartó de golpe. Cayó al suelo, se recogió la ropa entre sollozos.

—¡No! ¡No puedo! ¡Lo vuelvo a ver… está en mí!

Ruth quiso consolarla, pero Rebeca se arrastró hasta una esquina, abrazándose las piernas como una niña perdida.

Oficina 10:20 am

Todos se reunieron de nuevo. El reloj marcaba el inicio. Rebeca entró última, aún con los ojos rojos.

Apolonia desplegó un pequeño espejo de obsidiana sobre la mesa.

—Este es el penúltimo ritual: el Ritual del Espejo Negro —empezó, con calma fría pero firme—. Cada uno debe mirar su reflejo mientras pronuncia su deseo más oscuro y profundo. El espejo amplifica lo que subyace, revelándose. El que se niegue a decirlo… se fragmentará.

Malena agregó:

—Debemos prepararnos emocionalmente. No es solo sexual, es espiritual… y peligroso.

Los sobres de Ruth y Gabriela se abrieron, con horarios, la locación: una cripta antigua bajo la iglesia, durante la Luna de Sangre.

Apolonia concluyó:

—Aquí vemos quién domina a quién. Quién puede absorber su propia oscuridad… y quién será consumido por ella.

Silencio. En ese murmullo, Rebeca sintió que su corazón latía también por él, el sumo sacerdote. Y supo que el espejo ofrecería una visión que podría quebrarla… o renacer.

Capítulo 5 – Parte 5

El reflejo del pecado

La puerta crujió como si sus goznes se resistieron a revelar lo que había más allá. Un leve olor a incienso, sudor y algo más… más primitivo, más animal, recibió a los cinco al cruzar el umbral.

Ryan fue el primero en entrar. La sala lo golpeó con su verdad: no había sombra que ocultar, no había secretos posibles en aquel círculo de espejos antiguos. Cada superficie reflejaba su rostro, sus deseos, sus miedos… multiplicados al infinito.

—Este es el espejo del alma —dijo Apolonia, avanzando entre ellos con su andar felino, arrastrando los pies descalzos sobre el mármol frío—. Y ustedes están a punto de perderla.

El altar en el centro parecía más una tumba que una cama: mármol negro con vetas rojas, pulido hasta brillar. Sobre él, un espejo ovalado y viejo, sucio de manchas oxidadas, descansaba como un tercer ojo, esperando el cuerpo que debía cargar.

—Quítense la ropa —ordenó Apolonia sin levantar la voz—. No la necesitarán donde van.

Uno a uno obedecieron, como si sus voluntades fueran ya parte del ritual. Rebeca tembló apenas, pero no protestó. Gabriela bajó la mirada solo por un instante. Ruth fue la única que se desnudó sin titubear, mientras Malena se deslizaba fuera de su vestido como una serpiente muda, con una sonrisa apenas dibujada y los tacones aún puestos, brillantes, aguja negra sobre mármol blanco.

Apolonia extendió una bandeja con aceites y una pequeña copa de plata.

—Aceite de civeta, sangre de carnero joven y esencia de loto… para ungir el cuerpo de la tentación. —Se volvió hacia Malena—. Tu lengua será fuego y tus manos, castigo. Hoy no debes tocarla… pero sí provocarla hasta que su reflejo tiemble.

Malena asintió y se inclinó ante Rebeca, ahora tendida desnuda sobre el altar. Le vertió lentamente el aceite tibio sobre los pechos, el vientre y entre los muslos. El líquido resbaló como un presagio. El espejo reflejaba todo desde abajo, haciendo de cada gesto una exhibición obscena.

—No cierres los ojos —ordenó Apolonia a Rebeca—. Este ritual no es para sentir, es para ver lo que realmente eres.

Ruth, vestida con una túnica negra de encaje transparente y una corona de espinas invertida, se colocó en la cabecera del altar. En sus manos llevaba el falo ritual: tallado en hueso, bañado en oro, con inscripciones antiguas que nadie se atrevía a leer.

—Representas a la justicia que no absuelve —le dijo Apolonia—. Castígala si aparta la mirada. Golpéala si gime antes de tiempo. Solo su reflejo puede liberarla.

Gabriela, completamente desnuda salvo por un antifaz negro, tomó su lugar en el extremo opuesto. Su voz, aguda y firme, inició un cántico antiguo. No era latín. No era español. Era algo más primitivo… y vibraba en el pecho de todos.

Ryan permanecía de pie, observando. Su túnica era de terciopelo oscuro, el pecho descubierto y los brazos cubiertos de símbolos dibujados con sangre seca. En su rostro, una máscara de cuernos retorcidos.

Apolonia se le acercó y susurró:

—Tú eres su reflejo, Ryan. Su demonio. El único que puede redimir… o arrastrarla.

Cuando ella diga: “Acepto mi deseo como mi condena”, entonces podrás tomarla. Pero no antes.

Él asintió. No hablaba. Solo sentía cómo la erección latía bajo la tela. Cada gemido de Rebeca lo golpeaba como un eco de algo profano.

Malena se acercó aún más. Se arrodilló sobre el altar sin tocar a Rebeca, pero dejando que su aliento le acariciaba los pezones, que ahora estaban erectos y brillantes. Le hablaba con voz baja:

—¿Te gusta cómo se ve tu coño reflejado, Rebe? —le susurraba—. Se ve abierto, húmedo… vacío. Pidiendo algo. Pero no lo tendrás… aún.

Rebeca intentó mover las piernas, pero Ruth las sujetó con firmeza. El espejo bajo su espalda capturaba todo: la tensión en sus ojos, el sudor bajando por su cuello, las lágrimas que no sabían si eran de placer o de miedo.

—Dime qué ves —insistió Apolonia—. Mírate. Mírate bien.

—Veo… veo una puta… —susurró Rebeca.

—No. Di la verdad —Apolonia la abofeteó suavemente—. ¿Qué eres?

—Soy deseo —murmuró.

—¿Y qué quieres?

—Quiero ser tomada…

—¿Por quién?

Ella alzó la mirada al rostro enmascarado de Ryan, que la observaba desde las sombras como un dios oscuro. Y fue entonces, con los pezones rojos, el sexo empapado y el cuerpo brillando de aceite, que dijo:

—Acepto mi deseo como mi condena.

Un silencio absoluto cayó en la sala. Hasta el incienso pareció dejar de arder.

Ryan se acercó. El mármol crujió bajo sus pies. Se colocó entre las piernas abiertas de Rebeca, miró su reflejo en el espejo cubierto de aceite y semen animal… y la poseyó sin una palabra.

El eco de los cuerpos, del jadeo, del placer multiplicado en mil reflejos… marcó el final del ritual. O su verdadero comienzo.

Las velas aún ardían. El incienso era una serpiente viva que trepaba por las paredes de piedra. Los espejos cubrían todo el techo, las columnas y el ábside del altar como un laberinto infinito de cuerpos desnudos. El ritual ya había sido consumado. El círculo de sal y sangre se había cerrado. Y ahora quedaba lo esencial: la carne.

Ryan la sostuvo con fuerza contra el altar frío. El mármol era un contraste brutal con el calor que hervía entre ellos. Rebeca estaba ya desnuda, el cuerpo marcado por las manos de todos, por símbolos en tinta oscura que brillaban como brasas en su piel pálida.

Él la tomó por el cuello, como ella se lo había pedido. No con ternura. Con dominio. Con la rabia de los secretos, la culpa y el fuego que le quemaba desde que la vio ofrecerse voluntariamente. Rebeca jadeó, no de dolor, sino de placer puro. Los ojos completamente negros, vacíos, dominados por la criatura que la habitaba desde el primer ritual.

—Apriétame… —susurró con voz rota, ronca—. Hazlo como si no fueras a soltarme nunca… o como si quisieras romperme…

Ryan apretó un poco más, los dedos firmes en su garganta mientras con la otra mano la recorría, abriendo su cuerpo como quien explora un templo profanado.

—¿Esto es lo que quieres, Rebeca? ¿Que te traten como una puta del demonio?

Ella sonrió, labios manchados por un resto de vino ritual y semen ajeno.

—Quiero que me folles como si me odiaras. Como si fueras a sacar al diablo por el culo…

Ryan la levantó de un empujón, volteándola contra el altar. La espalda arqueada, los pechos firmes y ofrecidos reflejándose en los espejos del techo, como mil Rebecas observando su propia perdición. Abrió sus piernas de golpe, con una palmada violenta en el muslo. Ella gimió.

—¡Así! ¡Así, maldito sea! ¡Dámelo todo! —gritó Rebeca mientras se inclinaba, ofreciendo su trasero como una ofrenda profana.

La penetró sin avisar. Cruel. Directo. Sin suavidad.

Un gemido agudo cortó la sala como un canto de invocación. Los espejos temblaron. Rebeca tembló más. Ryan no la soltó. Sujetó su cuello con una mano mientras con la otra le presionaba la cadera, empujándola contra el mármol, forzándola a no moverse, a recibir todo. Penetración anal, profunda, dura, mientras Rebeca se derretía entre lágrimas, risas y jadeos infernales.

—No pares… no pares hasta que me rompas…

Él gruñía como un animal herido, perdido entre el deseo, el odio y la posesión. No había límites ya. Solo el eco de sus cuerpos chocando una y otra vez contra el altar, con el ritmo de una misa sacrílega. En los espejos, los reflejos eran pura pornografía ritual. Sexo duro, sudor, cuerpos retorciéndose en el borde del abismo.

Rebeca lloraba. Reía. Gritaba.

—¡Mírame! —gritó ella, girando el rostro para que él viera su expresión—. ¡Mírame romperme por dentro! ¡Haz que me corra con tu odio! ¡Haz que ese demonio llore por más!

Pero justo en el borde del orgasmo, sus ojos se abrieron como un vacío absoluto. Un grito se atoró en su garganta. El cuerpo tembló, y su placer fue arrancado de golpe. De nuevo. Otra vez. Como castigo.

La visión regresó: el sumo sacerdote en la penumbra, ojos de carbón, sonrisa de hielo.

Ryan la sintió colapsar bajo él, temblando, no de clímax, sino de impotencia.

—No puedo… no me deja… —lloró ella, sin fuerza—. No me deja llegar… hasta que no estés dentro de mí, pero de verdad… en todos los sentidos…

Ryan la abrazó por la espalda, aún duro dentro de ella, aún dominándola con el cuerpo, pero ahora temblando también. Porque entendía. Porque lo sentía. Porque ella no era solo víctima de un demonio… sino de un amor maldito.

Y los espejos seguían mostrando el infierno reflejado.

El altar estaba hecho de mármol negro, pulido hasta el punto en que cada reflejo se duplicaba con precisión inquietante. Espejos altos, curvados, rodeaban el círculo central en forma de una cúpula distorsionada. Antorchas rojas parpadeaban con llamas sinuosas como lenguas vivas, mientras un incienso espeso flotaba en el aire, cargado de almizcle, azufre y deseo.

Ryan yacía aún desnudo sobre el altar, su pecho subiendo y bajando con lentitud. Rebeca, de pie frente a él, parecía una criatura surgida de otro mundo. Su cuerpo resplandecía cubierto por finos restos de aceite, sudor y caricias pasadas. Los tacones altos que Malena le había colocado aún adornaban sus pies como símbolo de dominación y entrega. No llevaba más que un collar rojo de cuero con un pequeño espejo colgante, justo sobre su pecho.

Sin decir palabra, ella trepó sobre él. Se sentó con firmeza sobre su pelvis, guiando su miembro erecto de nuevo dentro de sí, como si sus cuerpos recordaran el ritmo secreto del ritual. La mirada de Rebeca era otra: no suplicaba, no temía, no vacilaba. Era una sacerdotisa. Una llama viva.

El movimiento fue lento, hipnótico. Las paredes de espejos devuelven múltiples ángulos de su unión: el temblor de sus piernas, el vaivén rítmico de sus caderas, las uñas marcando la piel de Ryan, la boca abierta gimiendo al cielo oscuro.

—Mírame… —dijo ella sin voz, pero con los ojos—. Mírate… en mí…

Ryan la sostuvo por las caderas, luego subió una mano y la tomó del cuello, como ella le había pedido en el ritual anterior. Apretó. Con suavidad primero… luego con la fuerza exacta. Rebeca jadeó. Su espalda se arqueó. Él la embistió con furia contenida, violento y primitivo, como si algo más lo poseyera. Cada golpe de pelvis era una ofrenda, una puñalada a los límites del mundo.

—¡Más fuerte! ¡Hazlo como si fueras el diablo! —gritó Rebeca—. ¡Rómpeme, profaname… acaba dentro de mí como si este fuera el fin!

Fue entonces que el altar tembló. Los espejos vibraron con una frecuencia aguda. Una sombra emergió desde atrás del cristal más grande: una silueta no humana, alada, con extremidades musculosas cubiertas de escamas negras. Una criatura de fuego y hambre.

Rebeca se detuvo, pero no bajó la vista. Al contrario, se ofreció.

La bestia avanzó hasta situarse detrás de ella. Su enorme miembro erecto palpitaba como una antorcha viva. Rebeca no retrocedió. Con una sonrisa provocadora, se inclinó hacia adelante, aún montada sobre Ryan, y ofreció su sexo trasero con una sumisión provocadora.

La bestia la tomó sin titubear.

El grito que brotó de sus labios fue una mezcla de dolor y placer imposible de clasificar. El cuerpo de Rebeca se sacudió con violencia, doblemente penetrada por dos fuerzas: una de este mundo, otra del inframundo.

Las lenguas de fuego en las antorchas se elevaron como si reconocieran la divinidad de la escena. Los espejos estallaron en luz roja, mostrando no solo su imagen, sino fragmentos de otras dimensiones, otras camas, otros ritos… versiones infinitas de la misma entrega.

Y entonces sucedió.

La criatura comenzó a transformarse lentamente. Su piel ardiente se tornó carne. Su rostro alargado adquirió rasgos humanos. La mirada se volvió familiar.

—Sumo sacerdote… —susurró Rebeca, entre espasmos de éxtasis.

—No llegues… hasta que yo lo haga —dijo él, ya completamente humano, con su boca contra el oído de ella—. Entrégate por completo. Déjame marcarte. Y solo cuando mi semilla esté en ti… podrás romperte.

Ryan, inmóvil bajo ella, temblaba sin entender si aquello era real o una visión inducida por el rito. Pero sabía que debía seguir. Sujetó las muñecas de Rebeca, la obligó a sostenerse encima de él. El Sumo Sacerdote aumentó la brutalidad de las embestidas. Rebeca gritaba su nombre, el nombre de ambos, como si fuera una letanía maldita.

Fue entonces que el círculo exterior se iluminó. El grupo regresaba. Ruth, Malena, Gabriela, Apolonia. Todos los testigos del aquelarre irrumpieron en la sala sin cruzar la barrera de sal. Pero la visión los paralizó: Rebeca, consumida por dos fuerzas masculinas a la vez, sumida en un orgasmo eterno, llorando, gritando, riendo, entregada.

Apolonia alzó los brazos y dijo en voz alta:

—¡El penúltimo ritual ha sido consumado! ¡La ofrenda fue aceptada! ¡El espejo se ha roto y el abismo se ha abierto!

Los demás cayeron de rodillas, tocándose, gimiendo en grupo como si el placer de Rebeca fuera colectivo. Cada uno vivía una réplica del éxtasis al contemplarla.

Y entonces, Rebeca llegó.

Su cuerpo se arqueó con un grito animal. El sacerdote rugió dentro de ella. Y el fuego se apagó.

Silencio.

Solo los ecos de los espejos rotos y el aroma espeso de sudor, semen, sangre… y azufre.

El Ritual del Espejo había terminado.

Y lo peor… Aún no había comenzado.

El aire se volvió más denso, como si cada respiración arrastrara vapor caliente y electricidad. La sala tembló suavemente bajo sus pies desnudos, y un zumbido agudo atravesó los oídos de los presentes justo cuando la columna de fuego central se elevó con violencia.

Una figura emergió de entre las llamas. No caminó: flotó.

Oscura, inestable, su silueta estaba compuesta por sombras entrecortadas y humo danzante.

Tenía ojos rojos encendidos como carbones vivos, cuernos que se perdían en la oscuridad, y brazos deformes que se abrían como alas. No tenía boca… pero su voz resonó directamente en la mente de todos.

¿Ofrecerán su carne? ¿Entregarán sus deseos?

Un gemido colectivo brotó del círculo. Los cuerpos comenzaron a agitarse, entre convulsiones y placer. Algunos lloraban, otros se masturbaban frenéticamente, otros gritaban nombres que nadie más entendía.

Ryan sostuvo la mirada. Gabriela lo tomó de la mano brevemente, lo suficiente para que entendiera que debían seguir actuando.

Ruth, agachada a un extremo del salón, observaba las runas del suelo sin intervenir. Rebeca, al centro del círculo, jadeaba, con el cuerpo sudado y el rostro al borde del éxtasis o el colapso.

Apolonia se arrodilló ante la figura oscura, con las manos alzadas.

¡Súcubo de la noche! ¡Espíritu del deseo! ¡Toma esta sangre y sé carne entre nosotros! —gritó, desnuda, lasciva, entregada.

El demonio rugió. Las antorchas titilan como si un viento invisible las sacudiera.

Una corriente invisible recorrió la sala. Algunos cayeron al suelo, otros gemían en éxtasis.

Rebeca sintió que algo se le metía por la boca. Un escalofrío le cruzó la columna. Su cuerpo se tensó. Todo giraba. Las luces parecían bailar a su alrededor. Y, por un instante, sintió que no era ella dentro de su cuerpo.

Miró al fuego. La silueta la miraba directamente a ella.

Y, en el borde de su mente, escuchó:

Tú eres mía.

La frase no la gritó nadie. Pero la sintió con fuerza. Como si su alma se hubiera quebrado en dos.

El clímax del ritual llegó con un grito coral.

Una eyaculación masiva de cuerpos. Un desmayo fingido. Una entrega escenificada.

Y luego…

Silencio.

Oscuridad.

Solo el chisporroteo del fuego quedaba.

Los cuerpos yacían en el suelo. La figura demoníaca se desvanecía lentamente, como humo disipado en el aire.

Apolonia descendió del altar, con los pechos aún brillantes de sudor. Se acercó a

Ryan, y le susurró al oído:

La puerta está abierta. Salgan discretamente. Yo los alcanzo después.

Ryan asintió.

Gabriela se colocó la túnica. Ruth recogió algo del suelo, imperceptible. Rebeca tardó más en incorporarse. Sus piernas temblaban. Su respiración era errática.

—¿Estás bien? —le preguntó Ruth.

—Sí… creo que sí… —respondió Rebeca, sin convencerse a sí misma.

Salieron juntos, sin llamar la atención.

El ritual había terminado. La noche se tragaba sus secretos.

Pero en el fondo de su mente, Rebeca no podía evitar pensar:

«¿Y si de verdad algo entró en mí esta noche…?»

No lo dijo en voz alta. No lo compartiría.

Pero la duda estaba sembrada.

Y el fuego, dentro de ella, aún ardía.

Casa de Ryan 2:00 AM

Rebeca se removía en el sofá como un animal atrapado. Sudaba, murmuraba cosas sin sentido, rascaba sus brazos y se sujetaba el pecho como si algo le arañara por dentro. Ryan la observaba con los ojos rojos de preocupación. Tenía la camisa abierta, aún con rastros de la noche ritual, y un vaso de agua en la mano.

—Rebeca, mírame. —Se agachó frente a ella—. No estás poseída. Lo que viste, lo que sentiste… no es real.

—¡Sí lo es! —chilló—. ¡Lo siento dentro de mí, Ryan! Hay algo… algo oscuro, algo que no se va…

—Rebeca, escúchame —insistió él con voz firme pero suave—. Fue una alucinación inducida. Drogas, imágenes, gases… todo fue manipulado. No estás enferma. Estás confundida.

Pero sus palabras no llegaban. Rebeca se dobló sobre sí misma, como si algo la devorara desde adentro. Ryan no quiso arriesgarse más. Se acercó, la abrazó con fuerza, y en un gesto calculado pero amoroso, deslizó un somnífero bajo su lengua mientras la contenía.

—Tranquila… tranquila, por favor…

Cuando cerró los ojos y su respiración se hizo más lenta, Ryan sacó su celular y marcó.

—Ruth. Ven. Ya.

Minutos después

La puerta se abrió sin hacer ruido. Ruth entró con paso firme, chaqueta oscura, coleta alta, mirada decidida.

—¿Cómo va? —preguntó sin rodeos.

—Al borde del colapso. Cree que está poseída. La dosis la dejará fuera unas horas. —La miró de frente—. ¿Cómo vas tú con lo que te pedí?

—Casi todo listo. El final se acerca. —Sus labios dibujaron una línea tensa—. ¿Qué quieres que haga con ella?

—No la dejes salir. Haz lo que sea necesario. Tiene que quedarse contigo hasta que yo diga.

El despertar de Rebeca fue lento y brumoso. Parpadeó varias veces antes de enfocar la silueta que la observaba desde la penumbra. Ruth estaba sentada en una silla a su lado, con las piernas cruzadas, su cabello recogido en una coleta apretada, luciendo una camisa sin mangas negra que dejaba ver sus brazos marcados. La acariciaba con paciencia, como se toca a un animal herido.

—Despierta, preciosa. Ya pasó.

Rebeca gimió como si no quisiera volver al mundo.

—No… no quiero estar aquí. No soy yo. Hay algo en mí… algo me posee, Ruth…

Ruth se agachó frente a ella. Le tomó el rostro con firmeza, los ojos llenos de intensidad:

—Mírame. No estás poseída. No hay nada más real que esto. Que tú. Que yo. ¿Recuerdas cómo confiabas en mí? ¿Recuerdas lo que fuimos? Lo que somos…

Rebeca asintió entre lágrimas.

—Entonces deja que te lo recuerde. Como antes. Con el cuerpo. Con el alma.

Ruth se puso de pie sin quitarle la mirada. Se desnudó con lentitud, sin apuro, quitando cada prenda como un ritual de poder. Primero la camisa, luego el pantalón de cuero, luego los guantes. Su torso quedó expuesto, marcado por tiras de cuero cruzadas como un arnés. Llevaba un liguero negro que sujetaba unas medias transparentes, y su cinturón tenía un pequeño látigo colgando.

Rebeca no apartaba los ojos. Su cuerpo temblaba, pero no de miedo. Deseo contenido.

—Ponte de pie —ordenó Ruth, con voz baja pero firme.

Rebeca obedeció. Ruth la desvistió con la misma paciencia con la que una mujer desnuda un secreto: con manos seguras, sin permitir distracciones. Cuando estuvo completamente desnuda, la agarró suavemente de las muñecas con una cinta negra y la guió hasta la cama.

—Tú me perteneces esta noche. No al miedo. No a la oscuridad. A mí.

La besó con fuerza, con la lengua entrando como un filo suave. Rebeca suspiró, gimiendo apenas.

Ruth la acostó boca abajo y empezó a recorrer su espalda con un aceite tibio. Sus dedos se deslizaron como sombras, dejando un rastro húmedo y cálido. Luego se inclinó sobre ella y comenzó a lamerle la nuca, la espalda, la parte baja, hasta llegar a sus nalgas.

—No cierres los ojos. Me vas a mirar.

La giró y la montó a horcajadas, dominándola con las caderas. Sus pezones rozaban los de Rebeca mientras la sujetaba de la garganta con ternura, como si la retuviera en la vida.

Luego descendió lentamente, hasta quedar entre sus piernas. La lengua de Ruth fue paciente, precisa, penetrante. Dibujó círculos, pulsaciones, caricias lentas que iban acelerándose.

—Más… —suplicó Rebeca.

—No todavía. Ahora me miras —dijo Ruth, incorporándose con un arnés que había colocado sin que Rebeca lo notara. Un dildo negro, brillante, perfectamente erguido entre sus piernas.

La penetró con una fuerza suave, inquebrantable. Moviéndose despacio, con los ojos fijos en ella.

—¡Dios! —gritó Rebeca.

—No. Solo yo.

Y no cierres los ojos. Quiero que me mires cuando llegues.

La penetración fue creciendo. Cada embestida es una reafirmación. Rebeca lloraba, gemía, se aferraba a Ruth con los muslos temblando. Su orgasmo fue devastador. Gritó su nombre como si volviera a nacer.

Ruth no se detuvo hasta que su cuerpo dejó de temblar.

Y cuando todo terminó, se recostó junto a ella, la abrazó por la cintura y la besó en la frente.

—Ya no estás sola. No más.

Rebeca sollozaba, pero de alivio. La besó con ternura, con pasión suave. Con amor.

—Gracias… por no soltarme.

—Nunca lo haré.

Y se quedaron así. Desnudas, entrelazadas, bajo la penumbra cómplice. El infierno había sido vencido, al menos por esta noche.

Oficina de Malena – Más tarde esa misma noche

Ryan llegó con la chaqueta abierta, los hombros cargados. Malena lo esperaba con un vestido rojo ceñido, sin sostén, con una copa de vino en la mano y una sonrisa provocadora.

—¿Te ves tenso… o demasiado contenido? —dijo, jugando con la copa—. ¿Mucho demonio para una noche?

—No más que los que llevo dentro —respondió Ryan con voz ronca.

Ella se acercó y deslizó un dedo por el pecho de su camisa.

—¿Quieres saber lo que averigüé… o quieres que te diga dónde está Rouse?

—No juegues conmigo.

—¿Y si es lo único que quiero hacer?

Malena dejó la copa en la mesa. Se acercó, lo empujó contra el sillón y se sentó sobre él, aún con el vestido puesto. Lo besó con violencia, con necesidad. Sus labios lo mordían, lo lamían, lo empujaban hacia ese pasado sucio y adictivo.

—¿Sabes cuánto tiempo he querido volver a esto, Ryan? A ti… tus manos… tu voz cuando gemías mi nombre…

Se desabrochó el vestido. Cayó al suelo. No llevaba ropa interior.

Lo tomó con fuerza del cinturón y lo desabrochó con desesperación.

Lo montó con una intensidad brutal, sin pedir permiso.

—¿Recuerdas cómo lo hacíamos en las fiestas? En ese sillón verde… ¿te acuerdas?

—No lo he olvidado ni un solo día.

—Pues ahora no hay reglas. Me tienes entera. Y yo quiero devorarte.

Malena comenzó a moverse con violencia rítmica. Lo montaba con los tacones puestos, mirándolo a los ojos, jadeando con la boca abierta.

Ryan la sujetaba de la cintura, le besaba los senos, le mordía los pezones. Su cuerpo ardía, acumulado por semanas de tensión.

—¡Más! —rugía ella—. ¡Dame todo, Ryan! ¡Hazme gritar!

Él la volteó con fuerza, la apoyó sobre el escritorio y la tomó desde atrás, sujetando el cuello y besándole la espalda.

—¿Esto es lo que querías?

—¡Sí! ¡Desde siempre! ¡Desde que te vi con Rouse! ¡Siempre quise esto!

Los dos gritaron al mismo tiempo. El sexo fue rudo, primitivo, espectacular.

Al terminar, Malena cayó sobre él, sudorosa, con el pecho agitado.

—¿Y ahora, detective? ¿Te sientes mejor?

Ryan sonrió. Respiró hondo.

—Sí… aunque ahora me arde algo más. El recuerdo de Rouse.

Malena lo besó, pero ya no con lujuria. Con algo más oscuro.

—Entonces… prepárate. Porque lo que viene va a doler.

Capitulo 5 Parte 6

La lucha entre el deseo y la venganza

La luz del amanecer se filtraba tímidamente por la persiana metálica de la oficina de Malena. Ryan abrió los ojos lentamente, con el cuerpo agotado y el sexo aún palpitante. En el silencio de la madrugada, solo se escuchaba su respiración entrecortada y el leve suspiro de Malena dormida, desnuda, con las piernas entrelazadas a las suyas. El sillón estaba empapado del deseo que habían compartido: cuatro veces se habían fundido en sexo voraz, hasta que el cansancio los venció entre suspiros y jadeos retenidos.

Ryan se vistió sin despertarla del todo, la miró unos segundos y le dejó un beso lento en la frente. Al salir de la oficina, marcó el número de Gabriela.

—¿Estás despierta? —preguntó con voz grave.

—Para ti siempre —respondió ella con una sonrisa audible—. Ven cuando quieras, te espero.

Gabriela lo recibió en su casa con una bata negra que apenas cubría su piel. Tenía el cabello recogido en un moño informal y una taza de café humeante entre las manos. Se sentaron en la mesa del comedor, uno frente al otro.

—¿Tienes todo listo? —preguntó Ryan, directo, mientras la observaba con una mezcla de admiración y sospecha.

—Sí, todo está preparado —respondió ella con tono firme—. Hoy hablaré con las personas clave para ejecutar el plan. Solo falta que Ruth y Malena me entreguen los archivos que les pedí. Espero tener eso en el transcurso de la mañana.

Ryan asintió. Sentía el cuerpo cansado y el alma confusa. Había pasado la noche fuera, y eso lo empujaba aún más hacia la nostalgia que Malena le había provocado.

—¿Puedo darme una ducha? —pidió—. Me siento como si cargara varios fantasmas encima.

Gabriela lo miró con una sonrisa ladeada.

—Claro, puedes usar el baño del fondo. Y tengo ropa tuya aquí… Te prepararé el desayuno mientras te bañas.

El agua caliente corría por su cuerpo cuando los recuerdos de la noche con Malena volvieron como una ráfaga. Sus gemidos, su forma de montarlo sin freno, esa forma cruel de llamarlo “mi amor” justo cuando él pensaba en Rouse. Cerró los ojos con fuerza.

De pronto, sintió unas manos femeninas acariciándole la espalda. La voz de Gabriela lo estremeció al oído:

—Como tardabas tanto… pensé que era mejor venir a ayudarte con el baño.

Ryan giró y la vio desnuda, con el cabello suelto y la mirada felina. La pegó contra la pared sin decir palabra, y comenzó a besarla con hambre acumulada.

El agua se volvió testigo silencioso de su lujuria.

Gabriela lo devoró como si supiera que cada rincón de su cuerpo estaba intoxicado de otras mujeres. Le tomó el rostro con fuerza, lo mordió, se bajó hasta quedar de rodillas en la ducha y lo lamió como si quisiera limpiarlo de toda culpa. Luego se incorporó y lo cabalgó de pie, apoyada contra los azulejos húmedos, mientras ambos gemían sin vergüenza.

—¿Sigues pensando en ella? —susurró Gabriela con los labios en su oído.

—Estoy tratando de olvidarla… contigo —le respondió, hundiéndose más profundo en ella.

El clímax llegó como una descarga brutal. Ella lo abrazó por la espalda cuando acabaron, mientras el agua seguía cayendo, como si ambos necesitaban purgarse.

Vestido con la ropa que Gabriela le dejó, se sentaron a desayunar.

—¿A qué hora tendrás todo listo? —preguntó Ryan entre bocados.

—A las tres de la tarde. Estará todo coordinado.

Él le agradeció con la mirada. Luego envió mensajes a Malena y Ruth, citándolas en la oficina para las tres. También le pidió a Ruth que llevara a Rebeca. Justo entonces, le llegó una nueva alerta.

Era de Gabriela: «Encontramos otro cadáver. Mujer. Las mismas marcas.»

Ryan golpeó la mesa con el puño cerrado.

—Esto tiene que parar.

Horas después, llegó a casa de Apolonia. Ella lo esperaba envuelta en una bata de seda roja que dejaba poco a la imaginación. Sus pezones se marcaban en la tela, y sus piernas cruzadas dejaban claro que no llevaba ropa interior. Al abrir la puerta, sonrió como si ya lo hubiera poseído.

—Pasa, Ryan… ¿Listo para hablar de rituales?

Él entró, mirando el interior de la casa con atención. Todo olía a incienso y vino tinto.

—¿Cómo será el último ritual? —preguntó sin rodeos.

Apolonia se acercó, lenta, seductora. Le puso una copa de vino en la mano y se sentó frente a él, dejando que su bata se abriera apenas.

—Será una ceremonia única. Todos deben participar. Esta vez, el círculo será cerrado. Se usarán máscaras, símbolos antiguos, y un espejo ritual que refleja la verdadera naturaleza de quienes lo atraviesan. Será una orgía invertida… no para invocar placer, sino para extraer oscuridad. El deseo como canal de revelación.

Mientras hablaba, Apolonia pasaba los dedos por su propia pierna, por el escote, hasta llegar al nudo de su bata. La abrió lentamente.

—Y para eso, necesitamos estar… afinados.

Ryan la miró con rabia contenida. Sabía que ella sabía. De Rouse, de todo. Pero el deseo pudo más. La tomó con fuerza, le arrancó la bata y la cargó en brazos, como solía hacerlo cuando era su vecina perversa, su tentación más prohibida.

La arrojó contra el sofá, la penetró sin mediar palabra, con furia, con dolor, como si cada embestida fuera un reproche.

—¿Esto es lo que querías, verdad? —gruñó contra su cuello.

Apolonia gemía sin pudor, con los ojos cerrados, como si se entregara a un castigo merecido.

—Siempre… quise esto —jadeó—. Incluso cuando estaba con otros. Siempre te deseé a ti.

La cogió en todas las posiciones posibles, la hizo gritar como nunca antes. Y aunque todo fue sucio, crudo, había una carga emocional que lo desbordaba. Al terminar, ella quedó tendida, respirando agitada.

Ryan se vistió en silencio. Ya lo sabía con certeza: Apolonia estaba demasiado conectada con todo lo que ocurría. Y esa conexión era tan íntima como peligrosa.

A las tres de la tarde, todos estaban reunidos en la oficina. Ruth, Malena, Rebeca, Gabriela y Apolonia. El ambiente era tenso, cargado, como el preludio a una tormenta.

Apolonia tomó la palabra, y describió el ritual con lujos de detalle:

—Esta noche será diferente. La mansión estará dividida en cinco círculos. Cada uno representará un elemento: fuego, agua, tierra, aire y sombra. Cada uno de ustedes será el canal de uno de esos elementos. Para acceder al círculo final, el del espejo, deberán entregarse en cuerpo y alma. Sin miedo, sin máscaras. Solo entonces podremos revelar quién está detrás de las muertes… y atraparlos a todos.

Cuando terminó, el silencio reinó.

Gabriela se acercó a Ryan, le susurró al oído:

—Todo está listo para esta noche. No hay vuelta atrás.

Ryan cerró los ojos por un segundo. Sabía que, esta vez, no se trataba solo de justicia. Era su alma lo que estaba en juego.

Mansión oscura 12:00 PM

La mansión se alzaba majestuosa y ominosa bajo la luna llena, sus muros antiguos cubiertos de hiedra oscura que absorbía la poca luz. Al cruzar el umbral, un aroma embriagador a incienso de mirra y sándalo impregnaba el aire, mezclado con un sutil regusto metálico a sangre fresca y seca. Las paredes del gran salón estaban cubiertas por símbolos arcanos pintados en rojo vivo y negro profundo, algunos aún húmedos, que brillaban bajo la luz vacilante de numerosas velas negras dispuestas con precisión ritual. De fondo, un ritmo primitivo de tambores profundos se entrelazan con cánticos susurrados, creando una atmósfera de misterio y poder oscuro que palpita en cada rincón.

En el centro, un altar de obsidiana negra relucía, como un corazón oscuro que latía en la penumbra. A su lado, un círculo perfecto de fuego líquido —llamas azuladas que no consumían— delimitan el espacio sagrado donde se llevaría a cabo el rito. Un trono tallado con figuras demoníacas y máscaras ceremoniales esperaba al sumo sacerdote, portador de la autoridad absoluta sobre aquel encuentro prohibido.

Rebeca yacía atada al altar, las cuerdas de cuero curtido apretando su piel desnuda y ritualizada, marcando cada curva, cada vértice de su cuerpo expuesto, con las extremidades abiertas y sometida por completo al ritual y a la voluntad de los demás. Sus ojos observaban con mezcla de miedo, excitación y resignación. A su lado, Apolonia, sacerdotisa suprema, vestida en cuero negro adornado con plumas, emanaba una sensualidad feroz y una rabia contenida, sus ojos clavados en Rebeca con fuego y reproche, como si cada palabra que pronunciaba quemara la piel de la prisionera.

El sumo sacerdote, desnudo salvo por tatuajes en espiral que recorrían su torso y brazos, la miraba con una intensidad que quemaba el alma, preparado para marcarla con su poder.

En torno al altar, Ryan, Gabriela, Ruth y Malena, desnudos salvo por máscaras talladas en madera negra y túnicas de seda negra que caían en cascada, ocupaban sus posiciones dentro del círculo de fuego. Ryan, con su máscara, era el cantor principal, su voz profunda marcando el ritmo del rito; Ruth sostiene un incensario del que emanaba en espirales de humo oscuro; Gabriela llevaba una copa con un líquido carmesí, símbolo del pacto sellado con sangre; Malena portaba una antorcha con llamas azules, cuyo fuego sobrenatural iluminaba cada rincón de la escena.

El ritual comenzó con un cántico grave y vibrante que resonó como un latido en las paredes milenarias. Ryan alzó la voz, guiando la melodía de invocación, mientras Ruth giraba el incensario con movimientos ceremoniales que esparcía una nube densa y oscura sobre los presentes. Gabriela derramó lentamente el líquido carmesí sobre el altar, dejando que las gotas se deslizaran como sangre viva, mientras Malena elevaba la antorcha azul, haciendo que sus llamas ondulaban como un ser vivo. Apolonia observaba, sus ojos centelleantes en la penumbra, lista para el momento decisivo.

Con un gesto coordinado, cada uno fue desprendiéndose de sus túnicas, dejando al descubierto cuerpos tensos, excitados, preparados para la entrega total. La piel brillaba bajo la luz vacilante, cada músculo listo para el desenfreno. El silencio se quebró cuando la orgía comenzó, una danza carnal cargada de deseo y poder oscuro.

Gabriela se lanzó sobre Malena con voracidad, sus bocas chocando en besos hambrientos que desprendían fuego, sus manos explorando con urgencia las curvas ajenas, apoderándose de muslos, vientres y pechos con una mezcla de suavidad y desesperación. Las uñas arañaban la piel, dejando senderos de placer y dolor que se fundían en un solo gemido.

Ryan, con su máscara, tomó a Ruth con firmeza, presionando su cuerpo contra el de ella, sus respiraciones sincronizadas y aceleradas. Sus manos no tenían tregua: bajaban por la espalda de Ruth, apretaban sus glúteos, recorrían la línea de su cuello hasta atrapar su cabello, mientras sus bocas se buscaban con hambre insaciable. Ruth respondía con gemidos bajos, arrodillándose y entregándose sin reservas, dejando que Ryan la poseyera con fuerza en movimientos profundos y precisos, cada embestida una declaración de dominio y deseo.

Malena, con una mirada fija y casi desafiante, se volvió hacia Rebeca atada en el altar, pero esta no podía participar, sólo observar. Con dedos firmes acariciaba el pecho desnudo de Rebeca, jugando con sus pezones endurecidos mientras sus ojos ardían de celos y desprecio.

Apolonia se acercó a Rebeca con voz áspera y cargada de odio, sus palabras cortantes como cuchillas:

—Creías que este mundo era tuyo, que podías jugar con Ryan sin consecuencias. Pero aquí estás, débil, sometida. Nunca fuiste más que una marioneta, y ahora pagarás el precio.

Sus dedos se clavaron en los hombros de Rebeca, apretando con fuerza, dejando una marca roja.

—Mira cómo disfrutan ellos lo que tú nunca tendrás. Te humillan, te destruyen en silencio, y tú sólo puedes mirar.

El sumo sacerdote tomó a Rebeca con una mezcla de dominación y reverencia. Sus manos recorrían su cuerpo con posesión, sus dedos exploraban cada rincón de su piel, mientras sus labios descendían hacia su cuello y clavículas, dejando un rastro de besos ardientes.

Con una urgencia ritual, bajó entre sus piernas, lamiendo y mordisqueando con fervor su sexo, provocando que Rebeca gimiera y se estremeciera contra las cuerdas. Sus manos apretaban el altar, incapaz de liberarse, mientras el placer y la humillación se entrelazan en un fuego inextinguible.

Apolonia miraba con ojos llenos de fuego, sus uñas arañaban el vientre de Rebeca con rabia mientras el sumo sacerdote aumentaba la intensidad de su tortura-placer, introduciendo dedos enguantados en aceite ritual en la vagina de Rebeca, explorando con dureza y precisión.

Finalmente, se posicionó para penetrarla brutalmente, con embestidas rápidas y profundas que dejaban a Rebeca sin aliento, sus gritos ahogados por la mezcla de dolor y éxtasis. El sumo sacerdote marcaba el ritmo del sacrificio con cada movimiento, dejando clara su posesión sobre ella.

Rebeca alcanzó un orgasmo intenso, una mezcla de sometimiento y liberación, mientras el sumo sacerdote se corría dentro de ella con un grito gutural que retumbó en la mansión. Apolonia descendió rápidamente, succionando con ansia el semen aún tibio, mostrando el símbolo de unión con un gesto triunfante y amenazante.

Con voz firme y resonante, Apolonia declaró:

—Ahora eres una más de nuestra orden. No hay vuelta atrás.

Sacaron dos dagas de obsidiana, sus filos negros reflejando la luz vacilante de las velas. Alzaron sus brazos, preparados para hundirlas en el cuerpo de Rebeca cuando un estruendo brutal rompió la atmósfera.

El comando táctico de la policía irrumpió con luces cegadoras y gritos ensordecedores que disolvieron el hechizo del ritual, sellando el destino de todos los presentes y abortando el sacrificio en el último instante.

Apolonia y el sacerdote quedaron paralizados.

Un estruendo rompió el trance. Gritos. Sirenas. Lágrimas.

La policía irrumpió con luces y armas, rompiendo espejos, derribando columnas, golpeando cuerpos desnudos que no sabían si aún estaban en trance o ya estaban muertos.

Los cuchillos de obsidiana cayeron al suelo y no tocaron sangre esa noche.

Gabriela lo ayudó. Ruth y Malena bloquearon a miembros de la secta que intentaban escapar. Ellas sabían del plan. Solo Rebeca había sido mantenida en la ignorancia para proteger la operación.

La operación fue un éxito. Pero nada volvería a ser igual.

Capitulo 5 Parte 7

Dos caminos

La mansión estaba ahora vacía, silenciosa y custodiada por patrullas. En los exteriores aún quedaban rastros del caos: cuerpos detenidos, gritos de los que intentaban escapar, y luces rojas y azules rebotando entre los vitrales como si los demonios danzaran aún en las paredes.

Pero dentro de aquel silencio, quedaba una extraña calma.

Una calma de victoria.

Ryan, Ruth, Gabriela, Malena y Rebeca estaban fuera, entre la brisa húmeda de la madrugada, con un aire de celebración contenido en sus gestos. Los principales líderes del culto habían sido arrestados, especialmente Apolonia y el sumo sacerdote, y aunque la batalla había sido larga, al fin podían decir que todo había terminado… o casi.

Rebeca, descalza y aún temblorosa, caminaba apoyada del brazo de Ryan. Su cuerpo seguía afectado por los residuos del cóctel de drogas que le habían administrado, y sus ojos, aunque abiertos, parecían no estar completamente presentes. Y entonces, de pronto, se desplomó.

—¡Rebeca! —gritó Ryan atrapándola antes de que golpeara el suelo.

El pánico se apoderó de todos. Ruth corrió a sostenerle la cabeza mientras Malena llamaba a emergencias. Gabriela, con el pulso aún frío por los interrogatorios anteriores, tomó su pulso y revisó su respiración.

Minutos después, una ambulancia llegó a toda velocidad. Ryan, con la voz rota por la culpa, le pidió a Ruth:

—Por favor, acompáñala. Quédate con ella. Protégela. Yo iré más tarde… aún tengo asuntos pendientes.

Ruth asintió y subió con Rebeca a la ambulancia, sin soltar la mano ni un segundo.

Más tarde, en la sede de la policía, el clima era otro.

Ryan y Gabriela, ya con ropa formal y el rostro más sereno, caminaron por el pasillo hasta la sala de interrogatorios. En su mano, Ryan llevaba una carpeta con todas las evidencias. Gabriela, una más con los informes forenses y registros de ADN.

Dentro, esposados a la mesa de metal, Apolonia y el sumo sacerdote aguardaban.

El rostro de Apolonia, incluso sin maquillaje y despeinada, conservaba un aura de poder, pero sus ojos ya no brillaban con orgullo. Ahora lo hacían con furia contenida. Ryan se sentó frente a ella, y durante unos segundos, solo la miró.

Luego, con la voz tensa, le preguntó:

—¿Por qué lo hiciste?

Apolonia esbozó una sonrisa amarga, pero en su voz no hubo ni un ápice de remordimiento:

—Venganza. Por haber enviado a mi madre y a Dante a la cárcel. Por dejarme sola… por haberme dejado por Rebeca.

Ryan apretó los puños.

—¡Yo te protegí cuando nadie más lo hizo! ¡Y me pagas así? ¿Queriendo matarme? ¿Matando chicas inocentes? ¿Intentando destruir lo que más amaba?

Ella solo lo miró con una calma escalofriante.

—No me importaba cuántas vidas tuviera que apagar. Solo quería que tú sufrieras. Quería destruir lo que te hacía feliz… Eso era justicia para mí.

Gabriela apenas movió un dedo, manteniéndose firme a su lado. Ryan respiró profundo antes de hablar:

—Ahora pagarás por eso. Sé que él —señaló al sumo sacerdote— es tu amante. Sé que lo conociste en Europa. Fue quien te introdujo en todo esto. El que te instruyó en las artes oscuras. ¿Y te preguntas cómo lo descubrí?

Ryan la miró fijamente.

—Al principio confié en ti, pero cometiste errores. En los informes que entregabas mencionas detalles que aún no habían ocurrido, cosas que luego pasaban exactamente como las narraste.

Cuando Malena entregaba los resultados forenses, tú ya sabías cosas que solo ella y yo conocíamos.

Y el día que fui a tu casa… el olor era exactamente el mismo que el de los sitios rituales. Sin que lo notaras, tomé una muestra del cóctel que usaban.

Malena lo analizó. Era idéntico.

Gabriela abrió la carpeta y la deslizó sobre la mesa con fuerza.

—Tenemos muestras de ADN, grabaciones, confesiones, y evidencia suficiente para condenarlos. Los que aún no hemos capturado… pronto caerán también. Ustedes serán responsables de cada muerte. De cada abuso. De cada cuerpo sacrificado.

Ryan se levantó. Cuando iba a salir, se detuvo y miró una última vez a Apolonia.

—Lástima… Lástima que nunca entendiste que solo quería ayudarte.

Y cerró la puerta con un golpe seco.

Horas más tarde, en el hospital, la luz tenue del atardecer acaricia el rostro dormido de Rebeca. Despertó lentamente, con el zumbido de las máquinas y un leve sabor metálico en la boca.

A su lado, sujetando su mano con fuerza, estaba Ruth.

—Estás bien —le susurró con una sonrisa temblorosa—. Todo está bien, ya pasó. Los doctores te hicieron un lavado estomacal, las drogas están saliendo de tu sistema… y los análisis salieron limpios. No tienes ninguna enfermedad. Vas a estar bien.

Rebeca parpadeó con lentitud, tratando de procesarlo todo. Ruth acarició su cabello.

—Quiero pedirte perdón… Por no haberte dicho lo que estaba pasando. Ryan nos hizo prometer que guardaríamos silencio.

Gabriela, Malena y yo sabíamos la verdad. Lo ayudamos desde el principio…

Y ahora Apolonia y el sacerdote están detenidos. Nunca volverán a lastimar a nadie.

Pero… más allá de todo eso, yo solo quiero estar a tu lado.

Por favor… permíteme volver a entrar en tu vida. No quiero volver a perderte.

Rebeca la miró por un momento largo, con los ojos llenos de lágrimas y gratitud. Le apretó la mano con fuerza.

—Bésame… —susurró— si de verdad me amas… si de verdad me perdonas.

Ruth no dudó. Se inclinó sobre ella y la besó despacio, como si el mundo hubiera quedado en silencio para que solo sus labios hablaran.

—¿Y Ryan? —preguntó Rebeca en voz baja.

—Vendrá más tarde. Me pidió… que te cuidara con mi vida.

Hospital: 5 pm

La habitación del hospital estaba en calma, iluminada por una luz cálida que se colaba por la ventana.

Rebeca, ahora más despierta y con mejor semblante, reía suavemente con Ruth, quien no soltaba su mano ni por un segundo. Sus dedos entrelazados hablaban por sí solos: miedo, alivio, y algo más… algo nuevo.

Ryan se detuvo en el umbral.

Al verlas así, una sonrisa suave se dibujó en su rostro.

No era solo alivio por verla mejor… era amor. Era también el reconocimiento de que algo había cambiado para siempre.

Pero por dentro, Ryan lo sabía: las cosas jamás volverían a ser como antes.

Se aproximó a la cama con pasos tranquilos. Ruth lo vio y le sonrió. Él se acercó y preguntó con voz baja, casi susurrante:

—¿Cómo te sientes, pequeña?

—Mucho mejor —respondió Rebeca, con una dulzura frágil en la voz.

Ryan miró a Ruth y le dijo con amabilidad:

—¿Nos das unos minutos? Necesito hablar con ella a solas.

Ruth asintió sin protestar.

—Claro, no hay problema. Voy a la cafetería a comer algo… los dejo para que conversen tranquilos.

Salió de la habitación, cerrando la puerta con discreción.

Ryan se sentó en el borde de la cama, tomando la mano de Rebeca con cuidado.

La miró a los ojos con esa mezcla de ternura y culpa que había aprendido a dominar con los años, pero que con ella siempre se le rompía.

—Perdón por haberte ocultado todo —dijo con la voz ronca—. Al principio pensé que estabas comprometida con ellos y no quise arriesgar la misión. Pero… en cada ritual, en cada paso, mi prioridad fuiste tú. Siempre fuiste tú.

Las chicas me ayudaron a recabar pruebas de forma discreta, sin que nadie lo notara. Ni tú.

Sé que te lastimé con ese silencio, y solo espero… que algún día puedas perdonarme.

De los ojos de Rebeca rodaron dos lágrimas silenciosas, cálidas, liberadoras.

—No sabes lo que significas para mí, Ryan.

Lo que siento por ti va más allá de todo. Sé que nunca me harías daño, y que siempre estarás para mí.

Eres más que mi maestro. Eres mi amigo… mi amante… y mi protector.

Hizo una pausa, tragando saliva, su voz temblorosa.

—Hablé con Malena. Me explicó cosas sobre ti… cosas que no conocía. Me habló de Rouse.

Ahora entiendo que hay una parte de ti que aún está rota. Y sé que no podré llenar ese vacío.

Ryan bajó la mirada.

No dijo nada.

Solo acarició su mejilla y luego sus dedos.

—No quiero perderte —murmuró finalmente—. Pero sé que… aunque nuestros caminos se cruzaron, no pueden terminar unidos.

Siempre estarás en mí. Siempre.

Se inclinó y la besó con ternura, con una intensidad suave que decía más que mil palabras. Un beso que sabía a despedida… y a promesa.

Justo entonces, Ruth entró. Se detuvo al verlos, sus ojos se suavizaron.

—¿Todo está bien? —preguntó, viendo las lágrimas en el rostro de Rebeca.

Ella asintió con una sonrisa temblorosa.

—Sí… todo está bien. Y estará bien.

Ryan se puso de pie y caminó hacia Ruth. La abrazó con fuerza, con respeto y confianza.

—Te toca a ti protegerla ahora. Cuidarla.

Ella confía en ti… y yo también.

Ruth solo asintió, sintiendo la gravedad de esas palabras en su pecho.

Ryan se dirigió a la puerta, se volvió una última vez y las miró.

—Hasta pronto.

Cerró la puerta tras de sí y caminó por el pasillo blanco del hospital.

No hubo más palabras.

Solo pensamientos.

Y en su cabeza, como si viniera desde otra vida, empezó a sonar la voz ronca de Bon Jovi.

La canción que siempre lo acompañaba en los momentos donde el alma dolía y amaba al mismo tiempo.

“Estaré allí por ti, estas cinco palabras te las juro…

Cuando respires, yo seré el aire para ti…

Estaré allí por ti, viviré y moriré por ti…

Robaría el sol del cielo si tú me lo pidieras…”

Ryan caminó en silencio, con esas estrofas grabadas en el alma.

No sabía qué vendría después.

Pero sí sabía una cosa: había amado, había fallado, había protegido… y había perdido.

Y aún así, estaba en paz.

Oficina de Malena 8 pm

La noche ya estaba avanzada cuando Ryan llegó a la oficina de Malena. El silencio flotaba en los pasillos, como si todo el edificio estuviera digiriendo lo que acababa de ocurrir. Sin embargo, en una oficina al fondo, la música rompía la quietud con acordes electrizantes de los 80.

Ryan abrió la puerta de la oficina de Malena y no pudo evitar arquear una ceja ante lo que vio.

Ella estaba recostada en su silla giratoria, con las piernas largas y provocativas cruzadas sobre el escritorio, luciendo unos tacones de charol negros de aguja y una minifalda que apenas cubría lo suficiente como para despertar el instinto. Tenía una copa de vino tinto en la mano, y sonaba de fondo “Talk Dirty to Me” de Poison, mientras movía sutilmente la cabeza al ritmo del tema.

—Vaya imagen más inspiradora —dijo Ryan, dejando caer la carpeta de informes sobre una mesa cercana.

Malena sonrió sin abrir los ojos.

—Déjame disfrutar esta victoria, Ryan… y el final de esta aventura antes de volver a mi aburrida vida.

Ryan se acercó lentamente, disfrutando cada detalle de ese momento.

—Hablando de volver a la rutina, tengo una propuesta que hacerte —dijo él, recargándose en el borde del escritorio—. Hablé con Gabriela, y quedó muy satisfecha con su participación. Te extiende una invitación oficial para unirte al grupo… claro, si tu excitante vida te lo permite.

Malena abrió un ojo, lo miró con picardía y murmuró:

—Bueno… tendré que ajustar mi agenda y hablar con mi esposo.

Ryan se congeló. Abrió los ojos como un búho.

—¿Perdón? ¿O sea que todo este tiempo estuviste casada?

Ella soltó una carcajada traviesa y mordió su labio inferior.

—De todas las cosas que me has preguntado —respondió con sarcasmo— y de todas las que no me preguntaste, ¿alguna vez se te ocurrió hacerme esa?

Se puso de pie con naturalidad, bajando las piernas del escritorio, y con pasos felinos se acercó a la puerta, la cerró, y puso el seguro.

Luego, sin decir una palabra, caminó hasta Ryan, se sentó en sus piernas y lo besó con fuerza.

El beso fue de hambre. Descontrol. Animalidad.

Y en segundos, el deseo reprimido de ambos estalló como dinamita:

Malena le arrancó la camisa a Ryan, sus uñas dejaron líneas rojas en su espalda, y su lengua lo devoraba como si el aire no le bastara.

Se bajó la ropa interior sin quitarse la falda y lo montó con una agilidad salvaje.

Se movía como una fiera: rítmica, intensa, una leona en celo.

El sonido de sus cuerpos chocando llenaba la oficina, junto con jadeos, gemidos y el eco de la música.

—Siempre fuiste bueno en esto —le susurró al oído mientras cabalgaba—, pero ahora… ahora me perteneces por unos minutos más.

Ryan apretó sus glúteos con fuerza, enterrando su rostro entre sus pechos, atrapado en esa danza primitiva.

El orgasmo llegó como un terremoto. Violento. Compartido. Incontrolable.

Malena se quedó sobre él, sudorosa, sonrojada y satisfecha.

Aún sentada sobre sus piernas, le acarició el rostro con ternura… y luego, con voz firme, le dijo:

—Tú me diste algo valioso esta noche: la oportunidad de empezar algo nuevo.

No puedo darte menos.

Te diré dónde está Rouse… pero no te diré qué fue de su vida.

No tengo ese derecho. Eso tendrás que descubrirlo tú.

Ryan la miró sin aliento, con el corazón latiendo a mil.

—Trabaja como directora de laboratorio en la clínica privada más lujosa de la ciudad.

Él asintió en silencio. La besó una vez más, despacio. Y se marchó.

Poco después…

Ryan subió a su camioneta. Encendió el motor, pero no arrancó de inmediato.

El volante estaba entre sus manos, pero su mente no estaba ahí.

Y entonces lo vio.

Justo frente a la intersección, dos señales de tránsito lo enfrentaban.

→ Clínica privada – siguiente salida a la derecha.

← Salida a casa.

Y en ese instante, en su cabeza comenzó a sonar “Walk” de Foo Fighters.

Como si el universo quisiera hablarle a través de esa canción que tantas veces lo acompañó en su lucha por sanar.

«Aprendí a caminar otra vez, aprendí a hablar otra vez,

Aprendí a ver otra vez, aprendí a sentir…»

«Y no puedo seguir, mientras tú no estés en mi vida…»

Apoyó la cabeza contra el volante, cerró los ojos…

Y entonces pensó en ella.

Rouse.

Su risa.

Su rebeldía.

Su forma de amarlo sin pedirle que cambiara.

Y su forma de desaparecer… dejándome el alma partida en dos.

El viento movía las hojas de los árboles como si algo quisiera empujarlo hacia un destino.

Ryan exhaló.

Miró una vez más ambas señales.

Y giró a la derecha.

Clínica Privada 8:00 pm

El camino hacia la clínica fue silencioso, casi irreal.

Las luces de la ciudad parpadeaban como recuerdos lejanos, y dentro de la camioneta, Ryan se sentía como si cada metro recorrido lo acercara no a un reencuentro… sino a una herida que jamás terminó de cerrar.

Estacionó frente a la Clínica Privada, un edificio moderno, de cristal y acero, que contrastaba con la calidez de lo que alguna vez fue su amor con Rouse.

Entró al vestíbulo con paso firme, pero por dentro, cada paso se sentía como plomo en los pies.

La recepcionista no lo detuvo al ver la placa de policía en su cinturón . El lugar era tranquilo a esa hora. Solo algunos médicos nocturnos pasaban con carpetas bajo el brazo. En las paredes blancas, se alineaban marcos elegantes con retratos, diplomas y reconocimientos.

Y fue entonces cuando la vio.

Una fotografía grande, impresa en blanco y negro, colgada con sobriedad en el muro central del hall.

«Dra. Rouse, Directora de Laboratorio Clínico »

Abajo, una pequeña placa:

«Premio Nacional a la Excelencia Científica – Bioanalista del Año (4 veces consecutivas)»

Ryan se detuvo.

Su corazón latía con fuerza.

Y por un instante, dejó de respirar.

Allí estaba ella.

Distinta, sí… el tiempo había pasado, se notaba en la madurez de su rostro y en los matices más serenos de su sonrisa.

Pero seguía siendo la misma mujer que le enseñó a amar y a arder.

El cabello ahora lo llevaba más oscuro, recogido con elegancia. El uniforme de quirofano, la bata blanca y los lentes de lectura no ocultaba del todo su figura…

Se mantenía en forma.

Incluso notó algo que no pudo evitar analizar con deseo contenido: se había operado los pechos, y aunque el atuendo era recatado, su cuerpo seguía gritando feminidad bajo esa capa profesional.

A su lado, otras fotos la mostraban recibiendo trofeos, medallas, y dando discursos en conferencias médicas.

Y entonces, como un puñal lento, vio lo que no esperaba.

Una imagen familiar y dolorosa:

Rouse en una fiesta escolar, abrazando a dos niños de unos 8 y 5 años.

Ambos tenían algo de ella… y una sombra de él.

“Él”.

Un hombre mayor, de traje arrugado, barriga prominente, calvo y con un bigote fuera de moda.

Su brazo rodeaba a Rouse con orgullo.

Ella sonreía… no con la intensidad de años atrás, pero sí con paz.

Demasiada paz para ser solo actuación.

Ryan se quedó congelado.

Sintió que el tiempo se detenía, que el eco de las risas del pasado era ahora un murmullo lejano y cruel.

Había llegado tarde.

Tarde para preguntarle si lo había esperado.

Tarde para explicarle por qué se había ido.

Tarde… para recuperarla.

Y entonces…

—¿Buenas noches? ¿Puedo ayudarle en algo?

La voz lo atravesó como un relámpago.

Femenina. Segura. Con ese tono cálido que podía calmar tormentas.

Esa voz.

Giró lentamente.

Y la vio.

Rouse.

De pie detrás de él, con una carpeta en la mano y una expresión de cortesía profesional que tardó un par de segundos en transformarse…

En sorpresa.

En incredulidad.

En… ¿temor? ¿esperanza? ¿dolor?

Sus miradas se encontraron.

Y el mundo se redujo a esos segundos eternos donde dos almas se reconocen, pero no saben si abrazarse… o romperse otra vez.

Tragó saliva. Sus piernas temblaron apenas, pero se obligó a girar con calma. Sus ojos la buscaron con urgencia, con miedo y con deseo.

Y entonces, con una mezcla de valentía e ironía, habló:

—Sí… estoy buscando algo que perdí hace mucho tiempo…

—…y creo que lo acabo de encontrar.

Rouse se acercó con paso profesional, segura, sosteniendo una carpeta de exámenes en la mano. Vestía una bata blanca impecable sobre un uniforme de quirofano. Llevaba el cabello recogido con firmeza, aunque algunos mechones rebeldes se le escapaban por la nuca. Sus zapatos deportivos

Se detuvo a poca distancia de él, sin reconocerlo aún.

—Disculpe —repitió con cortesía—, ¿busca a alguien en particular? ¿Tienes una cita?

Ryan la miró en silencio, como si cada segundo frente a ella fuera una fotografía que quería guardar para siempre. Sintió que el corazón le martillaba el pecho con violencia, pero no mostró debilidad. Solo sonrió, con esa media sonrisa suya, torcida, que tantas veces la había vuelto loca.

Rouse frunció apenas el ceño. Había algo en esos ojos. En esa forma de mirarla como si estuviera desnuda. Como si él ya supiera todo sobre ella.

—¿Nos conocemos? —preguntó, ladeando un poco la cabeza.

Ryan no respondió. Solo alzó una ceja, divertido y dolido a la vez. El silencio pesaba entre ellos como un secreto olvidado.

Entonces, Rouse parpadeó.

Lo miró otra vez. Esta vez, más profundo. No solo el rostro. Lo miró como se mira a un fantasma que regresa de una vida anterior.

Y se congeló.

El rostro se le descompuso apenas por un segundo. Los labios se le abrieron sin palabras. La carpeta resbaló entre sus dedos, cayendo al suelo con un golpe seco.

—Ryan…

Su voz fue apenas un susurro, pero bastó para estremecer el aire entre ellos.

—Hola, Rouse.

La tensión fue inmediata. Brutal. Como un hilo invisible que los conectaba y que comenzaba a tensarse con fuerza peligrosa. Ella dio un paso atrás, como si necesitara espacio para procesarlo. Pero sus ojos seguían fijos en los de él, y los de él… ardían.

—No puede ser… —murmuró ella—. ¿Eres tú?

Ryan asintió con lentitud, sin quitarle la mirada.

—Han pasado algunos años… —dijo, con voz grave y contenida—. Pero aquí estoy.

Ella bajó la vista, como si necesitara un refugio visual. Luego la alzó otra vez, y algo cambió en su rostro. Ya no era sorpresa. Era algo más complejo. Más intenso. Una mezcla de culpa, deseo, miedo… y añoranza.

—¿Qué haces aquí? —preguntó finalmente, en tono casi defensivo, como si necesitara protegerse de lo inevitable.

—Eso mismo me pregunto yo —respondió él, sin perder la compostura—. Tal vez vine a cerrar un ciclo. O a abrir otro.

El silencio volvió, esta vez cargado de todo lo que no se dijeron en años.

Los recuerdos eran cuchillos flotando entre ellos.

Él la miraba con hambre de respuestas.

Ella lo miraba como quien no sabe si debe correr… o abrazarlo.

Y en medio de esa tensión, su cuerpo tembló apenas. Lo suficiente para que Ryan lo notara.

—Sigues temblando cuando me miras —dijo él, con voz baja, como si se lo dijera solo al recuerdo.

Rouse apretó los labios. Su respiración se aceleró ligeramente. Sus ojos bajaron a los labios de Ryan sin querer. Fue un segundo. Pero suficiente.

—No deberías haber venido —dijo, como si fuera un reproche… o un deseo.

—Y sin embargo, aquí estoy.

Otra pausa. Otra batalla muda.

Ella retrocedió un paso más.

—Ven conmigo —ordenó al fin, recogiendo la carpeta del suelo con manos que ya no eran tan firmes—. No podemos hablar aquí.

Él obedeció. Porque sabía que, pese a los años, pese a la distancia y al silencio… ella aún tenía poder sobre él.

Y ella lo sabía.

Rouse lo condujo a su oficina sin decir una palabra. El leve de sus zapatos deportivos al caminar sobre el pulido piso de mármol resonaba como un metrónomo lento que marcaba los latidos del corazón de Ryan. Ella abrió la puerta con su tarjeta magnética, lo dejó pasar primero y luego cerró tras de sí. Al hacerlo, echó el seguro, como si fuera consciente de que lo que estaba a punto de suceder debía quedar encerrado en esa habitación de paredes claras y olor a limpio.

La oficina era amplia, elegante y minimalista. En un rincón había un sillón blanco junto a una lámpara de pie. Sobre el escritorio, un portarretrato con la misma imagen que Ryan había visto en el pasillo: ella, sus dos hijos y su esposo. Todo estaba en su sitio. Todo lucía… perfecto. Pero en medio de esa perfección, Rouse temblaba levemente.

—Perdona la pregunta —dijo ella, al fin—, pero… ¿estás bien? Te ves… igual. Un poco más canoso y cansado, sí, pero igual.

Ryan intentó sonreír, pero apenas le salió un gesto torcido, más doloroso que amable.

—Y tú… estás irreconocible —murmuró—. No por tu rostro, ni por tu cuerpo. Sigues siendo… tú. Pero hay algo en tu mirada. Algo que no sé si es cansancio o soledad.

Ella lo miró por unos segundos que parecieron eternos. Luego bajó la vista y se apoyó sobre el escritorio, de espaldas a él. Como si el mundo entero le pesara sobre los hombros.

—He aprendido a no mirar mucho a los ojos, Ryan. Uno se acostumbra a no buscar refugios imposibles.

Él se acercó un paso. Y otro. Hasta quedar justo detrás de ella. Podía oler el perfume que aún le era familiar: jazmín con vainilla. Sus manos temblaban por la urgencia de tocarla. Pero no lo hizo. No todavía.

—¿Por qué nunca me buscaste? —preguntó él, con voz grave y contenida.

Ella cerró los ojos. Se mordió el labio. Y en vez de responder, apoyó ambas palmas sobre el escritorio como si necesitara sostenerse para no derrumbarse.

—Porque si lo hacía… me quedaba contigo. Y no me ibas a dejar ir. Tú eras ese tipo de amor, Ryan. Un amor que no perdona escapes.

Él tragó saliva. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Podía sentir cómo la rabia, el deseo, el amor y la tristeza se le enredaban en las costillas como una enredadera salvaje.

—¿Y qué hay ahora? —preguntó él, dando un paso más—. ¿Ahora también vas a huir?

Rouse se giró lentamente. Lo miró. Sus ojos ya no se escondían: estaban rojos, brillosos, inundados de todos los silencios acumulados. No respondió. Solo lo abrazó. Se lanzó contra su pecho como si lo hubiera estado esperando durante años. Y él la envolvió con fuerza. La estrechó como si su vida dependiera de ello.

Durante largos segundos no hubo palabras. Solo el sonido acompañado de sus respiraciones, entrecortadas por la emoción.

Ella murmuró, con la voz más débil que él le había escuchado jamás:

—No sabes cuántas veces soñé con esto. Con quedarme dormida aquí… en tus brazos. Aquí era mi lugar. Siempre lo fue.

Él le besó el cabello. Le acarició la espalda con los dedos temblorosos. Quiso decirle tantas cosas, pero no pudo.

—Y yo… pasé años buscando algo que se sintiera así —susurró Ryan—. Nunca lo encontré.

Rouse levantó el rostro y sus miradas se encontraron de nuevo. Las palabras sobraban. Lo que palpitaba entre ellos era demasiado grande, demasiado antiguo, demasiado real.

—¿Por qué ahora, Ryan? ¿Por qué justo ahora vuelves a mi vida? —preguntó ella, apenas audible.

—Porque el destino es un hijo de puta… pero a veces, solo a veces, nos regala una última oportunidad.

Ella apoyó su frente contra la de él. Y durante un instante que parecía fuera del tiempo, todo volvió a tener sentido.

Se quedaron así, uno frente al otro, el aire cargado de cosas que no se decían. Rouse apretó los labios. Dio un paso hacia él, luego otro. Pero en vez de lanzarse a sus brazos como su cuerpo le suplicaba, solo apoyó una mano en el pecho de Ryan y cerró los ojos.

—No sabes cuántas veces soñé con esto —dijo en un susurro—. Con este momento. Volver a verte. Saber si estabas bien. Si… si alguna vez me odiaste.

Ryan le tomó la mano, bajándola con delicadeza, y acercó su rostro al de ella. La tensión era insostenible. Y entonces, finalmente, se besaron. Fue un beso contenido, lento, de esos que arrastran años y lágrimas. Ninguno cerró del todo los ojos. No era un beso para perderse. Era un beso para recordarme que aún existían.

Pero de pronto, el celular de ella sonó. La vibración en la mesa rompió el hechizo. Ella se separó con un suspiro agitado. Miró la pantalla y palideció.

—Es… mi esposo. —Su voz sonó cortante, incómoda. Atendió con una voz forzada—. Hola, amor… sí, ya salgo… no, solo estaba cerrando unos reportes… sí, en media hora.

Colgó sin mirarlo.

—Lo siento, Ryan… tengo que irme. De verdad no esperaba… esto.

—Ni yo —respondió él con una sonrisa rota—. Pero me alegra haberte visto. A pesar de todo.

Ella tomó su bolso, pero antes de abrir la puerta, se volvió.

—¿Podríamos vernos de nuevo? Con más calma. Para hablar… para cerrar lo que nunca cerramos.

—Claro —dijo él—. Cuando quieras.

Ella asintió. Y se fue. Ryan quedó solo, de pie, con las manos aún temblando por el sabor de sus labios.

Necesitaba escapar. Pensar. Sentir algo distinto.

Esa noche, terminó en un club de striptease Desire Club de luces bajas y olor a perfume barato mezclado con cigarro. Se sentó en la barra con un whisky en la mano y dejó que el mundo se apagara entre las sombras y los cuerpos.

Fue entonces cuando la vio.

Una mujer alta, imponente. Piel de ébano reluciente, cabello rizado y salvaje que le caía como cascada por los hombros. Medía fácilmente 1.80, con unas curvas que desafiaban la lógica: 92-60-95, dignas de un desfile de fantasías. Tenía los ojos de un azul casi sobrenatural, un contraste hipnótico con su tono de piel, como si el mar se hubiera metido en una tormenta tropical.

Parecía una versión exótica de una princesa africana , pero más sucia, más peligrosa. Bailaba como si cada movimiento fuera una promesa no cumplida. Y Ryan no pudo dejar de mirarla. Ella lo notó. Y sonrió.

Bebió más. La vio bailar durante horas, entregada al ritmo, al fuego de las luces. Pero esa noche no buscaba sexo, ni compañía. Solo evasión.

Al llegar a casa, el silencio era absoluto. Demasiado.

Ruth se había llevado las cosas de Rebeca. Todo lo de ella. Ni una prenda, ni un perfume olvidado, ni una nota en el refrigerador. Nada. Solo sus cosas. Solo su olor.

Solo él.

Se sirvió otro whisky, se sentó en el viejo sillón que aún conservaba las marcas de tantas noches juntos, y miró por la ventana. La ciudad seguía viva allá afuera, indiferente. Pero dentro de él, algo se había quebrado.

«Here I Go Again» de Whitesnake empezó a sonar en su cabeza, como un viejo amigo que regresaba cuando más lo necesitaba.

Aquí voy de nuevo por mi cuenta

Caminando por un camino solitario que siempre he conocido

Como un vagabundo nací para caminar solo…

Las palabras retumbaban en su pecho.

He hecho mi mente, no desperdiciaré más el tiempo…

Porque sé lo que significa

caminar solo por los sueños de un corazón solitario…

Y mientras la canción seguía, Ryan apuró el whisky, sin lágrimas, sin ira. Solo un vacío elegante, profundo… inevitable.

Aquí voy de nuevo…

Capitulo 6 -parte 1

El precio del placer

Era una tarde templada. El cielo tenía ese azul pálido de los días sin viento. Rouse lo había citado en el parque donde solían encontrarse años atrás, cuando apenas se conocían.

Ryan llegó primero. Estaba recostado contra el tronco de un árbol, con una camisa blanca remangada y las gafas de sol a medio poner. Parecía más joven así, pero sus ojos cansados lo delataban.

Rouse apareció a lo lejos, con su vestido de lino color lavanda y el cabello suelto. Caminaba con ese andar suave que tenía cuando algo la inquietaba. Al llegar, ninguno dijo nada al principio.

—Te ves cansado —murmuró ella, rompiendo el silencio.

—Y tú… como si no hubieras dormido desde hace días —respondió él sin mirarla.

—No he dormido bien desde ese beso —confesó ella con los labios temblorosos.

Él la miró. El peso del pasado, el recuerdo de sus cuerpos entrelazados, los secretos no dichos… todo estaba ahí, flotando entre ellos.

—Ese beso fue un error —dijo él.

—¿Fue un error? o fue inevitable?

Ryan no supo qué responder. Rouse se sentó a su lado, pero dejó una pequeña distancia.

—A veces pienso que si no te hubiera dejado… —empezó ella.

—Lo hiciste. Y ahora estás casada —la interrumpió con voz grave.

Silencio. Un viento leve movía las hojas del árbol sobre sus cabezas. Ella giró hacia él.

—A veces me pregunto si este sigue siendo mi lugar —susurró.

—Lo era —dijo Ryan—. Aquí. En mis brazos. Ahí te quedabas dormida, ¿recuerdas?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas.

—Pero ahora… —murmuró— ahora ya no sé quién soy contigo.

El celular de Rouse sonó. Era su esposo. Ella lo miró, luego a Ryan. Respondió en voz baja, como si cada palabra fuera una traición.

—Sí, ya voy. Estoy saliendo…

Colgó.

—Tengo que irme —dijo, poniéndose de pie.

—Claro —respondió él.

Antes de irse, ella se inclinó y le susurró al oído:

—Me gustaría volver a verte… con más calma.

Y se alejó sin mirar atrás.

Cuando Rouse desapareció entre los árboles del parque, algo dentro de Ryan se desmoronó.

No era dolor. No tenía rabia.

Era esa sensación sorda de vacío que solo aparece cuando uno ha probado el amor verdadero y ha visto cómo se escurre entre los dedos como agua sucia.

No tenía ganas de volver a casa. Tampoco quería pensar.

Así que hizo lo que siempre hacía cuando el alma le pesaba más que el cuerpo: buscó la noche.

El letrero rojo del Desire Club brillaba como una herida abierta.

Había estado ahí antes, la misma noche en que Rouse volvió a su vida.

Todo parecía cíclico. Inevitable.

Pidió un whisky doble y se sentó en la barra, con la mirada perdida entre luces de neón y culos brillantes.

Hasta que la vio.

Havana.

Melena rizada color miel, curvas mortales: 92-60-95, ojos azules de hielo que ardían cuando bailaba.

Estaba en el centro del escenario, moviéndose con una sensualidad que desafiaba la lógica.

Vestía un conjunto de encaje rojo que apenas cubría lo suficiente como para dejar al deseo con hambre.

No bailaba.

Flotaba sobre la música.

Cada giro de cadera era una promesa. Cada mirada, una provocación.

Cuando terminó su show, se acercó a la barra con una sonrisa felina.

—¿Otra vez tú? —dijo, sentándose junto a Ryan—. No sé si me persigues o si tienes un imán para la melancolía.

Él sonrió con desgano.

—Tal vez las mujeres hermosas tienen un radar para los hombres rotos.

—Te vi la otra vez… esa cara triste ya la conocía. Hoy estás peor. ¿Qué pasó, te rompieron el corazón o lo vendiste barato?

—Lo presté. Y me lo devolvieron en pedazos.

Ella soltó una carcajada suave, encantada por el humor negro.

—Me gusta cómo te escondes detrás de las palabras. Pero igual se te nota el alma por los ojos.

Hablaban entre sorbos de whisky y miradas cargadas de tensión.

Ryan, con su ironía ácida. Havana, con esa mezcla de dulzura y fuego.

Le gustaba.

Se reconocían.

Eran dos bestias heridas disfrazadas de humanos.

—¿Sabes qué? —dijo ella después de un rato—. Aquí no se puede hablar con esta música tan puta. ¿Y si vamos a tu casa a tomarnos algo… con más calma?

Ryan la miró. No había necesidad de fingir.

—Claro. Me quedan un par de botellas y muchas preguntas sin respuestas.

Esa noche

El departamento de Ryan olía a soledad y tabaco.

Pero Havana lo llenó con su presencia. Se quitó los tacones altos —negros, finos, afilados como una amenaza sensual— y caminó descalza por la sala mientras él servía dos tragos más.

—¿Tú siempre seduces con whisky y sarcasmo? —preguntó ella, sentándose en su sofá con las piernas cruzadas.

—Solo cuando la que tengo al frente vale la pena.

Ella se mordió el labio.

Luego, sin aviso, se levantó y puso música lenta.

Empezó a moverse, suave, hipnótica.

Se desnudó frente a él con una cadencia que no buscaba sorprender, sino poseerlo.

Su cuerpo era una obra de arte en movimiento: piel canela, senos firmes y altos, cintura de avispa, caderas de escándalo, piernas largas, y un culo que parecía hecho para la adoración.

Cuando quedó completamente desnuda, caminó hacia él y se sentó a horcajadas.

—¿Quieres olvidar esta noche o recordarla para siempre?

Ryan no respondió.

La besó.

Fuerte. Lento. Con hambre contenida.

La tomó en brazos y la llevó al cuarto, donde el deseo dejó de ser juego y se volvió necesidad.

La acostó en la cama, boca arriba.

Sus dedos recorrieron cada rincón de su cuerpo como si dibujara un mapa de supervivencia.

La lamió entre los muslos con devoción, haciéndola gemir y retorcerse.

Ella lo sujetó del cabello, perdida en un vaivén de placer y ternura.

Después la penetró de un solo golpe, con fuerza, con rabia disfrazada de pasión.

Ella lo recibió con las piernas bien abiertas y las uñas clavadas en su espalda.

El ritmo fue duro. Salvaje.

Pero había amor en cada embestida.

Un amor triste. Roto. Hermoso.

—Más fuerte —susurraba ella entre jadeos—. Hazme olvidar todo.

Cambió de posición, la tomó desde atrás, admirando cómo sus caderas se arqueaban hacia él con ansias.

Sus tacones estaban tirados al borde de la cama. Uno de ellos apuntaba hacia la luna que se colaba por la ventana.

En esa pose, su figura parecía irreal. Un sueño húmedo vuelto carne.

La tuvieron sexo una y otra vez.

Hasta quedar exhaustos, sudados, abrazados.

Y aún así, antes de dormir, volvieron a hacerlo.

Lento esta vez.

Mirándose a los ojos.

Como si el mundo fuera a terminar al amanecer.

Al día siguiente

La luz dorada de la mañana se filtraba por las cortinas.

Havana dormía desnuda, con una pierna sobre su cintura, el cuerpo apenas cubierto por la sábana.

Ryan la miró en silencio.

Su espalda era perfecta. Su culo, una escultura viva.

Se preguntó en qué momento se había vuelto tan adicto al cuerpo femenino, como si solo a través de la piel pudiera encontrar algo parecido a la paz.

El celular vibró.

“Gabriela”.

Suspiró antes de responder.

—¿Sí?

—Tenemos un nuevo caso —dijo ella con tono urgente—. Y lo vas a querer ver. Algo grande. Te espero en la oficina.

—Voy en camino.

Colgó.

Se giró hacia Havana, que aún dormía profundamente, y le acarició el cabello con ternura.

Por un instante, pensó en quedarse.

Pero ya sabía cómo funcionaban estas cosas:

El placer tenía un precio.

Y la vida, una deuda pendiente con la realidad.

Ryan se dio un baño, se puso su traje tomó su arma y su placa para salir

Antes de irse le dejó una nota: Gracias por hacer mi noche y mi madrugada diferente, espero volverte a ver, te deje el desayuno hecho, este es mi numero escribe cuando quieras……que tengas un lindo día.

Oficina de la Juez Gabriela 8:00 am

Habían pasado 4 meses desde su último gran caso.

4 meses donde el sexo, el alcohol y las malas decisiones habían sido su única rutina.

4 meses donde el recuerdo de Rouse, el cuerpo de Malena y las llamadas ocasionales de Rebeca se entrelazaban en su memoria como un collage sucio y adictivo.

Pero esa mañana, mientras Havana aún dormía desnuda en su cama, Ryan supo que algo estaba por cambiar.

El tono en la voz de Gabriela no era el de siempre. Había urgencia. Había fuego.

La oficina de Gabriela había cambiado poco, pero ella…

Ella se veía más poderosa que nunca.

Ahora estaba al frente de la unidad de Delitos Sexuales y Crímenes Pasionales de la fiscalía, y su nueva posición le sentaba como una corona.

Seguía siendo una MILF imponente: curvas suaves bajo trajes elegantes, tacones finos, el cabello recogido en un moño severo que no lograba ocultar el brillo salvaje en sus ojos.

Tenía esa belleza de las mujeres que saben lo que valen. Que no piden permiso. Que mandan.

Y aún, en cada gesto, se notaba que Ryan seguía siendo una tentación no resuelta.

—Pasa —le dijo sin rodeos al verlo llegar—. Siéntate. Vamos al grano.

Ryan se acomodó en el sillón frente a su escritorio, mientras ella cerraba la puerta con llave.

Un gesto que no pasó desapercibido para él.

—En el último mes han ocurrido 5 homicidios —comenzó Gabriela, apoyando un expediente grueso sobre la mesa—. Todos distintos entre sí, pero con un patrón tan evidente que sería estúpido ignorarlo.

Lo miró directo a los ojos.

—Dos parejas del mundo swinger, una mujer unicornio —ya sabes, esas chicas que se unen a tríos o relaciones abiertas— un hombre soltero que era un DJ famoso y un abogado soltero

Todos pertenecían a círculos sexuales de élite. Lo sabíamos… pero lo que no sabíamos era quién los estaba cazando.

Ryan se inclinó, ahora sí completamente atento.

—Lo más alarmante no son los perfiles sociales —continuó ella—. Aunque es interesante que una pareja era de empresarios de alto nivel, la otra era un juez y una fiscal, la unicornio era dueña de una galería de arte, y el DJ tenía contratos millonarios con marcas internacionales, el abogado no tenia casos interesantes. Todas muertes discretas,… hasta ahora.

Gabriela sacó una carpeta marcada con el sello de forenses.

—Nuestro informe lo firmó nuestra querida y sexy Malena —dijo con una media sonrisa—. Y lo que encontró es perturbador: todos tuvieron relaciones sexuales intensas antes de morir, según los restos de fluidos encontrados en sus genitales. También presentaban altas concentraciones de alcohol y una droga que ya conocemos.

—¿La de los veterinarios? —preguntó Ryan, frunciendo el ceño.

—La misma. Usada para estimular el deseo sexual en animales. Ya habíamos visto rastros de ella en otro caso menor. Pero esto… Esto es otra liga.

Lo más inquietante es que todos murieron de fallas cardiorrespiratorias minutos después del acto sexual.

Sin signos de lucha. Sin heridas visibles.

Como si el sexo los hubiera matado. Literalmente.

Ryan cruzó los brazos.

—¿Un asesino que mata con placer?

Gabriela asintió, con los ojos afilados.

—Y parece que se está ensañando con personas de poder. Influencers sexuales, funcionarios, figuras públicas del mundo liberal.

Si esto sale a la prensa, será un escándalo.

Ella se levantó del escritorio y caminó hacia la ventana. Desde allí, le dio la espalda por unos segundos.

—Tu equipo te espera en tu oficina. Me reuní con la Unidad Investigaciones Especiales. Malena estará ahí también.

Y Ryan… —volteó a verlo con una sonrisa ladeada— te extrañábamos.

Él la sostuvo la mirada.

No dijo nada.

Pero en su interior, lo supo:

El juego volvía a empezar.

Y esta vez, el precio del placer podría ser mortal.

Oficina de la Unidad de Investigaciones Especiales 8:30 am

Gabriela abrió la puerta de la sala de reuniones privada.

—Están esperándote —murmuró con tono neutro, pero con una chispa de picardía en los ojos.

Ryan cruzó el umbral, sin saber si iba a una junta de trabajo o al campo de batalla.

Las miradas lo recibieron como cuchillas disfrazadas de sonrisas.

Ruth fue la primera en saludar.

Seguía con su estilo elegante y minimalista: pantalón ajustado de cuero negro, camisa blanca de botones abiertos justo hasta donde provocaba. El cabello recogido en una coleta alta. Gafas oscuras sobre la cabeza.

Era la asesora en seguridad informática, experta en redes clandestinas, tráfico de fetiches, perfiles oscuros del mundo BDSM y swinger.

Su voz seguía siendo suave, seductora, firme.

—Ryan —dijo, con una media sonrisa—. Pensé que estabas retirado… o en rehabilitación.

—Estuve en el limbo. Volví por el infierno —contestó él, sin despegar los ojos.

Ruth rió con sutileza.

Aún había algo entre ellos. Siempre lo habría.

Pero ahora su lealtad, su vida, su piel… eran de otra.

Rebeca lo miraba desde el otro extremo de la mesa.

Cinco meses sin verse.

Cinco meses desde que él desapareció de su vida sin dejar nota, sin cerrar la puerta, sin una palabra.

Ahora estaba distinta.

Su cuerpo se notaba trabajado, definido, fuerte.

Piernas marcadas. Brazos firmes. Mirada fría.

Vestía una camiseta negra ceñida al cuerpo, jeans ajustados y botas tácticas.

Parecía una versión mejorada de sí misma: más ruda, más segura… y sin embargo, sus ojos lo delataban.

Había deseo. Dolor. Rabia.

—Hola, Ryan —dijo sin más. Ni sonrisa, ni reproche. Solo la palabra, cortante como bisturí.

Él la observó en silencio. No dijo nada. No hacía falta.

Las cicatrices hablaban por él.

Y entonces, apareció Malena.

Camisa blanca de manga corta y ajustada, falda lápiz negra, medias transparentes y tacones de aguja color burdeos. El cabello recogido, algunos mechones sueltos caían sobre su rostro.

Tenía un aire entre científica forense del pecado.

Se acercó con su sensualidad natural, su perfume floral-cítrico y su caminar de loba.

—Doctora —dijo en tono profesional, aunque sus ojos la desnudaban—. Qué bueno volver a trabajar contigo… oficialmente.

Entre ellos, la historia era más reciente.

Sexo ocasional, miradas que ardían, palabras dichas a medias entre cuerpos enredados.

Malena ya sabía que Ryan había vuelto a ver a Rouse.

Y aunque no decía nada, lo leía todo.

Gabriela cerró la puerta, tomó asiento al frente de la mesa y encendió la pantalla principal.

—Ahora que ya terminaron con las miradas asesinas y los saludos incómodos —dijo con su tono de jefa infalible—, vamos al trabajo.

En la pantalla aparecieron las imágenes de los cuatro cuerpos.

Gabriela tomó la palabra, pero cada una de las mujeres lo observaba por turnos.

Las líneas de poder estaban bien marcadas.

Y Ryan lo sabía: este no era solo un equipo de élite.

Era un campo minado de pasiones pendientes, traiciones implícitas y tensión sexual acumulada.

—Bien —empezó Ryan—. Rebeca, tú vas a encargarte de la línea de investigación en campo. Interroga a los círculos cercanos de las víctimas, especialmente a los organizadores de eventos. Usa tus recursos, ya tienes experiencia en ese terreno.

Rebeca asintió. Ni una palabra más. Profesional, fría.

Gabriela puso cara disimulada de incomodidad al Ryan dejarla de encargada pensó que aun no estaba lista luego de lo sucedido hace unos meses en el caso anterior

—Ruth —continuó—, necesitamos que rastrees foros privados, chats cifrados, y todo lo que huela a orgías de élite, nuevos fetiches en boga y drogas sexuales experimentales.

Y si encuentras nuevas palabras clave para esa droga veterinaria, las queremos en menos de 48 horas.

—Ya estoy sobre eso —respondió Ruth, con una sonrisa sutil—. Me llegó un foro llamado «Lujuria Selecta» que podría interesarles.

—Perfecto. Y tú, Malena… —Gabriela le pasó el control de la pantalla—. Muéstranos los hallazgos forenses.

Malena se levantó, tomó el control con elegancia y comenzó a proyectar las imágenes de los cuerpos, las fichas toxicológicas y las coincidencias bioquímicas.

—Todos presentaban signos de excitación sexual intensa en los minutos previos a la muerte.

Microlesiones en los tejidos genitales, marcas de sujeción en muñecas o tobillos en algunos casos, e incluso residuos de lubricantes con componentes inusuales.

Y lo más inquietante: ninguno de los cadáveres tenía expresión de dolor.

Murieron con rostros de placer.

Ryan sintió un escalofrío.

Gabriela volvió a tomar la palabra.

—Este asesino… o asesina… está matando a través del deseo.

Usa el sexo como método, como ritual, como castigo o redención.

Y nos está dejando un mensaje en cada cuerpo:

Placer hasta el final.

Y luego… vacío.

Todos guardaron silencio unos segundos.

Ryan apoyó los codos en la mesa, pensativo.

—¿Y si no busca venganza? ¿Y si lo que busca es… perfección? El clímax como último latido.

Las tres mujeres lo miraron al mismo tiempo.

Y por un instante, todos supieron que esa investigación iba a llevarlos a lugares más oscuros que cualquier otro caso anterior.

Porque el deseo, cuando se pervierte, no deja cadáveres: deja ecos… cicatrices… adicciones.

Gabriela cerró el informe.

—Empiezan hoy mismo.

Y Ryan… —dijo antes de que saliera— te quiero con la mente clara.

Y el corazón bien cerrado.

Este caso no es apto para románticos.

Ryan sonrió de lado.

—Tranquila, Jueza. Hace tiempo que el amor no me contamina.

Pero cuando salió del salón, aún sentía en la piel la mirada de Rebeca, la risa contenida de Ruth, el perfume dulce de Malena…

Y supo que esta vez, sería imposible salir ileso.

La Morgue – 7:00 PM

El cuerpo estaba desnudo sobre la plancha metálica.

Era el del DJ: joven, atlético, piel bronceada, mandíbula definida, tatuajes tribales.

Malena vestía su bata blanca y unos guantes de látex negro.

Ryan llevaba camisa arremangada, delantal quirúrgico y una mirada que oscilaba entre la concentración y la distracción provocada por la figura de Malena moviéndose alrededor del cadáver.

—¿Por qué tú y yo siempre terminamos con cuerpos calientes… y relaciones frías? —preguntó él mientras ella tomaba una muestra de tejido.

—Porque el amor se enfría, pero el deseo… nunca se enfría del todo —respondió ella sin mirarlo.

Se acercó con una probeta llena de líquido rojizo.

—Mira esto —dijo—. Extraído de la próstata. Fluido seminal alterado. Hay restos de una sustancia no identificada, pero con una composición similar a la droga veterinaria. Solo que esta vez… parece mejorada.

—¿Una variante nueva?

—Más potente. Más dirigida.

Ryan… —lo miró fijamente— ¿y si esto no es solo un asesino? ¿Y si es un experimento? ¿Alguien probando los límites del cuerpo humano a través del sexo?

El silencio se hizo pesado.

Él se le acercó, mirándola fijo.

—¿Te das cuenta que estamos jugando con fuego?

—Ryan… —susurró— yo me acostumbré a quemarme contigo.

Ambos sabían que el cadáver no era lo único que ardía entre ellos.

Malena bajó la vista, pero luego sonrió de lado.

—¿Quieres que te muestre cómo murió? —dijo con tono provocador—. Necesito a alguien que me ayude a recrear la escena. Con precisión.

Ryan arqueó una ceja.

—¿Científico o morboso?

—Ambos. Como tú.

Se acercó a él, pegándose al cuerpo, respirando en su cuello.

Lo guió hasta una camilla vacía.

—Ponte ahí. Cierra los ojos. Imagina que estás a punto de ven… morir.

Él se dejó guiar.

Malena se subió a horcajadas sobre él, apoyando apenas su peso.

Sus labios rozaron los de Ryan sin besarlo.

—El corazón late más fuerte antes del orgasmo.

Pero si lo estimulas con ciertas drogas… —le susurró al oído— puede estallar.

Ryan tragó saliva.

Malena se bajó con elegancia, quitándose los guantes.

—Tranquilo, doctor. Aún no pienso matarte.

Pero la forma en que lo miró, le hizo dudar de si hablaba del caso… o de su corazón.

Malena se giró hacia la segunda plancha de acero, cubierta parcialmente con una sábana.

—Antes de que se me olvide, llegó el informe completo del cuerpo del abogado. El que apareció hace tres noches en el estacionamiento subterráneo del club.

Ryan frunció el ceño.

—¿Mismas características?

—Sí… y no. Mismo cuadro toxicológico, muerte por paro cardíaco inducido. También eyaculación al momento de la muerte, rastros de la sustancia alterada en fluido seminal y saliva.

Pero hay algo que lo diferencia de los otros: no tiene lesiones dérmicas ni marcas de amarre. Ningún signo de juegos de BDSM. Ni en muñecas, ni tobillos, ni piel.

—¿Entonces no fue atado?

—No fue forzado. Nada indica que participó en un juego extremo… al menos físicamente. Pero lo más raro —levantó una carpeta con fotos— es esto.

Le mostró imágenes del cuello del abogado.

—Pequeñas punciones subcutáneas detrás de la oreja. Como si alguien le hubiese inyectado algo sin que lo notara.

Ryan revisó en silencio las fotos.

—¿Y si lo convirtieron en un sujeto de prueba sin que lo supiera? ¿Si lo excitaron… lo manipularon… y lo mataron sin necesidad de atarlo?

—O peor —susurró Malena, volviendo a mirarlo con seriedad—, ¿y si aceptó ser parte del experimento?

Ryan se quedó mirando el rostro tranquilo del abogado muerto.

No había rastro de violencia.

Solo una expresión… casi de placer.

Y eso era lo que más le inquietaba.

Oficina de Medicina Legal – Sótano del Edificio Judicial 7:15pm

Ryan y Malena ingresaron juntos al quirófano forense. La luz blanca reflejaba con brutalidad quirúrgica sobre los cuerpos desnudos, ya fríos, de dos de las víctimas recientes. El ambiente olía a químicos, látex y muerte. Sin embargo, entre ellos, la tensión seguía viva, palpitando.

—Ya sabes cómo trabajar aquí, ¿verdad, Inspector? —murmuró Malena, colocándose los guantes con precisión quirúrgica, sin mirarlo directamente—. Pero por si acaso… Recuerda que nada de lo que pasa en este sótano queda en los informes.

Ryan se acercó por detrás y apoyó su mano sobre su cadera. Su bata blanca apenas cubría la lencería negra que ella aún usaba debajo. Malena sabía que él lo notaría. Quería que lo hiciera.

—¿Te refieres a la autopsia… o a nosotros?

Malena giró apenas el rostro, con una sonrisa ladeada.

—Ambas.

La tensión se volvió insoportable. Mientras Malena se inclinaba sobre el cuerpo de la unicornio, explicando las heridas y el fluido encontrado, Ryan ya no pensaba en el informe. Pensaba en su boca. En su cuello. En esa parte baja de la espalda donde la bata apenas cubría.

El deseo terminó ganando.

Entre cuerpos sin vida y bisturís desinfectados, Ryan la tomó contra una de las mesas metálicas. El sexo fue rápido, contenido, casi prohibido, como si los muertos los observaran. Él levantó la bata con rabia y la empujó con fuerza hacia él. Malena gemía en silencio, con los labios apretados y las uñas marcando su espalda a través de la camisa.

—Más fuerte… —susurró ella entre jadeos—. Que se te note lo mucho que me extrañaste.

Después de unos minutos, terminaron. Jadeantes, ambos se separaron sin mirarse, intentando recuperar la compostura antes de subir. El cuerpo aún sobre la mesa parecía tener una expresión más relajada. Como si incluso la muerte se contagiara del deseo humano.

Oficina de Investigaciones Especiales – 7:00 p.m.

La reunión había sido tensa. Las pruebas recopiladas apuntaban a un punto en común entre todas las víctimas: un club exclusivo, clandestino, al que solo se accedía mediante una invitación digital cifrada. Ruth, gracias a su manejo de ciberinteligencia, había logrado infiltrarse en el sistema de membresías.

—Se llama Velvet Room —explicó mientras mostraba en la pantalla un mapa encriptado—. Todas las víctimas pasaron por ahí. La unicornio. El DJ. El abogado. La chica del tatuaje en la espalda. Todos tenían cuenta activa y nivel platino.

Club swinger Velvet Room 12:00 pm

La fachada del club era discreta. Una casa antigua de dos pisos, ventanas polarizadas, sin cartel ni música. En la entrada, una puerta blindada con lector biométrico. Sólo se abría tras introducir una contraseña y escanear la huella dactilar.

Ruth y Rebeca llegaron primero.

Rebeca vestía para seducir y matar: falda de cuero ajustada, botas negras de tacón alto, blusa de transparencias que dejaba poco a la imaginación y una chaqueta corta que apenas cubría sus hombros.

Ruth optó por lo sobrio pero dominante: traje negro entallado, tacones finos, cabello recogido, labios color vino. Irradiaba control y misterio.

Dentro del lugar, perfumes caros se mezclaban con la fragancia del deseo. Luces tenues, música electrónica suave, sillones de terciopelo rojo. Parejas hablaban en voz baja, otras se tocaban sin pudor, algunas se perdían tras cortinas negras al fondo del salón.

La lujuria no se escondía. Se ofrecía.

—Vamos separadas —susurró Ruth—. Tú coqueteas, yo husmeo.

—¿Celosa si alguien me toca? —respondió Rebeca, con media sonrisa.

—Solo si no me invitas.

Ruth se perdió entre las sombras, como un felino cazando.

Rebeca se acercó a la barra. El barman, un hombre atractivo con traje blanco y mirada de lobo, la recibió con un gesto sutil. Sus ojos, oscuros y densos como el vino tinto, se posaron en ella sin disimulo.

—¿Primera vez en Velvet?

—¿Eso se nota o huele? —coqueteó, mientras jugaba con el tallo de su copa.

—Ambas. Pero no me molesta. Me gustan las nuevas. Tienen hambre. Y tú… no pareces asustarte fácilmente.

—No me asusto. Me excita lo desconocido.

El hombre no dijo nada. La observó. Luego, acercándose lentamente, le rozó el cuello con los labios y susurró:

—Sigue ese pasillo. Puerta negra. Segundo piso. Yo te espero arriba… Si te atreves.

Rebeca bebió un sorbo y, sin responder, caminó hacia las escaleras.

La puerta negra se abrió con un susurro metálico. Rebeca entró, su cuerpo temblando de anticipación y adrenalina. La luz era tenue, casi oculta, y el aire olía a cuero, perfume caro y un toque inconfundible de sexo y poder. Frente a ella, él esperaba. El hombre del traje blanco que la había invitado con aquella sonrisa fría y magnética. Ahora sin saco, con la camisa entreabierta dejando ver el pecho tonificado, parecía el depredador al acecho.

Sin palabras, se acercó. Su aliento cálido rozó su cuello, enviando escalofríos por toda su columna. La tomó de la cintura con firmeza, levantándola apenas un instante para luego besarla con violencia contenida. Sus labios atraparon los de ella, sus manos se enredaron en su cabello, tirando con deseo. Rebeca se rindió, su cuerpo reaccionó a cada roce, a cada presión.

—Eres perfecta para esto —murmuró con voz ronca mientras sus dedos acariciaban el borde de la falda de cuero—. Vamos a jugar.

La empujó hacia la cama redonda, las cadenas doradas que colgaban del techo tintineaban con el movimiento. Rebeca se sentó, dejando que la excitación se hiciera dueña de cada fibra de su ser. Él desabrochó lentamente la blusa de transparencias, dejando que el aire acariciara su piel ardiente, y sin prisa, sus labios bajaron por su cuello, dejando un rastro de fuego.

Con manos firmes pero expertas, la desnudó casi por completo, dejando solo las botas de tacón que ella no debía quitarse. —Esas quedan puestas —ordenó, su voz una mezcla de mando y promesa—. Quiero que sientas cada movimiento con la seguridad de tu poder y sumisión al mismo tiempo.

Ató sus muñecas con unas esposas de cuero negro, la presión perfecta para excitar sin lastimar. Rebeca jadeó cuando la colocó sobre la cama, sus piernas abiertas, mostrando vulnerabilidad y fortaleza. Él la penetró con fuerza, cada embestida un golpe de placer salvaje y oscuro.

—Grita —le ordenó—. Que todos sepan quién manda aquí.

Sus labios se posaron en sus muslos, mordiendo con ansia, mientras sus manos recorrían su cuerpo como dueño absoluto. Rebeca sintió que perdía el control, pero en esa pérdida encontró un placer inédito, una libertad intoxicante.

El orgasmo la sacudió, desgarrador y sublime, mientras él continuaba su ritmo implacable. Cuando al fin se detuvo, la tomó entre sus brazos, susurrando:

—Eres mía esta noche. Y voy a hacerte recordar cada segundo.

Minutos después, Ruth ya había encontrado la sala de servidores oculta detrás de un espejo bidireccional. Hackeó el sistema de cámaras, accedió a los archivos cifrados y empezó a descargar los registros privados.

—Te tengo, perra —murmuró para sí misma—. Y también a todos tus amiguitos VIP…

Pero justo antes de cerrar la operación, algo llamó su atención. Una señal térmica, un pasillo oculto. Ruth se deslizó por la zona restringida y bajó a un sótano.

Ruth se adentra en el sótano oscuro, los tacones resonando sobre el suelo de piedra fría. La puerta se cerró tras ella con un clic que heló su sangre. En la penumbra, las sombras parecían cobrar vida entre los implementos de BDSM perfectamente ordenados.

De pronto, él apareció, el mismo hombre, que vio que vigilaba a Rebeca (no sabía que minutos antes la había hecho suya) con la máscara que le cubría solo la mitad del rostro, dejando al descubierto unos ojos que ardían con una mezcla de deseo y dominación.

—Llegas tarde, agente —dijo, su voz un rugido bajo—. Pero eso no importa. Eres una loba con ganas de cazar, y yo soy el lobo que te enseñará a aullar.

Antes de que pudiera reaccionar, la tomó con fuerza, empujándola contra una columna acolchada. Su cuerpo chocó contra el frío, mientras sus manos le ataban las muñecas con correas de cuero. Ruth sintió cómo su corazón se acelera y una excitación primitiva se apoderaba de ella.

—Esta noche serás mía —susurró en su oído, su aliento caliente como fuego—. No intentes luchar. Disfruta cada caricia, cada orden. Deja que te rompa para que puedas reconstruirte mejor.

Sus dedos se deslizaron por su cuello, bajando hasta sus pechos, explorando cada curva con hambre contenida. Ruth cerró los ojos, dejándose llevar por la sensación, la lucha interna entre la resistencia y el deseo ardiente.

Él la hizo arrodillarse, su mano la guió hasta su entrepierna, donde la presión firme y segura le provocó un gemido involuntario. Su boca bajó con delicadeza perversa, besando y mordisqueando hasta que la calentura le recorrió la columna.

—Grita mi nombre —ordenó—. Quiero sentir que me perteneces.

Y Ruth gritó.

La sumisión la liberaba y la encadenaba al mismo tiempo. La mazmorra no era solo un lugar físico: era un reino donde el poder, el placer y el dolor se mezclaban en una danza peligrosa y exquisita.

En otra sala, más apartada, Gabriela y Malena entraban en un reservado junto a una pareja. Ambos bien vestidos, con una elegancia perversa. Las luces eran más cálidas, el aire olía a sándalo y deseo.

Las luces cálidas bañaban la habitación en un aura de misterio y lujo. Gabriela sintió cómo el aire se espesaba con cada respiración, cargado de deseo y promesas prohibidas.

Malena, con su falda lápiz y tacones burdeos, parecía una mezcla de científica y femme fatale. La mujer frente a ellas, de cabello oscuro y piel suave, acarició lentamente el rostro de Malena, sus dedos trazando un camino delicado que provocaba un temblor interior.

El hombre, alto y de mirada intensa, besó el cuello de Gabriela con una mezcla de reverencia y posesión. Sus labios dejaron un rastro de fuego que hizo que ella cerrara los ojos y se entregará a la corriente que la arrastraba.

Los cuerpos se encontraron en una coreografía carnal: besos cruzados, susurros que eran órdenes, roces que desencadenaron gemidos. Malena se dejó caer entre las piernas de la mujer, que la exploraba con la boca y las manos, mientras Gabriela sentía el peso del hombre sobre ella, penetrándola lentamente, dándole un ritmo perfecto entre poder y entrega.

Los dedos de Malena buscaron a Gabriela, sus manos rozándose de manera casi imperceptible pero incendiaria. Las miradas se encontraron y una chispa silenciosa encendió un fuego desconocido.

—¿Sientes eso? —susurró Malena, su voz un suspiro cercano al oído de Gabriela—. No es solo deseo. Es algo más.

Gabriela apenas pudo asentir, perdida entre el placer y la tormenta de emociones que comenzaba a desatarse.

La orgía se convirtió en un mar de sensaciones: piel contra piel, lenguas que exploraban, manos que dominaban y cedían. La línea entre el juego y la verdad se borró, dejando al descubierto sentimientos enterrados bajo capas de deseo.

Cuando por fin la noche los envolvió y los cuerpos temblaron en el clímax, Gabriela supo que nada volvería a ser igual.

Noche – Desire Club 9:00pm

Tras la extraña autopsia junto a Malena, Ryan necesitaba aire… o algo más que aire. Se dirigió sin pensarlo al «Desire Club», ese sitio donde las luces rojas y la música envolvente ofrecían un refugio para sus pensamientos más oscuros. No estaba seguro si buscaba una pista o simplemente una excusa para volver a verla

Havana.

Subió los escalones del club con paso lento, como si supiera que al cruzar esa puerta, su noche iba a cambiar.

Y lo hizo.

Ella apareció en escena bajo la luz tenue del escenario, bailando con un vestido negro de encaje que dejaba entrever sus pezones perforados, con movimientos que desafiaban las leyes de la gravedad y del deseo. Pero lo que lo desarmó no fue eso… sino verla minutos después, cuando terminó su show y salió por la puerta lateral con un atuendo completamente distinto: jeans ajustados, una franela negra sin sostén que marcaba la firmeza de sus pechos y sus pezones bajo la tela delgada, y unos lentes de pasta gruesa que le daban un aire de intelectual sexy.

—¿Te sorprende mi otro uniforme? —le dijo con una sonrisa pícara, al notar su mirada fija.

—Para ser honesto… sí. Pero me gusta.

—¿Hambre? —preguntó ella, mordiéndose el labio.

—Muchísima —respondió Ryan, sin aclarar si hablaba de comida o de ella.

Restaurante 24 Horas – Afueras del Club

Se sentaron en un rincón discreto. Havana pidió una hamburguesa doble con batido de fresa. Ryan, un café fuerte y un plato de pasta.

La conversación fluyó. Él descubrió, entre risas y confesiones suaves, que Havana no era solo una bailarina de curvas perfectas. Estudiaba arquitectura en una universidad privada. Trabajaba de noche para costear sus estudios. Le apasionaban las estructuras góticas, los techos altos, y las catedrales oscuras.

—Me gusta dibujar iglesias, pero también calaveras —le confesó, mostrando un tatuaje escondido en la parte interna del muslo.

Ryan no podía dejar de mirarla. Su inteligencia, su humor ácido, su forma de hablar y moverse… todo le resultaba fascinante. Había algo en ella que, sin querer, le recordaba a Rouse. No por lo físico, sino por esa combinación misteriosa de sensualidad e inteligencia que lo dejaba vulnerable.

Casa de Ryan – 2:33 AM

No hubo palabras al entrar.

Solo miradas.

Havana se quitó los lentes y los dejó sobre la mesa. Caminó hacia Ryan, se sentó sobre él en el sofá, abrió lentamente los botones de su franela, dejando que sus pechos rozaran su pecho. Ryan la besó con hambre, como si hubiera esperado años por esa boca.

El sexo esta vez no fue brusco, ni por necesidad. Fue intenso, pausado, lleno de gemidos suaves y respiraciones contenidas. Ryan la alzó en brazos y la llevó hasta la habitación. La desnudó lentamente, besando cada parte de su cuerpo como si fuera un templo.

Ella lo devoró con la mirada mientras le quitaba la ropa. Luego se tumbó de espaldas, abrió las piernas lentamente, y lo recibió como si lo conociera desde siempre.

—Hazlo… como si fuera la última vez —susurró entre jadeos.

Ryan la penetró con fuerza, pero con ritmo. Se movía como si bailaran bajo un metrónomo invisible, besándola, tocándola, mirándola a los ojos mientras ella se aferraba a su espalda con las uñas. Cambiaron de posición. Ella se montó encima, cabalgando con movimientos precisos, mientras él le acariciaba los muslos y la cintura, embelesado con la visión de sus pechos brincando frente a su rostro.

Ella era fuego. Él, gasolina.

Terminaron entrelazados, sudorosos, jadeantes.

Silencio.

Solo el murmullo del aire acondicionado y sus respiraciones mezcladas.

03:15 AM

Ryan revisó su móvil mientras Havana dormía a su lado, con una pierna sobre su cintura.

Un mensaje.

Gabriela:

«Buenas noticias. Ruth y Rebeca encontraron información valiosa. Nos vemos en la oficina a las 9:00 PM.»

Ryan sonrió. Aún tenía toda la mañana por delante.

La miró dormir. Quería repetir la dosis, desayunar con ella, verla caminar desnuda por su casa con esa seguridad encantadora… pero la mañana trajo una sorpresa.

Casa de Ryan 08:17 AM

El sonido de la ducha. Luego el portazo suave del baño. Havana salió ya vestida, con los jeans del día anterior, y los lentes otra vez puestos.

—Tengo clases —dijo con una sonrisa tierna—. Y un examen de estructuras.

—¿No te quedas a desayunar?

—No. Pero puedes invitarme a almorzar mañana si quieres. Me gustas, Ryan. Mucho. Pero soy más que buena cama. Recuérdalo.

Le dio un beso en los labios y se fue.

08:38 AM

Ryan aún desnudo en la cama, con una sonrisa satisfecha y una erección frustrada por el abandono, miró su celular de nuevo.

Un nuevo mensaje.

Rouse:

«Me gustaría que almorcemos juntos hoy.»

Ryan se incorporó. Su pecho se llenó de algo más que deseo.

Era un mensaje simple. Pero él lo sintió como un latido.

Un recordatorio.

Una grieta en su muro.

Y sin saber por qué…

Su día acababa de iluminarse.

Capitulo 6 parte 2

Círculo de confesiones

El motor estaba apagado, pero Ryan no sentía prisa por entrar. Permanecía en su camioneta, con los brazos recostados sobre el volante y la mirada perdida en el parabrisas empañado. Afuera, la ciudad bullía como de costumbre: gente caminando rápido, autos pasando con prisa, luces que no se detenían por nadie. Pero dentro de él, el tiempo se había suspendido en una pausa suave y densa.

Tenía la chaqueta abierta, el primer botón de la camisa desabrochado y el cansancio acumulado en las ojeras. No era un cansancio físico, sino uno más profundo, de esos que se te meten en el alma y se te enroscan en los huesos. La noche con Havana todavía ardía en su piel, pero era otro nombre el que flotaba en su pecho como una brasa encendida: Rouse.

Pensó en sus labios, en su forma de decir su nombre con dulzura y peligro, en sus silencios llenos de secretos. Pensó en cómo el destino le estaba jugando con los hilos, poniéndole mujeres distintas que, de algún modo, todas lo llevaban de vuelta a ella.

“¿Qué carajo estoy haciendo…?”

Se preguntó, sin esperar respuesta.

Entre casos perversos, pistas siniestras y encuentros llenos de sudor y deseo, Ryan comenzaba a perder la noción de qué era verdad y qué era solo una ilusión disfrazada de placer. Sabía que en pocos minutos debía subir a esa oficina, enfrentar el caso como profesional, escuchar lo que Ruth y Rebeca habían encontrado, trabajar en equipo con Gabriela, y sí, también con Malena… esa mujer que lo miraba como si supiera cosas que él aún no se atrevía a confesar.

Sacó el celular del bolsillo. Allí estaba el mensaje de Rouse, todavía sin responder:

“Me gustaría que almorcemos juntos hoy.”

Sonrió con un gesto melancólico, como si sus labios supieran una verdad que él aún no aceptaba.

Sabía que ese almuerzo podía cambiarlo todo… o traerlo de vuelta al mismo lugar de siempre.

Respiró hondo, cerró los ojos un instante y dejó que el silencio lo abrazara.

Era solo un respiro… uno más antes del caos.

Puso una mano firme sobre la manilla de la puerta. El ritual de la vida debía continuar.

Reunión informativa de investigación de anoche

Oficina de la unidad de Investigaciones especiales – 9:00 AM

La oficina parecía un oasis secreto, sellado del mundo exterior por los cristales polarizados y el zumbido constante del aire acondicionado. Ruth estaba recostada sobre el respaldo de una silla giratoria, con las piernas cruzadas de forma provocadora, luciendo sus tacones rojos afilados, que parecían armas diseñadas para seducir y dominar. A su lado, Rebeca se servía café con un movimiento lento y calculado, sus uñas negras brillaban contra la porcelana blanca de la taza, mientras una media sonrisa jugueteaba en sus labios.

Gabriela, más sobria pero no menos intensa, había dejado su saco sobre la mesa y hablaba en voz baja con Malena, riéndose con una complicidad que solo aquellas mujeres que comparten secretos íntimos y noches incendiadas entienden. Malena con pantalones ajustados y un top con escote profundo. Entre bromas, risas contenidas y miradas sugerentes, flotaba algo más que camaradería: deseo contenido, memorias compartidas, confianza forjada no solo en el trabajo sino en cuerpos sudados, besos robados, y noches que ninguna podría olvidar.

La puerta se abrió, y el ruido cesó un instante. Ryan entró, con paso tranquilo pero con una presencia que alteró el campo magnético del lugar. Vestía informal: camisa de lino clara, puños abiertos, gafas de sol en la mano. Su mirada se posó en ellas, intensamente.

—Espero no interrumpir su pijamada, chicas —bromeó con voz grave y sonrisa ladeada.

Gabriela alzó una ceja, divertida.

—Llegas justo a tiempo. Estábamos decidiendo si te desnudábamos primero o te mostrábamos el informe —dijo con tono de juego, mientras Malena soltaba una risita cómplice.

—Eso depende del tipo de informe —respondió Ryan, sentándose.

Ruth rodó los ojos con picardía, mientras Rebeca ocultaba una sonrisa tras su taza.

—Vamos al grano —intervino Gabriela, recuperando su tono profesional aunque sin perder la sensualidad que la rodeaba—. Tenemos hallazgos importantes, y creo que el caso empieza a desenredarse… o a complicarse, según cómo lo veas.

Malena se inclinó hacia Ryan, dejando que su perfume y su escote hicieran el resto.

—¿Estás listo para escuchar lo que descubrimos… o necesitas un poco más de “motivación”?

Ryan cruzó las manos sobre la mesa y soltó un suspiro breve.

—Sorpréndeme.

—Espero que estén analizando pruebas y no memes de pies en tacones altos —bromeó Ryan, sin levantar la ceja.

—Los tacones pueden decir mucho de una mujer, jefe —respondió Malena, cruzando una pierna con deliberada lentitud—. Sobre todo si sabes dónde han estado.

—Ya veo que el informe va a venir con ilustraciones —rió Ryan, dejando las llaves sobre el escritorio—. Se siente cómodo con ustedes, aunque a veces esa cercanía lo pone en jaque.

Gabriela le lanzó una mirada traviesa.

—Nos adelantamos a la reunión, pero prometemos ser profesionales… en cuanto tú lo seas.

—Imposible. Ustedes ya me arrastraron al infierno. Lo mínimo que puedo hacer es ir con estilo —respondió él—. A ver, Rebeca, Ruth. Ilumíname. ¿Qué encontraron en el club?

Rebeca se enderezó, más segura, irradiando una sensualidad madura que caminaba entre la elegancia y el peligro. Abrió una carpeta con el logo “La Cúpula”.

—Hay cámaras en cada habitación. No están solo por seguridad. Son discretas, de alta definición, conectadas a un servidor cifrado oculto tras proxies. Alguien tiene acceso directo a los videos… y los usa para extorsionar.

Ruth completó con su voz seca y rasposa:

—Cinco víctimas aparecen en videos explícitos que fueron enviados anónimamente a sus teléfonos, con exigencias de dinero. No pagaron, y los videos iban a ser filtrados a sus familias, empleadores… o medios.

—Y las víctimas que no pagaron… terminaron muertas —murmuró Ryan, entrecerrando los ojos.

—Exacto —asintió Rebeca—. Pero algunas muertes parecen ejecuciones limpias, rápidas, como para callar testigos. Otras son diferentes. Muy diferentes.

Malena se adelantó un poco.

—Una pareja fue hallada atada con nudos simétricos que demuestra que quien los amarro sabía lo que hacia. No un crimen por dinero, sino por placer.

—¿Eso no se reportó antes? —preguntó Ryan, irónico.

Gabriela intervino.

—Al principio pensamos que era coincidencia, pero los informes forenses muestran un patrón que no encaja con la lógica de la extorsión.

Ryan frotó la barbilla, su mirada oscura.

—Entonces tenemos dos amenazas distintas: una red de extorsión ligada al sexo, y una sombra más oscura que disfruta matando. Que deja pistas a propósito, como parte del juego.

—Y estamos justo en medio del campo de batalla —agregó Ruth, sin emoción.

—Nada como un buen trío entre crimen, placer y muerte —rió Ryan, con humor negro.

Rebeca lo miró, sonriendo con picardía.

—Lo que sea que digas suena sucio cuando lo dices tú.

—Porque en mi cabeza todo es sucio. Pero funcional —replicó Ryan—. Bien. Vamos a estructurar esto: Rebeca, lideras la investigación formal, Gabriela te respalda con recursos. Ruth, analiza cada video, busca patrones, fechas, víctimas comunes. Malena, más pistas en medicina forense.

—¿Y tú? —preguntó Gabriela.

—Yo voy a ensuciarme más. Malena me ayudará a entrar a círculos donde ni Google quiere mirar. Cuando no esté usando mis manos calientes en cuerpos fríos en el laboratorio.

Un silencio breve. Malena se relamió los labios, divertida.

—Ya sabes que cualquier cosa que necesites… para ensuciarte, estoy aquí.

Ryan sonrió.

—Pensaré en tu oferta seriamente.

El juego de poder entre deseo, verdad y secretos desplegó sus cartas sobre la mesa una vez más.

La mañana avanzaba con lentitud burocrática. Ryan se detuvo un segundo en el pasillo, sacó su teléfono y respondió el mensaje de Rouse con un escueto pero significativo:

«Claro que iré. Solo dime dónde.»

Lo envió sin pensarlo demasiado, sin calcular las posibles consecuencias. Luego, con paso firme, abrió la puerta de su oficina.

Rebeca ya lo esperaba adentro. Estaba de pie junto a la ventana, observando la ciudad desde la altura, con ese aire entre desafiante y pensativo que solía adoptar cuando algo le revolvía por dentro. Llevaba un blazer entallado sobre un top negro escotado y una falda que delineaba sus piernas largas con descaro estudiado. Al escuchar la puerta, se giró con una media sonrisa.

—¿Cerramos la puerta? —preguntó ella, como si no supiera ya la respuesta.

Ryan asintió y la cerró tras de sí, sin decir palabra. Caminó hasta el escritorio, tomó asiento, y la invitó a hacer lo mismo con un gesto.

—Quiero que tu líderes las averiguaciones —comenzó él, directo.

—Claro —respondió Rebeca, cruzando las piernas con elegancia—. ¿Vienes a confirmar lo que ya sospecho?

—Sí. El caso de las muertes en los clubes swingers son algo más que una presunta extorsión… es tuyo —dijo Ryan con firmeza—. Te encargarás directamente. Reúne a quien necesites, haz lo que creas necesario. Cuentas con todo mi respaldo.

La mirada de Rebeca se tensó apenas. Hubo un brillo contenido en sus ojos. Orgullo. Reto. También un dejo de nerviosismo bien disimulado.

—¿Y por qué yo? —preguntó, tanteando el terreno—. Podrías encargárselo a Gabriela. O a Ruth.

—Porque creo en ti —respondió él con suavidad, pero sin perder su tono de autoridad—. Porque sé que el último paso que diste no fue fácil. Porque saliste más fuerte. Más peligrosa también. Y porque quiero que seas tú quien vea esto de cerca.

Rebeca bajó la vista apenas un segundo. Sus labios se curvaron con un gesto mezcla de gratitud y deseo contenido.

—Gracias… supongo. No sabía que aún confiabas tanto en mí.

—Más de lo que imaginas —dijo Ryan, inclinándose un poco hacia adelante—. Y me consta que puedes jugar con fuego… sin quemarte.

Un silencio denso se instaló entre ambos por unos segundos. Él se incorporó, tomó una carpeta del escritorio, la ojeó con desinterés y luego la dejó a un lado.

—¿Y tú? —preguntó, rompiendo el momento—. ¿Cómo va lo tuyo con Ruth?

Rebeca parpadeó, sorprendida. Se recostó contra el respaldo de la silla y lo miró con esa expresión ambigua que tanto lo desarmaba.

—Va bien… —dijo—. Es todo tan distinto con ella. Calma. Luz. Paz. Pero también es fuego. Deseo. Poder. Lujuria

Sonrió, pero luego bajó la voz.

—A veces… la nostalgia me pega. No por ti —aclaró rápido, con ironía—. Por todo. Por lo que fuimos. Por lo que casi fuimos.

Ryan sonrió con la comisura de los labios.

—Me alegra por ustedes. De verdad. Se merecen ser felices.

Ella asintió, agradecida, pero algo en su rostro seguía buscando una grieta.

—¿Y tú? —inquirió—. ¿Sigues solo?

Él suspiró, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz. Luego la miró con ese sarcasmo elegante que usaba para no mostrar vulnerabilidad.

—Digamos que hago lo posible para que mi cama no esté tan fría ni tan sola… aunque sea con placer efímero.

Rebeca se tensó. Fue sutil, pero Ryan lo notó. Sus ojos lo delataron. Celos. Reales. Vivos.

—Bueno… por lo menos tienes a Malena. Y a Gabriela. Para esos “placeres efímeros”, ¿no?

Ryan alzó las cejas, divertido.

—¿Eso piensas? Que ando acostándome con todas las chicas del equipo… —pausó dramáticamente—. Solo algunas.

Ella soltó una risa seca, entre divertida y molesta.

—Eres un idiota.

—Y tú una celosa profesional —replicó él, incorporándose.

Se acercó a la puerta, colocándose la chaqueta con lentitud.

—Tengo que irme. Tengo… un asunto importante al mediodía. Personal.

Rebeca lo miró, ladeando la cabeza.

—¿Una cita?

Ryan le guiñó un ojo y, antes de salir, dejó la última estocada.

—Digamos que… almorzaré con un fantasma del pasado.

Y cerró la puerta detrás de él, dejándola sola, pensativa… y, sin saberlo, dolida.

Escena – Oficina Central, 11:47 a.m.

Ryan cerró la puerta de la sala de reuniones con un movimiento lento, casi ausente. El pasillo estaba en silencio, pero en su cabeza resonaban mil cosas a la vez. Rebeca le había sonreído con esa mezcla de orgullo, nostalgia y celos mal disimulados. Y él… él simplemente había hecho lo que mejor sabía: fingir que nada le afectaba.

Apretó los dientes y caminó hacia su oficina con las manos en los bolsillos, como si eso pudiera sostenerle el alma. El reflejo en el vidrio de la puerta lo devolvió a una verdad incómoda: estaba más solo de lo que admitía.

Y entonces pensó en Havana.

No llevaba mucho tiempo conociéndola. Apenas un par de encuentros. Pero había algo en ella —en su forma de hablar, en su risa suave, en la ternura sin dobleces— que le hacía bien. No sabía si era por su maldita soledad o por una necesidad de respirar aire nuevo… pero la extrañaba más de lo que se atrevía a decir.

Sacó el celular y marcó.

—¿Hola, preciosa? —dijo Ryan, dejando que su voz baja una octava.

Del otro lado, la voz de Havana sonó clara, brillante, como una ráfaga de sol en un cuarto cerrado.

—¡Hola! Justo salía. El examen estuvo intenso, pero creo que me fue bien.

—Sabía que te iba a ir genial… —dijo él, sonriendo sin darse cuenta—. Oye, me gustaría verte más tarde. Si estás libre.

—¿Esta noche?

—Sí. Al final del día. Te quiero abrazar un rato.

Ella guardó un breve silencio, como quien saborea una caricia antes de responder.

—Entonces abrázame. Estaré aquí.

Colgó. Ryan dejó el teléfono sobre el escritorio con cuidado, como si fuera algo frágil. Y lo era. Ella lo era. Lo que podía sentir con ella, también. Y eso le daba miedo.

Pero el universo, como siempre, tenía un sentido del humor retorcido. Justo antes de guardar el celular, le llegó un mensaje.

—Estaré libre al mediodía, ¿te parece si almorzamos? Hay cosas que quiero contarte…

Rouse.

Ryan tragó saliva y respondió sin pensar demasiado:

Claro. Dime el lugar. Yo iré.

Solo cinco palabras. Cinco putas palabras que le dejaron la garganta seca. No porque no quisiera verla, sino porque verla siempre era como abrir una caja de Pandora con olor a perfume y culpa.

Cerró los ojos un momento. Imaginó el vestido que podría llevar. La forma en que sonreía cuando quería manipularlo sin parecerlo. La maldita suavidad de su voz cuando lo llamaba mi amorcito, como si aún tuviera derecho.

Se acomodó la camisa, respiró hondo y se dijo a sí mismo:

—Vamos, cabrón… No es la primera vez que te comes un postre que te hace daño. Solo asegúrate de no repetir.

Salió de la oficina como quien va al cadalso, con las gafas de sol en la mano y el corazón a medio blindar.

No estaba listo para verla.

Pero tampoco había un día en que no deseara hacerlo.

Restaurante 1:12 p.m.

Ryan se detuvo frente al espejo de su habitación y ajustó los puños de su camisa blanca recién planchada. La tela se amoldaba perfectamente a su cuerpo, marcada por los años de trabajo físico y las madrugadas tensas. Se había rasurado con pulso firme, dejando el rostro impecable, y el traje gris oscuro con caída perfecta lo envolvía como una segunda piel. La corbata delgada, de un negro sobrio y elegante, contrastaba con su camisa clara. El conjunto lo hacía parecer alguien salido de una postal elegante y atemporal: sobrio, masculino, silenciosamente poderoso.

Al llegar al restaurante, no la vio de inmediato. El lugar tenía ese aire entre moderno y clásico, con lámparas de luz cálida y mesas separadas por biombos de madera clara. Apenas entró, la vio. Sentada junto a una ventana, con la luz del mediodía acariciándole el rostro.

Rouse estaba radiante.

Llevaba un conjunto de pantalón blanco de tela ligera, de cintura alta y perfectamente entallado, y una blusa del mismo tono que dejaba entrever el inicio de su escote. El botón superior estaba desabrochado. La blusa era tan elegante como provocadora, y con cada movimiento dejaba entrever la curva de sus nuevos pechos, redondos y firmes, apenas contenidos por la tela. Su cabello estaba recogido en un moño alto, despeinado con intención, lo que le daba ese aire de científica sexy, peligroso y encantador. Los lentes de pasta gruesa que llevaba reforzaban esa estética: era una mujer inteligente, segura… y hermosa. Como si hubiese renacido.

Cuando Ryan se acercó, ella se levantó. Se abrazaron.

Fue un gesto largo, silencioso… íntimo. Como si en ese cruce de brazos se concentran los años perdidos.

Durante el almuerzo, las palabras eran solo una capa delgada sobre todo lo que se decía con las miradas. Comieron algo liviano, pero el peso emocional en la mesa era denso.

Hablaron del pasado. De los buenos momentos. Rieron recordando aquel viaje a la isla, las noches sin dormir, las caminatas improvisadas, los juegos absurdos, los besos que empezaban como broma y terminaban con ropa en el suelo.

Pero también recordaron las heridas.

—Te vi esa noche, Ryan. —dijo Rouse de pronto, mientras dejaba el tenedor sobre el plato—. Te vi cogerte a Malena en la playa. Y aún así te amé.

Ryan bajó la mirada. No había defensa posible ante la sinceridad.

—Rouse… —empezó, pero ella lo interrumpió con una sonrisa triste.

—No estoy buscando disculpas. Solo necesitaba decirlo en voz alta. Para mí.

Después, ella habló de su vida actual. De su esposo, de sus hijos.

—Me casé porque no quería estar sola. Porque necesitaba algo estable… un hogar. Y lo conseguí. Pero el precio fue… dejar de ser yo. Dejar mi sexualidad encerrada en una caja con llave. —Su voz se quebró apenas—. Jugué a ser feliz, Ryan. Y en parte lo soy. Amo a mis hijos más que a nada. Pero también siento que me apagué.

Ryan no dijo nada. Solo la escuchaba. Porque eso era lo que ella necesitaba ahora.

—Cuando lo conocí, no era como es ahora —continuó—. Él… me cuidó. Me pagó la carrera, creyó en mí. Le agradezco mucho. Pero me perdí. Me dejé perder.

Ella le preguntó qué fue de su vida todos esos años. Y Ryan resumió lo vivido: la academia, la policía, las misiones, los casos que lo marcaron, los compañeros que se fueron, el sexo sin amor, las noches vacías… y las excepciones. Como Havana.

El almuerzo terminó, pero no la tensión.

Ambos se levantaron al mismo tiempo. Se abrazaron con fuerza. No con cortesía, sino con necesidad. Con el cuerpo entero.

—¿Podemos vernos de nuevo? —preguntó ella, al borde del susurro.

Ryan asintió.

Y fue entonces cuando ella lo besó. No fue un beso casto. Fue uno de esos que cierran capítulos… o los abren. Profundo, caliente, cargado de historia.

Cuando se separaron, Rouse se giró sin decir nada más y caminó hacia la puerta con ese andar suyo que siempre lo había desquiciado: seguro, elegante, con las caderas firmes, con los tacones sonando como una sentencia de deseo no resuelto.

Ryan no se movió. Solo la miró alejarse. Amándola. Odiándola. Deseándola.

Y sabiendo que ese almuerzo no era un final. Era un comienzo. Aunque aún no supieran de qué.

Ryan la llamó a Havana al salir del restaurante. Su voz aún cargaba el eco del pasado, pero necesitaba volver al presente. Necesitaba verla.

—¿Cómo te fue con el examen? —preguntó mientras se metía al auto y aflojaba el nudo de la corbata con un suspiro.

—Bien, creo… aunque sentí que la parte final me dejó seca. Pero sobreviví —respondió con una risa suave y vital.

—¿Puedo verte antes de que entres a trabajar?

—¿Vendrás por mí?

—Estoy en camino.

Universidad Central 3:00 PM

La esperó junto a la entrada de la universidad. Havana apareció caminando con su mochila colgando de un solo hombro, una sudadera corta que dejaba ver el abdomen firme y unos leggins oscuros que se fundían con sus piernas como una segunda piel. No llevaba maquillaje, apenas brillo en los labios, pero bastaba con su mirada para descolocar a cualquiera. Su rostro tenía una mezcla de inocencia y picardía, y su cuerpo era una trampa para el autocontrol.

—¿Qué hacemos? —le dijo al subir al auto, dejándole un beso en la mejilla que duró un poco más de lo necesario.

—Lo que quieras. Solo quería verte.

Pasaron la tarde como dos adolescentes libres de pasado. Fueron a una feria callejera, se tomaron fotos en una cabina vieja que aún imprimía tiras en blanco y negro. Ella le ganó en un juego de encestar pelotas de goma y le hizo ponerse unas orejas de gato como castigo. Ryan se dejó. Se sentía ligero con ella. Joven. Sin la carga.

Cenaron en un sitio pequeño, con música en vivo y olor a fritura y cerveza. Ella hablaba de su madre, de cómo de niña quería ser bailarina, de lo mucho que odiaba las matemáticas pero amaba la historia. Y él… él la miraba hablar y se perdía en su boca, en sus gestos, en su forma de enredarse el cabello en los dedos.

Y pensaba: ¿Es esto cariño? ¿Estoy sintiendo otra vez? ¿O es mi soledad disfrazada de deseo?

—Tengo que irme —dijo ella al terminar la hamburguesa, lamiéndose los dedos con descuido provocador—. Me toca turno esta noche.

—Te llevo.

El trayecto fue breve hasta que dejó de serlo. Apenas subieron al carro, Havana se quitó la sudadera y quedó en un top deportivo ajustado que apenas contenía la curva de sus pechos. Se desató el cabello y sacó un pequeño bolso con su ropa de trabajo.

—No mires —dijo, sabiendo que eso lograría exactamente lo contrario.

Ryan sonrió y fingió concentración en el tráfico.

Ella se bajó los leggins lentamente y se colocó una diminuta tanga de encaje negro. Luego, sin pudor, se inclinó hacia él para mostrarle el corpiño brillante que usaría esa noche, dejando que su aliento le rozara el cuello mientras se abrochaba.

—Estás loco si crees que vas a llegar a tiempo con eso puesto al lado —le dijo él, ajustando la mandíbula.

Ella le pasó la mano por la entrepierna. Lenta, juguetona.

—Entonces, detente. —Y sin esperar respuesta, bajó su cabeza.

Fue un juego de peligro y placer. La camioneta estacionada en un callejón oscuro, con los cristales empañados. Ella está sobre él, con las piernas abiertas y la respiración acelerada. Él sujetándola de la cintura, embistiéndola con furia contenida.

—Havana…

—Shhh… cállate y fóllame —le dijo al oído, con los dientes apretados y la mirada encendida.

El sonido de su piel chocando, el jadeo contenido, el placer desbordado en ese habitáculo reducido. Ella gemía su nombre como si fuera una canción clandestina. Él la besaba como quien se despide de una guerra.

Cuando terminaron, ambos respiraban agitados. El sudor en la frente. El vidrio empañado. Los cuerpos temblorosos.

Ella se acomodó con calma, se retocó los labios y volvió a mirarlo.

—Me gustas mucho —le dijo, tomándole la cara con ambas manos.

Ryan tragó saliva. No supo qué responder.

Ella se bajó, cerró la puerta y caminó hacia el bar como si nada hubiera pasado, meneando las caderas con la seguridad de una mujer que sabe exactamente el efecto que causa.

Y Ryan… Ryan la observó alejarse con una mezcla de ternura, deseo y un presentimiento: Esto va a doler, cabrón. Y vas a querer que duela.

Casa de Ryan 11:00 pm

La ciudad dormía a medias. A través de la ventana del apartamento, las luces lejanas parpadeaban como si fuesen pensamientos que no lograban apagarse. Ryan estaba en el sillón, con un trago de whisky en la mano y la camisa desabotonada. No había encendido la televisión, ni música… solo el silencio, espeso, acompañándolo como un viejo amigo incómodo.

Aún podía sentir el perfume de Rouse impregnado en la tela de su traje. Aquel abrazo, ese beso inesperado… no se lo había quitado del pecho. Ella siempre dejaba marcas invisibles, como tatuajes de fuego bajo la piel. Y ahora, después de tantos años, regresaba con esa mezcla explosiva de arrepentimiento y deseo. Con esos nuevos pechos que él no podía dejar de mirar, con ese cuerpo de científica sexy y madre resignada. Le había dicho que lo amaba incluso después de verlo follarse a Malena en la playa. ¿Cómo demonios se lidiaba con algo así?

Ryan cerró los ojos. No sabía si era amor, culpa, locura o una mezcla de todo eso. Lo que sí sabía, era que Rouse seguía siendo un fantasma con nombre propio… y que se había vuelto más real que nunca.

Pero luego pensó en Havana. La imagen de ella en el asiento del copiloto, riendo mientras se quitaba la ropa con descaro, lo golpeó como una ráfaga caliente. Esa forma en la que lo miraba mientras lo masturbaba con una mezcla de ternura y lujuria. Esa forma en la que lo montó encima del volante, sin pedir permiso, sin reservas. Tan viva, tan libre, tan peligrosa. Y luego ese beso… y ese “me gustas mucho” dijo con los ojos brillantes, como una adolescente enamorada.

Havana no tenía pasado con él. Era un presente puro. Deseo, juventud, frescura. Pero también era un abismo. ¿La quería de verdad? ¿O era su soledad disfrazada de cariño? ¿Acaso estaba usando su cuerpo para olvidar otro cuerpo?

Miró el vino, luego al techo.

—Dos mujeres, dos mundos —susurró—. Una me conoce por dentro, y la otra me enciende por fuera. ¿Cuál de las dos es más peligrosa?

Activo su cigarro electrónico, algo que no hacía desde hacía meses. Dio una calada lenta, como si quisiera poner pausa a todo. La luz led del cigarro iluminó sus ojos por un segundo.

Pensó en la manera en que Rouse caminaba alejándose después del beso. Pensó en los gemidos de Havana cuando se corría encima de él dentro del carro. Pensó en sí mismo, en ese hombre dividido entre lo que fue y lo que podría ser.

Y entendió que no tenía respuestas. Solo tenía noches largas como esta, donde el deseo y la nostalgia se daban la mano para joderle la paz.

Luego de tanto pensarlo, tomó el teléfono para enviarle un mensaje a Havana:

—¿A qué hora sales? Me gustaría pasarte a buscar.

Cinco minutos después llegó su respuesta:

—Justo estaba pensando en mi admirador preferido. Salgo en 30 minutos.

—Vale, espérame, por favor.

—Por ti, lo que sea necesario esperar —cerró ella con dulzura.

Ryan llegó justo cuando Havana venía saliendo. Se le notaba agotada por el largo día, pero aun así, subió a la camioneta y le dio un beso directo en los labios, no en la mejilla como solía hacerlo. Se recostó en el asiento, se quitó los zapatos, estiró las piernas y posó sus hermosos pies en el tablero, mientras tomaba la mano de Ryan. En pocos minutos, se quedó dormida.

Al llegar al apartamento, ella murmuró que se daría una ducha. Ryan le llevó toallas limpias y le dijo con una sonrisa:

—Tómate tu tiempo.

Mientras ella se duchaba, él se sirvió otro trago de whisky y se quedó mirando la ciudad desde su balcón. Entonces, sonó su teléfono: era un mensaje de Rouse.

—Mañana tengo unas horas libres después del mediodía. Me encantaría verte otra vez.

Él respondió sin dudar:

—Cuenta conmigo. Si quieres, te busco donde me digas.

Unos minutos después, Havana salió del baño, envuelta apenas en una toalla blanca que apenas le cubría los pechos y unos pocos centímetros después de la entrepierna. Una estela de vapor quedó flotando detrás de ella. Se sentó al borde de la cama a peinarse. Aunque se notaba aún algo cansada, la ducha la había relajado.

Ryan la observaba desde el marco de la puerta, apoyado con el hombro contra el marco, sin que ella se percatara de su presencia. Pensaba: Esa es una imagen que no me importaría ver todos los días.

Cuando Havana lo vio, le sonrió:

—Ya casi termino, cariño.

—Tómate tu tiempo, por favor —respondió él.

Al terminar, ella se levantó y caminó hacia él. A mitad de camino dejó caer la toalla, dejando al descubierto su cuerpo perfecto. Sin decir una palabra, comenzó a besarlo mientras le quitaba la ropa con calma y deseo. Lo fue llevando hacia la cama, pero antes de acostarse Ryan la detuvo:

—Espera un momento… Acuéstate tú primero.

Abrió una gaveta y sacó una crema. Se la untó en las manos y comenzó a darle un masaje en los pies, usando una técnica que le había enseñado Isadora. Un masaje sensual que mezcla relajación con un tipo de excitación lenta, envolvente.

A los pocos minutos, Havana comenzó a respirar más profundo, a dejarse llevar por las caricias. Ryan fue subiendo lentamente por sus piernas, sin dejar un solo centímetro sin recorrer. Luego siguió por su entrepierna, su abdomen, sus pechos, sus hombros… hasta que su cuerpo tembló y dejó escapar un gemido que no dejaba dudas: se había corrido solo con el masaje.

Él la besó con ternura, se acostó a su lado, la arropó y la abrazó. Así se quedaron dormidos.

Al amanecer, Ryan despertó y no sintió el cuerpo de Havana junto al suyo. Pensó que se habría marchado a la universidad, pero escuchó ruidos en la cocina. Al levantarse, la vio bailando descalza, vestida solamente con la camisa que él había llevado la noche anterior.

—¿Te desperté? —preguntó ella al verlo.

Ryan respondió con una sonrisa pícara:

—No te preocupes… He notado que para mantener ese sexy cuerpo tuyo hacen falta muchas calorías.

Ella le guiñó un ojo y contestó:

—Claro… ¡Quemo muchas calorías a diario! Y creo que esta mañana me toca hacer cardio contigo.

Se abrió la camisa y la dejó caer al piso, quedando completamente desnuda. Caminó hacia él y lo besó con hambre. Hicieron el amor de forma desenfrenada sobre la encimera de la cocina. Luego desayunaron entre risas y caricias.

—Hoy no tengo clases —dijo ella mientras recogía su cabello.

—Perfecto —respondió Ryan—. Yo solo tengo que ir a la oficina a las tres.

(En realidad, tenía otra cita con Rouse. Las chicas del equipo habían trabajado hasta tarde en el caso y él se había dado esa mañana libre.)

Pasaron la mañana entre películas, besos, juegos en la ducha y sexo en cada rincón de la casa.

Club Swinger “Velvet Room” 11:30 PM

Para continuar con la investigación las chicas lo visitaron nuevamente ya con una idea más clara de que buscar. La música vibraba como un pulso sordo en las paredes. Gabriela llevaba un vestido corto de látex negro que abrazaba su figura como una segunda piel. El escote profundo dejaba ver la curva de su pecho izquierdo. Tacones de aguja y labios rojo carmín: estaba lista para lo que fuera.

Una pareja se acercó a ella. El hombre era alto, de mandíbula marcada y sonrisa segura. La mujer, de cabello rizado y ojos color ámbar, llevaba una gargantilla de cuero y una mirada tan afilada como sus uñas negras.

—¿Sola esta noche, hermosa? —preguntó la mujer, rozándole la espalda baja con la yema de los dedos—. Nos encantaría invitarte a nuestro privado.

Gabriela sonrió. Era parte del plan, pero también algo más. El deseo genuino vibraba en su piel.

—Con gusto —dijo, dejando que su voz saliera más grave, más sensual—. Pero quiero jugar fuerte.

—Perfecto —respondió el hombre con una media sonrisa—. A nosotros también nos gusta fuerte.

El privado era una sala con luces tenues, una cama de cuero en el centro, anillas en las paredes, y una caja abierta con juguetes: látigos, plugs, correas, esposas, arneses y consoladores dobles.

La mujer la besó primero, con hambre. La lengua explorando su boca mientras el hombre le desabrochaba el vestido desde atrás. Gabriela gemía suavemente, dejándose llevar. Pronto estaba desnuda, solo con los tacones puestos, arrodillada entre ambos.

—Quiero que uses esto —dijo la mujer, sacando un dildo doble y un arnés—. Lo vas a llevar tú. Y nos vas a follar a los dos.

Gabriela jadeó. Se colocó el arnés como si ya lo hubiese hecho mil veces. Los movimientos eran firmes, seguros. Primero la mujer se acostó boca arriba, abriendo las piernas con ansia.

Gabriela la penetró con fuerza, marcando el ritmo con las caderas. Los gemidos se mezclaban con el sonido húmedo de la fricción. El hombre se colocó detrás de Gabriela, empujándola hacia adelante, sujetándola por la cintura.

Un plug ya lubricado entró en ella sin resistencia. Luego, su miembro. Doble penetración. Gabriela gritó sin vergüenza. El dolor y el placer se mezclaban. La mujer en la cama le pellizcaba los pezones mientras se empalaba una y otra vez con el dildo que ella misma llevaba.

Una pequeña cámara oculta en la esquina grababa cada ángulo. Nadie en esa habitación lo sabía.

El clímax llegó como una tormenta. Primero la mujer, convulsionando debajo de Gabriela. Luego ella, empalada por ambos extremos, temblando y aferrándose al marco de la cama. El hombre acabó sobre su espalda, rugiendo como una bestia.

Gabriela se quedó tumbada, jadeando. No se dio cuenta del pequeño clic mecánico de la cámara deteniéndose.

Mazmorra del Club 11:30 PM

Inmediatamente que Rebeca y Ruth entraron al club La invitación llegó en forma de una mirada. El dueño del club —alto, moreno, con una presencia dominante y una sonrisa cargada de promesas peligrosas, el mismo que ya las había poseído a las 2 en su anterior visita, ellas lo reconocieron de inmediato— las había observado desde la barra. No dijo sus nombres. Solo las invitó con una palabra susurrada:

—Mazmorra.

Ruth y Rebeca intercambiaron una mirada fugaz. Sabían que ese era uno de los espacios más ocultos del lugar, reservado para clientes muy especiales. Y para ellas, dos agentes encubiertas, también era una oportunidad perfecta para avanzar en la investigación… aunque algo en su interior les decía que lo que iban a experimentar superaría cualquier preparación táctica.

Bajaron por una escalera de hierro forjado. Las luces se tornaban rojas, cálidas, como una herida abierta. El ambiente olía a cuero, sudor y deseo acumulado. Sonidos de cadenas, susurros, y gemidos apagados reverberaban en las paredes acolchadas.

Al cruzar la pesada puerta acolchada, se encontraron con un espacio amplio, decorado con muebles de tortura que parecían sacados de una película medieval, pero con un diseño moderno. Había cruces, columpios, potros, bancos de azotes, todo dispuesto con pulcritud y morbo.

—Quiero ver hasta dónde pueden llegar —dijo el Hombre con voz grave. Vestía de negro, con guantes de cuero y una mirada capaz de doblar voluntades.

—¿Confiarás en mí? —le murmuró Rebeca a Ruth.

—No lo sé —respondió ella, con la voz apenas un soplo—. Pero quiero saber qué se siente.

Sin más palabras, él las condujo al centro del cuarto. Ruth fue la primera en ser esposada con las muñecas alzadas sobre su cabeza, sujetas a una estructura metálica. Una venda de terciopelo cubrió sus ojos. Rebeca fue atada a un potro acolchado, con las piernas abiertas y aseguradas con correas suaves pero firmes. Ambas estaban completamente desnudas. Vulnerables, pero expectantes.

—Recuerden —dijo el hombre mientras acariciaba con una fusta de cuero el costado de Rebeca—, todo lo que ocurra aquí será porque ustedes lo desean.

Y lo deseaban. Más de lo que podían confesar.

La escena comenzó con caricias. Dedos expertos recorrieron la espalda de Ruth, bajando por su columna hasta el pliegue de sus nalgas. La fusta rozaba su piel como una amenaza, hasta que cayó el primer azote, firme, pero medido. Ruth soltó un gemido ahogado.

—¿Te gusta? —susurró él en su oído, mientras le apretaba un pezón con pinzas de presión media.

—Sí… —jadeó ella—. Más.

A Rebeca, mientras tanto, le colocaron un vibrador doble: uno anal y otro vaginal, sincronizados con control remoto. El efecto fue inmediato. Su cuerpo se arqueó con cada vibración alterna. El hombre le introdujo una bola metálica en la boca, que la obligaba a respirar solo por la nariz, aumentando su vulnerabilidad.

El ambiente estaba cargado. Otro hombre, corpulento y vestido con una máscara de cuero, se unió a la escena. Rebeca, sin resistirse, fue penetrada por detrás mientras el dueño se encargaba de Ruth, lamiendo entre sus piernas mientras azotaba suavemente el interior de sus muslos con una pequeña paleta de cuero.

Los juguetes se turnaban. Plumas, pinzas, vibradores, dildos con ventosa, lubricantes de diferentes temperaturas… Todo se mezclaba con una coreografía erótica donde ambas se convertían en protagonistas y ofrendas. Rebeca fue montada sobre una silla de cuernos dobles, donde cada movimiento suyo la hacía estremecerse; Ruth fue girada sobre una cruz donde el dueño la tomó desde atrás con fuerza, sus pechos rebotando con cada embestida mientras otro vibrador estimulaba su clítoris.

—¿Están listas para más? —preguntó él con una sonrisa.

Rebeca apenas podía hablar, pero asintió, con los ojos húmedos de placer y rendición.

Ruth, con la voz quebrada, suplicó:

—No pares. Por favor… no pares.

Los cuerpos sudaban. Las marcas en la piel eran como tatuajes temporales de una entrega absoluta. Ambas sabían que estaban siendo observadas por cámaras ocultas, pero en ese momento, no importaba. Lo que debía ser una operación encubierta, se había transformado en una rendición total a la carne, al placer, al deseo que llevaban reprimido demasiado tiempo.

Cuando todo acabó, Ruth y Rebeca yacían exhaustas, abrazadas entre sí en un rincón sobre un sillon de cuero y terciopelo. El dueño del club, satisfecho, las besó a ambas en la frente.

—Ahora que sé hasta dónde están dispuestas a llegar… podemos hablar de negocios.

Salon principal 1:00 AM

Malena quedo apartada de sus compañeras pero no sola en el salon, se aserco a ella un hombre vestido de negro que le indico — ha sido invitada a la habitacion de las sombras por uno de los socios en el nivel inferior del club

Malena fue conducida por este hombre vestido con un traje negro, sin palabras, solo con un gesto de la mano. El pasillo descendía en espiral, como una herida abierta en la tierra. Las paredes estaban cubiertas de terciopelo oscuro y espejos semivelados. El aire olía a incienso y cuero.

La sala era amplia, circular. En el centro había un sillón rojo de respaldo alto, como un trono. Frente a él, tras un cristal polarizado, estaba la silueta apenas visible de una mujer. Solo se distinguían sus labios pintados, cruzada de piernas, observando con fijeza. En sus manos, un bastón delgado. A su lado, una copa de vino tinto.

El hombre se acercó a Malena por detrás y la desnudó con lentitud casi ritual. Ella no dijo una palabra. Llevaba lencería de encaje negro, un arnés con aros dorados que rodeaba su cintura y resaltaba la forma perfecta de su espalda y sus senos. Los tacones de aguja seguían puestos.

La voz de la mujer en las sombras fue suave y firme, con un dejo de desprecio:

—No hables. Solo haz lo que se te indique. Hoy vas a aprender a obedecer, perra bonita.

El hombre tomó asiento en el sillón. Era joven, de mirada felina y sonrisa cruel. Se abrió la camisa sin prisa, dejando ver un torso esculpido y tatuado. Le hizo una seña a Malena para que se arrodillara entre sus piernas.

Ella obedeció. Su lengua se deslizó sobre el miembro aún flácido, provocándolo con pequeños círculos, besos húmedos, caricias con los labios y las pestañas. Pronto él jadeaba, y su erección era plena. Entonces, la mujer en la sombra chasqueó los dedos.

—No quiero ver una mamada típica. Quiero arte, quiero entrega. Usa los juguetes que tienes a los lados. Quiero verla llorar.

A ambos costados del sillón, disimulados, había dos bandejas con herramientas. Malena se incorporó, tomó una pinza metálica y se la colocó en el pezón derecho. Luego, otra en el izquierdo. Soltó un gemido ahogado. El hombre la miraba como si estuviera viendo un espectáculo divino.

—Sigue. No pares —ordenó la voz.

Malena volvió a bajar. Con una mano le acariciaba los testículos; con la otra, usó una pequeña fusta para golpear suavemente el clítoris mientras lo lamía. Un vibrador fue encendido y sujetado contra su propia entrepierna. Ella temblaba, llorando de placer, y no podía dejar de gemir.

—Quiero verla cabalgar como si se jugara la vida —dijo la mujer.

Malena se montó sobre él de espaldas. Lo guió dentro de sí con un gemido largo, ronco. Las pinzas en sus pezones vibraban con cada movimiento. El hombre la sujetó por la garganta mientras ella rebotaba sobre él con fuerza, mojada, frenética, su melena agitándose como látigos.

—Mírame, muñeca —dijo la mujer en las sombras, encendiendo la luz interior del vidrio, revelando su rostro.

Era hermosa, madura, de facciones perfectas y mirada hipnótica. Se estaba masturbando con un dildo negro entre sus piernas abiertas, sentada como una reina obscena.

—Estás hecha para ser usada. Pero también para mandar, si sabes obedecer.

Malena gritó al llegar al orgasmo. El hombre la tomó de los cabellos y eyaculó dentro de ella. La mujer del otro lado también se vino, gimiendo suavemente, con la mirada fija en Malena.

Silencio. Respiraciones agitadas. Un susurro final atravesó el cristal.

—Te estaré observando, Malena. Me gustas.

Amanece sobre el club

El cielo empezaba a teñirse de un azul grisáceo, frío y casi metálico. El letrero del Club “Velvet Room” titilaba con menos fuerza, como si también él estuviera exhausto tras una noche que parecía haber durado más que el tiempo mismo. La música aún retumbaba lejana en el interior, como un eco de sudor, gemidos y secretos compartidos entre sombras. Pero afuera… el aire era otro. Más liviano. Más punzante. Más real.

Las cuatro salieron sin apuro. Una a una, como si el umbral del club fuese la frontera entre lo que habían sido adentro… y lo que no sabían cómo volver a ser afuera.

Ruth fue la primera en encender un cigarrillo, con las manos aún temblorosas, ocultas en los bolsillos de su abrigo. Rebeca se lo colocó sobre los hombros como si buscara tapar algo más que su piel: vergüenza, deseo, nostalgia… o todo a la vez. Malena estiró el cuello hacia atrás, cerrando los ojos, como si intentara despegarse de lo que todavía le latía entre las piernas. Gabriela caminaba adelante. El rímel intacto, los labios rojos aún perfectos… pero los ojos distintos. Más densos. Más oscuros. Más despiertos.

Ninguna habló durante los primeros segundos. Solo el taconeo húmedo sobre el concreto mojado, el eco lejano de autos, y el rumor de la ciudad que empezaba a sacudirse el sueño.

—No pensé que me afectaría tanto —dijo finalmente Rebeca, con voz ronca—. Lo disfruté muchísimo… pero fue extraño. Sentí como si… estuviera buscando a alguien en el cuerpo de otro.

Malena la miró de reojo. Asintió con un gesto imperceptible, como si entendiera demasiado bien. Ruth exhaló una bocanada de humo y le pasó el cigarro sin mirar para ocultar sus celos latentes.

—Eso nos pasa a todas… más de lo que decimos.

Gabriela se detuvo en seco. Se giró hacia ellas con una tensión en los hombros que no tenía cuando entraron al club. Su mirada era dura, sin rodeos.

—¿Alguna más fue grabada?

Silencio.

—Nosotras —dijo Ruth, sin pestañear.

—Y yo —añadió Gabriela, cruzándose de brazos—. Sabían quién era. Querían eso.

—A mí no sé si también me grabaron pero había una mujer viendo todo y dando órdenes —admitió Malena, sin vergüenza—. Pero creo que ella tiene algo que ver

Hubo un momento de pausa, como si cada una hiciera un inventario silencioso de lo que entregó y lo que tomó. De lo que dejó atrás… y de lo que se trajo pegado a la piel.

—¿Y tú? —preguntó Ruth, mirando a Rebeca, con voz baja pero punzante.

Ella bajó la mirada. Tardó en responder.

—No lo sé. Solo sé que me dejé llevar demasiado y me perdí

Gabriela apretó la mandíbula. Sabía que Rebeca perdió el control otra vez. Todas lo sabían. No dijeron nada.

—¿Se dan cuenta? —dijo Malena, cruzando los brazos bajo su chaqueta que dejaba entrever el sostén de encaje—. Entramos buscando pistas del caso… y salimos con pistas sobre nosotras mismas y satisfechas, somos unas pervertidas

—Y con el cuerpo temblando aún —añadió Ruth, con una sonrisa ladeada, sarcástica, cargada de deseo residual.

Rieron. Breve. Sincero. Como un estallido que no cura… pero alivia.

Subieron al auto sin decir mucho más. En el aire flotaban perfumes ajenos, lenguas que no eran las suyas, caricias entrelazadas, fluidos mezclados con el miedo y el poder. Algunas se sentían usadas. Otras… más vivas. Pero todas sabían que esa noche no se la quitarían ni con una ducha ni con arrepentimiento.

Gabriela se sentó adelante. Miró por el retrovisor con una mezcla de desafío y cansancio.

—¿Estamos listas para lo que viene?

Malena soltó un suspiro largo, casi resignado, y respondió:

—Después de esta noche… no sé si estarlo es una opción.

Ruth encendió otro cigarro. Miró el cielo, donde el sol apenas comenzaba a empujar la sombra de los edificios.

—Pero al menos ya sabemos que el juego es real… y que no hay vuelta atrás.

Y con eso, el coche arrancó. Se perdieron en las calles grises de una ciudad que apenas despertaba… mientras ellas, por dentro, aún no sabían si alguna vez volverían a dormirse.

Capitulo 6 parte 3

Cuando el placer duerme, el peligro despierta

Casa de Ryan 11:50 am

El apartamento olía a café, comida chatarra,sexo y piel húmeda.

Havana se había quemado dormía con el cuerpo desnudo envuelto en una sábana blanca que dejaba al descubierto parte de su espalda morena. La luz de mediodía atravesaba las cortinas finas y acariciaba su piel como un amante silencioso. Ryan estaba sentado a los pies de la cama, aún desnudo, observándola con una mezcla de ternura y desconcierto.

La noche había sido ligera y la mañana llena de risas. Se bañaron juntos después de hacer el amor en la sala, luego en la cocina, luego otra vez en la ducha. Todo había sido espontáneo, alegre, sin máscaras. Havana tenía esa forma de mirar que lo desarmaba: limpia, intensa, sin rastro de culpa. Y sin embargo, ahí estaba él, sentado, sintiendo una punzada extraña en el pecho.

Se pasó la mano por el rostro.

Pensó en Rebeca. En Gabriela. En Ruth. En Malena. Pero sobre todo en Rouse (tenían una cita mas tarde)

Las imágenes cruzaron su mente como flashes eléctricos: miradas cómplices, labios entreabiertos, confesiones no dichas.

Sentía un extraño calor en la boca del estómago. Celos.

Pero… ¿celos de qué?

Havana se movió en sueños, murmurando algo.

Ryan la observó, y por un instante deseó que todo fuese tan simple como esa mañana tibia y silenciosa. Pero sabía que no lo era.

Apartamento de Gabriela 6:00 am

Al otro lado de la ciudad, una carcajada estalló en el interior del apartamento de Gabriela.

Las cuatro mujeres habían llegado cuando el cielo aún estaba gris. Se quitaron los tacones apenas cruzaron la puerta y se dejaron caer sobre el sofá como si acabaran de cruzar un mar salvaje. Las copas de vino vacías aún estaban sobre la mesa del día anterior.

—¿Puedes creer lo que hicieron, Ruth y Rebeca? —dijo Malena, riendo mientras les arrojaba un cojín—. Las vi…entrando a esa mazmorra con el George Clooney de los bajos fondos……

Rebeca sonrió, con el cabello aún revuelto y los labios marcados.

—No estaba tan mal… para su edad.

—El problema no es él —intervino Gabriela, que se había quitado la blusa—. Es que alguien nos está observando. No fue una noche cualquiera.

Ruth frunció el ceño. Se notaba cansada, pero algo en sus ojos ardía. Había disfrutado la sesión pero sabía que Rebeca se había dejado seducir y dominar por el dueño del local.

Rebeca la miró un instante, sabiendo que habían cruzado una línea. Varias veces pero ella era una experta y veía a Rebeca más como su aprendiz, sumisa y compañera la veia como su mujer.

Sin decir palabra, Ruth se levantó y fue al baño. Rebeca la siguió, como una llama siguiéndole el rastro a la pólvora.

La ducha ya corría cuando Rebeca cerró la puerta.

El vapor lo envolvía todo en una neblina que olía a jabón caro, vino tinto y sexo recién cortado.

Ruth la empujó contra los azulejos sin preámbulos.

—¿Te gustó jugar conmigo? —le susurró al oído, con la voz rasgada, mientras le subía la pierna y la inmoviliza.

El agua resbalaba por sus cuerpos, pero no alcanzaba a apagar lo que ardía entre ellas.

Rebeca gimió, con una sonrisa ladina. —¿Celosa?

—No —gritó Ruth—. Posesiva.

Y entonces la tomó.

Primero con las manos. Luego con la boca. Pero lo más salvaje fue cómo usó el arnés que colgaba del toallero como si lo hubiese dejado preparado con premeditación.

—Póntelo —ordenó Rebeca, jadeando.

Ruth obedeció sin decir nada, con las pupilas dilatadas por la furia y la excitación.

La penetró con fuerza, agarrándola del cuello, golpeando sus caderas con cada embestida.

—¿Eres mía, Rebeca?

—Sí…

—¿De quién?

—¡Tuya! ¡Ruth… por favor…!

Las palabras eran gemidos, los gemidos eran gritos, y los gritos acabaron en un orgasmo que hizo retumbar la mampara de vidrio. Rebeca tembló, convulsionó, se aferró a los hombros de Ruth como si fueran lo único real en un mundo en fuga

Cuando salieron del baño, envueltas apenas en toallas húmedas, la escena en la habitación era otra:

Gabriela estaba sobre Malena, completamente desnuda, lamiéndole el cuello como una loba paciente.

—¿Wao… Qué es esto? —murmuró Malena entre risas, con los ojos entrecerrados, rendida y dispuesta.

—¿Ya olvidaste lo que se siente ser devorada por otra mujer? —le susurró Gabriela, lamiéndole el lóbulo.

Malena negó con la cabeza, jadeando mientras Gabriela sacaba un pequeño vibrador de su mesa de noche y lo colocaba justo entre sus muslos.

—No lo olvidé… —susurró—. Pero me encanta que me lo recuerdes.

Gabriela se deslizó entre sus piernas como una sombra, alternando su lengua con el juguete. Se lo pasó por los labios, luego lo hundió apenas, provocándola con una lentitud endiablada.

Los gemidos de Malena eran suaves al principio, pero se transformaron en gritos roncos cuando Gabriela le colocó un plug anal que la hizo estremecerse completa.

—¡Gabriela… hija de puta! —jadeó, arqueándose, con las piernas abiertas y los dedos aferrados a las sábanas.

—Dilo. Dime quién te hace acabar así.

—¡Tú! ¡Solo tú!

Gabriela la devoró como una ofrenda. Y cuando Malena acabó, con el cuerpo convulsionando y los muslos empapados, Gabriela no paró. Le arrancó otro orgasmo. Y otro.

Ruth y Rebeca se quedaron mirando. Ruth tiró las toallas al piso, caminó desnuda hasta la cama y se tumbó detrás de Malena, abrazándola. Rebeca hizo lo mismo con Gabriela.

Cuatro cuerpos desnudos. Cuatro historias entrelazadas por secretos, castigos y adicción.

Malena dormía con la respiración agitada, todavía con el plug dentro. Gabriela le acariciaba el cabello. Ruth le mordía suavemente la oreja a Rebeca.

La habitación olía a deseo, humedad y complicidad.

Y por primera vez, después de mucho tiempo, durmieron… profundamente.

Hasta que el sol atraviesa las persianas, y con él, los fantasmas de lo que había pasado esa noche… y lo que estaba por venir.

Cuarto de cámaras: 6:00 am

En el piso superior del club, un hombre mayor, trajeado y con barba perfectamente delineada, servía una copa de coñac frente a un enorme monitor dividido en múltiples pantallas.

El dueño del lugar. El arquitecto del deseo.

Observaba las grabaciones con una sonrisa satisfecha.

Cámara 8: Ruth atada con cintas negras, gimiendo bajo las órdenes de un hombre enmascarado.

Cámara 14: Rebeca con el hombre maduro, con los tacones aún puestos, gritando de placer.

Cámara 3: Gabriela siendo levantada entre dos cuerpos fuertes, con los ojos cerrados y los labios mordidos.

Cámara 19: Malena cabalgando como una diosa impaciente mientras un hombre le susurraba algo al oído.

Cámara 21… él mismo, recibiendo a Rebeca en su despacho. La imagen era nítida: sus manos en su cintura, su boca en su cuello, su cuerpo abierto y entregado.

Apagó el monitor.

Sonrió.

El juego apenas comenzaba.

Mientras ellas dormían, pensaban que todo había terminado.

Pero él sabía que el verdadero placer comienza cuando se pierde el control.

Camioneta de Ryan 2:30 pm

Ryan había dejado a Havana en su casa. Apenas arrancó la camioneta, su teléfono vibró con un mensaje de texto:

Rouse: “Te espero en esta ubicación.”

Le había compartido las coordenadas por GPS. Ryan reconoció la dirección de inmediato… y supo que aquello no era casual.

Rouse había elegido con precisión quirúrgica el lugar y el momento: la casa de sus padres, ahora vacía, donde todo había comenzado años atrás. Ryan lo sintió apenas vio la puerta del edificio. El olor a madera barnizada, el eco en las escaleras, la pintura un poco descascarada… todo le disparó los recuerdos como balas suaves directo al pecho.

Ella lo esperaba allí, con esa sonrisa entre culpable y provocadora, la misma que llevaba puesta cuando lo había tocado por primera vez.

—¿Te acuerdas de esto? —preguntó Rouse, apoyando la mano sobre el pasamanos, exactamente donde lo había hecho aquella tarde lejana.

Llevaba un vestido de tirantes fino, suelto, sin sostén. Ni siquiera necesitaba mostrar más piel: su mirada y su historia hacían todo el trabajo.

Ryan se acercó, atrapado entre la ternura del pasado y el deseo del presente. Rozó con los dedos la madera, justo debajo de su mano.

—Aquí… me hiciste venir por primera vez —susurró él, con una sonrisa cargada de deseo.

—Y tú me hiciste tuya unas horas después —respondió ella, sin bajar la mirada.

Entonces lo tomó de la mano, igual que aquella vez, y subieron juntos al último piso. Apenas llegaron al descansillo, ella comenzó a besarlo, lenta, profunda, mordiéndole el labio mientras metía la mano dentro de su pantalón. Le bajó el cierre y comenzó a masturbarlo con la misma picardía con que lo había hecho en su adolescencia.

Ryan gimió bajo, contra su cuello. Le abrió el vestido con torpeza, ansioso, dejando al descubierto sus pechos. Ya no eran los mismos, pero el cirujano había hecho un trabajo perfecto: firmes, naturales, excitantes.

Él los tomó con ambas manos, se aferró a ellos como un hombre sediento, los besó, los lamió, los chupó con desesperación, mientras ella seguía trabajando su erección con mano firme.

Rouse sintió el cambio en su respiración. Bajó la mirada justo a tiempo para verlo acabar, derramándose en su mano y en parte del antebrazo. Sonrió satisfecha. Se bajó las pantaletas, se limpió con ellas lentamente, y luego las lanzó a un rincón.

Se sentaron en las escaleras, jadeando, sonriendo, tocándose aún como si fueran culpables de algo sagrado.

Cuando recuperaron el aliento, ella le tomó la mano de nuevo.

—Acompáñame.

Entraron a la casa. Todo seguía igual: el mismo sofá, las mismas cortinas pesadas, la misma energía suspendida en el aire como polvo antiguo.

Ella se sentó en el sofá con elegancia cruda. Se inclinó hacia adelante, dejando que sus pechos colgaran ligeramente, mientras abría las piernas con una lentitud medida, como si ofreciera un ritual.

Ryan se arrodilló frente a ella, besando desde la parte interna de sus muslos hasta llegar a su sexo húmedo, cálido, palpitante.

—Me encanta cómo hueles cuando estás así —le murmuró antes de hundir su lengua sin pausa, sin vergüenza.

Lento al principio. Luego más profundo. Más rítmico. Ella se agarró al borde del sofá, los dedos tensos, la respiración entrecortada.

Rouse se estremeció. El orgasmo la partió como un rayo, breve y brutal. Gritó, arqueó la espalda, se dejó caer hacia atrás, rendida como un cuerpo abierto al recuerdo.

—No hemos terminado —dijo, jadeando.

Lo llevó hasta el sofá. Se sentó sobre él, y sin decir palabra se deslizó despacio sobre su erección. Lo miraba directo a los ojos mientras su cuerpo lo tragaba centímetro a centímetro, profundo, tembloroso, salvaje pero dulce.

—Estuve años imaginando esto —susurró entre gemidos—. Tu olor, tu boca, lo duro que me cogías…

Ryan la tomó por la cintura, y comenzó a marcarle el ritmo. Subía y bajaba, cada vez más rápido, cada vez más fuerte.

Los cuerpos chocaban. Los jadeos se convertían en gruñidos.

Él devoraba sus pechos entre embestidas, mientras ella lo montaba con una mezcla perfecta de furia y amor antiguo.

Cuando sintieron que el orgasmo se avecinaba como una tormenta, Rouse se levantó de golpe y lo tomó de la mano.

—Acompáñame otra vez. Falta un lugar más.

Lo llevó al pasillo… hasta el cuarto de sus padres.

—Aquí me lo hiciste por primera vez en una cama —dijo, y dejó caer el vestido por completo. Se arrodilló en la alfombra y comenzó a lamerle el pene, con lengua ágil, húmeda, desesperada.

Ryan la tomó del cabello, jadeando. Ella lo miraba desde abajo, entregada, ojos brillosos, húmedos.

—Acábame en la boca —suplicó con voz rota.

—Aún no —dijo él. La giró con firmeza, la empujó hacia la cama, y la tomó desde atrás, sujetándola con fuerza por las caderas.

La penetró con hambre. La tomó como si tuviera que recuperar todos los años perdidos en una sola embestida. Rouse gemía, y cada vez que él la golpeaba desde atrás, ella lo pedía más.

—Acábame en la boca, por favor… —repitió. Esta vez con la voz trémula y las piernas temblando.

Ryan se retiró, y ella se dio la vuelta y se arrodilló otra vez. Lo terminó con la boca, sin detenerse. Sin respirar. Hasta que él explotó dentro de ella con un gruñido ahogado.

Rouse tragó todo. Luego se limpió con el dedo y sonrió, descarada.

—Divino.

—Ahora sí… podemos empezar de nuevo.

Se abrazaron desnudos en la cama, aún con el olor a sexo, a humedad, a pasado reescrito. Afuera amanecía. Adentro, el tiempo estaba en pausa.

La brisa que entraba por la ventana acariciaba sus cuerpos aún desnudos, tibios, entrelazados como si el tiempo se hubiera detenido para ellos. Rouse tenía la mejilla apoyada en el pecho de Ryan, y su respiración pausada marcaba un ritmo casi hipnótico. Él le acariciaba el cabello con una ternura que no necesitaba palabras.

—No hemos cambiado tanto… —susurró ella, casi como un pensamiento en voz alta.

Ryan la miró, bajó la mano lentamente por su espalda hasta llegar a sus caderas, y sonrió.

—No… solo te mejoraste. —Le besó el hombro, y añadió con tono más bajo, directo—: Tienes un cuerpo espectacular, Rouse. Y eso que estoy acostumbrado mujeres mucho más jóvenes que básicamente son modelos estoy acostumbrado a un estándar muy alto… pero tú estás a su nivel e incluso mejor.

Ella soltó una risa suave, casi sorprendida, trato de mantenerme en forma y lo miró con una mezcla de coquetería y orgullo. Él continuó, bajando la mirada hacia su pecho.

—Y esos nuevos… —sus dedos rozaron suavemente la curva firme de sus senos— te quedaron perfectos. Tienes un nuevo fanático declarado.

Rouse sonrió satisfecha, sin ocultar el orgullo.

—Me alegra que te gusten… —hizo una pausa—. Mi esposo fue el que me pidió que me los operará… y él mismo los pagó.

Se sentó en la cama, buscó el sujetador entre las sábanas mientras remataba con voz fría, casi indiferente:

—Aunque ya ni los usa… ni los disfruta.

Ryan la observó con más atención. Hubo algo en ese tono que le pareció más revelador que cualquier confesión. Y fue entonces cuando lo notó: al vibrar de nuevo el teléfono, el nombre en pantalla ya no era «Esposo», como lo había sido en sus 2 citas anteriores. Solo decía «Él».

Ella no dijo nada al respecto, pero su silencio fue más elocuente que cualquier explicación.

—¿Sí?… ¿Qué pasó?… —su voz cambió al contestar—. ¿Ahora? Pero habíamos quedado que tú… —Un breve silencio, y luego—. Está bien. Yo voy.

Colgó, soltó un suspiro largo y se quedó sentada en el borde de la cama, con los hombros ligeramente caídos.

—Tengo que ir por los niños… él no puede. Algo surgió en su trabajo nuevamente.Ryan se incorporó, aún desnudo, y se apoyó sobre un codo para verla.

—No te preocupes… —le dijo con una media sonrisa—. Igual yo tengo que ir a la oficina, hay un caso que se está complicando.

Rouse se puso de pie, recogiendo su ropa interior del suelo, mientras él la miraba como si cada gesto suyo fuera parte de un ritual silencioso de seducción. Cuando terminó de vestirse, se detuvo un momento frente al espejo, ajustándose el cabello. Ryan, desde la cama, le lanzó una última frase, cargada de deseo y promesa:

—Esta vez no vamos a esperar tantos años para repetirlo, ¿verdad?

Ella lo miró por sobre el hombro, con una sonrisa que era mitad ternura, mitad picardía.

—Eso… depende de ti, inspector.

Y se fue, dejando en el aire el perfume de lo prohibido… y la certeza de que aquello apenas comenzaba.

Oficina de la Unidad de Investigaciones Especiales 11:00 AM

El aire en la sala de reuniones era espeso. No por el calor, sino por la tensión, el deseo reprimido y los secretos que colgaban del techo como humedad atrapada. Ryan estaba de pie, apoyado contra el ventanal, con una taza de café que no tocaba. Su mirada recorría a las mujeres una a una, con esa mezcla tan suya de cinismo, inteligencia aguda y algo más oscuro, más animal.

Gabriela fue la primera en hablar. Como siempre, precisa, metódica. —La estructura del Club no es improvisada. Hay cámaras escondidas en los cuartos de juego, especialmente en los de intercambio y dominación. Están grabando todo. Y no solo para entretenimiento.

Ruth asintió, cruzando las piernas con fuerza. —Sí. Están perfilando psicológicamente a los clientes. Usan el sexo como una prueba de carácter. El tipo con el que estuve me lo dejó claro: sabían quién era yo antes de que entrara.

Malena se estiró, sonriendo con esa arrogancia seductora que la hacía única. —No solo graban. Intercambian información, usan las grabaciones como moneda. Chantajes, favores, protección. Y hay zonas ocultas. Cuartos detrás de espejos, accesos que sólo ciertos miembros conocen.

Ryan levantó una ceja. —¿Y qué hiciste tú para conseguir esa información, Malena?

—Lo que había que hacer —respondió ella, sin vergüenza—. Y lo disfruté, por si te lo preguntas.

Rebeca bajó la mirada, pero habló. Su voz era suave, cargada de algo que Ryan reconoció de inmediato: culpa y deseo mezclados. —Ruth y yo ya hemos estado 2 veces con el dueño del local primero por separado y luego juntas. Me dejé llevar al principio . Nos grabaron. Pero…gracias a eso el dueño del local quiere hablar de negocios

Ryan apretó la mandíbula. Disimuló su reacción con un sorbo de café. —Qué poético, Rebeca. ¿Eso fue parte del plan o parte de tu catarsis personal?

Gabriela lo fulminó con la mirada. Ruth la interrumpió: —No seas imbécil, Ryan. Todas nos arriesgamos. Todas dimos algo. Y todas conseguimos información valiosa.

Él sonrió, esa sonrisa torcida que no decía si estaba agradecido o a punto de explotar. —Perfecto. Entonces supongo que el sexo fue un éxito investigativo. Felicitaciones, agentes.

La reunión terminó. Una a una se levantaron. Ryan pidió: —Rebeca, ¿te quedás un minuto?

Ella dudó, pero se quedó. Él cerró la puerta.

—No voy a juzgarte por lo que hiciste. De hecho… confío en ti. Sé que vas a hacer un buen trabajo. Solo… no te pierdas en el medio. Este caso es como ese club: cuanto más profundo entras, más fácil es olvidar por qué estás ahí.

Ella asintió. La mirada fue larga. Contenida. Silenciosa.

Minutos después, Ryan entró a la oficina de Gabriela.

—¿Querías hablar conmigo?

Gabriela se levantó del escritorio. Cerró la puerta. Se cruzó de brazos. —Estoy preocupada por Rebeca. No está lista. Ya se le fue de las manos una vez. No quiero que vuelva a pasar.

—¿Y dudás de mi criterio? —preguntó Ryan, sin esconder su molestia—. Porque yo la puse ahí. Yo creo en ella.

—Tu juicio está comprometido. No la ves con claridad.

La discusión fue subiendo en tono. Las palabras se volvieron cuchillas. Él la acorraló contra la pared.

—¿Querés hablar de juicios comprometidos, Gabriela? ¿O de cómo miras a Malena cuando creés que nadie ve, sabes que es una mujer casada?

Ella lo abofeteó con Rabia e impotencia (no sabía que malena era casada). Él la besó. Fuerte. Hambriento. La tomó como si fuera un castigo y una necesidad al mismo tiempo. Se desnudaron con rabia, con urgencia. El sexo fue salvage cargado de rabia de dos enemigos que se conocen demasiado. Dominación, fuerza, deseo brutal. Ryan la puso de rodillas frente de el se vino en su cara y en su boca

Cuando terminó, la miró desde arriba. —Yo mando en este equipo. No lo olvides.

—Y aún así, te tuve contra la pared y sobre ti—respondió ella, jadeando.

Justo al salir de la oficina de Gabriela se encontró y se reunió con Malena. parados en el pasillo, lejos del tono bélico anterior, la charla fue más tranquila.

—¿Cómo te sentís trabajando acá? ¿Con ellas, conmigo, con este caso?

Malena sonrió, cruzando los brazos. —Es el caos perfecto. Me gusta. Me siento viva. Y si algo me jode… siempre puedo clavar un taco en el cuello del sospechoso correcto.

Ryan soltó una risa seca. Sabía que podía contar con ella. Pero también sabía que esa mujer podía incendiar la sala de juntas con una mirada si quería.

—Bienvenida oficialmente al infierno, Malena. Ojalá sepas salir cuando llegue el momento… porque muchas veces, nadie vuelve.

Ella levantó su copa imaginaria. —Por eso me quedo. Donde todos huyen, yo me mojo los labios.

Más tarde, Ryan le envió un mensaje de texto a Ruth.

—Necesito que apoyes a Rebeca. Si la ves flaquear, ayudala. Y si se rompe… quiero que estés ahí para sostenerla.

Ruth respondió —Cuentas conmigo.

Minutos después de que Ryan saliera de la oficina de Gabriela, Malena se acercó con paso firme y sin anunciarse abrió la puerta. Estaba preocupada por lo que había escuchado desde afuera —gritos, golpes, gemidos contenidos— y necesitaba asegurarse de que su jefa estuviera bien.

Al entrar, se detuvo en seco.

Gabriela estaba recostada en su escritorio, el cabello revuelto, la blusa abierta mostrando un sostén negro a medio desacomodar, la falda subida hasta los muslos y el olor a sexo impregnando la habitación. Era denso, inconfundible, casi tangible.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó Malena con una mezcla de asombro y picardía.

Gabriela no se inmutó. Se giró lentamente, la mirada todavía encendida, su respiración aún acelerada.

—Ryan y yo… tuvimos una discusión —dijo con voz grave, ronca, dominada por la adrenalina del momento—. Y terminamos teniendo sexo duro… para demostrar quién manda.

Malena ladeó la cabeza, se cruzó de brazos y sonrió.

—¿Y quién ganó?

Gabriela la observó en silencio por un par de segundos. Luego caminó hacia ella con lentitud felina. En un movimiento repentino, la empujó contra la pared, atrapándola con su cuerpo. Sus rostros quedaron a centímetros. Su aliento caliente rozó los labios de Malena cuando susurró:

—Te mostraré quién ganó.

La besó con violencia, hundiéndole la lengua en la boca, sujetándola por la mandíbula. Le arrancó la camiseta, le bajó los jeans con desesperación. No hubo caricias tiernas, sólo hambre, rabia, poder.

Malena apenas alcanzó a decir “espera…” antes de que Gabriela la volteara contra la pared, le bajara la ropa interior hasta las rodillas y la abriera con una mano firme. Con la otra, le metió dos dedos empapados, con movimientos rápidos, intensos, decididos. Su pulgar presionó su clítoris sin pausa, mientras la lengua de Gabriela recorría su cuello como una amenaza dulce.

Pero no se detuvo ahí.

Gabriela sacó una pequeña botella de lubricante de su cajón —que parecía tener siempre lista para estas emergencias—, y mientras Malena se aferraba a la pared jadeando, le penetró también por detrás con dos dedos más, suaves al principio, luego más intensos. Doble invasión. Doble control. Malena se retorció, entre gemidos y temblores, sin poder contenerse.

—Eres mía, ¿entiendes? Aquí mando yo, aunque estés casada eres mía —susurró Gabriela con fiereza, apretándole el cuerpo contra la pared—. Te gusta obedecer, ¿verdad?

Malena asintió sin voz, los ojos húmedos de placer, las piernas a punto de flaquear.

El orgasmo llegó como una descarga eléctrica, sacudiéndose por dentro. Gabriela no paró hasta verla desmoronarse, vencida, rendida. Sólo entonces la abrazó fuerte por detrás, mordiendo suavemente su hombro desnudo.

—Ya sabes quién manda en esta oficina —le dijo al oído, con una voz que era fuego y sentencia.

Malena salió del despacho con las mejillas encendidas y la ropa apenas recompuesta. Caminaba con las piernas todavía temblorosas, el cabello algo desordenado, los labios hinchados. Su respiración aún no volvía del todo a la normalidad. Parecía como si cada paso la recordara lo que acababa de vivir: una entrega total, humillante y exquisita.

Cerró la puerta de Gabriela con suavidad… y allí estaba Rebeca.

De pie, justo frente a ella. Silenciosa. Observadora. Con esos ojos fríos que parecían leer más de lo que debían.

Ambas se quedaron un segundo sin hablar.

–¿Todo bien? —preguntó Rebeca al fin, con una voz calmada, casi inocente, pero con una carga de curiosidad contenida.

Malena tragó saliva, se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y esbozó una sonrisa tranquila, aunque su cuerpo todavía gritaba por dentro.

—Sí… todo muy bien. Solo… un asunto urgente con la jefa, una pequeña diferencia de criterio.

Rebeca alzó una ceja. No dijo nada, pero su mirada bajó lentamente al cuello de Malena, luego a su ropa mal ajustada, y finalmente se detuvo en sus labios húmedos.

Malena lo notó. No quiso entrar en juegos. No en ese momento.

Se acercó un paso más, bajó la voz, y con un tono sorpresivamente suave le dijo:

—Rebeca… quiero que sepas que puedes contar conmigo para lo que necesites. En serio. Lo que sea.

La frase flotó un segundo en el aire, ambigua, cálida, cargada de intenciones veladas.

Rebeca la miró, ahora con un dejo de sorpresa. No esperaba eso. Acostumbrada a las tensiones, a los celos cruzados, no supo cómo responder de inmediato.

—Gracias… —respondió finalmente, con una leve sonrisa que no alcanzó del todo a sus ojos.

Malena le sostuvo la mirada por unos segundos más, y luego se fue por el pasillo. No corriendo, no huyendo. Se fue como quien acaba de atarse a algo invisible… pero profundo.

Esa noche, en su casa, Malena estaba acostada viendo tv recibió un mensaje en clave de un número desconocido.: —-Quiero verte otras vez en el club siguiendo mis órdenes y quizas algo mas “Obedece.”

Gabriela no firmaba nunca sus mensajes. Pero no hacía falta. Malena sonrió, se mordió el labio… y respondió con una selfie de sus piernas abiertas, en medias negras y tacones altos, recostada en la cama que tenia almacenada en el teléfono y que le había enviado más temprano a Gabriela para jugar junto con el mensaje —- Si mujer del espejo. Sabía que, desde ese momento, el juego se ponía interesante.

Era algo más. Algo peligroso. Algo delicioso.

Club Desire 9:00 pm

Ryan llegó al pequeño bar donde Havana trabajaba. El ambiente era cálido, casi íntimo, con luces tenues y música chill que acariciaba los sentidos. Ella lo recibió con un abrazo largo, pegado, y una sonrisa que decía más de lo que sus labios callaban.

—¿Te molesta si viene una amiga? —le preguntó mientras se soltaba el delantal. Llevaba unos jeans ajustados de cintura alta y una blusa que le dejaba un hombro al descubierto. Su sensualidad era natural, pero matizada por una dulzura peligrosa.

—No, claro que no —respondió él con una sonrisa ladeada.

La amiga resultó ser aún más exuberante. Morena, piel canela, labios gruesos, curvas que desafiaban la lógica. Se llamaba Mia. Las dos se reían, se abrazaban, se tomaban selfies como si celebraran algo grande. Y lo hacían.

—Pasamos de semestre. Lo logramos —gritó Havana entre tragos, brindando.

Después de varios cócteles, risas, y bailes en la barra, los tres terminaron en el apartamento de Ryan. Apenas cruzaron la puerta, el ambiente cambió. Aylen fue la primera en tomar la iniciativa: comenzó a besar a Havana con pasión, metiendo las manos debajo de su ropa sin disimulo, mientras Ryan las observaba fascinado.

Havana se desnudó lentamente para él, como sabiendo que esa sería una noche que se grabaría en fuego. Aylen se le unió y sacaron de su bolso un pequeño estuche de cuero rojo. Dentro, varios juguetes sexuales: un dildo doble, un plug vibrador, esposas de seda, un pequeño látigo de cuero suave.

—¿Juegas con nosotras? —susurró Mía mientras colocaba las esposas en las muñecas de Havana, atándola suavemente al cabezal de la cama.

Lo que siguió fue una danza carnal. Ryan penetraba a una mientras la otra usaba el dildo doble. Luego, él se sentaba en la cama y ambas lo montaban por turnos, turnándose mientras se besaban, se acariciaban, se mordían. En un momento, Havana, con el plug vibrador dentro, fue montada desde atrás por Ryan mientras Aylen la besaba y le metía los dedos en la boca.

Hubo risas, sudor, gritos ahogados de placer. Entre ambas, lograron llevar a Ryan a su límite. El clímax fue desbordante, con las dos arrodilladas frente a él, jugando entre ellas con su semen, besándose y compartiéndolo como si fuera néctar.

La mañana siguiente

Ryan se levantó con el cuerpo agotado, cubierto por las piernas suaves de Havana, aún dormida. Caminó desnudo hasta la ducha, dejando que el agua tibia cayera sobre él, mientras intentaba organizar sus pensamientos. Tenía que estar temprano en la oficina para la planificación de la siguiente misión.

Estaba enjabonándose cuando sintió la puerta del baño abrirse. Mia apareció envuelta apenas en una toalla, que dejó caer sin decir palabra. Entró en la ducha, su cuerpo brillando bajo el vapor.

—Anoche fue increíble… pero me quedé con ganas de ti a solas —le murmuró al oído, tomando su mano y llevándola entre sus piernas.

Lo besó con hambre. Se puso de espaldas a él, y con una sonrisa traviesa, guió el dildo vibrador a su sexo, mientras Ryan la penetraba por detrás. Ella se arqueaba con cada embestida, gimiendo con fuerza, mientras él sujetaba sus caderas. Se sentía diferente. Más animal, más sucio, más íntimo. Al final, ella se volteó, se arrodilló bajo el agua, y se lo tragó entero hasta hacerlo gemir entre dientes.

Cuando terminaron, ambos respiraban agitados contra las paredes húmedas.

—Tengo que irme —dijo él con voz ronca, mientras salía del baño y se secaba a medias.

—¿Y Havana?

—Déjala dormir. En la cocina hay comida. Desayunen. Yo… les escribo luego.

Mientras cerraba la puerta tras de sí, en su cabeza solo había una idea:

había sido infiel.

Y lo sabía.

Pero no podía detenerse. No ahora. Había una misión que planear.

Y ese día… no volverían a verse.

El motor ronroneaba suave mientras Ryan cruzaba la ciudad aún adormecida. Las luces del amanecer pintaban vetas naranjas sobre el tablero, pero él apenas las notaba. Su mente seguía atascada en la ducha, donde la amiga de Havana —aún sin recordar su nombre— le había cabalgado con las piernas temblando y la espalda arqueada, mientras sostenía en una mano el dildo doble que ambas habían usado con una precisión casi artística.

La imagen era tan reciente que aún podía sentir la presión del cuerpo ajeno contra su pecho, el sonido del agua golpeando los azulejos y el eco ahogado de sus propios gemidos mezclados con los de ella. Todo había sido rápido, sucio, húmedo… delicioso. Ella se había arrodillado entre sus piernas con el cabello mojado pegado a la cara, masturbándolo mientras se penetraba a sí misma con el extremo más delgado del dildo. Luego se lo ofreció, sin palabras, y él lo deslizó entre sus nalgas mientras ella le mordía el cuello y lo cabalgaba contra la pared, con la espuma corriendo por sus muslos.

Y sin embargo, lo que lo había quebrado no fue el orgasmo —intenso, sí, casi doloroso— sino el recuerdo brutal que le había estallado en la cabeza justo después.

La playa. La arena caliente. Malena.

Ella montándolo con fuerza, Rouse —su novia— observando desde lejos, petrificada entre la traición y el morbo. Fue entonces cuando Ryan supo que el deseo no necesita permiso, que la culpa puede ser incluso un combustible. Que el sexo no es un idioma limpio, sino una lengua sucia donde cada palabra puede ser una herida.

Soltó el volante un segundo para pasarse la mano por el rostro.

—Mierda… —murmuró.

Las calles estaban vacías, pero su pecho no. Allí dentro se cruzaban la lujuria reciente, la ternura dormida de Havana, la mirada sedienta de la amiga… y el espectro siempre presente de las mujeres que marcaron su historia.

Estacionó frente al edificio donde tendría lugar la reunión. Apagó el auto. Respiró hondo. El día apenas comenzaba, pero el pecado ya lo había alcanzado.

Ahora debía enfocarse en lo importante.

La próxima misión en el club.

El riesgo, el juego.

Y sus chicas.

Oficina Unidad de Investigaciones Especiales 8:00 PM

La sala de reuniones de la agencia estaba ya en penumbra cuando llegó. Ruth tenía un mapa desplegado sobre la mesa. Rebeca hojeaba un dossier con fotos del club y sus alrededores. Gabriela jugaba con una pluma entre los dedos, pero su mirada estaba ausente. Malena entró justo después que Ryan, con el cabello aún húmedo y gafas oscuras.

—¿Estás bien? —preguntó Ruth, sin alzar la vista.

—Perfectamente —respondió Ryan, con voz firme. Pero su tono delataba algo más: la grieta interna que lo acechaba desde el amanecer.

Gabriela se incorporó, y con su tono de comando suave, tomó el control:

—Ya sabemos cómo funciona el lugar. Las zonas de intercambio están conectadas por dos pasillos traseros que no se ven desde la entrada. El cuarto rojo tiene cámaras, pero hay una zona ciega al fondo. Lo más interesante: hay mujeres que fingen ir solas, pero en realidad pertenecen a una especie de red privada. Parejas que las usan como carnada.

—Y eso vamos a explotar esta vez —añadió Rebeca—. Tú irás como single. Hombre solo. Te harás pasar por uno más, pero con la misión clara de observar, acercarte, ganarte la confianza. Nosotras entramos con nuestros papeles habituales pero bien coordinadas.

—Ruth y yo, pareja —dijo Rebeca—. Gabriela, unicornio al acecho. Y Malena…

—…la que todos quieren probar —interrumpió Malena con una sonrisa peligrosa—. Pero nadie sabrá que yo ya fui probada y marcada… por varias razones.

—La clave —añadió Gabriela mientras lo miraba directamente—, es que parezcamos un grupo desarticulado. Pero si se arma algo grande, debemos actuar como una sola fuerza. Este viernes es la noche de máscaras. Perfecto para esconderse a plena vista.

Ryan asintió. La misión estaba clara. Pero en su mente, seguía escuchando los gemidos de esa mañana, y recordando la tarde en casa de Rouse diciéndole alguna vez.

Capítulo 6 – Parte 3

Deseo y Sospechas

La ciudad brillaba como una joya sucia en la distancia mientras Ryan manejaba, los dedos tensos sobre el volante. El recuerdo reciente aún lo sacudía: la amiga de Havana, jadeando bajo la ducha, con el dildo doble aún latiendo entre sus manos como si guardara un eco indecente del pasado. Pero más que el sexo reciente, era el fantasma de aquella tarde antigua lo que lo atravesaba: Malena cabalgando sobre él en la arena caliente, . Y Rouse viéndolos escondida desde lejos, con los ojos rotos de deseo y traición. Fue ahí, lo sabía, cuando todo comenzó a desviarse.

Apretó la mandíbula. No podía permitirse distracciones esa noche. Ahora estaba en modo operativo.

Aparcó en la discreta zona de siempre y bajó. Las chicas ya lo esperaban cerca de la entrada lateral, todas con máscaras, vestidas como diosas de otro mundo.

Club Velvet Room 12 pm

Gabriela recibió la invitación en silencio, sin necesidad de palabras. El jefe solo le dedicó una mirada… y un gesto leve hacia la puerta del cuarto privado.

—El jefe ya ha tomado el control —le susurró uno de los asistentes, como si confirmara lo que ella ya sabía.

Ella se levantó sin responder. Caminó con paso firme, elegante, como si no fuera una víctima, sino una actriz entrando al escenario que conoce de memoria. Llevaba un vestido negro ajustado, de encaje fino, sin sostén ni ropa interior. Tacones de aguja que resonaban como latidos firmes sobre el mármol.

Al llegar al umbral del cuarto, inspiró hondo.

Sabía que estaba siendo manipulada.

Sabía que ese hombre tenía en su poder los videos donde aparecía sumisa, entregada, gemía, rogaba.

Sabía que no podía negarse.

Y sin embargo… se sentía húmeda.

“Esto no es una derrota… es una elección. Lo uso a él tanto como él cree que me usa.”

Entró. La habitación estaba tenuemente iluminada. Las cortinas están cerradas. Un sofá de terciopelo rojo al centro. Una cámara discreta en la esquina, encendida. Al fondo, tres hombres la esperaban sentados, con copas en la mano.

Gabriela los reconoció. Ejecutivos cercanos al jefe. Los había visto antes en reuniones, incluso uno había coqueteado con ella en una fiesta navideña.

—Hoy trabajas para mí —le había dicho el jefe en otro momento, mirándola sin parpadear—. Ellos son tus invitados. Quiero ver hasta dónde llegas.

Ella no respondió entonces. Solo bajó la mirada, como si aceptara.

Pero ahora que los tenía frente a sí, su expresión era distinta. Sonrió apenas. Se quitó los tacones lentamente, como una cortesana entrenada, y caminó descalza sobre la alfombra. Luego se subió al sofá con movimientos felinos. No necesitaba instrucciones.

Los hombres la observaban como si fuera un manjar servido. Ella lo sabía. Y le gustaba.

“Si voy a ser usada, lo haré con estilo… y placer.”

Se arrodilló sobre el sofá, de espaldas a ellos, y levantó el vestido hasta la cintura. Su trasero quedó expuesto. Giró apenas el rostro, sin mirarlos directamente, pero lo suficiente como para invitarlos.

El primero se acercó. Abrió su pantalón sin ceremonia. Ella lo masturbó sin prisa, con la experiencia de quien sabe cómo controlar la escena con una simple caricia. Lo miró a los ojos mientras se lo metía en la boca. El hombre gimió.

—No te corras todavía —dijo ella, con voz ronca.

El segundo no esperó más. Se colocó detrás de ella y comenzó a lamerle los labios. Gabriela se arqueó, gimiendo suavemente, como si cada gesto la poseyera desde dentro. Cuando la penetró, ella suspiró con los ojos cerrados.

—Más fuerte… no me rompes —susurró, sin mirarlo.

La escena era puro poder. Una mezcla de entrega fingida y dominio calculado. Ella gemía, pero no por debilidad, sino por estrategia. El tercero se le acercó por delante. Ella lo tomó con ambas manos, masturbándolo mientras el otro la embestía desde atrás.

La cámara no se perdía un solo detalle.

Cuando el primero volvió a acercarse, ella se tiró al suelo, se apoyó sobre las rodillas, la boca abierta. Uno en la boca. Otro detrás. Manchada de deseo y saliva.

—Te gusta esto —le susurró uno, tirándole del cabello.

—Me fascina —respondió ella sin tartamudear, con una sonrisa que mezclaba lujuria y rabia.

Minutos después, su cuerpo temblaba. El segundo hombre la hizo venirse con un squirt que mojó la alfombra. El jefe lo vería en su grabación. Lo analizaría. Lo guardaría.

El tercero se corrió en su rostro. Gabriela cerró los ojos. No se limpió. Solo respiró hondo, sintiendo el calor de la vergüenza y el placer mezclados.

“Lo hice bien. Hoy gané yo… aunque él crea lo contrario.”

Se levantó. Se ajustó el vestido. Caminó hacia la puerta sin volver a verlos.

Había cumplido. Había obedecido.

Pero también había disfrutado.

Y ahora… el juego apenas comenzaba.

Mazmorra del club minutos después

El aire olía a cuero, madera tratada y deseo contenido. La sala BDSM del club no era un simple espacio de juego: era un templo oscuro de placer, diseñado con una elegancia que imponía. La luz era roja, difusa, como el resplandor de una lujuria encendida a medias. En las paredes, sogas perfectamente enrolladas, látigos artesanales, esposas brillantes. Al centro, un diván bajo y una estructura de crucifijo invertido de metal negro.

El jefe ya las esperaba, vestido con una camisa entallada y oscura, el primer botón desabrochado, las mangas remangadas justo hasta donde comenzaban sus tatuajes. Ruth y Rebeca entraron juntas, con paso firme, aunque con respiración contenida. Ambas sabían lo que iba a ocurrir… o al menos creían saberlo.

—Me alegra que hayan venido —dijo él con voz grave—. Son listas. Y ambiciosas.

Ruth lo miró directo a los ojos. Llevaba un body negro de encaje transparente, sin nada debajo. Rebeca, más provocadora aún, usaba un arnés de cuero que apenas cubría lo necesario, con unas botas altas de charol que hacían eco sensual en el suelo de piedra.

—Nos dijiste que había una oferta —dijo Ruth—. No vinimos a jugar… a menos que el precio lo justifique.

El jefe sonrió, caminó hacia ellas, y sin pedir permiso, le alzó la barbilla a Rebeca con dos dedos.

—Lo que les propongo no es un simple juego. Es una alianza. Quiero que trabajen para mí… no detrás de un escritorio. Quiero que seduzcan. A hombres. A las mujeres. A quien yo elija. Lo harán con arte, con estilo, con perversión. Y serán recompensadas por cada conquista.

—¿Y cuál es la prueba de esta noche? —preguntó Rebeca, sin apartar la mirada.

Él chasqueó los dedos. De un compartimiento lateral, salieron dos asistentes vestidos de negro, silenciosos. Uno llevaba una bandeja con distintos objetos: un plug de metal, esposas acolchadas, un dildo de vidrio, una mordaza en forma de flor. El otro sostenía una cuerda de seda roja.

—Esta noche… es simple —dijo el jefe mientras caminaba detrás de ellas—. Quiero ver hasta dónde llegan. Qué tan sumisas son… y qué tan poderosas pueden parecer mientras lo son. Porque aquí, el poder se disfraza. El que parece dominar, muchas veces es el más esclavo del deseo.

Ruth y Rebeca se miraron. Ruth asintió primero. Se arrodilló frente al jefe sin decir una palabra, su cuerpo erguido, la mirada desafiante. Rebeca la imitó segundos después, pero con una sonrisa ladeada, como si ya disfrutara el camino al infierno.

El jefe les colocó los collares de cuero uno a uno. Ajustó cada hebilla con lentitud, dejándolas sentir su dominio no solo físico, sino simbólico.

—Desde ahora, están bajo mis órdenes. Esta sala es mi palabra hecha carne.

Las acostó boca abajo sobre el diván, una frente a la otra, y comenzó a atarlas. Las cuerdas recorrían sus piernas, sus brazos, sus torsos. Las envolvía con un ritmo casi erótico, como quien envuelve un regalo que piensa abrir lentamente más tarde. Ruth soltó un leve gemido cuando el primer nudo se cerró sobre la curva de su cintura. Rebeca rió suavemente cuando la cuerda rozó sus pezones.

—¿Disfrutan esto? —preguntó él.

—Solo si tú lo haces —murmuró Rebeca, entre mordidas de placer.

—Entonces te lo haré difícil.

Lo hizo. Comenzó con Rebeca. Mordaza en la boca. Vibrador de control remoto entre sus piernas. Unos toques eléctricos sutiles en su espalda baja. Su cuerpo reaccionó como una sinfonía afinada al deseo. Ruth observaba, excitada y ansiosa, sintiendo cómo su propia humedad crecía con cada gemido amortiguado de su amiga.

—Ruth, tú mirarás. Solo mirarás. Por ahora.

Pero ella no solo miraba. Se estremecía. Se apretaba contra las cuerdas. El jefe la acariciaba apenas con una pluma, luego con su mano abierta. Luego con la punta de un plug frío que deslizaba por su espalda baja como si dibujara una firma.

—¿Qué dices ahora, Ruth? ¿Quieres ser mía?

—No —jadeó ella—. Quiero que me uses… para lo que desees. Pero no soy tuya. Soy mía… incluso cuando me entrego.

La frase encendió algo en él. La desató. La hizo arrodillarse frente a Rebeca. Le quitó la mordaza a esta.

—Bésala. Pero no con dulzura. Hazlo como si la odiaras por excitarte tanto.

Ruth obedeció. Las bocas se fundieron. Las lenguas se buscaron con rabia. Las piernas se rozaban, las caderas bailaban sin control.

El jefe las observaba desde su sillón de cuero, con una copa en la mano y una erección evidente bajo su pantalón. Tocaba un botón en el control, subiendo la vibración en el juguete de Rebeca, marcando el ritmo del juego.

—Desde hoy —dijo en voz baja, pero firme—, ustedes trabajan para mí. Pero nunca olviden esto: me excita más verlas disfrutando que verlas obedeciendo. Seduzcan al mundo. Háganlo caer. Y yo les daré el poder que merecen.

El orgasmo de Rebeca llegó como un trueno. Ruth no tardó en seguirla. Gritaron juntas, como dos cuerpos en un mismo incendio. El se paró frente de ellas se masturbo y se vino en sus caras y bocas, les dijo que se besaran mientras las veía, Él no se movió. Solo sonrió. El verdadero placer vendría después.

La puerta se cerró detrás de ellos con un sonido seco, definitivo.

Y la noche apenas comenzaba.

Salón principal del club

Ryan las dejó desplegarse por el club como si fueran parte del decorado. Las observó alejarse sin decir una palabra, cada una siguiendo una ruta distinta, como piezas en un tablero que él aún no lograba descifrar del todo.

Se quedó en la barra, desde donde podía dominar la vista del salón principal. El ambiente olía a cuero, perfume caro y deseo desbordado. Frente a él, el club latía con su propia lógica de placer: camas rodeadas de cortinas translúcidas, cuerpos entrelazados en la pista de baile al ritmo de un deep house hipnótico, y jaulas colgantes donde una chica gemía mientras dos hombres la penetran por turnos, como si su cuerpo fuera un acto público.

Sus ojos saltaron de una escena a otra, intentando no dejarse arrastrar por el morbo… hasta que lo vio.

El hombre.

Aquel que semanas atrás había domado a Ruth y usado a Rebeca como si su voluntad no importara. Alto, elegante, con ese aire de actor viejo con poder, sonrisa afilada y una copa de coñac en la mano. Parecía George Clooney, pero más oscuro, más peligroso. Estaba rodeado de hombres trajeados y de una mujer pelirroja de unos treinta años, curvas letales, piernas que cortaban el aire.

Ryan sintió un nudo en el estómago.

Ese era su primer sospechoso real.

Giró en su asiento, dejando que su mirada recorriera el salón. Un hombre regordete y calvo, de unos cincuenta y tantos, le pareció familiar. Estaba acompañado por una mujer joven vestida con tanta provocación que solo podía tratarse de una profesional.

Cuando volvió la vista, a su lado ya estaba ella. La mujer pelirroja de antes. Lo miraba como si supiera algo que él no.

—¿Eres nuevo en el club? —preguntó, con una sonrisa ladeada. Su voz era humo y terciopelo.

Ryan la midió con la mirada, y respondió con su habitual cinismo:

—Soy Ryan. ¿Eres parte del comité de bienvenida para socios solos y atractivos?

Ella soltó una carcajada, aún más cínica.

—Lamentablemente no… Pero no te pierdas. Espero verte más tarde.

Le guiñó un ojo y se alejó, dejando tras de sí un aroma dulzón y una promesa que aún no tenía forma.

Ryan se recostó contra la barra, cruzó los brazos y dejó escapar una exhalación lenta.

Las piezas ya estaban en movimiento. Solo era cuestión de ver quién hacía la primera jugada.

Ryan observó el salón con desgana hasta que la vio: Malena, sentada sola, cruzada de piernas, luciendo esa mezcla de peligro y misterio que siempre la hacía destacar. Se acercó fingiendo que no la conocía.

—¿No estás muy sola para alguien que parece tan peligrosa? —le dijo, con una sonrisa ladeada.

Malena alzó una ceja, divertida. —¿Y tú no estás demasiado aburrido para estar mirando como si fueras un policía de moralidad en un burdel?

Ryan se sentó a su lado, fingiendo sorpresa. —¿Qué? Solo estoy aquí por las luces y la decoración. Me distraigo con la fauna local. ¿Quién es tu cazador esta noche?

Ella le lanzó una mirada retadora. —Estoy feliz. Por fin te estas viendo con Rouse otra vez luego de tantos años, te gustan mis nuevos pechos? se le ven espectaculares.

Ryan frunció el ceño con fingida preocupación. —¿No te parece un poco… incómodo? Ya sabes, que se esté acostando con Gabriela siendo una mujer casada.

Malena soltó una carcajada seca. —¿Celoso? Por favor. Si quisieras, podrías tenernos a las dos en la misma cama

Él sonrió, encantado con la respuesta. —Ah, perfecto. Entonces eres toda una estratega.

Ryan uso cara de inocente. —Más que eso. Pero dime, ¿cómo te enteraste de lo de Rouse?

Malena jugaba con su cabello —Vamos, Ryan, ¿crees que no hablo con mis fuentes? no seas tonto es mi mejor amiga, Aunque lo que no entiendo es por qué te lo guardaste tan bien.

Él le clavó la mirada con fingida reproche. —¿Y tú crees que te iba a contar? Con lo reservada que eres, parecía que habías jurado silencio eterno de no decirme donde estaba ella.

Malea cruzó las piernas — quería disfrutarlo primero antes de que fueras corriendo con ella

Se rieron ambos y en ese momento un empleado del club se acercó con discreción.

—Disculpen, los han invitado a la habitación del espejo —informó con una sonrisa ladina.

Malena apretó los labios, consciente de lo que eso significaba. —Ya sé quién los invita, aunque todavía no conozco su nombre. ¿Quieres que vayamos?

Ryan se encogió de hombros. —Claro, aceptemos la invitación. A ver qué trampa sexual nos tiene preparada la dama misteriosa.

Malena le lanzó una sonrisa cargada de complicidad y un brillo en los ojos. —Con este club, cualquier cosa puede ser una trampa o un placer… o ambas.

—Mejor ambas —cerró Ryan—. Vamos a ver qué tan oscuro se pone el reflejo en ese maldito espejo.

Se levantaron y caminaron hacia la habitación, dejando atrás el bullicio y la decadencia del salón principal.

La puerta se abrió con un crujido cómplice y los recibió un cuarto donde cada centímetro de pared era un espejo. Reflejos infinitos que multiplicaban la sensación de que estaban siendo escrutados desde todos los ángulos, como si el lugar quisiera conocer sus secretos antes que ellos mismos.

En medio, sentada con una elegancia felina, estaba Jessica. Bastón en mano, un cigarro colgando de sus labios y una sonrisa que cortaba más que un cuchillo. Su mirada, oscura y profunda, parecía desafiar a cualquiera a resistirse a su juego.

Malena la reconoció al instante, pero por ahora mantuvo ese secreto. Lo único que pensó fue: “Obedece”, como aquel mensaje críptico que le llegó hace días. Un mandato que aún vibraba en su piel.

Ryan, con su habitual sarcasmo en la punta de la lengua, escaneó la escena y comentó en voz baja para Malena:

—Bueno, parece que la versión humana de un látigo y un bastón decidió recibirnos. ¿Me pregunto si también reparte consejos matrimoniales o solo órdenes que se obedecen?

Malena rió apenas, pero su mirada hacia Jessica tenía un brillo distinto. Deseo mezclado con respeto, una mezcla peligrosa que Ryan no podía captar.

—No subestimes el poder de las órdenes —respondió ella con voz baja—. A veces obedecer es la forma más sexy de rebelión.

Ryan ladeó la cabeza, fingiendo interés.

—¿Sexy obediencia? Suena a que llevas tiempo en esta secta de “Haz lo que te diga y sobrevive con estilo”.

Jessica, levantándose con un movimiento de reina, golpeó el bastón contra el suelo y su voz fue un látigo que cortó el aire.

—Aquí no hay sectas, solo reglas claras: obedecer o afrontar las consecuencias. El placer es la moneda, y yo decido el precio.

Malena tragó saliva, pero su sonrisa de complicidad era más fuerte.

—Oh, ya me sé esa canción. “Obedece” no es solo un mandato, es la llave de todo lo que quiero… y temo.

Ryan lanzó una carcajada oscura.

—¿Quieres decir que ya estás enganchada con esta bruja de espejo? Debo admitir que tiene estilo, pero yo prefiero pelear mis batallas con un buen whisky y sarcasmo.

Malena le lanzó una mirada cómplice.

—No tienes ni idea. Pero esta noche, quiero ver hasta dónde llega su poder. Y no solo por mí.

Jessica señaló con el bastón a ambos.

—Empiezan por entender quién manda. La obediencia es un juego que siempre gana.

Ryan suspiró fingiendo agotamiento.

—Perfecto. Siempre quise ser el alma de un juego de poder y dominación… aunque preferiría que no me hicieran hacer tareas domésticas.

Malena, con una mezcla de anticipación y sumisión contenida, susurró:

—“Obedece”. Es más que una orden. Es un deseo.

Y mientras las luces se atenúan, el reflejo en los espejos se convirtió en la promesa de una noche donde el placer y el poder jugarían una partida sin reglas claras.

Jessica se levantó con la gracia de una sacerdotisa oscura y se acercó lentamente a Malena, sus pasos resonando con firmeza entre los espejos. Su mirada era un imán imposible de ignorar, una mezcla de amenaza y seducción que obligaba a obedecer.

—Ven aquí —ordenó con voz firme pero sensual—. Quiero que sientas quién realmente te controla esta noche.

Malena se levantó, dejando que cada movimiento suyo fuera una declaración de deseo contenido y obediencia tentada. Ryan la observaba, divertido y alerta, sin perder detalle del juego que se desplegaba ante él.

Jessica tomó el rostro de Malena entre sus manos, con un toque que podía ser caricia o castigo, dependiendo del capricho del momento. Sus labios rozaron la piel de Malena con una mezcla de ternura y dominio, y la atmósfera se cargó de electricidad.

—Sabes que soy quien manda —susurró Jessica—, y sin embargo… —sus ojos se clavaron en Ryan— hay algo en ese hombre que te perturba, ¿no es así?

Malena intentó ocultar el rubor que subía por su cuello, pero Ryan sonrió sin disimulo. Jessica lo notó. Esa sonrisa la quemó por dentro, como una daga envenenada.

—No creas que no veo lo que provoca en ti —dijo Jessica con voz baja pero cargada de rabia—. Eres mía, Malena. Y no permitiré que otro hombre te robe ni un suspiro.

La tensión se volvió casi tangible, un choque de voluntades que giraba en torno a Malena, quien, atrapada en ese fuego cruzado, sintió cómo se mezclaban el miedo, la excitación y el deseo.

Jessica giró a Malena para que su espalda quedará al frente, y sin soltarla, comenzó a deslizar un látigo delicado, pero firme, sobre su piel. Cada toque era una promesa de placer y dolor, una advertencia.

—Estos son tus límites —murmuró—, y los voy a expandir. Pero esta noche, voy a demostrar quién manda, y que tus deseos más profundos sólo pueden cumplirse bajo mi control.

Malena jadeó, entregándose a esa mezcla de dominación y éxtasis, pero al mismo tiempo su mirada se encontró con la de Ryan, que la observaba con una intensidad que no podía ignorar.

Jessica percibió la chispa, y la ira explotó en su interior como un incendio descontrolado. Con furia, se apartó de Malena y se lanzó hacia Ryan con un brillo oscuro en los ojos.

—¿Tú? —susurró—. ¿Crees que tienes algún poder aquí?

Ryan, imperturbable, respondió con un gesto de desprecio y un sarcasmo ácido:

—Solo el poder de hacerla sonreír, y ya veo que eso no te gusta nada.

Jessica se acercó a Malena de nuevo, con una sonrisa forzada. Pero su cuerpo temblaba, revelando lo que intentaba ocultar: celos, furia, y un deseo desesperado de no perder el control.

Malena, al ver esa mezcla, sintió una excitación más profunda, una corriente que la atravesaba entre el juego y la realidad, entre la obediencia y la rebelión.

—Obedece —susurró, para sí misma—. Pero también deseo…

Jessica, notando que Malena estaba tentada por la presencia de Ryan, decidió que la única forma de mantener el dominio era intensificar el juego.

Con movimientos precisos, comenzó a desvestir a Malena, cada prenda cayendo al suelo con lentitud, como si fuera una ceremonia. Ryan no apartaba los ojos, fascinado y desconcertado a la vez.

El látigo volvió a aparecer, esta vez para dibujar caricias, azotes leves que hacían a Malena temblar de placer, elevando cada suspiro, cada gemido en un crescendo de deseo compartido.

Jessica tomó un collar con cadena y lo colocó en el cuello de Malena, haciendo que la mujer sintiera el peso físico y simbólico de su dominio.

—Este es tu recordatorio —dijo Jessica—. Eres mía… pero esta noche, también me perteneces a mí.

Malena se inclinó hacia Jessica, con una mezcla de sumisión y desafío que desarmaba a cualquiera.

Ryan, viendo esa conexión, apretó los puños, pero decidió esperar, intrigado y cautivado por el juego de poder que se desataba.

Y así, en aquella habitación de espejos, entre susurros, órdenes, y jadeos, la batalla de control y deseo se extendió, cada uno jugando con fuego, pero sin miedo a quemarse.

Jessica apretó la cadena del collar contra la piel de Malena, marcando su territorio con una sonrisa fría y posesiva.

—Eres mía esta noche, pero también soy tu tormento —susurró, antes de apartar la cadena para tomar un pequeño látigo de cuero con cuentas metálicas.

Con movimientos precisos y controlados, comenzó a azotar suavemente la piel desnuda de Malena, cada golpe acompañado por un gemido ahogado que hacía vibrar la atmósfera. Malena arqueó la espalda, entregándose al placer mezclado con la punzada del dolor; la mezcla perfecta para el juego de poder.

Ryan observaba, fascinado, su pulso acelerado y una sonrisa ladeada cargada de sarcasmo.

—Vaya, Jessica, eres toda una maestra. Pero ¿no crees que Malena tiene un gusto peligroso? —dijo, sus ojos fijos en ella, desafiando la furia contenida de la mujer que dominaba la escena.

Jessica se giró hacia él con los ojos llameando de celos y desprecio, pero sin apartar la atención de Malena.

—Este juego no es para espectadores —replicó con voz baja—. Pero te daré un adelanto de lo que sucede cuando te sales de tu lugar.

Tomó la mano de Malena y la guió hacia un banco de cuero, donde la tumbó suavemente. Con la otra mano sacó un vibrador de diseño elegante, frío al tacto, y comenzó a acariciar con él la entrepierna de Malena, quien jadeaba al instante, la mezcla de humillación y placer brillando en sus ojos.

Malena mordió el labio, su respiración entrecortada. De repente, sus ojos buscaron los de Ryan, y en esa mirada había fuego, deseo y un secreto acuerdo implícito.

Jessica lo notó. La rabia explotó y con un movimiento rápido tomó a Malena del cabello y la sentó sobre sus piernas, abrazándola con fuerza mientras susurraba en su oído:

—No quiero que te olvides de quién manda aquí, ni un segundo.

Malena respondió con un suspiro que mezclaba sumisión y rebelión, mientras Jessica bajaba la mano para acariciar con dedos expertos los puntos que sabía que hacían temblar a Malena.

Ryan, con una sonrisa torcida, se acercó y tomó el rostro de Malena con ambas manos, besándola con pasión y urgencia. La mezcla de celos de Jessica y la entrega de Malena encendieron la habitación.

Jessica observó cada músculo tenso, pero también con una chispa de excitación que intentaba ocultar. Con un gruñido, dejó caer el látigo y tomó un arnés con un dildo doble que había preparado para el juego. Se lo colocó a Malena con precisión mientras la mantenía inmóvil, su mirada fija en Ryan, que ahora parecía una amenaza real.

—Vamos a ver quién controla esta noche —dijo Jessica con voz desafiante—. Y a ti, Ryan, te toca aprender que aquí nadie sale ileso.

Con el arnés ya puesto, Jessica ayudó a Malena a colocarse a cuatro patas sobre el banco, la piel de su espalda ardiendo por el látigo, su respiración agitada y sus gemidos encendidos por el placer y la tensión.

Jessica comenzó la penetración con uno de los dildos, mientras con la otra mano acariciaba a Malena con el vibrador que había dejado en la mesita. Malena se retorcía, perdida entre el dolor exquisito y la felicidad de la entrega.

Ryan no pudo evitar tocarla, acariciando sus muslos y sus caderas, mientras su boca encontraba la piel del cuello de Malena para dejar marcas de deseo y posesión.

Jessica se volvió furiosa, empujando con más fuerza y apretando a Malena contra sí misma, dejando claro quién mandaba, mientras una lucha silenciosa se libraba entre los tres: el control, el deseo y la rabia.

Malena gritó, el clímax explotando en su cuerpo con fuerza, mientras Jessica y Ryan la sostenían, cada uno reclamando su parte en ese juego de poder y placer.

Jessica, jadeante y con los ojos brillando de ira y satisfacción, se apartó un poco para mirar a Ryan, quien sonrió y le susurró con picardía:

—No sabía que tú también podías ser tan… feroz.

Jessica se mordió el labio, incapaz de negar que aquella noche nadie tenía el control absoluto, pero jurando que no perdería esa batalla.

La tensión, el deseo y el juego acababan de alcanzar su punto máximo.

Salida del club Velvet Room 2:00 am

La salida del Club Velvet Room fue un escenario de silencios cargados, miradas esquivas y demonios interiores que ninguno quiso revelar.

Gabriela caminaba con paso firme, la piel aún ardiente por el recuerdo de lo vivido, pero con una chispa indómita en sus ojos. Los videos, el chantaje, los cinco hombres… nada la había doblegado. Al contrario, lo sentía como una victoria privada, un oscuro triunfo en un juego donde ella había decidido no ser la víctima sino la jugadora más astuta.

A su lado, Ruth y Rebeca intercambiaban miradas que mezclaban alivio y satisfacción. Habían conseguido lo que necesitaban: pruebas irrefutables de cómo el jefe usaba sus cuerpos y sus talentos para atrapar y extorsionar a los clientes. Sin embargo, en la mente de Rebeca una mezcla inesperada hervía, un placer culpable que aún no se atrevía a nombrar, y que Ruth observaba con una sonrisa comprensiva y silenciosa.

Ryan y Malena aparecieron juntos, aunque cada uno llevaba su propio peso invisible. Malena, aún con la piel sensible por las órdenes y caricias de Jessica, sentía que algo en su mente se había abierto para siempre: un morbo profundo y electrizante que la atraía con fuerza hacia Gabriela. Para ella, Jessica era solo un juego, un poder pasajero en una partida mucho más grande.

Ryan, divertido y a la vez perturbado, pensaba en Jessica con una mezcla de celos y desconfianza. Había algo en ella, en esa mujer que mandaba y dominaba desde las sombras, que le resultaba inquietante. Pero su mente no podía dejar de regresar una y otra vez a la imagen del hombre regordete, calvo, acompañado de una mujer cuyo atuendo y actitud indicaban que ejercía la prostitución. La figura le resultaba demasiado familiar, pero no lograba recordar dónde lo había visto antes. Esa duda le arañaba el pensamiento, un misterio incómodo que se negaba a soltar.

Sin embargo, su mente se desvió rápidamente hacia Rouse y la tarde en casa de sus padres, donde el deseo y la nostalgia se mezclaban en un dolor silencioso.

A pesar de la intensidad de la noche, Ryan sintió un deseo reprimido que lo quemaba por dentro. Técnicamente no había hecho nada, solo había sido testigo, actor pasivo en una escena que no le pertenecía del todo. La frustración lo empujó a salir del club con una urgencia nueva, con la necesidad de buscar a Havana en su trabajo y contarle lo ocurrido con Mia en la ducha esa misma mañana.

Las luces de la ciudad parecían brillar con un fulgor distinto, como si también ellas supieran que algo había cambiado para siempre.

La noche no terminaba.

Casa de Malena 2:30 am

Malena llegó a casa envuelta en un cansancio pesado, ese que se siente en los huesos después de una noche que ha drenado cuerpo y mente. Lo único que deseaba era un baño largo y tibio, para dejar atrás las sombras del club y el ruido de las órdenes susurradas en su oído. Cerró la puerta con cuidado, dejando que el silencio la envolviera.

El agua caliente llenó la bañera mientras se despojaba de la ropa, sus músculos tensos relajándose lentamente bajo la corriente. Justo cuando estaba a punto de dejarse llevar por el calor y el sueño, un sonido quebró la calma: un mensaje en su teléfono.

La pantalla iluminó la penumbra con dos palabras que la hicieron estremecer:

“Eres mía. O lo olvidas o te castigaré.”

Y luego, la firma inconfundible:

“Obedece.”

Malena sonrió con complicidad y un fuego que se encendía de nuevo. Respondió sin pensar, enviándole una selfie sin ropa, mostrando las marcas recientes en su piel que ya comenzaban a desvanecerse.

“Soy tuya, ya me marcaste.”

Un escalofrío la recorrió. Esa mezcla de sumisión y poder la excitaba más que cualquier placer inmediato. Cerró el teléfono, salió de la bañera y se dirigió al dormitorio.

Despertó a su esposo con un susurro, sus dedos recorriendo su piel con urgencia contenida. Esta vez, ella llevaba el mando, ordenándole cosas que normalmente no se atrevía a pedir, haciendo que cada roce y cada gemido fueran una declaración de deseo inusual y profunda.

Cuando finalmente llegó al clímax dentro de ella, Malena no pudo evitar dejar escapar un gemido de satisfacción que la liberó y la ató a la vez. Se recostó sobre su pecho, sintiendo el latido firme y cálido que le devolvía la calma.

Sus párpados se cerraron lentamente mientras una sonrisa tranquila, dulce y orgullosa se dibujaba en su rostro. En su mente, las palabras de Jessica seguían latiendo como un secreto delicioso:

“Eres mía. Obedece.”

Y con ese pensamiento, el sueño la arrulló.

El teléfono de Ryan vibró en la consola del auto. Un mensaje de voz de Havana, con esa voz suave y urgente:

—¿Dónde estás? Estoy despierta. Quiero verte, te extraño.

Ryan no lo dudó ni un segundo. Dio una vuelta en U, marcó su número y, con voz grave y cargada de cansancio, susurró:

—Voy. Espérame abajo.

El apartamento olía a incienso, a madera quemada y piel tibia. Havana lo recibió con una camiseta holgada que caía perezosa sobre un hombro, y unas bragas de encaje negras que parecían diseñadas para robar suspiros. Sin palabras, se fundieron en un abrazo que decía todo, cargado de años de complicidad y un deseo que el tiempo solo había avivado.

Lo desnudó despacio, con dedos temblorosos y una sonrisa cómplice. Se tumbaron entre risas apagadas y susurros que parecían secretos compartidos. El sexo no fue una tormenta salvaje, sino una danza pausada y delicada, donde cada caricia era una promesa y cada beso, un pacto de ternura y lujuria. Las piernas se enredaron, las pieles se buscaron, y el tiempo pareció detenerse.

Cuando Havana se montó sobre él, lo hizo con la cadencia de quien desea grabar cada movimiento en la memoria, cada suspiro en el alma. Sus miradas se entrelazaron, profundas y cómplices, y el clímax llegó como un suspiro compartido, dulce y contenido, un secreto que sólo ellos entendían.

Él la acarició con ternura, sus dedos recorriendo la espalda desnuda que aún temblaba por el placer. Susurró al oído, con la voz aún ronca:

—Tengo que contarte algo… Tu amiga Mia y yo… en la ducha, después de que tú te quedaste dormida…

Havana giró su rostro hacia él, una sonrisa que desbordaba confianza y complicidad:

—Ya lo sabía.

—¿Qué?

—Ella me lo dijo. Primero me pidió permiso para repetir el trío, pero yo estaba demasiado cansada. Entonces le dije que fuera a ducharse contigo, que confiaba en ti. Y cuando me desperté, me confesó que estuviste espectacular… y que me envidia por tenerte.

Ryan ladeó la cabeza, con una sonrisa cargada de cinismo:

—¿Y tú… estás molesta?

—No. Solo estoy más segura de que tomé la decisión correcta al dejarla probarte otra vez y que eres un buen hombre y decente. No cualquiera le cuenta eso a su pareja.

Ryan replicó con humor negro:

—¿Somos pareja? No lo sabía, estaba tan ebrio que ni recuerdo haberlo pedido.

Se besaron lentamente, un beso que calmó el cansancio y encendió un último fuego. La cabeza de ella reposó sobre su pecho, mientras el brazo de él la abrazaba con fuerza, como para protegerla de todo.

Ryan cerró los ojos, pero el sueño se resistía a llegar. La imagen de Rouse apareció en su mente, un eco lejano que se negaba a desaparecer. Y, de repente, el rostro del hombre regordete volvió a acechar en la penumbra de sus pensamientos. Jessica, con su aura oscura y amenazante, parecía más peligrosa de lo que había imaginado.

Pensó, en un susurro para sí mismo:

—Si el amor pudiera ser un crimen perfecto, ¿qué tipo de delito sería el deseo cuando se mezcla con la verdad y la mentira?

Una noche más. Un paso más. Y sin saberlo, cada vez más cerca del abismo.

Capítulo 6 – Parte 4

Entre la espada y la pared

Los primeros rayos de sol colaban su luz tímida a través de las cortinas, pintando de dorado la habitación donde Ruth y Rebeca despertaban juntas. El silencio era casi absoluto, salvo por el leve ritmo de sus respiraciones entrelazadas. Las marcas en sus pieles —huellas de una noche intensa de poder y sumisión— aún contaban la historia del club, pero sus miradas no necesitaban palabras.

Ruth deslizó una mano sobre la espalda de Rebeca, buscando un contacto que reafirmará algo más que placer: complicidad. Rebeca, con una sonrisa traviesa y los ojos aún brillantes de deseo, devolvió la caricia. Ambas sabían que el juego con el jefe no había terminado, pero ahora también tenían un arma secreta: la información que podían usar en su contra.

En otra ciudad, Gabriela abrió los ojos con una mezcla de cansancio y tormento. Las imágenes de la noche anterior se entrelazan en su mente —los cinco hombres, el chantaje, y aquella sensación inesperada de poder que la invadía pese a todo. Mientras el sol acariciaba su rostro desnudo, tomó el teléfono con manos temblorosas y tecleó:

“Ryan, necesito verte antes de la reunión. Es urgente y en privado.”

Luego, casi sin pensar, envió otra nota a Malena, acompañada de una foto suya en la cama, con la piel tersa y la expresión desafiante.

“Buenos días. Te extraño más de lo que pensaba.”

El mensaje ardió con deseo y una confesión velada: aunque atrapada, seguía siendo dueña de sus sentidos y pasiones.

Malena despertó en su casa, el calor del cuerpo de su esposo junto al suyo. Él, con una sonrisa curiosa, le preguntó:

—Anoche estuviste… diferente. ¿Qué te pasó? Estabas tan fogosa que casi no me dejaste dormir.

Ella soltó una risita pícara, apoyando la cabeza en su pecho.

—No sé… será que a veces me gusta sentirme un poco fuera de control.

El beso que le dio fue suave, casi un secreto compartido.

En un apartamento cercano, Ryan abrió los ojos lentamente, sintiendo el roce de la larga pierna de Havana sobre su torso. Antes de que pudiera reaccionar, ella lo despertó con un beso suave, seguido de un canto juguetón que resonaba en la habitación.

—¡Arriba, dormilón! Hoy yo cocino, porque tengo clases, así que date prisa con ese baño. Quiero que sea nuestro ritual matutino.

Mientras ella se movía entre la cocina y el dormitorio, él la observaba con una mezcla de ternura y deseo.

Su teléfono vibró con un mensaje: era Rouse.

“Me gustaría verte esta mañana, si puedes.”

Ryan respondió rápido, un poco nervioso.

“Claro, después de las 8:30, donde tú quieras.”

Mientras el día empezaba, los recuerdos de la noche pasada seguían frescos, cargados de secretos, deseos y decisiones por tomar.

Cafetín de la Clínica privada de la ciudad: 8:30 am

La mañana en la clínica comenzaba a agitarse con el ir y venir del personal médico, pero en una mesa discreta del cafetín, Rouse esperaba con su bandeja de desayuno y un jugo a medio tomar. Vestía su uniforme blanco impoluto, bata de médico abierta, el cabello recogido en un moño perfecto y los lentes en la punta de la nariz. Para cualquiera, se veía profesional, sería… pero para Ryan, era una fantasía caminando.

Él entró con paso seguro, elegante, envuelto en un traje cómodo pero con ese aire irresistible que irradiaba cuando estaba de buen humor. Llevaba una corbata oscura, la camisa con el primer botón abierto, y una sonrisa burlona. Varias enfermeras y asistentes voltearon a verlo, algunas sonrieron, otras lo observaron con descaro. Pero sus ojos estaban puestos solo en ella.

—¿Siempre llegas así de radiante a tu trabajo o solo cuando me vas a ver? —preguntó él con tono seductor al sentarse frente a ella, tomando su taza de café negro.

—¿Y tú siempre haces que las enfermeras se atraganten con sus galletas cuando entras? —le devolvió la sonrisa, divertida.

El desayuno transcurrió entre miradas, risas y un humor negro encantador que Ryan sabía usar para provocar carcajadas y rubores en Rouse. En vez del cinismo habitual, se mostraba juguetón, magnético. Le decía cosas al oído, soltaba comentarios subidos de tono, evocando recuerdos de noches pasadas. Ella no podía evitar reír, morderse el labio, bajar la mirada y luego volver a levantarla llena de deseo.

—Tengo la mañana libre —confesó ella—. Esta tarde tengo que preparar una conferencia muy importante… voy a ser la ponente principal. Me gustaría que vinieras.

—Si estás tú, no me lo pierdo —dijo él, tomándole la mano por debajo de la mesa.

—Ya invité a Malena y a su esposo también. Pero ahora… me gustaría hacer algo distinto —susurró—. Algo contigo.

Ryan no lo pensó demasiado. La tomó de la mano, salieron juntos del cafetín y minutos después iban en el coche, camino a las afueras de la ciudad. Él la llevó a un lago escondido, rodeado de vegetación y silencio. Se besaron junto a la orilla, entre risas, entre caricias. Las manos de Rouse acariciaban su pecho por encima de la camisa, sus labios lo besaban como si necesitara saborearlo para sobrevivir.

—Aquí no… —murmuró él entre jadeos—. Quiero estar dentro de ti en un lugar donde pueda disfrutar cada maldito segundo sin apuros.

Ella entendió. Asintió, excitada, y se mordió el labio.

Poco después, entraban juntos a un hotel temático. Él pidió una habitación con jacuzzi y cama redonda, algo diferente, especial. Al cerrar la puerta, la pasión estalló como si llevaran días sin tocarse.

Rouse se desató como nunca antes. Lo empujó contra la pared y comenzó a desvestirlo con ansiedad. Luego se desnudó frente a él lentamente, dejándose ver por completo con la luz del mediodía filtrándose por las cortinas rojas. Su cuerpo era un templo que Ryan adoraba.

Se acostó sobre la cama y lo esperó con las piernas abiertas. Él se arrodilló frente a ella, besando sus muslos, adorando su piel, pero esta vez fue ella quien tomó el control.

—Hoy quiero sentirte —le dijo—. Adentro. Hasta el fondo.

La primera vez fue intensa, profunda. Ella cabalgó sobre él con el torso erguido, usando sus pechos como látigos sensuales. Se los ofrecía, los frotaba en su rostro, se los presionaba contra el pecho. En un momento lo masturbó con ellos, frotándolo entre ellos con firmeza, hasta hacerlo venirse caliente y abundante sobre ellos.

Lo besó con esa misma mezcla de deseo y dulzura, antes de volver a llevarlo dentro de ella. En la segunda ronda, ella lo rodeó con sus piernas, guiándolo mientras él embestía con fuerza. Le pedía más. Más fuerte. Más profundo. Se vino gritando su nombre, clavándole las uñas en la espalda, y esta vez, lo retuvo dentro hasta sentir su semen derramarse caliente en su interior.

—Quiero que me llenes otra vez —dijo jadeando, al borde del delirio.

Y así fue. Una tercera vez, sobre el tocador, mientras ella se miraba al espejo. Esta vez, él la tomó por detrás mientras ella lo miraba por el reflejo. Antes de acabar, la giró, se arrodilló y ella lo recibió con la boca abierta, hambrienta. Se traga cada gota con deseo, con lujuria, con amor.

El reloj marcaba que el tiempo se agotaba. Rouse, aún desnuda, se duchó rápido, riendo entre vapores y besos. Se vistió deprisa y salió con la bata médica doblada en el brazo, dándole un último beso apasionado en la puerta.

—No me olvides en la tarde —le dijo.

—Después de esto… imposible —respondió él.

Ryan se quedó en la habitación unos minutos más, aún desnudo, mirando el techo, recordando el aroma de su piel, la textura de su voz al gemir su nombre, el sabor de su boca. Luego se levantó, se arregló el cabello y volvió a ponerse la corbata.

Tenía una reunión importante con Gabriela. Pero por dentro… seguía ardiendo por Rouse.

Oficina Privada de Gabriela 12:30 pm

Ryan llegó puntual a la oficina. Vestía con sobriedad, pero aún conservaba en su mirada el fulgor de la mañana intensa que había compartido con Rouse. Llevaba la camisa apenas abierta en el cuello, sin corbata, como si su cuerpo aún recordara las manos y la lengua de ella sobre su piel. Pero tan pronto cruzó la puerta, el ambiente cambió.

Había algo extraño en el aire. La oficina de Gabriela, normalmente imponente con su aroma a cuero fino, madera barnizada y ese halo clásico de mujer empoderada, hoy parecía teñida de un matiz distinto… como si la atmósfera respirara tristeza o miedo.

Gabriela estaba ahí, de pie junto a la ventana, con un vaso de brandy entre los dedos. Llevaba un conjunto sobrio, elegante como siempre, pero su mirada estaba ida. El maquillaje sutil no alcanzaba a ocultar el leve enrojecimiento de sus ojos. La coraza de mujer impenetrable se resquebrajaba.

Ryan cerró la puerta tras de sí sin decir palabra. Caminó despacio hasta quedar frente a ella, y con una mezcla de firmeza y calidez, la miró directamente a los ojos.

—¿Qué te pasa, Gabriela? —dijo con voz baja, pero contundente—. Algo no está bien… puedes confiar en mí.

Ella apenas sostuvo su mirada unos segundos antes de que los ojos comenzarán a llenarse de lágrimas. Se mordió el labio, como si dudara en romper ese muro invisible que la sostenía, pero finalmente se derrumbó.

—Cometí un error, Ryan… —susurró—. Esos malditos cerdos del club… tienen videos míos. Sexuales. Me grabaron. Me están extorsionando.

Ryan frunció el ceño y dio un paso al frente. Tomó sus manos, sin juicio, sin miedo. Sus dedos grandes y firmes envolvieron los de ella con ternura protectora.

—Quieren que trabaje para ellos, que cumpla sus órdenes… No sé qué hacer —soltó ella, con la voz quebrada.

Ryan le secó una lágrima con la yema del pulgar. Se inclinó hacia ella, hablándole en tono suave, pero firme como un ancla.

—No estás sola en esto, Gabriela. Y no voy a dejar que te pase nada. Te lo prometo.

Ella lo miró, vulnerable por primera vez desde que se conocían. Había algo casi adolescente en su expresión, una mezcla de vergüenza y miedo.

—El dueño del club… es él quien me está extorsionando. Tiene todo el control.

Ryan apretó la mandíbula. El nombre no hacía falta. Ya lo había sospechado, ya lo había visto en otros rostros, en otras situaciones. Lo conocía más de lo que desearía.

—Perfecto —dijo, con frialdad contenida—. Ya mostró sus garras y su cara. Ahora haremos que pague. Déjame coordinar algo con Rebeca y con Ruth. Vamos a atraparlo como se merece.

Gabriela soltó un leve grito contenido, alzó la mirada con súplica.

—¡No, por favor! No quiero que ellas se enteren. Hazlo por mí… Ryan… por favor. Me avergüenza que sepan. No quiero perder su respeto… ni el tuyo.

Él la miró en silencio unos segundos. Su rostro era serio, pero su voz volvió a sonar cálida:

—Está bien. Buscaré una manera de hacerlo sin involucrarlas directamente. Pero necesitaré tu ayuda para atraerlo. Vamos a hacerlo en tus términos. A tu ritmo. ¿Confías en mí?

Ella asintió con los ojos empañados.

—Gracias, Ryan… por no juzgarme.

—No te preocupes por mostrarte vulnerable frente a mí, Gabriela. Todos nos volvemos vulnerables en algún momento. Incluso tú.

La abrazó. Fue un abrazo largo, necesario. De esos que no curan todo, pero sostienen cuando el mundo parece desmoronarse. Ryan apoyó su mentón sobre su cabello, y por un segundo sintió ese calor humano que trasciende el sexo, el poder y los juegos oscuros.

Cuando salió de la oficina, llevaba el plan formándose en su cabeza. Tenia su objetivo e iba por el… Pero no era momento de conectar las piezas aún. Había una mujer que proteger. Y una bestia que cazar.

Oficina Privada de Ryan :1:00 pm

La puerta de la oficina se cerró con un leve chasquido.

Ryan las observó desde su escritorio, ambas de pie, expectantes. Ruth y Rebeca entraron al despacho sin saber exactamente a qué se debía la reunión privada. Se saludaron con una leve inclinación de cabeza, y él les indicó con un gesto que tomaran asiento.

—¿Y las demás? —preguntó Ruth, cruzando las piernas con su habitual estilo directo.

—Gabriela está revisando unos documentos confidenciales, y a Malena la llamaron de la morgue por un cuerpo recién ingresado —respondió Ryan con tono neutro—. Esta reunión es solo entre nosotros tres. Necesito un informe completo sobre lo que pasó anoche.

Rebeca abrió su carpeta, pero fue Ruth quien habló primero, con una chispa peligrosa en la mirada:

—Conseguí acceso al servidor privado del club. El cabrón tenía todo almacenado en un NAS encriptado, pero subestimó mi nivel. ya había podido ingresar desde el primer dia pero ahora tengo acceso y control total del sistema. Tengo acceso a todos los videos… absolutamente todos. Los puedo ver desde mi equipo, sin dejar rastros.

Ryan esbozó una sonrisa ladeada, sin disimular su satisfacción.

—Bien hecho, Ruth. Muy bien.

Rebeca intervino, más seria:

—Además… el dueño se nos acercó con una propuesta. Nos quiere “contratar”. Básicamente, nos ofreció trabajo seduciendo a ciertos clientes del local, mientras nos graban. Él mismo lo dijo: “material exclusivo para clientes premium”.

Ryan se echó hacia atrás en la silla, procesando. Se llevó una mano al mentón, pensativo, y luego sonrió con ironía.

—Perfecto. Eso es justo lo que necesitábamos.

Ambas lo miraron, confundidas.

—¿Lo necesitábamos? —preguntó Rebeca con cautela.

—Sí. Si ya mostró sus cartas, podemos jugar mejor. Vamos a atraparlo con sus propias reglas. No puedo contarles todo aún… pero tengan claro algo: no están solas en esto.

Ruth lo observó en silencio, pero asintió.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

Ryan se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre el escritorio, su voz más baja, más firme:

—Quiero que organicen una operación. Que parezca real. Que él piense que lo está logrando. Ustedes van a seducir al “cliente” que él elija… pero el cliente será nuestro. Elegido por Rebeca. Alguien infiltrado o cooperante. Él nos dará todo lo que necesitamos.

—¿Y si sospecha? —preguntó Ruth, sin perder el foco.

—No lo hará. No si juegan bien su papel.

Rebeca lo miró fijamente.

—¿Y Gabriela?

Ryan la sostuvo con la mirada un segundo más de lo habitual.

—Está al tanto… pero prefiero que de momento no se involucre directamente. Ella ya hizo su parte.

No podía decirles más. No sin traicionar la confianza de Gabriela. Pero dentro de él, la rabia hervía con cada palabra que recordaba. Aquellos bastardos tenían los días contados.

Se puso de pie, rodeando el escritorio.

—Rebeca, arma el plan. Ruth, encárgate de la parte técnica y que todo esté cubierto. Este hijo de puta va a caer… y va a lamentar haber tocado a una sola de ustedes.

Ambas se levantaron también. Ruth asintió con convicción, mientras Rebeca sonrió con ese brillo desafiante que solo aparecía cuando estaba lista para ir a la guerra.

—Vamos por esos hijos de puta —dijo ella.

—Con todo —cerró Ryan.

Y así comenzó la cacería.

Minutos después de la reunión, Malena apareció en la puerta de la oficina de Ryan. No traía su tono usual de sarcasmo juguetón ni su andar provocador. Su rostro estaba serio, la carpeta en sus manos hablaba por sí sola.

—Acaba de ingresar un cadáver a la morgue —dijo sin rodeos—. Tienes que ver las fotos, Ryan… es ella.

Ryan frunció el ceño. Malena dejó la carpeta sobre el escritorio. Al abrirla, sus ojos se clavaron en las imágenes: era la mujer que había estado con el regordete la noche anterior en el club, la profesional sexual. Estaba muerta.

Sintió un escalofrío en la nuca mientras leía el informe forense. La causa de muerte era idéntica a la de los otros casos: paro cardiorrespiratorio por excitación extrema. En la sangre, nuevamente, rastros del potente químico veterinario usado para aumentar la libido de animales. Pero había un detalle más inquietante: el cuerpo del abogado no tenía marcas, no había sido atado ni forzado. ¿Voluntario? ¿Cómplice? ¿Un fetichista más atrapado en su propio juego?

—¿Y Gabriela? —preguntó Malena.

—Está en su oficina. No la molestes por ahora, por favor —respondió Ryan, sin despegar la vista del informe.

Malena asintió y salió en silencio.

Ryan se quedó un momento en su silla, pensativo, mientras la imagen del regordete volvía a su cabeza con fuerza. Algo no cuadraba. Demasiadas coincidencias. Demasiadas muertes.

Tomó su teléfono y llamó a Ruth.

—Ruth, necesito que busques en el servidor del club… quiero que revises todos los videos donde aparezca el regordete que estaba con esa mujer. Y fíjate si se repite en otras grabaciones. Si podemos seguirle la pista, tal vez encontremos a alguien más involucrado.

—Entendido, en seguida me pongo con eso —respondió ella.

Luego marcó a Rebeca.

—Rebeca, necesito que vayas al archivo y busques entre los casos sin resolver. Fíjate si hay víctimas con patrones similares a este abogado y a la chica: muertes por paro sexual, rastros de drogas similares, situaciones vinculadas con clubes nocturnos o prácticas extremas.

—Claro, Ryan. Te envío lo que encuentre lo antes posible —dijo con tono decidido.

Colgó y se reclinó en su silla. La red comenzaba a tensarse. Las piezas estaban ahí, dispersas… pero la imagen que formaban ya empezaba a ser visible.

Y no le gustaba nada.

Oficina de Gabriela 1:50 pm

La puerta se cerró suavemente tras Malena. No había caminado ni tres pasos hacia su escritorio cuando notó que algo no estaba bien.

—¿Gabriela?

Gabriela estaba sentada en el sillón junto a la ventana, con la mirada perdida en el horizonte gris de la ciudad. Llevaba el cabello suelto, desordenado, como si hubiese pasado horas revolviéndose entre pensamientos. Al oír su nombre, alzó la vista. Sus ojos estaban cargados.

—Necesito hablar contigo —dijo con voz suave, casi temblorosa.

Malena frunció el ceño, pero se acercó. Se sentó frente a ella, cruzando las piernas con elegancia. Esperó.

—No sé qué me está pasando —empezó Gabriela, bajando la mirada—. Desde que entramos en este caso, desde los rituales, desde… Rebeca, Apolonia, Ryan, tú. Todo se mezcló, todo me cambió.

—¿Te arrepientes? —preguntó Malena, con tono neutro.

Gabriela negó despacio.

—No. Solo tengo miedo. Miedo de lo que puedo llegar a sentir, de lo que me despiertas tú, Malena. Siempre lo supe, pero ahora lo siento de verdad. Te extraño. Y te deseo.

Malena tragó saliva. Su rostro, por primera vez en mucho tiempo, se suavizó. En ella también había algo roto. Algo que solo Gabriela podía tocar sin que doliera.

—Yo también te he extrañado, Gabi. Pensé que ya no querías verme así. Que todo había cambiado entre nosotras.

—No ha cambiado —susurró Gabriela—. Solo… me escondí. Como siempre.

Hubo un momento de silencio, y luego una tensión vibrante que se deslizó entre las dos como una corriente eléctrica.

Malena se acercó. Se arrodilló frente al sillón, tomó la mano de Gabriela y se la llevó a los labios.

—Entonces mírame y dime que no quieres esto.

Gabriela no dijo nada. Solo se inclinó hacia ella, despacio, como si cada centímetro doliera… y la besó.

El primer roce fue tembloroso. El segundo, urgente.

Malena se puso de pie y la llevó con ella hasta el escritorio. Gabriela se dejó guiar, entregada. La pasión reprimida, la ansiedad contenida de tantos días, estalló con fuerza.

La camisa de Malena cayó al suelo, revelando su torso firme y tatuado. Gabriela la acarició como si estuviera redescubriendo un mapa conocido. Se desabrochó el pantalón, sin dejar de mirarla, y Malena la ayudó a quitarse la ropa interior con una delicadeza casi reverente.

—Siempre me gustaron tus caderas —murmuró Malena, mientras la levantaba para sentarla sobre el escritorio.

Gabriela abrió las piernas, invitándole. Malena se inclinó entre ellas, acariciándola con la lengua, lenta, precisa, como quien recuerda un camino con la boca. Gabriela gimió bajo, tapándose la boca para no gritar. Malena la sostenía de los muslos, sintiendo cómo el cuerpo de su amante temblaba con cada embestida de placer.

—No pares… —susurró Gabriela, con la voz rota.

Malena obedeció. La llevó al borde una vez, luego otra. Hasta que Gabriela se arqueó por completo, los ojos cerrados, el cuerpo rendido a una oleada de orgasmos largos, espasmódicos, profundos.

Cuando volvió en sí, la abrazó por la espalda.

—Nunca dejé de pensar en ti.

—Y yo en ti —respondió Malena, besando su hombro desnudo—. Pero ahora no hay marcha atrás, Gabi. Lo que viene es más oscuro. Más sucio. Y más verdadero.

Gabriela sonrió, con lágrimas en los ojos.

—Por eso quiero estar contigo.

Malena aún tenía la respiración entrecortada mientras se recostaba junto a Gabriela en el sofá. Los cuerpos aún tibios, brillantes por el sudor compartido y la tensión que al fin se había liberado. Gabriela cerró los ojos un instante, pero luego se giró y, sin decir nada, comenzó a besar el vientre de Malena con delicadeza, bajando lentamente mientras su lengua trazaba un camino suave y húmedo por su piel. Malena se arqueó un poco, sin oponer resistencia. Abrió las piernas y dejó que Gabriela se acomodara entre ellas.

El placer fue intenso, profundo. Gabriela conocía bien su cuerpo y lo recorría con una precisión que solo da la obsesión. Malena se dejó llevar, aferrándose al borde del sofá mientras su respiración se volvía un gemido contenido. Llegó al clímax mordiendo sus propios labios para no gritar, sintiendo cómo el pecho se le apretaba de placer.

Después, ambas se quedaron abrazadas un momento, envueltas en ese silencio íntimo que solo comparten los cuerpos que se han confesado con caricias.

Pero entonces, el celular de Malena vibró sobre el escritorio.

Ella lo tomó casi sin interés, aún enredada con Gabriela, pero al leer el mensaje, su expresión cambió. El remitente era Jessica.

«Quiero ver cómo te masturbas en tu oficina.»

«Obedece.»

Gabriela notó el cambio en su rostro y alzó una ceja.

—¿Todo bien? —preguntó, acariciando su muslo.

Malena asintió con una media sonrisa, se levantó desnuda y le dio un beso suave en la frente.

—Debo ir a mi oficina un momento. Tengo… algo pendiente.

Gabriela no insistió. Solo la siguió con la mirada mientras Malena se vestía apresuradamente, aunque sin disimular cierto aire juguetón en sus gestos. Se abrochó solo dos botones de la blusa y se calzó los tacones con parsimonia, como si supiera que estaba siendo observada.

Caminó hasta su oficina, cerró la puerta con llave y se recostó en la silla. Encendió la cámara del celular, lo apoyó con firmeza sobre la mesa y lo enfocó directo hacia su cuerpo. Luego, sin quitarse la ropa, deslizó la mano bajo la falda, jadeando suavemente mientras sus dedos se deslizaban por su sexo húmedo. Su otra mano acariciaba sus propios pechos por encima de la blusa abierta.

—Soy tuya… —susurró al teléfono—. Ya me marcaste.

Cuando sintió que estaba por llegar, separó un poco más las piernas y movió las caderas con más fuerza, dejando que el orgasmo la estremeciera justo frente al lente.

Envió el video sin editar, con el mensaje:

«Obedecí, dueña mía.»

Luego apagó el celular, respiró hondo y sonrió con malicia mientras se arreglaba el cabello frente al espejo. Regresó a la normalidad con la misma naturalidad con la que cambiaba de uniforme, como si nada hubiese pasado… aunque dentro de ella, todo ardía todavía.

Oficina de Ryan 10:00 pm

Ryan había estado frente a la pizarra digital, tratando de trazar conexiones entre los casos cuando Ruth entró, seguida por Rebeca, ambas con rostro serio y carpetas en mano. Sin decir mucho, Ryan se giró y les indicó que tomaran asiento.

—¿Gabriela y Malena? —preguntó Ruth, notando que solo estaban ellas tres.

—Está ocupada revisando unos documentos urgentes —respondió Ryan sin pestañear—. Y Malena está buscando registros mas muertes por esa droga relacionada con los casos

Ambas asintieron. Ruth fue directa al punto.

—Terminé de hackear el servidor de cámaras del club. Tengo acceso completo. Cada sala, cada ángulo, cada noche… todo está grabado. —Conectó su laptop y proyectó una interfaz en la pantalla principal de la oficina—. Y encontré algo.

Ryan cruzó los brazos, interesado.

—¿Qué cosa?

—La chica que apareció muerta esta mañana, la que estaba con el regordete… trabajaba para el club. —Ruth avanzó en el video y congeló una imagen—. Aquí están entrando a un privado… con otra mujer pelirroja.

Ryan se acercó más y entrecerró los ojos. El corazón le dio un vuelco.

—Jessica… —murmuró.

—¿La conoces? —preguntó Ruth, girándose lentamente.

—Sí. Y eso lo cambia todo…

Mientras aún digería esa revelación, Rebeca intervino:

—Yo estuve revisando los archivos de casos sin resolver. Usando las características del abogado y la chica, encontré al menos doce muertes similares en los últimos tres años. Mismos síntomas: paro cardiorrespiratorio por excitación extrema, rastros de drogas veterinarias, sin signos de violencia ni restricción.

El silencio que siguió fue denso, casi físico.

Ryan pasó una mano por su rostro y se dejó caer en la silla. Doce casos… y ahora Jessica en escena.

—Esto no es solo una red de extorsión sexual —dijo al fin—. Esto es algo más. Algo más oscuro… más complejo. Tenemos un asesino —o asesina— serial operando desde dentro del club. Y no lo sabíamos.

Se quedó mirando la pantalla, donde el rostro enrojecido del regordete parecía burlarse de él.

—Pero no podemos desviarnos ahora —continuó Ryan, con firmeza—. Nuestra prioridad es Gabriela. Tenemos que atraparlo. Y rápido.

Rebeca asintió.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Arma un plan sólido —le dijo a Rebeca—. Necesito que tú y Ruth seduzcan a uno de los clientes esta semana. Que se grabe todo. Si el dueño del club está detrás de eso, va a intervenir. Y cuando lo haga… caerá directo en la trampa.

Rebeca le indicó, — No hemos sabido nada de él esta semana.

Ryan se puso de pie, Toca esperar, sigan averiguando a ver que más encuentran

—Vamos por esos hijos de puta.

Oficina de la Unidad de investigaciones especiales: 11:00 pm

La jornada parecía haber llegado a su punto más denso. Ryan se recostó en su silla, con la cabeza llena de datos, rostros, sospechas… y un asesino suelto. El ambiente estaba cargado, pero no esperaba lo que vendría.

Un par de suaves golpes en la puerta de recepción interrumpieron todo.

—¿Sí? —preguntó Rebeca desde su escritorio, sin levantar la vista.

—Hola, ¿está Ryan? Le traje comida. —La voz era dulce, pero segura.

Rebeca alzó la vista… y lo que vio casi le provocó un colapso. Una joven de rostro angelical, cuerpo de diosa y curvas imposibles estaba frente a ella, sosteniendo una bolsa térmica con el logo de un restaurante saludable.

Jeans relajados, una franela con el escudo de una universidad, zapatos deportivos blancos. Llevaba el cabello suelto con unos rizos espectaculares, los lentes le daban un aire intelectual y juvenil. Era como si la sensualidad hubiera decidido disfrazarse de estudiante modelo. Aquella chica no solo era hermosa. Era jodidamente perfecta. Y lo peor: natural. El tipo de belleza que no necesita maquillaje ni poses. Le bastaba respirar para ser provocativa.

—¿Y… de parte de quién? —preguntó Rebeca, forzando una sonrisa tensa.

—De su pareja. —respondió Havana, sin perder la dulzura.

Silencio.

El interior de Rebeca estalló en llamas. Celos. Puro veneno.

Se obligó a mantener la compostura y se levantó con frialdad.

—Sígueme, por acá… —dijo, sin siquiera disimular el hielo en su voz.

Llegaron hasta la puerta de la oficina.

—Tiene visita, inspector —anunció con un tono sarcástico, sin mirar a Ryan, y giró para irse.

Ryan percibió de inmediato el tono y se le escapó una leve sonrisa ladeada, pero al ver a Havana, se iluminó por completo.

—¡¿Qué haces aquí?! —preguntó, sorprendido.

—Tenías pinta de estar encerrado todo el día. Pensé que no te vendría mal algo caliente. —Le entregó la comida con una sonrisa pícara.

—Todo lo caliente que me traigas siempre me cae bien. —Ryan le guiñó un ojo mientras cerraba la puerta.

Se sentaron a comer en la oficina, entre risas y pequeños gestos de cariño.

—Así que… ¿aquí es donde pasas tus días cuando no estás metido en la cama conmigo? —preguntó ella con sorna, mirando alrededor.

—Cualquier lugar donde pueda estar metido contigo y entre tus piernas es un buen lugar. —le respondió Ryan, bajando la voz con una sonrisa que ardía de deseo.

Ella se mordió el labio inferior, se puso de pie con un brillo en los ojos y fue directo a la puerta. Colocó el seguro sin decir palabra.

Se giró lentamente, mientras se quitaba la franela, dejando ver un sujetador deportivo ajustado que apenas contenía sus pechos firmes.

—Ven al sofá, inspector —susurró, haciéndole una seña con el dedo.

Ryan no lo pensó dos veces.

En el pequeño sofá cama de la oficina hicieron el amor con deseo contenido y miradas intensas. Trataron de no hacer ruido, pero el placer era demasiado. Cambiaron de posiciones varias veces, buscando el equilibrio perfecto entre la lujuria y la adrenalina de ser descubiertos. Ryan no recordaba haber disfrutado tanto un momento robado en medio del caos.

Pero Rebeca sí lo escuchó. Todo.

Desde su escritorio, mordía el bolígrafo con fuerza mientras apretaba los puños. Cada gemido apagado detrás de la puerta era un latigazo en su ego. «¿Su pareja? ¿En serio? ¿Una niñita de universidad que brinca como conejita en la oficina?», pensaba, masticando veneno.

Cuando finalmente salieron, más de una hora después, Ryan tenía el cabello revuelto y esa sonrisa satisfecha que le era tan característica. Havana, con su andar suelto y feliz, saludó con inocencia:

—Buenas noches, Rebeca. Un gusto conocerte.

—Igualmente… —musitó ella, forzando la mueca más hipócrita del día.

Ryan salió segundos después. Se despidió con calma, ajustándose la corbata.

—Hasta mañana, Rebeca.

—Buenas noches, inspector —le respondió seca, sin levantar la vista de la pantalla.

Pero por dentro, hervía.

Casa de Ruth y Rebeca 11:50 PM

Rebeca llegó a casa sin decir palabra. Cerró la puerta con más fuerza de la necesaria, tiró las llaves en la mesa y fue directo al baño. Ruth, que estaba preparando algo ligero en la cocina, solo levantó la vista y la siguió con la mirada. No preguntó nada. No aún.. Ruth la observó desde su sitio con el ceño fruncido.

—¿Estás bien? —preguntó Ruth con tono bajo, sabiendo que algo no estaba bien.

Rebeca lanzó un suspiro cortante y se dejó caer en su silla.

—¿Tú viste a esa chica? —dijo sin filtros—. ¿La viste? ¿La viste bien?

—¿A la que vino a traerle comida a Ryan? ¿La que dijo ser su pareja? —Ruth sonrió con cautela—. Sí… la vi.

—¡¿Y viste cómo la miraba él?! —Rebeca soltó una risita sin gracia—. Como si fuera el maldito centro del universo. Claro, con ese cuerpo, esa cara… y encima tan “simpática”.

—¿Estás celosa, Rebeca? —Ruth le preguntó sin sarcasmo, con esa mirada que la desnudaba sin tocarla.

—No sé si celosa… o jodidamente furiosa conmigo misma —respondió mientras se frotaba la sien—.

—Lo que tienes con él no es simple, Rebeca… pero tampoco estás obligada a tragártelo todo. —Ruth se levantó, caminó hasta ella, le tocó el hombro—. No tienes que ser la dura todo el tiempo.

Rebeca bajó la mirada. El silencio entre ambas fue denso, cargado de emociones contenidas.

Silencio. Un suspiro. Luego, Ruth habló con dulzura, pero firme.

—Beca… tú y yo sabemos que tú todavía sientes algo por él. Lo he aceptado desde el día uno. Pero también sabes que no es para ti. Que no era tu destino.

Rebeca se encerró y apoyó la frente contra el espejo. Su reflejo era el de una mujer hermosa, fuerte, capaz… pero en sus ojos había rabia. Celos. Dolor. dejó que el agua del grifo corriera mientras se sentaba en el borde de la bañera, respirando hondo. Escuchó a Ruth acercarse y apoyarse del otro lado de la puerta.

La puerta se abrió lentamente. Rebeca estaba de pie ahora, descompuesta emocionalmente, pero contenida.

—No sabes cómo me dolió verla —murmuró—. Es bella, joven, natural… y tiene ese aire de “no saber el poder que tiene”, pero lo sabe, Ruth. Te juro que lo sabe. Lo mueve como le da la gana. Y él… él la mira como una adicción.

Ruth se acercó y le acarició el rostro con ternura. No había reproche, solo empatía.

—Y tú eres mi adicción, Rebeca —dijo Ruth, besándole la frente—. Por eso estoy aquí. Porque a veces lo que amamos no siempre es lo que nos conviene. Yo lo viví también. Yo también tuve un “Ryan” antes de ti.

Rebeca se apoyó en su pecho, dejando caer las defensas un momento.

—No me hagas elegir entre ustedes —susurró.

—No te lo pediré —respondió Ruth con dulzura—. Pero si alguna vez decides soltar ese pasado, te prometo que este presente que tenemos puede ser hermoso. Y más real.

Rebeca la abrazó con fuerza. Luchando entre lo que fue, lo que siente… y lo que podría ser.

—¿Te quedas un rato más? —le preguntó Ruth.

—Si. Necesito… sacar esto —dijo Rebeca con una voz más rota que de costumbre.

Se encerró con llave. Encendió la luz tenue. Se miró en el espejo, se quitó el saco, desabotonó la blusa con manos temblorosas. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer herida, pero aún viva. Se metió en la bañera, dejó caer la cabeza hacia atrás. Cerró los ojos.

La escena de Havana desnudándose para Ryan le quemaba la imaginación. La risa de ella. Los suspiros que Rebeca escuchó desde el pasillo. El sofá crujiendo. El gemido ahogado de Ryan. Todo eso se mezclaba con su deseo y su rabia.

Metió la mano dentro de su entrepierna sin dudarlo. Quería sacar esa tensión como fuera. Pero cada roce era también una punzada de celos. Se imaginaba a sí misma, en ese mismo sofá… montada sobre él. Sus uñas clavadas en su espalda. Su voz diciéndole su nombre, solo el suyo.

Su respiración se aceleró. Quería más. Quería gritar. Quería golpear la pared y luego dejarse llevar. Cuando llegó al orgasmo, lo hizo con los ojos abiertos, mordiéndose los labios con furia, pensando en él. En lo que no tenía.

Salió minutos después, recompuesta, pero no en paz.

Susurró para sí misma: —Disfrútala, inspector. A veces lo dulce se vuelve veneno… y no hay antídoto para eso.

Y se acostó en la cama con Ruth abrazándola . Con el corazón encendido, y las manos aún temblando.

Capitulo 6 parte 5

Sorpresas especiales

Casa de Ruth y Rebeca 7:00AM

Despertar en la calma después de la tormenta

El sol entraba tímido por la ventana, filtrando rayos dorados que jugaban entre las sábanas y la piel desnuda de Ruth y Rebeca, aún abrazadas. Ruth sentía el peso de la tristeza y la rabia que había notado en Rebeca, y estaba decidida a disiparlas. Sus dedos recorrían lentamente la espalda de Rebeca, despertándola con caricias suaves.

—Buenos días, preciosa —murmuró Ruth, su voz ronca de deseo y ternura—. Hoy es solo nuestro día. Voy a hacer que olvides todo lo demás.

Rebeca abrió los ojos y encontró la mirada intensa y luminosa de Ruth, que vestía un conjunto Pin-up para dormir super sexy que dejaba a la vista sus lindos pechos y sus tatuajes que la hacía parecer salida de una película vintage erótica. Ella, en su estilo Lara Croft, con una pequeña franelilla blanca que se pegaba a su su figura bien definida y unos cacheteros negros que solo cubrian parcialmente sus espectaculares caderas y nalgas, irradiaba fuerza, pero ahora solo quería entregarse.

Los labios de Ruth se posaron en el cuello de Rebeca, besos lentos y ardientes que fueron bajando, explorando con delicadeza sus clavículas, sus hombros. La piel se erizó bajo el tacto y la respiración de Rebeca se volvió más profunda.

Ruth deslizó una mano entre sus muslos, encontrando humedad y deseo, mientras con la otra la atrajo hacia sí para un beso largo, intenso, que despertaba un fuego imposible de apagar.

—Eres más que capaz de provocar ese mismo deseo que viste en Havana —susurró Ruth—. Hoy te demostraré que eres igual de poderosa y seductora.

—Havana tiene su encanto, sí —dijo Ruth con voz baja, pero firme—. Pero tú… tú eres una tormenta. Una mujer capaz de despertar deseos intensos, de provocar suspiros profundos, y no solo en ellos, sino en cualquiera que cruce tu camino. No tienes nada que envidiarle.

Rebeca sintió que esa declaración le llegaba al alma, como un bálsamo que empezaba a curar heridas.

Sus cuerpos se fundieron en un baile de piel y suspiros, despojándose de ropas con urgencia y ternura. Ruth la recostó en la cama, sus manos descubriendo cada curva con hambre y admiración. Rebeca arqueó el cuerpo, entregándose, respondiendo con gemidos que llenaban el cuarto.

Los dedos de Ruth trazaban caminos de placer por toda la piel de Rebeca, mientras ella la exploraba con besos y caricias, jugando con sus pezones, sus muslos, hasta que ambas alcanzaron el clímax en un crescendo de pasión compartida.

El paseo y las compras: un juego de seducción pública

Después de ese despertar de fuego, vestidas con sus estilos inconfundibles, salieron a la calle tomadas de la mano, disfrutando de la libertad de un día sin obligaciones.

Llegaron a una boutique donde Ruth insistió en que probara varios pares de tacones. Mientras Rebeca se probaba unos altos y atrevidos, Ruth la miraba con ojos llenos de deseo.

—¿Quieres que te ayude con ellos? —susurró Ruth al oído, mientras sus dedos rozaban el muslo descubierto de Rebeca.

Rebeca sintió un escalofrío que le subía desde la piel hasta el centro de su cuerpo. Antes de que pudiera reaccionar, Ruth la llevó a una sala privada de la tienda, cerró la puerta y con urgencia empezó a besarla.

Las manos de Ruth encontraron la piel bajo la blusa de Rebeca, acariciando con hambre, desabrochando botones, mientras Rebeca respondía con sus dedos enredándose en el cabello de Ruth.

Ruth bajó un poco la falda que Rebeca había elegido, dejando al descubierto la curva perfecta de su muslo. Su boca siguió el camino con besos ardientes, mientras la lengua jugaba con la piel sensible.

Rebeca se mordió el labio, gimiendo suavemente, perdida entre la mezcla de miedo y deseo. Ruth deslizó una mano por debajo de sus pantalones de cuero, acariciando, provocando, encendiendo el fuego.

Con un movimiento delicado pero seguro, Ruth acarició con sus dedos a Rebeca, que cerró los ojos, dejándose llevar.

—Eres hermosa —le dijo Ruth, su voz entrecortada por el deseo—. Nadie más tiene esa fuerza y esa belleza juntas.

Los gemidos quedaron contenidos tras las paredes de la boutique, mientras el juego de caricias y susurros se convertía en una danza de placer clandestina, una confesión sin palabras que las unía más.

Una tarde para reconectar

De regreso en casa, exhaustas pero encendidas, Ruth preparó una cena ligera mientras Rebeca se cambiaba. Se miraron en el espejo, mirándose.

Ruth no perdió la oportunidad y empezó un nuevo juego de seducción: rozó sus dedos por la cintura de Rebeca, la tomó contra la pared, y sus labios encontraron la piel expuesta del cuello. Con cada caricia, cada palabra, cada suspiro, le recordaba que ella era la mujer que deseaba y admiraba.

Finalmente se encontraron en la habitación, la pasión las envolvió con más fuerza que nunca, explorando nuevos rincones del deseo, jugando con la luz y la sombra que su estilo Pin-up y Lara Croft les regalaban, sumergiéndose en una conexión profunda, más allá del cuerpo, en la intimidad del amor y la seducción.

Al final del día, cansadas pero radiantes, Ruth la abrazó fuerte y le dijo:

—Eres mi fuerza, mi locura y mi calma. Y hoy, más que nunca, quiero que lo creas.

Rebeca la miró con ojos brillantes, llena de amor y esperanza.

—Te quiero —murmuró—. Gracias por recordármelo.

Casa de Gabriela 7:45AM

Gabriela salió de la ducha envuelta en vapor, la piel aún perlada y tibia, el cabello húmedo cayendo con natural sensualidad sobre sus hombros. No se secó del todo. Se puso solo una bata ligera de satén negro, que dejaba entrever sus curvas con cada movimiento. Caminó descalza hasta el mueble del salón, encendió una vela de vainilla y se dejó caer sobre el sofá, con una copa de vino entre los dedos.

Afuera lloviznaba. Dentro, todo era silencio.

Apoyó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos… y los recuerdos volvieron sin permiso.

La tarde con Malena.

Después de aquella reunión tensa con Ryan, luego de su confesión sobre la extorsión del jefe, Malena la había seguido hasta la oficina, casi en silencio, con esa mirada que decía más que mil palabras. Gabriela, cansada, frustrada y vulnerable, no había querido hablar. Pero Malena la entendió. Se acercó sin decir nada, le acarició la cara con ternura… y luego, simplemente, la besó.

Y todo ardió.

Gabriela recordaba el sabor de su boca, la textura de su lengua, el roce salvaje de sus uñas en la espalda. Malena había sido fuego puro, sin pedir permiso, sin contenerse. Sobre el escritorio, contra la pared, en la silla. Gabriela se había rendido a ella por completo. Había gemido su nombre como si con eso pudiera olvidar el mundo.

Su mano comenzó a deslizarse lentamente bajo la bata. Cerró los ojos, suspiró. Pensó en la lengua de Malena, en su forma de dominarla sin palabras. Se tocó el cuello, los pechos, el vientre. Y más abajo… los dedos encontraron humedad.

—Malena… —susurró con un jadeo ahogado, mientras sus caderas comenzaban a moverse con ritmo propio, la respiración agitada.

Estaba cerca. Muy cerca.

Y entonces… el teléfono vibró.

Gabriela abrió los ojos bruscamente, contrariada, furiosa, el placer cortado en seco. Miró la pantalla… y el corazón se le detuvo por un segundo.

“El Jefe”

El deseo se transformó en tensión al instante. Apretó los dientes, secándose la mano con el borde de la bata. Con un movimiento rápido y casi instintivo, activó la función de grabación de llamadas. Lo había aprendido por instinto de supervivencia. Y esta vez… no sería diferente.

Contestó.

—¿Sí?

—Gabriela —dijo él con esa voz densa, venenosa, llena de una falsa amabilidad—. Necesito que me hagas un favor. Un favor importante… y urgente.

Ella guardó silencio, pero su cuerpo aún palpitaba.

—Quiero que retrases el juicio de Manzano. No importa cómo lo hagas. Quiero dos semanas. Ya sabes qué ocurre si decides desobedecerme.

Gabriela sintió cómo su deseo se mezclaba con una rabia sorda. Deseó tenerlo frente a frente solo para escupirle en la cara. Pero respiró hondo, y mantuvo el tono frío.

—Entendido.

—Sabía que podía contar contigo. Siempre has sido brillante. Y además… obediente.

Pausa.

—Por cierto —añadió con una voz más baja—. Esta semana irás al club. Te lo haré saber con tiempo. Tengo algo especial preparado para ti.

Gabriela tragó saliva. El corazón le latía con fuerza.

—¿Qué tipo de especial?

—Una recompensa, digamos. Algo para ti. Para que liberes un poco de esa tensión que cargas… Te gustará. Estoy seguro. Pero quiero que vayas con actitud. Impecable. Tacones altos, como te enseñé. Labios rojos. Nada debajo.

Ella cerró los ojos, deseando con todas sus fuerzas poder borrar su voz de su cabeza.

—Estaré lista.

—Eso espero. No me hagas esperar, Gabriela. Me gustan las mujeres que saben lo que son.

Y colgó.

El silencio fue un puñal. Gabriela dejó caer el teléfono sobre el sofá, se incorporó con lentitud, aún con el pulso acelerado. Se acercó a la ventana, la bata medio abierta, la piel desnuda erizada por una mezcla de rabia, humillación y deseo frustrado.

Miró la ciudad mojada tras el cristal. Su reflejo era una sombra hermosa y vulnerable. No sabía qué le esperaba en ese club, pero conocía bien al jefe. Y si había dicho que era especial… entonces sería algo inolvidable. Quizás una trampa. O quizás otra prueba para romperla un poco más.

Suspiró, tragó su orgullo, y entonces tomó el teléfono.

Escribió despacio, con los dedos aún temblando.

“Malena… te extraño. Te necesito.”

Y luego lo envió.

Casa de Malena, 7:00 AM

Malena abrió los ojos. Se estiró sobre la cama con la languidez de una gata satisfecha, pero su mente ya estaba despierta. Esa mañana asistiría, junto a su esposo, a la conferencia de Rouse, su amiga de toda la vida, y quería estar impecable. No era solo un evento académico, era un encuentro con una parte importante de su historia.

Se dirigió al baño con paso seguro, su silueta elegante y firme resaltaba incluso en el leve desorden de la habitación. Frente al espejo, se desnudó con calma, dejando caer la bata sobre el suelo como una ofrenda silenciosa al día que comenzaba.

Estaba por entrar en la ducha cuando su teléfono vibró.

“Malena… te extraño. Te necesito.”

Era Gabriela.

Sus labios se curvaron en una sonrisa. Sus dedos temblaron levemente al responder:

“Y yo a ti.”

Acompañó el mensaje con una foto: Malena, completamente desnuda, de pie frente al espejo, la pierna izquierda adelantada y el cabello aún suelto cubriéndole un solo pecho. Sus pezones erectos y la tensión en su abdomen hablaban por sí solos. Una mirada felina, directa al lente. Sensual, segura… para Gabriela.

Envió la imagen, y luego se metió a la ducha. El agua caliente cayó sobre su cuerpo y por un instante intentó olvidar todo. El trabajo. Las máscaras. Incluso a Jessica. Solo quería sentir la piel limpia, la mente despejada, el cuerpo entregado al placer más íntimo: el autocuidado.

Pero al salir, con la toalla envuelta en la cabeza y gotas aún corriendo entre sus senos, el teléfono volvió a vibrar.

Esta vez no era Gabriela.

Era Jessica.

Un solo mensaje:

“Imagínate atada a los pies de mi trono, con la boca llena, mis tacones marcando tu piel y mi risa dominando tu vergüenza. No tienes derecho a tocarte. Solo a suplicar. Obedece.”

Adjunta, una imagen que le quitó el aliento.

Jessica, sentada sobre un sillón de cuero oscuro, las piernas cruzadas con elegancia cruel. Labios rojos como fuego, mirada desafiante. Desnuda, salvo por unos tacones rojos de charol brillante y el bastón que descansaba entre sus muslos. Su postura era de poder absoluto. Malena sintió cómo su interior se estremecía, una mezcla de sumisión, deseo y ansiedad.

El pulso le latía en la entrepierna.

Apretó las piernas y tragó saliva.

Ese deseo, esa mezcla oscura de obediencia y lujuria, era como un veneno dulce que recorría sus venas.

Pero no estaba sola.

Salió del baño sin decir nada, desnuda, aún húmeda, su cuerpo reluciente como una escultura viva. Su esposo estaba en la cocina, preparando café. Al verla, se detuvo, sorprendido. No estaba acostumbrado a esa intensidad mañanera. No desde hace meses.

Malena se acercó por detrás, le pasó los brazos por la cintura y comenzó a besarle la nuca. Sus manos bajaron sin permiso, sin cortesía. Le bajó el pantalón del pijama y encontró lo que buscaba.

—Hoy me tienes caliente, ¿sabes por qué? —susurró en su oído, con una voz que no dejaba opción a resistencias.

Él negó, medio confundido, medio excitado.

—Porque me están tentando… y no pienso irme con ganas.

Lo empujó suavemente contra la mesa del comedor, lo giró y se arrodilló. No hubo juegos previos, solo deseo crudo. Lo tomó con hambre, lo lamió, lo mordió suave. Su boca era un arma de precisión, su lengua un sendero de locura. El gemido de él fue corto, contenido, pero Malena no se detuvo hasta hacerlo rogar.

Cuando se levantó, lo miró directo a los ojos.

—Ahora me vas a follar como si fuera la última vez —dijo, firme, dominante.

Y él obedeció.

La tomó con fuerza, allí mismo, sobre la mesa de madera. Ella se arqueaba, se abría, lo guiaba como si supiera exactamente lo que necesitaba. Se subió sobre él, lo montó con un ritmo rápido y sensual. Sus pechos saltaban con cada embestida, el cabello mojado pegado a su espalda. Gritó sin vergüenza, sin contenerse, dejando salir no solo su placer, sino toda la rabia, la frustración… y la lujuria que le habían sembrado Gabriela y Jessica.

Llegó al orgasmo con un grito desgarrador, temblando, con las uñas clavadas en la espalda de su esposo.

Cuando terminó, se dejó caer sobre él, jadeando, satisfecha.

—¿Qué te pasa últimamente? —preguntó él entre risas, aún sin aliento—. Estás… desatada.

Malena sonrió, sin responder.

Pensó en Jessica. Pensó en Gabriela. Pensó en la conferencia.

Y supo que el día apenas comenzaba.

Casa de Ryan 6:30 AM

El primer rayo de sol se coló por entre las persianas y fue a descansar sobre la piel dorada de Havana. Ryan despertó lentamente, antes que ella, lo cual no era habitual. Al girar el rostro la vio allí, dormida, con una pierna cruzada sobre la suya, completamente desnuda. Su cuerpo, relajado y perfecto, parecía esculpido por la luz misma.

Se quedó unos segundos contemplándola, como si no pudiera creer que esa mujer estaba en su cama, en su vida… y en su corazón.

Pero aquella mañana era importante: la conferencia de Rouse, un evento que él no quería perderse por nada. Se levantó con cuidado, tratando de no despertarla. Entró al baño, se duchó con agua tibia, se afeita con precisión. Al salir, escogió su mejor camisa, una corbata impecable, zapatos relucientes. Parecía un actor de Hollywood a punto de pisar la alfombra roja.

Ya en la cocina, comenzó a preparar el desayuno: café fuerte, huevos revueltos con jamón, pan tostado… un gesto sencillo pero íntimo.

Y entonces la vio.

Havana, casi flotando por el pasillo, caminaba descalza con esa alegría suya que llenaba cualquier espacio. Bailaba, sonreía, su melena desordenada, su cuerpo libre, solo cubierto por un diminuto hilo deportivo que apenas rozaba su entrepierna. Sus pechos firmes, su vientre plano, esa energía natural que desprendía… Ryan sintió que el aire se volvía más denso, más caliente.

Ella se le acercó, le rodeó el cuello con los brazos y le dio un beso lento, sabroso.

—Buenos días, guapo —susurró, rozando sus labios con los de él.

Ryan se dejó besar, sonriendo. Ella lo miró con ojos brillantes, y le dijo al oído:

—Te ves tan atractivo esta mañana… ¿de verdad piensas que podré dejarte salir así?

Comenzó a acariciarlo por debajo de la camisa, a besarle el cuello, a deslizar su cuerpo contra el de él como una gata en celo. Ryan intentó resistirse.

—El desayuno…

—Puede esperar —lo interrumpió, mordiéndole suavemente el lóbulo de la oreja.

Lo empujó con suavidad hasta que su espalda chocó con la encimera. Entonces se agachó frente a él, desabrochó el cinturón y lo liberó. Su lengua era directa, precisa, cálida. Lo besó como si lo conociera de toda la vida. Como si su boca estuviera hecha para él.

Ryan soltó un gemido ronco. Le tomó la cabeza, le acarició el cabello. Cuando ella se puso de pie, él la giró y la subió sobre la mesa de la cocina. Se la apartó el hilo como si fuera papel de regalo, y la penetró de un solo golpe, profundo y firme.

—Mírame —le dijo él—. Esta mañana te siento mía… como nunca.

Havana se aferró a su espalda, rodeándolo con las piernas. El sonido de la piel contra la piel, los jadeos, los besos desesperados. Ella se corrió primero, gritando su nombre, y él la siguió unos segundos después, enterrando el rostro en su cuello.

Rieron, exhaustos, y terminaron comiendo el desayuno en la cama, entre sábanas revueltas y besos tibios.

Luego ella fue a ducharse. Ryan quedó sentado en el borde de la cama, recuperando el aliento.

Entonces escuchó su voz desde el baño.

—¡Ryan! Ven… necesito ayuda…

Entró, curioso. La encontró bajo el agua, completamente empapada, con el cabello pegado al rostro, los ojos brillando de lujuria.

—Estoy demasiado caliente —dijo ella, tirando de su brazo para meterlo bajo la ducha—. Necesito a mi hombre…

Se lo dijo al oído, y luego lo miró con una mezcla de ternura y perversión.

—Hazme todo lo que le hiciste a Mía en esa ducha. No me escondas nada… quiero sentirlo todo.

Eso lo encendió.

Ryan la tomó por la cintura, la giró, la levantó contra la pared. La besó con rabia, con fuego. Su lengua era una promesa húmeda. Le mordió el cuello, le chupó los pezones, bajó por su vientre hasta que su boca se perdió entre sus piernas. Havana jadeaba, se aferraba a las paredes como si se derritiera. Luego, con fuerza, la penetró por detrás, mientras ella le gritaba:

—¡Más fuerte! ¡Así, así me gusta!

El agua corría, los cuerpos chocaban, el vapor llenaba la ducha como una nube de pasión. Era sexo intenso, sucio, desenfrenado, pero también había ternura. La forma en que él la miraba entre embestidas, la forma en que ella lo besaba incluso mientras gemía… era una mezcla perfecta.

Cuando terminaron, ella quedó temblando entre sus brazos. Lo abrazó, apoyó la frente en su pecho. Se sentía protegida… amada.

Minutos después, Ryan salió del baño y se vistió con calma. El traje le quedaba perfecto, la corbata ajustada con elegancia. Se miró al espejo y sonrió.

Antes de salir, se acercó a ella, que aún terminaba de secarse el cabello.

—Tengo algo que pedirte… y si me dices que no, lo entenderé.

Ella lo miró, curiosa.

—¿Qué cosa?

—Me gustaría que trajeras tus cosas y… te quedes a vivir conmigo.

Havana se quedó en silencio.

La frase la tomó por sorpresa. Sus ojos se humedecieron ligeramente. No sabía qué decir. Solo lo abrazó con fuerza, lo besó profundamente, como si la respuesta estuviera en sus labios.

Ryan la miró a los ojos y, con una sonrisa suave, le dijo:

—Piénsalo, por favor.

Luego salió, directo hacia la clínica y la conferencia, dejando detrás el aroma a café, a sexo… y a una promesa de futuro.

Sala de conferencias de la clínica: 11:00 am

El evento había comenzado con puntualidad suiza. Médicos, terapeutas, periodistas, inversores y estudiantes llenaban las butacas. Todo estaba perfectamente organizado: pantallas gigantes, traducción simultánea, café gourmet en los pasillos, y un equipo de seguridad más atento que discreto. Era un evento formal, elegante, con cierto aire de intelectualidad contenida.

Ryan llegó vestido como si caminara sobre la alfombra roja. Su traje azul marino a medida, con la corbata ajustada con precisión quirúrgica, le daba el aire de un actor de Hollywood en su versión más sobria. Havana le había ayudado con la elección. Y, aunque ella no asistió al evento, su perfume aún le acariciaba la piel.

Caminó con paso firme por los pasillos hasta llegar al salón principal. Allí, en el escenario, Rouse brillaba.

Vestía un vestido negro ajustado, elegante pero provocador, que resaltaba sus curvas con una precisión casi obscena. Las botas negras de tacón aguja, idénticas a las que solía usar en sus noches de juventud, parecían una declaración silenciosa de intenciones. Su peinado recogido dejaba ver la fuerza de su cuello, y su maquillaje acentuaba unos labios diseñados para pecar.

Ryan se sentó al fondo, discreto. Pero sus ojos no se apartaban de ella.

Poco después, vio llegar a Malena acompañada de su esposo. Ryan lo reconoció de inmediato.

—¡No jodas! —dijo Ryan al verlo—. ¿Tú? ¿Después de tantos años?

El hombre giró y sonrió con una mezcla de sorpresa y gusto.

—¡Ryan, hermano! ¡Qué locura! —le respondió, estrechándole la mano con fuerza—. Pensé que te habías ido del país o que te habías hecho monje.

—Casi. Pero me atraparon los pecados capitales… —bromeó Ryan.

—Vaya, se juntaron los viejos amigos —dijo Malena, fingiendo sorpresa.

—Claro —respondió Ryan—. Tú y él ya estaban juntos desde adolescentes… y Rouse y yo también… ¡Qué época!

—Y eso que ahora no somos precisamente monjas —dijo Malena con una sonrisa venenosa.

En ese momento, Rouse se acercó al grupo, radiante.

—¿Están todos reunidos aquí conspirando sin mí?

—Faltabas tú, la reina de las conferencias —dijo Ryan, dándole un beso en la mejilla—. Qué gusto verte así, tan… poderosa.

—Y tú tan bien vestido… —le susurró ella al oído, rozándole disimuladamente el pecho con su mano mientras pasaba a saludar a los demás.

Hubo un silencio leve, lleno de electricidad.

—¿Recuerdan aquellas noches en la carpa, en la isla? —dijo Malena—. Las fiestas, el ron, la locura…

—Sí —añadió Ryan—. Algunas orgías deberían tener nombre propio. Como huracanes.

El esposo de Malena soltó una carcajada incómoda.

—Siempre fuiste un poeta, Ryan.

—Un cronista de la perdición —agregó Rouse, cruzando miradas con él.

La conversación se llenó de risas y anécdotas agridulces. Viejas historias, insinuaciones disfrazadas de nostalgia, silencios más intensos que las palabras. Todos sabían demasiado. Todos callaban algo.

Y mientras hablaban, Ryan no dejaba de observar a Rouse: su cuello, sus manos, sus botas que se cruzaban con lentitud calculada.

Malena, por su parte, no se quedaba atrás. Sus ojos se clavaban en Ryan como dagas dulces, cada gesto suyo tenía algo de reto, algo de seducción oculta tras la sonrisa.

—Voy a buscar otra copa de vino —dijo el esposo de Malena, rompiendo el embrujo por un instante.

—Ve, amor —dijo Malena sin siquiera mirarlo.

Cuando se alejó, Ryan soltó en voz baja:

—Parece que algunos seguimos buscando emociones fuera del matrimonio… Se verían lindos los tres: Gabriela, tú y él.

Malena lo miró de reojo, con una sonrisa que decía más que mil palabras.

Rouse se mordió el labio aunque no entendía de qué hablaban.

Y Ryan supo que la noche apenas comenzaba.

Más tarde – Oficina privada de Rouse

La oficina de Rouse era sobria y minimalista, pero elegante. Libros ordenados al milímetro, diplomas enmarcados, y un enorme ventanal con vista al jardín interior.

Cuando quedaron solos, ella cerró la puerta con llave.

—No dije todo lo que quería decirte —dijo Rouse, acercándose.

—¿Y qué querías decirme?

—Que te deseo demasiado—susurró, antes de besarlo con una intensidad que desbordaba palabras.

Lo besó con hambre, sin pausas ni titubeos. Ryan respondió con la misma urgencia. Rouse lo empujó hacia su escritorio, como si cada paso fuera una liberación, una venganza contra todo lo que había callado. Subió de un salto, con las piernas abiertas, dejando que el vestido se recogiera sin pudor.

No llevaba ropa interior.

—¿Esto es por mí o por la conferencia? —bromeó él, con los dedos deslizándose por su muslo.

—Es por todas las veces que soñé con esto —jadeó ella—. Fóllame como aquella noche en la playa. O más duro.

Ryan no necesitó más.

La penetró de un solo empuje. Rouse se arqueó con un gemido desgarrador, entre el dolor dulce del deseo acumulado y el gozo de la entrega total. Él la sujetó con fuerza por la cadera, embistiéndola con un ritmo brutal, salvaje, casi furioso.

—¡Sí… así! —gritaba ella— ¡Duro! ¡Hazme tuya!

El sonido húmedo de sus cuerpos chocando llenaba la oficina. Las botas de Rouse golpeaban el borde del escritorio. Los libros cayeron, desparramados como los pensamientos. Ryan la mordía con fuerza: el cuello, los hombros, los senos, sin pudor. Ella lo arañaba con desesperación, le susurraba obscenidades, le pedía que no se detuviera nunca.

—Quiero que me rompas… como antes, como siempre… —decía entre gemidos.

Se volteó con agilidad felina, poniéndose en cuatro sobre el escritorio. Ryan se arrodilló detrás de ella, y volvió a penetrarla con brutalidad. Sus manos sujetaban las caderas de Rouse como si fuera a partirla en dos.

Ella se tocaba, se miraba en el reflejo del ventanal, se sabía deseada y deseante.

Cuando él estaba a punto de correrse, Rouse se giró y cayó de rodillas. Lo tomó entero en la boca, devorándolo con hambre, como si fuera la última vez. Ryan se vino mientras ella lo miraba desde abajo ofreciendo sus pechos, con los labios abiertos, tragando todo sin apartar los ojos.

—Mierda… —susurró él, sin aire.

Rouse se levantó con las mejillas encendidas, con el cabello revuelto y la mirada feliz.

—Dios… siempre supiste tocarme así…

—Porque tú siempre supiste rendirte —respondió él, acariciándole el rostro.

Se vistieron en silencio. Ella fue al espejo a retocarse el maquillaje, aún con las mejillas encendidas. Ryan paseó la mirada por la oficina, satisfecho… hasta que algo lo detuvo en seco.

Una foto enmarcada.

Rouse en la playa, radiante. Sus hijos junto a ella. Y a su lado… su esposo.

Ryan se acercó con lentitud.

Lo reconoció al instante.

Era el mismo hombre del club.

El regordete risueño.

El que había salido de una habitación con una joven vestida de colegiala.

Su estómago se revolvió.

Lo había visto con otros ojos esa vez… pero ahora todo encajaba.

El esposo de Rouse era infiel.

Y ella no lo sabía.

Quizás porque estaba volcada en su carrera.

Quizás por los niños.

Quizás por él… por Ryan.

No dijo nada.

Solo respiró hondo.

Guardó silencio.

Y la miró mientras ella se aplicaba un poco de brillo en los labios, inocente, enamorada…

Ajena al huracán que se avecinaba.

“¿Y si está involucrado con lo del club? ¿Y si las muertes, los chantajes… también lo salpican a él?”

Ryan sonrió con disimulo.

Pero algo se apagó en su mirada.

Bar Domina – Post conferencia

La noche apenas comenzaba, pero el Bar Domina ya vibraba con una sensualidad densa, casi palpable. Luces rojas, sombras suaves, cortinas de terciopelo y un olor inconfundible a deseo contenido. Ryan entró primero, saludado por el bartender como un viejo cliente VIP. Aunque ni Ruth ni Rebeca estaban esa noche, todo el personal sabía quién era. Le ofrecieron un reservado en la planta alta, con vista a la pista y acceso directo a los cuartos privados.

—¿Este lugar era así cuando veníamos de jóvenes? —bromeó el esposo de Malena, asombrado.

—Era más oscuro, más sucio… y más divertido —soltó Malena con una risa cargada de doble sentido.

Rouse se quitó el abrigo y reveló su vestido negro, ajustado, con un escote profundo que provocó un leve tartamudeo en el esposo de Malena. Ryan lo notó. Ella también.

—Te ves preciosa —le susurró Ryan al oído, con ese tono que la hacía derretirse desde la adolescencia.

Rouse cruzó las piernas, dejando que la raja del vestido mostrará sus muslos. Llevaba de nuevo esas botas negras que le gustan tanto. Las mismas que Ryan siempre quiso arrancarle a mordiscos.

La conversación en la mesa fue animada… al principio. Risas, anécdotas, recuerdos compartidos entre cuatro personas que se conocían demasiado. Pero poco a poco, el alcohol y los gestos comenzaron a filtrar el verdadero juego.

Malena ya había llegado con una carga eléctrica en el cuerpo. Apenas una hora antes había recibido una foto de Gabriela frente al espejo: desnuda, húmeda, con una toalla apenas cubriéndole los pezones, y el texto: “Pensando en ti… 😈”. Y luego, Jessica. Otra foto. Esta vez en lencería negra con una copa de vino entre los muslos, sonriendo con esa boca sucia que siempre parecía mandarlo todo al carajo, y un mensaje corto: “Obedece”.

Malena sintió que el clítoris le latía con cada vibración del teléfono.

—¿Qué miras tanto? —le preguntó Rouse, con un gesto cómplice.

—Pecados —respondió Malena, guiñandole un ojo, cruzando lentamente una pierna sobre la otra.

—¿Otra vez Gabriela o ahora es Jessica? —intervino Ryan con sorna.

—Ambas. Y tú sabías. Tú siempre supiste —le devolvió Malena, bajando el tono de voz mientras tomaba un sorbo de vino.

Rouse tragó saliva. Su mente giraba como una ruleta caliente. Desde que había vuelto a sentir el cuerpo de Ryan dentro de ella, algo se había roto… o se había liberado. Ya no pensaba con culpa. Pensaba con hambre.

—¿Te acuerdas cuando hicimos ese juego en la playa? —soltó Ryan, mirando a Malena— Ese donde cambiamos parejas por una noche.

—Oh, claro… la noche de los shots de ron y el tarot —rió Malena, echando la cabeza hacia atrás—.

—¿Y te gustó? —preguntó Ryan, sin filtro.

—No lo olvido —susurró ella, chupando el borde de la copa.

El esposo de Malena carraspeó incómodo. No estaba preparado para ese nivel de libertad, pero no quería parecer menos. Aunque sabía que su esposa tenía un lado oscuro, nunca la había visto tan… desatada.

—¿Y tú, Rouse? —preguntó Malena, girándose con malicia— ¿Todavía te gusta mirar?

—Más que antes —dijo Rouse, bebiendo de un solo trago lo que quedaba en su copa.

Ryan sonrió. Malena también.

Un silencio lleno de insinuaciones se posó sobre la mesa como una sábana húmeda.

—¿Vamos arriba? —propuso Ryan— Tienen un reservado más privado. Y mejor vista.

El esposo de Malena miró a su mujer. Ella le sostuvo la mirada, desafiante. No dijo nada. Solo se levantó, con una sonrisa que decía “sígueme si puedes”.

Rouse se puso de pie también. Sus botas resonaban en la escalera como tambores tribales.

Una vez en la sala VIP, con cortinas cerradas, luces bajas y música suave, todo cambió.

Las miradas se volvieron caricias.

Las palabras se volvieron gestos.

Malena fue la primera en moverse. Se sentó sobre las piernas de Ryan, con la copa aún en la mano, y le susurró algo al oído. Luego miró a su esposo y a Rouse.

—¿Jugamos como antes?

Rouse no respondió con palabras. Se acercó y besó al esposo de Malena. Lento. Inesperado. Él se tensó un segundo, luego respondió con torpeza.

Malena miraba mientras se mordía el labio. Ryan la tenía tomada por la cintura, excitado. El ambiente se cargó de electricidad pura.

En minutos, las manos ya volaban.

Malena se desnudó de forma provocadora, dejando caer su vestido como si fuera una ofrenda. Llevaba un conjunto de encaje blanco y unos tacones de infarto. Rouse no se quedó atrás: se quitó las botas, luego el vestido, dejando a la vista su cuerpo maduro, firme, Su mirada era fuego.

Ryan se inclinó hacia Malena, mientras Rouse bajaba el cierre del pantalón del esposo de Malena y le besaba el abdomen. El intercambio era un hecho. Y no había vuelta atrás.

Rouse se puso sobre él, montándolo con fuerza. Malena se arrodilló frente a Ryan, lo liberó, y comenzó a chuparlo con hambre acumulada. Alternaba lengua, labios y garganta, mirándolo desde abajo.

—Mierda… —susurró Ryan, jadeando— Siempre fuiste una diosa para esto.

—Y tú siempre supiste domarme —respondió ella, tomando aire para volver a tragarlo entero.

Rouse cabalgaba al esposo de Malena, con movimientos circulares, lamiéndose los labios, gimiendo sin pudor. Su mirada cruzó la de Ryan. El deseo, el morbo, la complicidad… todo estaba ahí.

Malena se giró, dándole la espalda a Ryan, y se sentó sobre su miembro erecto, deslizándose lentamente, como una serpiente que se alimenta del fuego.

Él la sujetó de las caderas, la penetró con fuerza. Ella gritó. Rouse también. Los gemidos llenaban la sala, mezclados con el sonido de piel contra piel, jadeos y frases sucias.

—¡Más! —pedía Rouse— ¡No pares!

—¡Hazme tuya! —gritaba Malena— ¡Duro, Ryan! ¡Como en la carpa!

Las dos mujeres llegaron al clímax casi al mismo tiempo. El cuarto se llenó de cuerpos temblorosos, de aliento caliente, de sexo desbordado.

Ryan acabó dentro de Malena. El esposo de Malena terminó en los pechos de Rouse. El suelo quedó manchado de vino y deseo.

El silencio que vino después fue tan intenso como el pecado cometido.

—Estamos jodidos —dijo Ryan, mientras encendía un cigarrillo.

—Estamos vivos —respondió Rouse, desnuda sobre el sofá.

Malena se acomodó el cabello, aún jadeando. En su teléfono, otra foto de Jessica acababa de llegar. Esta vez con una frase: “¿Fuiste bueno esta noche… o tengo que castigarte?”

Ryan la leyó por encima del hombro.

—¿Y ahora?

—Ahora… —sonrió Malena, mientras se recostaba desnuda sobre Ryan— que venga lo que tenga que venir.

Ryan tragó saliva.

El esposo de Malena, aún respirando con dificultad, se dejaba caer en el sofá cercano, con el torso brillante de transpiración. Rouse, sentada frente a ellos, seguía acariciándose. Sus dedos se deslizaban lentos sobre su sexo, y su otra mano sujetaba un vaso con ron como si le diera valor. Los pezones de sus perfectos pechos erguidos mojados aun por el semen del esposo de Malena. Su mirada estaba fija en la escena, entre excitada y pérdida.

—Me están tentando —dijo él, sonriendo.

—No —corrigió Malena, deslizándose sobre su pecho, desnuda—. Te estamos retando.

Se giró entonces, a cuatro patas, y se acercó al esposo, quien ya comenzaba a recuperar la firmeza entre las piernas gracias al espectáculo que le ofrecía Rouse y Malena. Lo tomó con una mano firme, segura, y comenzó a jugar con él mientras acariciaba el abdomen de Ryan con los pies, provocando con sus uñas pintadas, con los tacones aún a un lado, como si supiera que el solo hecho de tocarlos lo excitaba aún más.

—Vamos… los dos. Juntos. —susurró.

Ryan la observó con deseo ardiente. Su erección comenzaba a revivir como reflejo. El esposo de Malena sonrió, y se dejó llevar.

Malena se colocó lentamente sobre Ryan, lo montó con un gemido bajo, dejando que la penetrara con lentitud. Arqueó la espalda como una diosa invocando placer. Se movió un poco, preparándose.

—Ahora tú… —le dijo al esposo, mirando sobre su hombro—. Lento. Y firme.

Lo que vino después fue una danza entre cuerpos, respiraciones entrecortadas, y gemidos contenidos. La tensión en la habitación creció hasta volverse insoportable. Rouse no parpadeaba. Su mano se movía más rápido entre sus piernas, los labios entreabiertos, y el vaso casi vacío.

Malena gemía entre los dos hombres, con los ojos cerrados y las uñas clavadas en los muslos de Ryan. La doble sensación la rompía por dentro, la expandía en todos los sentidos. La boca entreabierta buscaba aire, placer, delirio.

Ryan sentía la presión, el calor, la humedad, y el temblor de Malena al borde del colapso. Cada movimiento era salvaje, profundo. El esposo de Malena embestía desde atrás con fuerza controlada, sus caderas golpeando con ritmo. Era un acto de entrega absoluta, sin celos, sin miedos. Solo deseo, puro y crudo.

—Dios… me voy a correr —gimió Malena, temblando—. Los dos… ¡Sí, así! No se detengan… ¡no paren!

Rouse, mirando la escena desde su rincón, no aguantó más. Se acariciaba los senos al descubierto y se pellizcaba los pezones, se corrió con un gemido ahogado, mordiendo sus propios labios, con los ojos fijos en los tres cuerpos fundidos en la cama.

Malena cayó hacia adelante, sobre Ryan, con los pechos pegados a su pecho, mientras aún lo sentía dentro. El esposo de Malena terminó segundos después, jadeando, apoyado en la espalda de ella. Fue intenso. Fue brutal. Fue perfecto.

Hubo silencio. Un silencio cálido, húmedo, eléctrico.

Malena se estiró como una gata saciada, se acomodó el cabello y tomó el teléfono de nuevo. Otra notificación de Jessica acababa de llegar. Esta vez solo tres palabras:

“Vas perdiendo, zorra.”

Malena soltó una carcajada peligrosa y miró a Ryan con los ojos encendidos. Y tomó una foto donde se veía el cuerpo de ella entre el cuerpo de Ryan y su esposo y la mando. “Supera esto”

—¿Y ahora? —repitió él, sonriendo.

Ella se recostó desnuda sobre su pecho, con el cuerpo aún temblando.

—Ahora… que venga lo que tenga que venir.

El cuerpo de Malena yacía recostado a un lado, completamente rendido, con los labios entreabiertos y la respiración aún agitada. Ryan acariciaba su cintura desnuda con suavidad, cuando sintió los pasos de Rouse acercarse desde el rincón.

Estaba desnuda, sin vergüenza. Lenta. Decidida. Una loba en su propio despertar.

—¿Y yo? —preguntó, con una media sonrisa, mientras se subía al borde de la cama—. ¿Creyeron que solo iba a mirar?

Ryan la miró con deseo renovado. El esposo de Malena, aún recuperando el aliento, la observó con admiración. Siempre le había parecido hermosa… pero ahora la veía distinta. Desatada. Dueña de sí misma.

—Quiero jugar también —susurró Rouse, sentándose a horcajadas sobre Ryan, acariciando su pecho—. Quiero recordar quién soy cuando dejo de pensar en todos menos en mí.

Ryan acarició su espalda mientras ella lo besaba con hambre. Sus bocas se encontraron como si hubieran estado esperando todo este tiempo. Lentas al principio, luego desesperadas.

El esposo de Malena se acercó por detrás, besando el cuello de Rouse mientras sus manos se deslizaban por sus caderas. Ella no se detuvo. Cerró los ojos y dejó escapar un gemido ahogado.

—No se peleen —murmuró ella, provocadora—. Esta vez, soy toda suya.

Ryan la guió con cuidado y la penetró con lentitud. Ella gimió, arqueando la espalda, sin dejar de acariciar al otro hombre. Sus dedos firmes lo tomaron y comenzaron a provocarlo, a jugar con él como si supiera exactamente cómo traerlo de vuelta.

—Quiero sentirlos a los dos —susurró—. Como lo hicieron con Malena, pero sin miedo. Sin culpa.

Los cuerpos comenzaron a moverse con ritmo creciente. Rouse cabalgaba a Ryan con maestría, mientras el otro hombre se acomodaba detrás de ella, besando su espalda, acariciando sus glúteos, preparándola con lentitud. Sus dedos, húmedos y seguros, exploraron su otra entrada, con paciencia, con mimo, hasta que sintió cómo ella misma empujaba hacia atrás, invitándolo.

—Hazlo —pidió ella, sin titubeos—. Despacio… pero hazlo.

Y lo hicieron.

La doble sensación la desarmó por completo. Se aferró a Ryan con fuerza, clavándo las uñas en sus hombros, mientras gemidos intensos salían de su boca sin censura. Estaba llena. Completamente.

—Mierda… —susurró—. ¡Sigan! ¡No paren!

El ritmo se volvió más profundo. Más sucio. Más real. Ryan y el otro hombre se coordinaron instintivamente, como si compartieran una melodía que solo ellos entendieran. El cuerpo de Rouse temblaba entre ellos, entregado por completo. Era como si estuviera quemando todos sus fantasmas con cada embestida, como si estuviera sanando a través del placer más absoluto.

Sus pechos rebotaban con fuerza. El sudor resbalaba por su espalda. Y entre sus jadeos, un grito de clímax desgarrador inundó la habitación.

Rouse se vino como nunca antes. Con lágrimas en los ojos y la boca entreabierta, cayó sobre Ryan, temblando, aún sintiendo dentro de sí la presión deliciosa de ambos hombres.

Nadie habló por unos segundos. Solo se escuchaban las respiraciones agitadas, el pulso acelerado, y el eco de algo que no era solo sexo… sino liberación.

El esposo de Malena se dejó caer sobre la cama, a un lado. Ryan acarició la espalda de Rouse, que ahora se reía entre suspiros.

—Eso… era lo que necesitaba —dijo, aún jadeando.

—Y lo que merecías —añadió Ryan, besándole el hombro.

En el teléfono de Malena, Vibró otra vez sobre la mesa, otra foto de Jessica acababa de llegar.

Esta vez sin frase.

Solo su cuerpo… y una fusta en la mano.

Casa de Rouse:

La noche había caído por completo cuando Rouse cruzó el umbral de su casa. El aire frío le golpeó el rostro, como un choque brutal que contrastaba con el incendio que aún ardía bajo su piel. Cerró la puerta con un leve suspiro, un suspiro que llevaba en sí la mezcla compleja de excitación, culpa, miedo y deseo. Aquella noche había sido una tormenta, un huracán que había sacudido cada rincón de su ser, pero ahora, en la soledad, la calma era apenas un espejismo.

Con pasos lentos, casi temblorosos, se acercó al cuarto de sus hijos. A través de la puerta entreabierta, los vio dormir, sus rostros suaves iluminados por la luz pálida de la luna. La ternura se mezcló con un nudo en la garganta, porque ellos eran su mundo, su ancla, pero también la barrera que la mantenía prisionera. Quiso acariciar sus cabezas, susurrarles que todo estaría bien, mientras en su mente bullían pensamientos que nadie debía conocer.

Cuando llegó a su habitación, la escena la golpeó con una intensidad punzante. Su esposo dormía plácido, ajeno a la tormenta que ella guardaba dentro. Lo observó en silencio, sintiendo una mezcla amarga de amor y frustración. Recordó esas noches en las que ansiaba que él la tomara con la urgencia que sentía ahora, que la poseyera con ese fuego que solo Ryan había despertado en ella. Su cuerpo pedía a gritos esa intensidad, ese abandono total, pero el silencio y la distancia de su esposo eran un muro impenetrable.

Sin hacer ruido, se deslizó hacia el baño. Encendió la luz tenue, mirándose en el espejo con ojos que reflejaban un deseo voraz y una melancolía profunda. Sus dedos recorrieron lentamente su cuello, bajaron por la clavícula, evocando el eco de las caricias de aquella noche, la mordida suave de Ryan en su piel, la pasión desenfrenada que la había consumido. El calor todavía palpitaba en cada fibra de su cuerpo, como un tatuaje invisible que solo ella podía sentir.

Se mordió el labio inferior, dejando escapar un suspiro cargado de anhelo. Cerró los ojos y se permitió recordar, dejar que las imágenes de Ryan y sus manos firmes, sus labios ardientes, la dominaran de nuevo. Su respiración se volvió más profunda, entrecortada, mientras imaginaba el roce de su piel, la urgencia de sus embestidas, la sensación de ser completamente deseada y entregada.

“Esto apenas comienza”, murmuró para sí misma, con una sonrisa que mezclaba determinación y lujuria. Sabía que no podía renunciar a ese fuego, a esa necesidad de sentirse viva y completa. La rutina, la maternidad, la esposa modelo… todo eso quedaba atrás cuando se entregaba a esa pasión prohibida. Su cuerpo la reclamaba, y ella estaba dispuesta a seguir ese llamado, aunque el mundo entero conspirara para detenerla.

La humedad se acumuló entre sus muslos mientras sus dedos trazaban líneas invisibles, explorando el deseo que la consumía. Se imaginó de nuevo en los brazos de Ryan, perdida en ese vaivén salvaje, sintiendo el éxtasis y la ternura entrelazados en cada suspiro. Cada pensamiento la encendía más, cada fantasía la empujaba a vivir sin límites.

Cuando finalmente salió del baño, Rouse sabía que aquella noche y las que vendrían serían diferentes. El brillo del teléfono la distrajo. Otro mensaje de Malena, esta vez con una foto sensual y un simple “Te estoy viendo, hermosa”. Rouse sonrió con complicidad y una chispa de deseo renovado. Contestó con un emoji pícaro y una frase cargada de promesas: “Esto apenas comienza”.

Casa de Malena:

La puerta se cerró tras ellos con un suave clic. Malena, aún con el eco de la noche vibrando en su piel, se dejó caer sobre la cama. Su esposo, agotado pero satisfecho, se acomodó a su lado.

Ella lo miró con una mezcla de cariño y sorpresa. Había estado expectante toda la noche, sin saber qué esperar, y él había respondido con una pasión y entrega que la dejaron gratamente sorprendida.

—Nunca imaginé que podrías ser así —le susurró, acariciándole el pecho—. Me has sorprendido.

Él sonrió, un poco tímido, pero orgulloso.

—¿Y tú? ¿Te has divertido?

Malena asintió, ladeando la cabeza. Luego, su expresión se tornó un poco más seria, más pensativa.

—¿Qué piensas del poliamor? —preguntó de repente, mirando directo a sus ojos.

Él frunció ligeramente el ceño, sorprendido por la pregunta, pero luego respondió con sinceridad.

—Nunca lo había considerado mucho… pero si es algo que nos puede hacer felices y fortalecer nuestra relación, estoy dispuesto a intentarlo contigo.

Malena sonrió, aliviada y emocionada.

—Entonces, hay alguien más… una mujer que seguro te gustaría —dijo con una sonrisa cómplice—. Una mujer con experiencia, seductora, que sabe lo que quiere. Una verdadera MILF.

El silencio se hizo en la habitación. Él la observó, sopesando la propuesta.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó él, intrigado.

—Que iremos descubriendo juntas —respondió Malena, abrazándolo—. Que el deseo y el amor no tienen por qué ser en exclusiva.

Se abrazaron, sintiendo que aquella conversación abría una nueva puerta, un nuevo camino para los tres, donde la pasión y la confianza podían crecer sin límites.

Casa de Ryan: 2:50 am

Ryan entró a la casa de Mia con una mezcla de agotamiento y necesidad de desconexión. La música retumbaba suavemente desde la sala, las luces bajas y cálidas creaban un ambiente íntimo y cargado de promesas. El aroma a perfume dulce y alcohol flotaba en el aire, intoxicante y embriagador.

Cuando cruzó la puerta, vio a Mia, y la imagen lo impactó. Ella vestía como camarera de Hooters: una franela ajustada de la universidad que apenas cubría sus curvas generosas, corta y ceñida, dejando a la vista sus piernas torneadas y su piel sedosa. Estaba descalza, y sus pies se movían con la gracia torpe y sensual de quien ha bebido más de lo debido.

Mia lanzó una carcajada ronca, ojos vidriosos, labios rojos y brillantes, deslizándose hacia Ryan con una sonrisa que era a la vez un reto y una invitación a perder el control.

Ryan pudo notar las marcas de una pasión reciente en ella: la piel roja en el cuello, las mejillas sonrosadas, la forma en que se movía con languidez y esa mirada profunda que confirmaba lo que él sospechaba: que Mia ya había sido conquistada y entregada al novio y al amigo con quienes estaba esa noche.

A un lado, Havana se movía al ritmo de la música. Sus pasos eran cada vez más lentos, su cuerpo más suelto, más entregado al calor que le provocaban las copas que había ido vaciando. El novio de Mia, con una sonrisa segura, comenzó a acercarse a ella, sus ojos brillando con deseo contenido. Su amigo no tardó en unirse, y entre ambos comenzaron a bailar junto a Havana, rodeándola con movimientos provocativos.

Los brazos de ellos la envolvían con caricias sutiles que poco a poco se volvían más audaces: manos que rozaban la cintura, dedos que deslizaban suavemente por sus muslos, labios que susurraban promesas al oído. Havana, afectada por el alcohol y el calor de sus cuerpos, dejó caer cualquier resistencia.

Sus ojos se cerraron un instante mientras sus dedos se enredaban en el cabello del novio de Mia, aceptando con un suspiro el contacto íntimo, los besos ardientes, las manos que exploraban sin pudor.

—Déjate llevar, cariño —murmuró el amigo, mientras sus labios se posaban en el cuello de Havana—. Esta noche todo puede pasar.

Ella gimió suave, sus caderas moviéndose con lentitud, invitándolos a seguir. La música era solo un murmullo, eclipsada por el ritmo intenso de su deseo.

Ryan los observaba, mezcla de fascinación y algo de inquietud recorriéndole la piel. La intensidad de Havana superaba cualquier huracán, y sabía que ella era mucho más que una simple mujer entregada: era una tormenta que podía arrasar todo a su paso.

La música bajaba de intensidad, dejando solo el murmullo de las respiraciones agitadas y los susurros urgentes. Havana, completamente entregada, se dejó llevar por el deseo que le consumía desde hacía horas, ahora intensificado por el contacto simultáneo de dos cuerpos que la amaban y la poseían con ferocidad.

El novio de Mia y su amigo la tomaban con una sincronía perfecta: uno por delante, entrando con fuerza y precisión, mientras el otro la penetraba por detrás, sus manos exploraban su piel desnuda, sus dedos encontrando cada punto sensible que la hacía gemir más fuerte.

—¿Quieres más, cielo? —susurró el novio de Mia, mientras aumentaba el ritmo.

Havana arqueó la espalda, jadeando, con las uñas clavándose en el sofá y el gemido transformándose en un grito de placer desbordado. La sensación de la doble penetración, el calor, la presión, el ritmo frenético, la hacían perderse en un éxtasis casi violento.

Mientras tanto, con la misma intensidad, Mia se acercó a Ryan. Su mirada era un desafío y una promesa. Se arrodilló frente a él, desabrochando lentamente su pantalón, y comenzó a recorrer con la lengua cada centímetro de su erección. Ryan cerró los ojos, tratando de concentrarse en el tacto de Mia, pero no podía evitar que sus pensamientos se perdieran observando la escena salvaje que se desarrollaba a su lado.

Los cuerpos de Havana, el novio de Mia y su amigo se movían con un ritmo primitivo y voraz. Havana, con los ojos cerrados, sintió cómo su clímax se acercaba con fuerza imparable. Sus manos aferraron con fuerza a ambos hombres mientras su cuerpo se convulsionaba en orgasmos múltiples, gemidos ahogados llenaban la habitación.

En ese momento culminante, los dos hombres se liberaron simultáneamente, vertiendo su placer en la boca de Havana, quien los devoró con ansias, tragando sin apartar la mirada.

—Mierda… —susurró Ryan, atrapado entre la excitación y la incredulidad.

Mia seguía arrodillada frente a Ryan, su boca cálida y húmeda recorriendo cada centímetro de su erección con una lentitud calculada que encendía un fuego interno que Ryan apenas podía controlar. Cada movimiento de su lengua, cada suave succión, era como un caramelo prohibido que le arrancaba un gemido contenido.

Pero detrás de esa excitación creciente, una llama más oscura crepitaba en su pecho: la imagen de Havana entregada, devorada por otros, el brillo de sus ojos perdidos en el placer compartido. Esa rabia amarga y la mezcla de celos lo llenaban de una urgencia feroz que Mia supo interpretar al instante.

Ella apretó sus manos firmemente a los muslos de Ryan, mirando sus ojos con la promesa de una venganza dulce y ardiente.

—¿Quieres descargar todo eso en mí? —susurró, apenas rozando sus labios contra la base de su pene.

Ryan asintió, atrapado entre el deseo y la frustración. Mia no necesitó más palabras.

Lo tomó con firmeza, envolviéndolo en su boca, aumentando el ritmo y la presión con una maestría que lo hizo jadear. Sus manos acariciaban sus muslos, ascendiendo a la cintura, mientras sus uñas marcaban pequeños surcos en la piel, avivando el fuego que ya quemaba en su interior.

La mezcla de placer y rabia explotaba dentro de Ryan, haciendo que cada movimiento de Mia fuera una descarga eléctrica, un alivio necesario a la tormenta de emociones encontradas.

Él la levantó con un impulso decidido, llevándola al sofá con la misma urgencia contenida. Sus cuerpos se encontraron con un choque salvaje y hambriento. Las manos de Ryan recorrían con avidez cada curva de Mia, desde su espalda arqueada hasta las caderas firmes que se ceñían a sus brazos.

Sus besos eran duros, desesperados, con un dejo de violencia contenida. Mia respondía con igual intensidad, jadeando contra sus labios, sus uñas aferrándose a su cuello.

—Hazme tuya —susurró Ryan entre gemidos—. Que se me olvide todo.

Y así lo hicieron. Sin límites ni pausa, el sexo fue una liberación total. Ryan descargaba en Mia la rabia y el deseo que Havana le había dejado, mientras ella le ofrecía cada rincón de su cuerpo con una pasión que parecía absorberlo por completo.

El ritmo aumentaba, los gemidos se hacían más urgentes, las miradas se incendiaban en un juego sin tregua. Mia se movía con gracia y fuerza, como si quisiera quemar con su lujuria cada sombra que acechaba a Ryan.

Cuando el clímax llegó, fue una explosión de calor y ruido que los dejó temblando y sudorosos, un pacto silencioso de que aquella noche, al menos por un rato, el pasado quedaba atrás y solo existían ellos dos, unidos en la tormenta de su propia lujuria.

La camioneta avanzaba silenciosa mientras el sol despuntaba en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados. Havana dormía recostada en el asiento, con los pies descalzos apoyados en el tablero, dejando ver su piel suave y tersa. Su mano no soltaba la de Ryan, que la apretaba con cariño y protección.

Ryan la miró con una mezcla de asombro y confusión. Durante todo el camino, su mente se debatía entre la imagen de la mujer que conoció en aquel bar de strippers y la que ahora dormía tranquila a su lado. «¿Fue un error?» se preguntaba. Había pensado en ella como una fácil, una cualquiera, alguien con quien no tenía mucho futuro. Pero también pensaba en la alegría que ella llevaba a su casa, en cómo iluminaba su vida con su presencia y en la manera en que, sin pedir nada a cambio, se preocupaba por él y lo cuidaba.

«Es inevitable», se dijo, «ella es joven, quiere vivir, disfrutar». Y entonces pensó en Rouse, tan parecida a Havana en juventud y fuego, pero que había sacrificado todo por la familia, el trabajo y un matrimonio que apenas la tocaba. Ryan no quería que eso le sucediera a Havana. Quería dejarla ser, amarla sin ataduras.

Al llegar a la casa, Havana se levantó despacio y se dirigió directamente al baño. Ryan se quedó mirando el hogar con atención renovada, notando detalles que antes no había visto: fotos de ellos dos colgadas en las paredes, enmarcadas con cariño, y una imagen especial sobre la mesa de noche, justo al lado de la cama. Había limpiado la casa, organizado todo y dejado un rastro de su amor por él en cada rincón.

El corazón de Ryan se conmovió profundamente. Supo en ese instante que estaba haciendo lo correcto al estar con ella, al dejarla ser ella misma sin intentar reprimirla ni cambiarla.

Sin decir palabra, se quitó la ropa y entró al baño, donde la encontró bajo la ducha. El agua caliente caía sobre sus cuerpos mientras Ryan la tomó en brazos, besándola con ternura y pasión. Esta vez, no era sólo deseo salvaje; era amor, entrega y cuidado. Hicieron el amor con calma, con una intensidad que hablaba de confianza y conexión.

Cuando terminaron, se acostaron juntos, abrazados, compartiendo el calor de sus cuerpos y el latido tranquilo de sus corazones. En ese silencio confortable, se quedaron dormidos, envueltos en la promesa silenciosa de un nuevo comienzo.

Capitulo 6 parte 5

Los Juegos de placer

Amanecer con Havana

El sol se filtraba tímidamente por las ventanas del viejo ventanal.

La brisa de la mañana cargaba el aroma cálido del café que Havana había dejado preparado horas antes de caer rendida.

Pero lo más curioso no era eso. Era ella.

Estaba allí, dormida, profundamente entregada al sueño como una niña… con la piernas pierna montada sobre él y abrazándolo, las uñas pintadas de rojo oscuro, descansando su talón fuera de la cama con una despreocupación tan sensual como inconsciente, lo apretaba con fuerza, como si temiera que él se desvaneciera al despertar.

Ryan no había dormido mucho. Apenas había cerrado los ojos. La imagen de Havana entre el novio de Mia y su amigo aún le martillaba la mente.

La forma en que se entregó, cómo se arqueaba entre los dos hombres, cómo gemía como una diosa salvaje pidiendo más… pidiendo que la destrocen y la llenen.

La imagen de ella con sus labios cubiertos del semen de ambos, lamiéndolos con gusto, pidiendo más, deseosa, feliz… eso lo tenía loco.

Había sentido celos, furia, lujuria. Todo a la vez. Pero también otra cosa más peligrosa: ternura.

Porque ella, a pesar de todo, estaba ahí. Dormida, vulnerable, sucia de deseo y amor, pero suya.

Y la casa… la casa olía distinto. Se notaba más limpia, viva.

Ella había estado allí, organizando cosas, colgando fotos de ambos. En la cocina, en el pasillo, sobre la repisa del cuarto. Incluso había dejado una enmarcada justo al lado de la cama, como si quisiera recordarle a diario que, más allá de los cuerpos compartidos, había algo más.

Él suspiró.

—Tal vez esto sea una locura —pensó—. Tal vez ella sea una cualquiera… una stripper descarada, una perra que se deja follar por dos al mismo tiempo.

Pero también es la única que me ha hecho sentir vivo en años.

No quería repetir la historia de Rouse. No quería cortar las alas de Havana como hizo con ella.

Si ella necesitaba volar, él iba a sostenerle las alas.

La dejaría ser. La dejaría vivir. Aunque a veces le doliera.

La despertó con un beso en la frente, suave.

Ella sonrió entre sueños.

—¿Ya amaneció, amor?

—Sí, mi cielo. Estamos en casa.

Havana fue directo a la ducha, sin decir nada más. Caminaba desnuda por la casa como si siempre hubiese vivido allí. El agua comenzó a sonar. Ryan el cuarto baño, miró la foto en la mesa de noche a lo lejos.

Él sonreía al verla. Un gesto extraño en su rostro.

—Estoy haciendo lo correcto —se dijo.

Se desnudó. Entró con ella a la ducha sin avisar. La abrazó por detrás, con ternura y fuego.

Le hizo el amor despacio, con pasión y cariño, como si fuera su despedida y su promesa.

Esta vez no hubo furia. Solo deseo y amor, y un temblor compartido que los dejó en la cama, abrazados, dormidos… como si el mundo no pesara.

Mientras tanto… en otro lado de la ciudad: Malena

Malena se despertó con la boca seca, las piernas adoloridas y la piel aún impregnada del olor a sexo y alcohol.

Su esposo roncaba a su lado, desnudo, con marcas en la espalda que no sabía si eran suyas o de Rouse.

Se levantó en silencio. Revisó el teléfono. Tenía más de 50 notificaciones.

Mensajes de Jessica.

Primero suaves, juguetones, dominantes…

Luego agresivos, punzantes, enfermos.

Jessica [03:10 a. m.]

“¿Dormida ya? No sin antes obedecerme, ¿verdad, muñeca?”

Jessica [03:30 a. m.]

“Quiero una foto tuya con mis medias puestas y el collar. Nada más. ¿Difícil?”

Jessica [04:10 a. m.]

(Foto de Jessica acostada desnuda, con una botella entre las piernas, sosteniéndola como si fuera un falo)

“Ven a mamarme, Malena. O al menos respóndeme, perra ingrata.”

Jessica [04:45 a. m.]

“¿Estás con tu maridito? ¿Otra vez jugando a la esposa perfecta? Patética.”

Jessica [05:00 a. m.]

(Video corto: se graba a sí misma masturbándose mientras susurra “Malena… Malena… mía… solo mía…”)

“Cuando te tenga de nuevo, te voy a romper… y vas a rogar por más.”

Malena tragó saliva.

Sintió un escalofrío en la espalda.

Un suspiro húmedo entre las piernas.

Y miedo.

Pero también, para su desgracia, un leve temblor de placer.

Guardó el celular. Se encerró en el baño. Apoyó la espalda contra la puerta. Cerró los ojos.

Y no supo si quería gritar o correrse.

Malena se quedó sentada sobre el borde de la bañera, con el celular entre las manos y el corazón latiéndole en el centro del vientre.

El cuerpo aún le ardía.

Jessica la había excitado, sí, pero también la había asustado. Ese tono… esa forma de hablarle como si fuera de su propiedad.

Había cruzado una línea.

Y sin embargo… le costaba ignorarla.

Pero antes de responderle, decidió hacer lo que su cuerpo realmente le pedía.

Escribió primero a Gabriela.

Malena a Gabriela [08:27 a. m.]

«Buenos días, preciosa… desperté con ganas de ti. Me hiciste falta anoche.»

Acompañó el mensaje con una selfie frente al espejo: llevaba solo una camisa blanca de su esposo, desabrochada justo hasta la cintura, sin ropa interior. Una pierna en alto, la mirada provocadora, el cabello aún enredado del sexo de la noche anterior. Una mezcla perfecta entre ternura y descaro.

Malena [08:29 a. m.]

«Me encantaría verte hoy. Quiero hablar contigo… es algo importante. He estado pensando mucho en ti, en nosotros… en lo que podríamos construir.»

Segundos después, el ícono de Gabriela escribiendo apareció en la pantalla.

La respuesta no se hizo esperar.

Gabriela [08:34 a. m.]

«Dios… estás preciosa. Me encantó la foto. Yo también desperté pensando en ti.»

Un archivo adjunto: una foto suya en la cama, desnuda, boca abajo, con una mano entre las piernas y otra mordiendo la almohada.

La espalda arqueada. El tatuaje de la mariposa en la cadera. Y la mirada encendida.

Gabriela [08:35 a. m.]

«Ven a casa si puedes. Te necesito. Me muero por verte… y por saber qué es eso tan importante. ¿Tiene que ver con tu esposo?»

Malena sonrió. La mariposa en la cadera de Gabriela era una especie de símbolo para ella. Libre, indómita. Como su deseo. Como su amor.

Pero ahora sí, llegó el momento de enfrentar el volcán.

Suspiró hondo, abrió la conversación con Jessica y escribió.

No desde el miedo. Desde el poder.

Malena a Jessica [08:42 a. m.]

«Buenos días, mi diablita… Me dormí rendida anoche, pero soñé contigo. Y no fue precisamente un sueño tranquilo.»

Le adjuntó una foto tomada minutos antes, desde el baño: de espaldas, frente al espejo, con el cabello suelto cayéndole hasta la cintura y las nalgas redondas destacando bajo la luz cálida. Llevaba puestas unas medias negras de encaje y tacones tipo aguja de charol.

Sobre el espejo, garabateado con labial rojo, un mensaje: “¿Me extrañaste?”

Malena [08:43 a. m.]

«No tienes que enloquecer, mi amor. A veces los silencios también calientan. No me olvides… pero no me encierres. Porque si lo haces, te muerdo.»

No tardó en ver los tres puntitos parpadear. Jessica estaba conectada, hambrienta. Malena sabía lo que estaba provocando, y esa sensación de controlar el caos la excitaba.

Aprovechó ese ímpetu para escribirle también a Rouse.

Después de todo, también era parte del juego.

Malena a Rouse [08:47 a. m.]

«Hola, mi amor. ¿Cómo amaneciste? ¿Llegaste bien anoche?»

Rouse [08:48 a. m.]

«No dejo de pensar en lo que vivimos en Domina… Verlos a ti y a Ryan juntos me hizo temblar. Y tu esposo… bueno, creo que por fin entendió que no eres solo suya y que necesita compartir mas contigo.»

Adjuntó una foto sutil, elegante: solo un primer plano de su boca entreabierta, mordiendo el dedo índice, los labios aún ligeramente hinchados, como si acabara de ser besada con furia.

Malena [08:50 a. m.]

«Si necesitas hablar… aquí estoy. eres mi mejor amiga, Me importas Mucho.»

En menos de cinco minutos, su teléfono vibraba sin parar.

Jessica había respondido con una nota de voz cargada de deseo y rabia.

Gabriela la esperaba en su casa antes del mediodía, con café y el cuerpo abierto.

Y Rouse estaba escribiendo, pero su respuesta aún no llegaba.

Malena se miró al espejo.

—¿En qué me estoy convirtiendo…? —se preguntó con una media sonrisa.

Pero la verdad era otra.

No se estaba convirtiendo. Se estaba revelando.

Y ese día apenas comenzaba.

Cada de Gabriela 11:00 am

Malena apenas cruzó la puerta, sintió el calor húmedo de la casa mezclarse con el suyo.

Gabriela la esperaba de pie junto a una bandeja de copas heladas, fresas bañadas en chocolate y una caja de terciopelo negro abierta como una confesión íntima: dildos de distintos tamaños, un vibrador de perlas, bolas chinas, esposas, lubricantes con sabores, una máscara de encaje y un arnés de doble punta.

Y Gabriela…

Gabriela era el deseo encarnado en lencería.

Un conjunto de encaje vino tinto, sin sostén. Las tetas apenas cubiertas por la transparencia, los pezones erguidos como llamando a ser besados. Las piernas con medias altas sujetadas por ligueros. Un collar de cuero rojo atado a su cuello, como si pidiera que alguien la tomara por completo.

—Ven —dijo con voz baja—. Esta noche no te pienso dejar dormir.

Malena la miró como si viera a un ángel caído del placer. Se quitó el abrigo sin decir palabra y dejó que la mirada de Gabriela la desnudara antes de que sus manos lo hicieran. Cuando su vestido tocó el suelo y quedó solo con sus tacones, Gabriela la empujó suave contra la pared y la besó como si el mundo estuviera a punto de acabarse.

Los labios de Gabriela sabían a champán y a promesa.

Y cuando se arrodilló frente a ella, Malena soltó un gemido contenido, con la espalda apoyada contra el muro y las piernas temblando.

Gabriela la lamió con hambre, con precisión, con experiencia. Le colocó una de las bolas chinas entre los labios, y Malena se estremeció sintiendo cómo el vaivén interno le robaba la voluntad. Luego sacó el vibrador de perlas, lo encendió, y lo deslizó hasta hacerlo desaparecer.

Malena se mordía los labios. Intentaba no gritar.

Pero cuando Gabriela la hizo girar, le colocó el arnés con el consolador doble y la penetró por detrás lentamente mientras acariciaba sus pezones… el grito fue inevitable.

Se movieron por la casa como dos fieras en celo.

Gabriela se recostó sobre la alfombra de pelo largo, y Malena la montó como si fuera a devorarla.

La lengua de una en los dedos de la otra.

El vibrador entre los cuerpos.

Los gemidos mezclados con risas y vino.

—¡No pares! —rogaba Gabriela, con el cuerpo arqueado, los muslos temblando—. ¡Dame más, más!

Y Malena le dio todo. Hasta que ambas quedaron jadeando sobre el suelo, sudadas, despeinadas, la piel cubierta de marcas y el corazón acelerado.

Después de unos minutos, Gabriela sirvió más champán.

Se sentaron en el sofá, desnudas, con las piernas entrelazadas, comiendo fresas y acariciándose sin apuro.

Fue entonces cuando el teléfono de Malena volvió a vibrar.

Jessica. Otra vez.

—¿No se cansa nunca? —preguntó Gabriela.

—Le gusta el control. Me manda cosas todo el tiempo. Me excita… pero también me da miedo.

Gabriela arqueó una ceja y le quitó el celular de las manos.

—¿Vamos a jugar otra vez?

Malena sonrió.

—Ahora te toca a ti hacerla arder.

Grabaron otro video. Gabriela sentada sobre la cara de Malena, gimiendo suave mientras le sujetaba el pelo y le decía: “Así la educo… con placer.”

Le mandó el clip a Jessica con un mensaje:

“Ya vamos por la cuarta. Creo que voy a necesitar una siesta… o un collar nuevo.”

Jessica pidió videollamada al instante.

Ambas se miraron. Aceptaron.

Jessica apareció con una bata abierta, las pupilas dilatadas, los pezones duros, claramente masturbándose.

Pero en cuanto vio la complicidad entre Gabriela y Malena, algo se quebró.

Gabriela le besó el ombligo.

Malena le dijo al oído: “Te amo, no me dejes nunca.”

Jessica los escuchó. Y el infierno se activó.

—¡¿Tú qué carajo le dijiste?! ¡Eso no era parte del juego! ¡No la puedes amar! ¡Tú eres mía, Malena, MÍA! ¡Voy a romperte! ¡A destruirlas!

Y colgó.

Segundos después, otro mensaje:

“Prepárate. Te voy a castigar como nunca antes. Me perteneces. Y me lo vas a suplicar llorando.”

Gabriela apagó el teléfono. Tomó aire.

—Esa mujer está loca.

Malena se acurrucó en su pecho.

—Sí… pero no hablemos más de ella ahora. Te necesito otra vez.

Tomaron más champán. Esta vez Gabriela colocó el vibrador entre ambas, cubierto de lubricante de menta. Las sensaciones eran frías y eléctricas. Se besaron mientras se movían lento, como si flotaran en un vaivén eterno.

Y cuando Gabriela acabó, con un grito ahogado entre los muslos de Malena, fue ella quien susurró:

—¿Qué era eso tan importante que querías decirme?

Malena se quedó callada un segundo. Luego, la miró con ternura y fuerza.

—Hablé con él… con mi esposo.

Le conté lo que sentía por ti.

Le hablé del deseo… pero también del amor.

Y me dijo que estaba dispuesto a intentarlo. Que no quiere perderme. Que si tú estás de acuerdo, podríamos explorar una relación poliamorosa… los tres.

No para compartirte. Ni para usarte.

Para amarte.

Gabriela se quedó inmóvil.

El vibrador aún encendido entre sus cuerpos.

—¿Quieres formar parte de eso con nosotros, Gabi?

¿Quieres ser parte de mi vida?

Yo te quiero, te deseo. No quiero perderte.

Pero él es mi compañero. Y está abriendo su mente por mí.

Se hizo un silencio cargado de electricidad.

Malena la miró a los ojos, desnuda, abierta, real.

—¿Qué me dices?

¿Me harías la mujer más feliz del mundo?

Gabriela no dijo nada al principio.

Siguió sintiendo el vibrador aún latiendo entre sus muslos, la piel húmeda por el sudor y el champán, y los ojos de Malena clavados en los suyos como cuchillas dulces.

El silencio entre ambas no era incómodo…

Era denso. Como el humo antes del incendio.

Malena esperó, desnuda, con el corazón galopando.

No había marcha atrás. Había abierto su alma. Le había ofrecido el amor en plural… y temía perderlo todo.

Gabriela se sentó más recta. Respiró hondo.

Apagó el vibrador con un clic, lo dejó caer en la alfombra.

La miró largo, con una mezcla imposible entre ternura, asombro y miedo.

—¿Estás segura de lo que me estás diciendo?

Malena asintió despacio.

—Te amo, Gabi. Y no quiero elegir. No entre ustedes dos. Él me ha acompañado en momentos difíciles… pero contigo descubrí partes de mí que estaban dormidas, partes que nadie había tocado. No es solo sexo. Es… hogar.

Contigo también siento que pertenezco.

Gabriela se pasó los dedos por el cabello, aún húmedo por el sudor. Sus pechos subían y bajaban con la respiración entrecortada.

Se levantó y caminó hasta la cocina desnuda, sirvió más champán. Bebió un trago largo.

Volvió.

—¿Y él me aceptaría? ¿De verdad?

—Sí —respondió Malena con firmeza—. No fue fácil para él al principio. Pero me escuchó. Me preguntó por ti. Le dije que eras mi amante… sí. Pero también mi amiga. Y algo más. Él lo entendió. Me dijo que quiere conocer tu mente antes que tu cuerpo. Que si eso me hace feliz… quiere al menos intentarlo.

Gabriela la miró como si estuviera viendo un milagro. O una trampa.

Se sentó en el borde del sofá y le acarició el rostro.

—Yo también te amo, Malena. No sé cuándo ocurrió. Pero lo sé. Lo siento. Lo tengo aquí —se llevó la mano al pecho, temblorosa—. Pero tengo miedo… miedo de que esto se vuelva un juego que acabe mal, que se rompa todo, que yo me quede sola.

—No va a pasar eso —susurró Malena—. Nadie va a usarte. Nadie va a mentirte. Esto no es un trío para complacer fantasías. Esto es una nueva forma de amar… si quieres ser parte.

Gabriela bajó la mirada, pensativa.

—Siempre he sentido que había algo en mí que no cabía en las formas tradicionales. Nunca fui de cuentos rosas. Nunca creí en el “para siempre” de uno solo. Pero cuando te conocí… algo cambió. Y ahora tú me estás dando la posibilidad de amar sin tener que elegir, sin tener que renunciar.

Y eso me asusta tanto… que me dan ganas de saltar.

Malena sonrió, con los ojos brillando.

—¿Eso es un sí?

Gabriela bebió otro sorbo. Se acercó y le besó los labios con lentitud. Luego el cuello. Luego el pecho.

—Eso es un “sí, pero voy despacio”. Quiero conocerlo. Quiero entenderlo. Quiero que él entienda que yo no estoy aquí solo por tu cuerpo… sino por tu alma. Y que si nos va a abrir la puerta… sea con honestidad.

¿Puedes prometerme eso?

Malena se le montó encima suave, besándola en la mandíbula.

—Te lo juro. No te quiero a medias. Te quiero entera… incluso si hay que inventar una nueva manera de vivir para hacerlo.

Gabriela cerró los ojos. Se rindió.

Y esa tarde volvieron a hacer el amor.

Ya no como dos cuerpos ardientes.

Sino como dos mujeres que, entre juguetes, gemidos y heridas, habían abierto la puerta a algo más grande que el deseo.

Casa de Jessica

Jessica había colgado la videollamada con las manos temblando, el corazón latiendo como un tambor tribal en la garganta.

El rostro de Gabriela, esa mujer de mirada serena, de sonrisa segura… esa mujer que no solo la había reemplazado, sino que tenía el descaro de amar a Malena…

Eso la sacó de sus casillas.

Jessica no estaba acostumbrada a perder. Mucho menos a que la ignoren.

Sentía como si una parte de su cuerpo estuviera siendo arrancada a tiras.

—¿Así que ya no me necesitas? —dijo en voz alta frente al espejo, casi sin darse cuenta—. ¿Crees que puedes reemplazarme así de fácil, Malenita?

Se levantó del escritorio, completamente desnuda, caminando sobre sus tacones rojos altísimos. Los mismos que Malena le había dicho una vez que le hacían temblar las piernas.

Caminó hacia su cajón secreto y sacó una pequeña caja de cuero negro con cierre de acero. La abrió con calma.

Dentro:

  1. una venda de satén negro
  2. un collar de castigo
  3. un plug de metal frío con una joya en la base
  4. y su favorito: un control remoto de electroestimulación erótica.

Todo eso… con Malena en mente.

Se recostó en la cama, se puso la venda, y comenzó a tocarse con rabia, como si al hacerlo pudiera borrar el rostro de Gabriela de su memoria.

Pero no funcionaba.

Así que escribió. Y cada palabra era un veneno dulce:

Jessica: “Te di todo. Te enseñe a obedecer. Te convertí en una diosa… y me pagas así.

Disfruta tu jueguito con esa perra, porque cuando te vea, vas a pagarme cada orgasmo que no me diste.

¿Te dolió lo que viste en mis ojos antes de colgar? Era amor… y furia.

Prepárate, Malenita. Vas a rogar que te castiguen. Y lo haré… como solo yo sé.”

Malena no respondió.

Jessica lo sabía. Estaba ocupada.

Eso la hizo tocarse más fuerte.

Mientras gemía, imaginó una escena:

Malena atada. Gabriela es obligada a mirar.

Un juego de poder, dominación y placer.

Y en medio de eso… ella, reina de la escena, con la risa en los labios y el control remoto en la mano.

—No me reemplaces, Malena… —susurró mientras el orgasmo la sacudía—. Yo soy tu sombra. Y las sombras siempre vuelven.

Casa de Gabriela 1:45 pm

—¿Estás segura? —preguntó Malena mientras se abrochaba el sujetador de encaje blanco.

—Segura como nunca. —Gabriela caminó desnuda por la habitación, sin prisa, con un aire de reina entre sábanas arrugadas—. Quiero conocerlo hoy. No mañana. No después. Esta tarde.

Malena sonrió. La miró con devoción.

—Eso es muy tú.

Gabriela se acercó y le besó el cuello. Le susurró al oído:

—Porque si vamos a amar de a tres… quiero saber desde ya si puedo mirar a ese hombre a los ojos y ver si es digno de ti. Y de mí.

Malena tomó su teléfono. Le escribió a su esposo:

“Amor… Gabriela quiere conocerte hoy. Dice que está lista. Que nos quiere a los dos.

¿Puedes venir esta tarde a su casa? Te prometo que no vas a arrepentirte.”

Mientras esperaba la respuesta, Gabriela ya estaba en la ducha.

La escuchaba cantar suavemente. Un tono alegre, nervioso… como una adolescente antes de una cita.

Malena entró al baño y la abrazó por la espalda bajo el agua.

Gabriela se volteó, la besó con ternura… y algo más.

—Estoy nerviosa —confesó—. Pero siento que estamos a punto de construir algo hermoso… y sucio. Como me gusta.

Malena rió.

—Eso mismo pensé yo la primera vez que te vi con las esposas en el bolso.

El teléfono vibró.

Esposo: “Claro que sí, amor. Estoy nervioso… pero emocionado. Iré esta tarde. Solo dime la hora.”

Gabriela salió del baño, se secó frente al espejo.

—Dile que venga a las 5.

Y que venga con ganas de hablar… y de tocar.

A las cinco en punto, sonó el timbre.

Gabriela se giró desde el sofá con una copa en la mano y una sonrisa en los labios.

—Es él… —dijo Malena, como si lo necesitara confirmar en voz baja para sí misma.

Gabriela no respondió. Se puso de pie. La bata de seda negra que llevaba abierta dejaba ver su cuerpo en ropa interior: encaje rojo, tacones finos, y un colgante de cristal entre los pechos.

Todo en ella decía: te estuve esperando.

Malena abrió la puerta.

Él estaba ahí, nervioso, con una camisa blanca remangada, jeans oscuros, un ramo de flores improvisado y una mirada que se debatía entre el pudor y el deseo.

Gabriela lo observó como un cazador mide a su presa: con atención, con detalle, con hambre.

—Bienvenido —dijo con voz suave y profunda—. Te esperaba con muchas ganas.

—Hola… —él tragó saliva. Miró a Malena, luego a Gabriela—. Gracias por… por invitarme.

—No fue una invitación —corrigió ella acercándose, tomándole el ramo y dejando que sus dedos rozaron los de él—. Fue una decisión. Queremos que estés aquí. Si tú también quieres.

Él asintió.

Sus ojos se perdían en el cuerpo de Gabriela, pero no con descaro… sino con asombro. Como quien mira una obra de arte que nunca creyó tocar.

—Ven, siéntate. —Malena lo tomó de la mano—. Estás tenso… y eso hay que solucionarlo.

Lo guiaron al sofá. Gabriela le sirvió una copa.

Él la tomó con los dedos algo temblorosos.

Gabriela se sentó a su lado. Malena al otro.

Estaba rodeado de deseo. Envuelto en un perfume que mezclaba lujuria, nervios y un erotismo casi espiritual.

—Eres muy atractivo —le dijo Gabriela sin rodeos—. Pero estás contenido… como si tu cuerpo supiera lo que quiere, pero tu mente aún no se atreve a pedirlo.

Él se rió, incómodo. Bebió un poco.

—No estoy acostumbrado a… esto. Es nuevo para mí.

—Entonces déjame enseñarte —Gabriela acercó su rostro, su aliento en su oído—. Pero tienes que permitírmelo. Solo así podré abrirte de verdad.

Él la miró. Luego a Malena.

Y asintió.

—Estoy listo. O… al menos quiero estarlo.

Malena se inclinó y lo besó, lento. Gabriela los miraba con una sonrisa, bebiendo otro sorbo de champaña.

Cuando los labios de Malena se separaron, Gabriela tomó su lugar.

Lo besó sin permiso, con suavidad y dominio. Un beso que lo hizo soltar un suspiro largo, como si algo se quebrara en él… y lo liberara.

—Ahora sí —dijo Gabriela—. Vamos a jugar.

Gabriela lo condujo a la habitación.

La cama estaba preparada: sábanas negras, velas suaves en los rincones, una bandeja con frutas, otra con juguetes eróticos y lubricantes.

Todo medido. Todo hermoso. Todo listo.

Malena se desnudó con calma frente a ellos.

Él no podía dejar de mirar. La conocía, la amaba… pero verla así, deseando a otra, con tanta libertad, lo quebraba y lo reconstruía.

Gabriela se acercó por detrás, le quitó la camisa, le acarició el pecho.

—Estás temblando —le susurró—. Eso me encanta.

Malena se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle el cinturón.

—Relájate, amor —le dijo—. Estás entre dos mujeres que quieren hacerte feliz.

Gabriela lamió su cuello al mismo tiempo.

Malena bajó su bóxer con suavidad, dejando su erección al descubierto.

Gabriela soltó un suspiro cálido.

—Mmm… se nota que tienes mucho por dar.

Malena comenzó a lamerlo, mientras Gabriela lo miraba a los ojos, acariciando sus pezones a través del encaje.

Era una escena de entrega. Él ya no pensaba, solo sentía.

Gabriela se desnudó sin prisa y se recostó sobre la cama, abriendo las piernas, dejando que Malena pasará de su esposo a ella, besándola con hambre.

Él los miraba sin poder creerlo, tocándose mientras el deseo lo envolvía por completo.

Malena lo llamó con un gesto.

—Ven, amor. Ahora quiero que la toques tú.

Él se acercó. Con nervios, pero también con fuego en los ojos. Tocó a Gabriela. La besó. Entró en ella con lentitud, guiado por Malena que se ubicó detrás, acariciándolo, excitándose al ver a su amante y a su esposo unidos.

Gabriela jadeaba. Lo miraba.

—Más profundo —ordenó—. No me tengas miedo.

Y él obedeció.

Se turnaron. Se mezclaron. Hubo dedos, lenguas, consoladores, vibradores.

Risas, gemidos, palabras sucias susurradas entre caricias dulces.

Malena sobre Gabriela. Él tomando a ambas.

Un círculo perfecto de placer compartido.

Terminaron juntos. Fundidos. Exhaustos.

Malena se recostó entre los dos.

Gabriela encendió un cigarrillo y lo fumó con la elegancia de quien acaba de conquistar algo importante.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Estoy… en otro mundo.

—Bienvenido a nuestro mundo —dijo Malena, riendo, con el rostro aún brillando de sudor y deseo.

Gabriela giró el rostro y le tomó la mano a Malena.

—Y ahora que estamos los tres… ¿estás lista para que compartamos algo más que sexo?

Malena respiró hondo.

—Era eso lo que quería decirte cuando vine hoy.

Le propuse a él una relación poliamorosa. Y aceptó.

Pero me faltabas tú.

Gabriela… ¿quieres ser parte de esto?

Gabriela la miró.

Silencio.

Y luego, una sonrisa que lo dijo todo.

—Sí. Pero con una condición…

—¿Cuál? —preguntaron ambos al mismo tiempo.

Gabriela los miró a los dos, sus ojos brillando:

—Que nunca dejemos de follar como hoy.

Casa de Ryan y Havana 8:30 am

Ryan yacía sobre la cama, aún sin ropa, con la mirada clavada en el techo y una copa de vino en la mano.

Havana salió del baño envuelta en una toalla blanca, gotas resbalando por su piel morena. Caminó hacia él en silencio, como una pantera que ha vuelto a su territorio.

—No has dicho nada —dijo ella, dejando caer la toalla a los pies de la cama.

Ryan la miró. Su cuerpo, su olor, su historia… todo en ella le parecía una contradicción peligrosa: tan dulce como letal.

—No sé por dónde empezar.

—Entonces no empieces. Solo abrázame.

Ella se metió en la cama. Lo abrazó desde atrás, su pierna sobre la de él, su sexo rozando suavemente su muslo.

Sus dedos trazaban figuras invisibles en su pecho.

—¿Crees que lo que estamos haciendo está mal? —preguntó ella.

—Creo que todo lo que estamos haciendo es necesario —Ryan la volteó y la besó—. Pero eso no lo hace menos peligroso.

Ella lo miró en silencio, pero él no pudo sostenerle la mirada.

Había algo en Havana que lo desarmaba. No solo por su belleza ni por el modo en que se movía en la cama. Era su dulzura, su lealtad. Su forma de tocarlo como si él no fuera el tipo de hombre que había destrozado otras mujeres antes.

Y sin embargo… no podía dejar de pensar en todo lo que había visto.

Havana bailando en el club cuando la conoció, Havana bailando para otros hombres en el club. Havana con otros. Havana haciendo trío con el novio Mia y su amigo, Havana siendo otra.

Su mente era un campo de batalla.

¿Cómo podía amarla y al mismo tiempo despreciarla por ser libre? ¿Cómo podía tocarla como si fuera suya, sabiendo que él mismo no pertenecía a nadie? ¿Quién era él para juzgarla si se había acostado con mujeres cuyo nombre ni recordaba?

—Tú me ves como una libertina, ¿verdad? —preguntó ella, casi en un susurro.

—No… —respondió Ryan, dudando—. No sé qué veo. A veces pienso que eres la mujer más dulce y tierna que he conocido… y otras, una completa desconocida. Una que juega con fuego sin miedo a quemarse.

Ella bajó la cabeza, recostándola sobre su pecho.

—A veces yo tampoco sé quién soy —dijo, y su voz sonó real, sin defensas—. A veces solo hago cosas por impulso. Otras, lo hago porque creo que es lo que se espera de mí. Hay momentos que pienso que mi cuerpo y mi rostro son una maldición

Y muchas veces… lo hago porque pienso que a ti te gusta.

—¿A mí?

—Sí —dijo, levantando los ojos hacia él—. Desde que visité tu oficina… desde que vi esas mujeres espectaculares con las que trabajas, con tacones altos, piernas perfectas, cuerpos de revista… sentí que tenía que competir. Que no era suficiente. Y me dije: si a él le gusta ese mundo, entonces yo quiero estar a la altura.

Ryan apretó los dientes.

No había imaginado que ella se sintiera así.

—Havana… no tienes que competir con nadie.

—No me lo digas a mí, díselo a tus ojos cuando otra mujer pasa.

O a tus manos cuando tocas otras pieles.

Y no me malinterpretes, no te estoy reclamando. Solo te estoy diciendo que a veces me pierdo tratando de no perderte.

Ryan la abrazó más fuerte.

Y por un momento se sintió… culpable.

Ella era libre, sí. Pero en el fondo, muchas de esas decisiones las había tomado por él.

—Estoy tratando de encontrarme —dijo ella—. Y tú apareciste justo cuando más confundida estaba. Me haces sentir querida, deseada… viva.

Solo te pido que no me mires como si fuera sucia.

Porque por ti… sería capaz de ensuciarme el alma entera.

Ryan la besó sin responder.

No tenía respuestas.

Solo deseo, culpa y esa maldita necesidad de protegerla… incluso de él mismo.

Oficina de la Unidad de Investigaciones Especiales

08:30 a.m. — Día siguiente

Ryan llegó más temprano de lo habitual. No había dormido bien, aunque el cuerpo de Havana a su lado había sido una dulce anestesia. Había demasiado en juego… y no solo a nivel profesional. Todo el equipo estaba en la línea de fuego.

Primero citó a Gabriela en su oficina.

Ella entró luciendo como una ejecutiva de alto perfil, pero con esa aura de provocación que la hacía única.

Pantalón entallado de cuero, blusa blanca traslúcida, y tacones altos tipo aguja que resonaban en el piso como latidos de guerra.

—¿Lo hiciste? —preguntó él, directo.

—Sí. Retrasé el juicio, tal como el jefe me lo pidió —respondió, cruzando la pierna con sensualidad medida—. Y grabé la llamada. Está todo aquí. —Sacó su teléfono, y luego le entregó una copia en USB—. Está más comprometido de lo que pensábamos.

Ryan sonrió apenas.

—Perfecto. Ahora solo necesitamos captarlo en video. Ruth ya se está encargando de eso.

La miró con detenimiento. Ese look, ese aura… era perfecta para lo que venía.

—Gabriela… quiero darte algo.

Ella arqueó una ceja, divertida.

Él abrió una caja negra discreta, elegante. Dentro: un conjunto de lencería negra de encaje, con una bata translúcida y una nueva caja con tacones de charol altísimos, de esos que gritaban “devórame”.

—Quiero que sigas teniendo esa imagen de MILF devoradora, me gustaria que usaras estos lentes tambien, eran de pasta gruesa y que la hacia ver como una sexy intelectual como dicen los del club. Ve esta noche a ver cuál es la «sorpresa» que te tienen. Seria genial si no te quitas los lentes en ningún momento.

Y quizás nosotros podamos darle una sorpresa mayor.

Gabriela se mordió el labio y tomó la caja.

—Te encanta jugar con fuego, ¿verdad?

—Solo si tengo una diosa como tú soplándome al oído mientras se quema todo.

Ella salió, y Ryan fue directo al área técnica donde estaban Ruth y Rebeca.

—¿Avances? —preguntó sin rodeos.

Ruth se giró en su silla con una sonrisa de hacker satisfecha.

—Tengo todo. Grabaciones cruzadas, capturas de cámara, secuencias editadas. Tenemos al jefe haciendo llamadas, extorsionando, entrando a habitaciones donde luego aparecen los cuerpos sin vida. Ya tengo hasta una hipótesis de patrones y horarios. Lo estoy compilando todo para dejarlo bonito.

Rebeca intervino, seria pero emocionada.

—Yo conseguí una muestra de las drogas en las habitaciones. Las envié al laboratorio. Estoy esperando el informe que Malena va a presentar. Todo apunta a una sustancia modificada… algo potente, no regulado. Esta noche el jefe quiere que vayamos al club. Dice que tiene un “trabajo especial” para nosotras.

Ryan asintió.

—Vayan. Pero estén listas. Tal vez esta sea la última noche jugando con ellos. O la primera noche del fin para todos.

Luego, bajó al laboratorio forense.

Malena estaba allí, con bata blanca, el cabello recogido en una coleta desordenada y las piernas cruzadas mientras revisaba informes.

—¿Y tú? ¿Qué tienes para mí?

Ella lo miró y sonrió, levantando una ceja.

—Ya tengo las muestras comparativas de todos los casos. Las coincidencias son abrumadoras. Pero hay algo más… hay una diferencia importante que confirma tu teoría. Lo explicaré en la reunión con todas.

Esto lo va a cambiar todo.

Ryan se acercó y le tomó la barbilla.

—Gracias. Esta vez… no vamos a fallar.

Ella lo miró con deseo contenido.

—No lo haremos. Pero si esta noche es la última… haz que valga la pena.

Sala de Reuniones — Unidad de Investigaciones Especiales

8:45 AM

La puerta se cerró con un leve clic tras Ryan. Todos ya estaban allí. Cada uno con su máscara puesta: algunos de seguridad, otros de deseo. Pero todos sabían que, esa noche, se iba a jugar algo mucho más grande que un operativo.

Gabriela, con gafas de pasta gruesa y un escote que parecía más propio de un club que de una oficina, pero que a nadie le molestaba.

Malena con el uniforme forense aún abierto hasta el pecho, mostrando la lencería que pensaba usar más tarde.

Rebeca y Ruth, juntas, revisando en una tableta el protocolo de intervención.

—Gracias por venir. Esta noche tenemos una oportunidad única… y posiblemente, la última —dijo Ryan, tomando asiento. Sus ojos pasearon por cada rostro—. Malena, empieza tú.

Malena se levantó. Proyectó en pantalla los análisis toxicológicos, cruzados con imágenes forenses. Su voz, firme y profesional, contrastaba con el pequeño escote que dejaba ver su sostén negro de encaje.

—Analizamos las toxinas encontradas en los cuerpos de los últimos cuatro casos: la pareja joven, el DJ y la modelo. Todos presentaban restos de una droga de tipo MDMA, pero sin alteración letal. Es decir, los drogaron para inhibir sus barreras y aumentar la excitación sexual, pero no para matarlos.

Hizo una pausa.

—En cambio, los otros 14 cuerpos anteriores, todos registrados como muertes por paro respiratorio espontáneo… tienen otra variante. Una modificación química específica que actúa en el sistema nervioso autónomo, provocando un colapso respiratorio justo al alcanzar el clímax.

Las miradas se cruzaron. Ruth frunció el ceño. Rebeca se acomodó los lentes. Ryan se inclinó hacia adelante.

—¿Y esas 14 personas? ¿También fueron extorsionadas?

Rebeca negó con la cabeza.

—No. Ninguna de ellas tiene registro en las bases de datos de extorsión. No hay grabaciones, ni chantajes, ni movimientos bancarios. Lo que sí tienen en común… es que eran clientes frecuentes del club. Todos con un patrón de entrada constante. Algunos estuvieron más de 10 veces en los últimos meses.

—¿Y las otras cuatro? —preguntó Ruth.

—Sí fueron extorsionadas. Y murieron en circunstancias distintas. Hay una clara separación en los perfiles.

Es como si hubiera dos fuerzas actuando al mismo tiempo. Una organización que manipula para extorsionar… y otra persona, quizás un asesino serial, que mata por placer o por impulso. O peor: por un propósito.

Ryan tomó la palabra.

—Entonces tenemos dos frentes:

Uno, el jefe del club y su red de extorsión sexual con drogas y grabaciones.

Y otro… alguien que asesina dentro del mismo lugar. Quizás usando la infraestructura, o incluso oculto entre sus empleados.

Ruth se levantó, conectando su tableta a la pantalla.

—Yo tengo el control total de las cámaras internas y micrófonos del club. Desde esta tarde he intervenido las frecuencias. Hoy no solo veremos lo que hacen… escucharemos todo. Cada orden, cada negociación, cada susurro.

Rebeca tomó el relevo, seria.

—Esta noche, el jefe citó a Ruth y a mí para un trabajo. No dio detalles, pero todo indica que se trata de seducir a algún empresario, grabarlo y usar eso para extorsión futura. Nuestra misión será dejar que el plan se cumpla… pero documentarlo por completo y entregarlo como prueba clave.

Ryan asintió.

—Y el resto del equipo se dividirá en roles.

Gabriela irá como Unicornio MILF. Las chicas no saben por qué fue seleccionada, pero cumple el perfil a la perfección.

Ruth y Rebeca estarán activamente en el «trabajo», pero con nuestra vigilancia.

Malena irá como Unicornio secundaria, para generar confianza con otros invitados.

Yo entraré como single. Libre, en movimiento, cubriendo espacios, grabando sin ser detectado.

Todos tendremos micrófonos ocultos. Todos estarán conectados al servidor de Ruth.

Gabriela miró a todos y luego bajó la vista. Nadie sabía que, detrás de ese rol que todos deseaban jugar, ella estaba atrapada por obligación… extorsionada.

—¿Y si algo sale mal? —preguntó Malena.

Rebeca respondió sin dudar.

—Si algo se sale de control, Ruth tiene un botón de pánico. Si lo presiona, todo se activa: luces de emergencia, cierre del sistema, llamadas al fiscal superior. Pero solo tenemos una oportunidad.

Ryan se puso de pie. Su voz bajó, pero su tono fue más intenso.

—Esta noche atraparemos al jefe… pero hay alguien más ahí.

Ese o esa asesina que lleva 14 cuerpos sin dejar rastro más que la química.

Les pido, por favor, que no se olviden de eso.

Ruth cerró su tableta.

—Que nadie se distraiga. Esta vez, la cacería… es doble.

Rebeca los miró a todos con frialdad y serenidad.

—Cuídense. Porque el asesino ya está adentro. Y quizás esta noche… esté mirando directamente a alguno de nosotros.

Rebeca dijo:

—Arreglen sus asuntos en el resto del dia, antes de la misión las quiero enfocadas y te quiero enfocado Ryan.

Ese mismo dia – Diversos puntos de la ciudad

Gabriela salió de la sede caminando, con los tacones en la mano y las gafas de sol puestas. No había dormido bien en días. Subió a su auto, manejó sin rumbo por un rato, hasta llegar al mismo mirador donde solía ir con su exesposo. Miró la ciudad extendida bajo el atardecer y sacó su celular. Una videollamada con su hijo de doce años. Hablaron veinte minutos. De la escuela, de la tarea, de fútbol, de nada. Pero fue suficiente. Cuando colgó, respiró hondo, se retocó los labios con un brillo coral, y se miró al espejo retrovisor.c
—Esta noche soy otra. No por ellos. Por mí.

Entonces, antes de encender el auto, le escribió a Malena:

«Tráelo esta tarde a mi casa. Quiero compartir con ustedes. Los dos. No como cómplices, sino como lo que somos: una pareja poliamorosa. No quiero ocultarme más. Hoy quiero sentirme completa.»

Se calzó los tacones rojos que Ryan le había regalado y se coloco los lentes esa mañana y sonrió. Su reflejo le devolvió la mirada de una mujer que ya no tenía miedo.

Malena caminó descalza por el parquet de su apartamento. Encendió incienso de sándalo, puso jazz suave y se metió en la bañera con un vino blanco frío. Cerró los ojos. Su mente iba a mil. Drogas, autopsias, falsos positivos, miedo… y Ryan. Siempre Ryan.

Pero un mensaje iluminó la pantalla. Gabriela. Y algo dentro de Malena se aflojó. Tomó el celular y llamó a su esposo, voz cálida, directa:

—¿Puedes venir esta tarde a casa de Gabriela? Quiero que estemos los tres. Que lo vivamos con libertad. Como lo hablamos. No por el morbo, sino por el amor.

Hubo silencio del otro lado. Luego, una risa leve y una respuesta:

—Allí estaré.

Malena colgó, se depiló las piernas, cuidó sus uñas, eligió una lencería de encaje lavanda que quizás esa noche nadie vería, pero que la hacía sentir deseada. Frente al espejo, ensaya una sonrisa provocadora. No para seducir. Para celebrarse.

Ruth y Rebeca decidieron almorzar juntas en un sitio escondido, lleno de plantas y luces tenues. Pidieron postre primero. Rieron. Hablaron de sus errores, de las primeras veces en campo, de esa vez que casi se equivocan de cadáver en un operativo. Rebeca, siempre más cerrada, le tomó la mano un segundo.

—No importa qué pase esta noche. Te quiero aquí mañana.

—Y yo a ti.

—Casi nunca decimos esas cosas.

—Entonces repítelo.

Ambas rieron otra vez. Se tomaron una copa de vino. No hubo sexo. Solo conexión. Esta tarde no necesitaban pasión, sino pertenencia.

Ryan compartió la primera mitad del día con Havana. Fueron al parque, anduvieron en bicicleta, compartieron helados y fotos tontas. A ella le gustaba esa versión de él: suelto, sin defensas, con la risa sucia y libre. Sentados bajo un árbol, ella le pidió algo.

—No me ocultes si esta noche algo sale mal. No quiero enterarme por otro. Se nota que hoy esta mision es diferente

Ryan la miró, serio.

—Si esta noche no vuelvo, quiero que recuerdes esto. Nosotros. Así. Sin pasado ni secretos.

Havana no lloró. Le besó la frente, como una despedida no dicha.

Por la tarde, fue con Rouse a la fuente del centro. Compraron algodón de azúcar. Ella lo obligó a posar con un gorro ridículo frente a un mimo callejero.

La risa lo sacó por completo del operativo.

Ryan le dijo:

— Esta noche tengo una operación de mucho riesgo, si no vuelvo quiero que seas feliz como puedas, no te quedes encerrada en ese papel de madre, doctora y esposa.

—¿Y si no vuelves esta noche? —preguntó ella.

Ryan sonrió, repitiendo lo mismo que a Havana:

—Entonces quiero que recuerdes esto. No ese mundo oscuro. Esto. Nosotros.

Rouse se acercó y lo besó. Luego le susurró al oído:

—No voy a dormir hoy esperando saber de ti. Sea la hora que sea.

Mientras el sol se escondía y la ciudad se encendía con luces y promesas, el equipo comenzaba a transformarse. Ya no eran solo investigadores o agentes encubiertos. Esta noche serían sombra, seducción, trampa… y sentencia.

Capitulo 6 parte 6

Final del Juego de sombras

La noche había caído sobre la ciudad como una sábana de terciopelo oscuro. Las luces del Club titilaban como promesas vacías entre neones y sombras. Desde afuera, nada parecía fuera de lugar. Música sensual vibraba a través de las paredes acolchadas, el olor a perfume caro flotaba en el aire y la fila de clientes selectos se deslizaba como un desfile de vanidad y deseo.

Pero esa noche, el placer y la trampa iban de la mano.

A dos calles del lugar, oculto en la oscuridad de una construcción abandonada, un comando táctico aguardaba en silencio. Hombres y mujeres uniformados, con equipos de visión nocturna, armas no letales y auriculares sincronizados. Nadie debía moverse hasta recibir la señal.

En sus oídos, la voz de Ruth era clara:

—Objetivo en movimiento. Todos listos. Solo intervenimos si hay peligro inminente o si el jefe intenta escapar.

La primera en aparecer fue Gabriela.

Se bajó de un auto negro con vidrios ahumados, con paso firme y una sonrisa que era mitad deseo, mitad estrategia, con unos lente de pasta gruesa que le daban un toque intelectual sexy y provovador.

Llevaba un vestido de encaje negro transparente, con aberturas laterales que dejaban ver su piel dorada y su tanga de satén rojo. Un escote en “V” profundo marcaba su pecho con elegancia descarada.

Tacones de aguja plateados, labios color sangre y una mirada que decía “no me subestimes, puedo hacerte arder o hacerte caer”.

Junto a ella, Malena brillaba con una estética más atrevida:

Mini vestido blanco sin espalda, ajustado como una segunda piel, sin ropa interior visible, y botas negras de charol hasta el muslo. Su melena suelta parecía preparada para una noche salvaje.

Aunque en sus ojos, solo Ryan podía ver esa mezcla de miedo y determinación. Sabía lo que le esperaba. O lo que Jessica había prometido que vendría.

Ruth y Rebeca llegaron juntas, como dos versiones de una fantasía peligrosa.

Ruth vestía un conjunto de vinilo negro con transparencias y una cola de encaje que caía hasta sus tobillos, su pelo recogido en una trenza apretada y los labios oscuros como el vino.

Rebeca en cambio optó por lo provocador: corsé rojo con detalles dorados, tanga delgada y ligueros, medias negras y tacones burdeos que parecían diseñados para torturar y seducir a la vez.

Por último, Ryan, vestido como un cliente más, con pantalón negro, camisa ajustada color vino abierta en el pecho, mostrando una cadena de plata discreta. En su mirada había fuego contenido y tensión. Era el apoyo, el respaldo oculto… y el objetivo sentimental de demasiadas piezas en ese juego.

Ninguno de ellos llegó junto, pero todos entraron sincronizados, como si la noche los hubiera coreografiado.

Dentro del club, el ambiente era denso, cargado.

Luces violetas y rojas se entrecruzan sobre cuerpos que danzan con lujuria controlada. En las esquinas, parejas intercambian caricias, risas, drogas y gemidos. Un DJ tatuado lanzaba beats oscuros y sensuales, mientras los mesoneros vestían trajes ajustados y máscaras que no ocultaban del todo sus intenciones.

El club olía a cuero, a sudor elegante y a algo más: peligro.

Pero solo Ruth, Rebeca y Gabriela sabían que esa noche era diferente.

Todo estaba siendo grabado. Cada cámara, cada micrófono, cada mirada falsa.

Y afuera, el grupo comando esperaba… por si el infierno se desataba antes de tiempo.

Gabriela entró al club esa noche con la sensualidad tatuada en la piel.

Llevaba un vestido negro que apenas rozaba la mitad del muslo, ceñido, de escote profundo, sin sostén, con unas medias de encaje que apenas se notaban bajo la tela y unos tacones de aguja que convertían cada paso en una provocación.

Llevaba los labios rojos y el alma en alerta. Sabía que el jefe le tenía una “sorpresa” y, por alguna razón, eso la excitaba tanto como la asustaba.

Fue llevada directamente a la habitación apenas llegó, por parte de dos hombres del personal del club. No hubo violencia. Al contrario: todo fue cordial, servicial, casi elegante… pero con una tensión en el aire que anunciaba tormenta.

El ambiente de la habitación privada era distinto.

Más oscuro. Más íntimo. Las luces rojas apenas marcaban los bordes del espacio, y una música lenta, vibrante, llenaba el silencio como un susurro de advertencia.

El jefe estaba allí.

Esperándola. De pie, con una copa en la mano y una sonrisa cruel en los labios.

—Te ves espectacular… me encanta cómo te ves hoy —dijo, mirándola de arriba abajo con el deseo mal disimulado en los ojos—. Esa imagen con esos lentes que llevas… aumenta mi morbo. Por favor, no te los quites.

Gabriela sostuvo su mirada. No respondió. Sabía lo que venía.

Y no iba a huir.

—Hoy quiero llevarte al límite… al tuyo, no al mío —dijo él, mientras cerraba con llave.

Ella se lo esperaba. Y estaba lista.

No porque confiara. Sino porque quería probar sus propios límites. Y vencerlos.

Fue esposada de pies y manos.

Colgada con cuerdas suaves y gruesas que no cortaban la piel, pero sí el orgullo.

La desnudaron con precisión. No como a una víctima, sino como a un trofeo.

Fue humillada. Tocada. Golpeada con delicadeza perversa.

La adoraron con la lengua y la castigaron con las manos.

Le pusieron pinzas en los pezones, la forzaron a gritar, a gemir, a suplicar.

El placer se mezclaba con el dolor.

Las lágrimas se mezclaban con el deseo.

El cuerpo se le quebraba… pero el alma se mantenía firme.

Mientras el jefe la penetraba con los dedos y le hablaba al oído, Gabriela solo pensaba en una cosa:

“No me vas a romper. No a mí.”

Pero él lo intentó con todo.

La llevó al borde del desmayo.

La azotó con correas suaves, la hizo venirse mientras lloraba, le dijo cosas horribles.

—Miráte… tan puta… tan débil… ¿ves porque te necesito así? Porque sin mí no sos nada.

—Tu coño es lo único que tenés para ofrecer. Y eso que ya está medio usado.

—¿Te creés fuerte? No podés ni sostenerte. Sos una muñeca rota, Gabriela… una puta fracasada.

Y Gabriela lo escuchaba.

Cada palabra. Cada ofensa.

Pero en su mente, el fuego ardía.

Un fuego que el jefe no conocía.

Uno que no nacía del odio… sino del poder que estaba a punto de recuperar.

Un fuego.

Un “ya vas a ver” con forma de sonrisa.

Él la bajó. Se desnudó.

La tomó contra la pared, mientras aún tenía los brazos atados.

La cogió con rabia, con deseo, con humillación.

Le dio nalgadas mientras la penetraba, le metió los dedos en la boca y le susurró al oído, entre jadeos:

—Así me gusta, perra… toda sumisa, toda mía.

—Mirá cómo te entra… ni tu ex te lo metía así, ¿verdad?

—Tenés el coño empapado, puta hermosa… y todavía fingís que estás en control.

—Sos una zorra de oficina disfrazada de mujer seria… pero acá, en mi pared, gemís como una colegiala en celo.

—Te gusta que te rompa, que te llene, que te duela… no lo niegues.

—Este coño lo tengo domado. Este cuerpo es mío.

Y Gabriela lo recibió todo.

Los embistes, las frases, el veneno verbal.

Cada palabra la encendía más.

No era sumisión: era dominio en silencio.

Era una reina disfrazada de esclava, esperando su momento.

Cuando finalmente él se vino, satisfecho, confiado, Gabriela estaba en silencio.

Lo miró con el cabello sudado, el cuerpo magullado, pero la mirada encendida.

Y sonrió.

Al salir, se recompuso con elegancia.

Tacones firmes. Labios retocados.

Lentes en su sitio.

Y un pensamiento que le ardía como fuego en el pecho:

«Me quisiste quebrar… pero lo que rompiste fue tu propia suerte.»

—No sabes con quién te metiste, jefe…

Ahora eres mío. Todo fue un juego.

Y el juego terminó.

El club ya estaba en plena ebullición cuando Ruth y Rebeca llegaron.

Vestidas como una fantasía convertida en carne: Ruth con un vestido plateado que parecía líquido sobre su piel morena, y Rebeca con uno rojo fuego, tan corto que prometía escándalo con cada movimiento de cadera. Tacones de aguja, piernas torneadas, pechos erguidos y miradas que encendían todo a su paso.

Sabían que esa noche no iban a salir limpias.

Un miembro del personal las condujo sin una palabra a través de un pasillo en penumbra hasta una pequeña sala privada. Dentro, el jefe las esperaba, copa en mano, sonrisa afilada, y una gran pantalla de TV encendida.

—Él es el objetivo —dijo señalando la imagen.

Un hombre regordete, calvo, vestido con ropa de marca que no le quedaba del todo bien. Reloj suizo, dientes blanqueados, mirada de zorro viejo.

—Importa químicos e insumos médicos. Rico, sucio, peligroso. Lo queremos hablando… lo queremos desnudo… lo queremos completamente expuesto.

Ruth y Rebeca asintieron. No preguntaron más. Sabían lo que tenían que hacer.

Lo encontraron en uno de los salones VIP, rodeado de terciopelo, luces tenues y el aroma caro de un whisky envejecido. Estaba solo, relajado, como si el club le perteneciera.

Ruth se acercó primero, moviéndose como una pantera al ritmo de la música, sus caderas marcaban una cadencia peligrosa mientras los reflejos del vinilo negro bailaban en la penumbra.

Rebeca apareció por detrás, le sirvió un trago y se sentó junto a él, dejando que el liguero se asomara provocadoramente por debajo de su corsé.

—¿Y qué buscan dos bellezas como ustedes en un lugar como este? —preguntó el regordete, con voz pastosa y tono de cazador ebrio de poder.

—Pecado, cariño… —susurró Rebeca, rozándole el cuello con los labios—. ¿Tienes algo que confesarnos?

Los juegos verbales se mezclaron con el roce de piernas, caricias sutiles y besos en la comisura de los labios. Él reía, bebía, tocaba sin vergüenza.

—Vengan conmigo —dijo por fin—. Tengo… fantasías.

Entraron a la habitación privada. Lujosa, ambientada como un templo decadente de placer. El regordete se sentó en una especie de trono de cuero y comenzó a dictar sus deseos con la autoridad de un emperador del vicio.

—Quiero que una me lama los pies… mientras la otra se pone una correa de perro.

Ruth cayó de rodillas con elegancia calculada y comenzó a lamer sus pies gruesos, chupando cada dedo con movimientos húmedos, obscenos, como si adorara cada centímetro. Rebeca, jadeando, se colocó la correa que él le lanzó y gateó hasta él, sacando la lengua como una perra sumisa.

—Ahora quiero que me chupen los pezones… mientras las azoto con mi cinturón.

Se quitó la camisa y sacó el cinturón lentamente, haciendo un sonido seco que les erizó la piel. Las chicas comenzaron a lamerle los pezones. Él gemía, se mordía los labios, y luego descargó azotes crueles pero medidos sobre sus nalgas y espaldas. Ruth gritó de forma sensual; Rebeca se mordía el labio como si el dolor la hiciera vibrar más.

—Ahora… quiero que una se ponga un plug anal con cola de zorro y camine en cuatro frente a mí.

Ruth obedeció. Se inclinó, con la cola en la mano, y lo insertó con lentitud mientras él observaba con un jadeo ronco. Luego, comenzó a caminar en cuatro patas, la cola ondeando como una bandera de entrega.

—Quiero orinarles encima mientras se besan.

Las chicas se besaron frente a él, lengua con lengua, jadeando, tocándose, lamiéndose los labios con desesperación fingida. El hombre, ebrio de poder, las orinó con una sonrisa brutal mientras las veía seguir besándose sin detenerse.

—Ahora… métanse hielo en la vagina. Quiero ver cómo se derriten…

Él les lanzó varios cubos de hielo. Las chicas se recostaron abiertas frente a él, tomaron los cubos y comenzaron a introducirlos una a una, mientras sus cuerpos temblaban y jadeaban. El contraste del frío con la excitación las hizo estremecer. Rebeca se frotaba, Ruth se arqueaba, el regordete no podía dejar de masturbarse.

—Y cuando termine… quiero que me rueguen que las folle.

Ambas se arrodillaron frente a él, mojadas, marcadas, sucias, pero más bellas que nunca.

—Fóllanos, por favor… —suplicó Ruth con voz ronca.

—Queremos sentir cómo nos partes por dentro… —dijo Rebeca, con los labios brillantes de saliva y deseo.

Y justo cuando él parecía al límite… llegó el verdadero giro.

Las chicas lo desnudaron, dispuestas a rematar el espectáculo.

Y ahí fue cuando se llevaron la sorpresa.

El tipo, regordete, calvo, sudoroso… tenía un miembro impresionante, grueso, largo, venoso, con una dureza que parecía de piedra.

—¿Qué…? —susurró Ruth.

—¿Eso estaba escondido todo este tiempo? —bromeó Rebeca, tragando saliva.

Pero no hubo tiempo para más.

El hombre se transformó.

Las lanzó a la cama como si fueran muñecas de trapo.

Las penetró con fuerza, alternando entre una y otra, metiéndolo en todas las posiciones posibles: misionero, perrito, cucharita, amazona, 69, incluso las obligó a montarse una sobre la otra mientras él entraba desde abajo.

Usaba su fuerza como si tuviera veinte años.

Como un actor porno poseído.

Las abofeteaba con el miembro, las hacía tragarlo, las hacía gritar, correrse, temblar.

sin pausas, sin dulzura, con brutalidad controlada. Ruth gritaba, Rebeca gemía como una estrella de cine erótico. Las hizo cambiar de posiciones una y otra vez: en cuatro, sentadas, contra la pared, en la ducha, en la cama… las azotó, las escupió, las hizo montarlo, lamerse entre ellas y pelear por su pene.

Duró tanto que las chicas no podían creerlo. Intentaban hacerle acabar, lo cabalgaban con fuerza, lo chupaban sin piedad, pero él seguía.

El continuaba Ellas lo intentaron todo: apretarle, gemirle, hablarle sucio, meterlo entre los pechos, cabalgar como si se tratara de una carrera.

Cuando por fin llegó el clímax, las arrodilló frente a él, tomó su miembro con ambas manos y eyaculó sobre sus caras y bocas con una potencia animal. Ruth tragó, Rebeca quedó bañada, sus rostros convertidos en lienzos de su virilidad. Una descarga brutal, caliente, espesa.En la cara, en las bocas, en los pechos.Rebeca tragó. Ruth se relamió. Pero en su mente, ambas lo habían disfrutado sin querer ya que lo habian experimentado juntas y tenian tiempo sin tener sexo con otro hombre que no era Ryan.

Él jadeaba, orgulloso.

Se tumbó en la cama, satisfecho.

—¿Quieren más? —preguntó él, jadeando también.

Antes de que pudieran responder, entró el jefe acompañado de dos hombres armados.

—Tenemos todo grabado, amigo. Video. Audio. Y ahora trabajas para mí. O te conviertes en otro accidente conveniente.

El empresario no dijo nada. Tragó saliva. Supo que estaba atrapado.

Rebeca y Ruth también sabían que esa escena estaba grabada… pero lo que el jefe no sabía… es que ahora Ruth controlaba las cámaras. Y ellas también tenían copia.

El juego de poder acababa de cambiar.

Malena estaba sentada en la barra del bar, con las piernas cruzadas y una copa entre los dedos. Jessica se le acercó por detrás, vestida con un conjunto negro ajustado, sensual y brillante. Le sonrió como si nada hubiera pasado entre ellas, como si no la hubiera evitado durante semanas.

—¿Me extrañaste? —le susurró al oído con dulzura venenosa.

Malena no respondió. Sólo la miró de reojo. Jessica tomó asiento a su lado, deslizando la mano suavemente por su muslo desnudo.

—Vamos al privado, tengo una sorpresa para ti —le dijo, acariciándole la nuca—. No te vas a arrepentir.

Minutos antes, Jessica había vertido una droga disuelta en la bebida de Ryan. Él comenzó a sentirse mareado y, sin saber cómo, acabó en una habitación privada. Sus sentidos le fallaban. Jessica lo desvistió parcialmente, le ató los tobillos y muñecas a una silla metálica, y le colocó una mordaza de silicona en la boca. Luego apagó la luz y esperó.

Cuando Malena entró, notó la tenue luz roja y la temperatura cálida. Jessica cerró la puerta con seguro, encendió la luz y la música ambiental subió apenas. Ryan estaba sentado al frente, semidesnudo y amarrado. Su pecho subía y bajaba con dificultad. Los ojos abiertos, vidriosos. Trató de moverse, pero no podía. Estaba completamente atado.

Malena lo miró sorprendida, pero antes de que pudiera reaccionar, Jessica le susurró al oído:

—Espero que no te moleste que tengamos un espectador invitado…

Malena se mordió el labio. Sus mejillas se encendieron.

—¿Qué… qué le hiciste?

—Tranquila… Sólo lo relajé un poco. Está bien. Te aseguro que esto le va a gustar. A los dos.

Malena tragó saliva. La situación la excitaba más de lo que quisiera admitir.

—Quiero que pruebes algo antes de comenzar —añadió Jessica, sacando una pequeña ampolla.

—¿Es…? —preguntó Malena, reconociendo el olor químico.

—Sí. Lo de aquella vez… pero modificado. Más intenso. Confía.

Malena dudó, pero asintió. Lo tomó sabiendo lo que era. Los efectos llegaron en segundos: su piel se volvió hipersensible, el corazón latía como tambor, y los pensamientos se disuelven en un calor líquido que subía desde su pelvis hasta su garganta.

Jessica caminaba como un demonio vestido de látex. Sus botas de tacón aguja resonaban sobre el suelo con cada paso. El brillo negro de su atuendo reflejaba la luz roja, como si ardiera.

Malena estaba desnuda, atada de piernas abiertas sobre un diván de cuero rojo. Los tobillos sujetos a cada extremo, los brazos extendidos. Vulnerable. Expuesta. La piel erizada, los pezones duros, el clítoris latiendo por anticipación y droga.

Jessica se acercó con lentitud, deslizando los dedos por sus muslos.

—Hoy vas a entender que el placer también duele —susurró con una sonrisa torcida—. Y tú, Ryan… vas a ver de lo que soy capaz. Ella es mía. Y pronto lo será tu otra amiga también.

Le puso a Malena una mordaza con anillo metálico, dejando la boca abierta. Luego le colocó un collar con cadena.

—A partir de ahora, eres mi perra. ¿Entendido?

—Sí… —jadeó Malena.

Jessica se calzó un arnés con doble consolador. Uno interno, que la estimulaba, y el otro grueso, largo, con textura venosa y vibración. Se lo introdujo gimiendo, y se acercó a Malena. Con una sola embestida la penetró violentamente. Malena se arqueó. Su cuerpo convulsionaba con cada movimiento.

Jessica la sujetó del cabello, le escupió en la boca y le jaló la cadena.

—Di que eres mía.

—¡Soy tuya, Jessica! —gritó Malena entre gemidos entrecortados.

Jessica no paraba. La penetraba con furia, mientras le mordía el cuello, le acariciaba el rostro con dulzura enfermiza y luego la abofeteaba. El látex brillaba con sudor. Su risa era una mezcla de locura y placer. Ryan la miraba con rabia desde su silla. La mordaza le impedía gritar.

Jessica sacó un plug anal de acero. Lo mostró a Ryan y luego a Malena, lamiéndolo con lentitud antes de introducirlo sin aviso. Malena gritó como si la atravesaran con fuego. Jessica reía.

—Así me gusta… rendida y rota.

Activó la vibración del arnés. Malena lloraba de placer, con espasmos incontrolables.

Jessica aumentaba la presión. Le susurraba frases sucias al oído. Le metía los dedos en la boca abierta. Le frotaba el clítoris hasta llevarla al borde una y otra vez, sin dejarla llegar.

Ryan forcejeaba. Su rabia lo volvía más fuerte que las cuerdas. Comenzó a aflojarlas, poco a poco. Mientras, Jessica sacó un cuchillo fino, brillante.

—¿Y tú? —le dijo a Ryan mientras le quitaba la mordaza de un tirón—. ¿Qué vas a hacer, héroe?

Se giró de nuevo hacia Malena, sujetando el cuchillo en una mano y el control de vibración en la otra. Le acarició el rostro con ternura y luego lo abofeteó.

—Si no eres mía, no serás de nadie —susurró. Subió al máximo la vibración del arnés, la del plug… y comenzó a gritar—: ¡Llega! ¡correte para mí! ¡Muérete de placer, zorra!

Los ojos de Malena se pusieron en blanco. Su cuerpo convulsionaba. El corazón latía a un ritmo frenético. Estaba al borde del clímax… y de la muerte.

Jessica levantó el cuchillo con una sonrisa extasiada.

—¡Ahora! ¡Muérete sintiéndome dentro!

En ese instante, Ryan logró soltarse, se levantó tambaleante, con el cuerpo aún afectado por la droga, y se abalanzó sobre Jessica. La empujó contra la pared, forcejearon, pero ella lo apuñaló en el costado. La sangre brotó, caliente, densa. Ryan retrocedió, pero se mantuvo en pie.

Jessica huyó, gritando como una loca, dejando la puerta abierta tras ella.

Ryan se tambaleó hacia el diván. La visión borrosa. El pecho ardiendo. Con sus últimas fuerzas, apagó la vibración del arnés, le retiró la mordaza y los amarres a Malena. Ella jadeaba, convulsionando. La sostuvo con una mano, mirándola a los ojos.

—¡Malena… despierta! —susurró, mientras caía de rodillas.

Malena soltó un grito desgarrador. Su cuerpo entero vibraba. El orgasmo se transformó en espasmo. El corazón le latía fuera de control. La droga la estaba matando.

Ryan cayó al suelo, desmayado en un charco de sangre.

Malena gritó. Un grito animal. Gritó pidiendo ayuda, llorando, desnuda, atada, cubierta de sudor, fluidos y miedo.

Su voz rompía el silencio mientras se escuchaban pasos corriendo apresurados acercándose a la puerta…

Ruth y Rebeca estaban sentadas en un sofá de terciopelo negro, ambas vestidas con lencería provocadora y botas altas de tacón fino. El jefe del operativo, un hombre de unos 55 años, alto, robusto, de piel bronceada, mandíbula marcada, cabello gris corto y cuerpo trabajado, caminaba lentamente hacia ellas mientras contaba fajos de billetes.

—Hicieron un buen trabajo con el regordete… —dijo con voz grave, lanzando un fajo sobre la mesa—. Lo dejaron babeando como un niño frente a un escaparate.

—Siempre cumplimos, jefe —dijo Ruth, pasando su lengua por los labios—. Pero tú sabes que también tenemos otras habilidades… si quieres probarlas.

El hombre sonrió. Se quitó la chaqueta, luego la camisa, dejando ver un torso marcado, con cicatrices de guerra y músculos bien definidos. Tenía esa seguridad en la mirada que sólo dan los años de experiencia y dominio absoluto.

—Muéstrenme, entonces… lo que valen de verdad.

Rebeca se levantó primero, caminó hacia él como una gata, lenta y sensual. Le desabrochó el cinturón, y dejó caer su pantalón, revelando un bulto impresionante bajo unos boxers ajustados. Ruth se acercó por detrás y comenzó a besarle el cuello.

—Mmm… esto sí es un jefe —susurró Rebeca, arrodillándose.

Lo bajó lentamente, liberando su pene grueso, largo y firme. Ambas lo miraron con deseo real. No era sólo el tamaño: era la actitud dominante, segura, casi animal.

—Vamos a hacer que te olvides de todos tus problemas —dijo Ruth, antes de lamerle el glande con lentitud.

Comenzaron a turnarse para chuparlo como expertas: lengua, labios, garganta profunda, sin miedo. Rebeca lo tomaba hasta el fondo, haciendo ruidos húmedos mientras Ruth le acariciaba los testículos y le miraba con una mezcla de admiración y hambre.

—Dios… sí, así… —gemía él, tomándolas de la cabeza, dirigiendo el ritmo—. Tráguenlo todo, putas hermosas…

Las chicas se turnaban, cada vez más entregadas. Ruth se subió sobre él, montándolo sin ropa interior. Su vagina estaba húmeda, caliente, ansiosa. Se dejó caer sobre su erección con un gemido largo y profundo.

—¡Ahhh! Joder… sí… —gritó mientras comenzaba a cabalgarlo.

Rebeca se acercó por detrás, besándole la espalda al jefe, lamiéndole el cuello, bajando por sus costillas. Luego le ofreció sus senos a la boca, mientras se masturbaba mirándolos. La escena era salvaje, sucia, perfecta.

El jefe tomó el control. Se levantó con Ruth encima, la empujó contra la pared, le alzó una pierna y la penetró con fuerza, haciéndola gritar.

—¡Más fuerte! ¡Dámelo todo!

Rebeca se subió a la mesa y se abrió de piernas.

—Ahora yo, papi… quiero sentir esa verga.

Él obedeció. La levantó como si no pesara nada, y la penetró de pie, sujetándola por las caderas. Ruth, exhausta y sudada, se masturbaba viendo la escena.

Luego las puso a cuatro patas sobre el sofá y comenzó a darles duro a las dos, alternando: unas embestidas para Ruth, luego otras para Rebeca, una tras otra, haciéndolas gritar y gemir como si el infierno ardiera entre sus muslos.

—¡Me corrooo! —gritó Rebeca— ¡No pares, no pares!

Ambas acabaron juntas. Jadeando, deshechas, con las piernas temblando.

Él terminó dentro de Ruth, con un rugido de macho satisfecho. Luego se apartó, sudado, pero erguido, dominante, satisfecho.

—Eso sí valió cada maldito billete —dijo, sacando más dinero del bolsillo.

Les lanzó otros fajos.

—Un placer… literal —añadió con una sonrisa torcida.

Las chicas se pusieron de pie, desnudas y brillantes de sudor. Comenzaron a vestirse. Ruth alzó su tanga con lentitud, deslizándola por los muslos, mientras Rebeca abotonaba su blusa sin apuro.

—¿Damos la señal? —preguntó Ruth en voz baja, mientras se acomodaba el escote.

—Sí… —respondió Rebeca, con una mirada cómplice—. Ya fue suficiente.

Ambas se acercaron al reloj del rincón y presionaron un botón oculto detrás del marco.

Segundos después, se escuchó el estruendo.

Las puertas del club se abrieron violentamente. Hombres encapuchados, armados, con escudos y cascos tácticos irrumpieron gritando órdenes. “¡Policía! ¡Al suelo! ¡Manos donde podamos verlas!”

El jefe no reaccionó con sorpresa. Solo levantó las manos y sonrió.

—Sabía que un día vendría esto…

Los clientes y trabajadores corrían. Sonaron gritos, sirenas. El caos era absoluto.

En medio del tumulto, Rebeca y Ruth se miraron. Entonces lo oyeron.

Un grito.

“¡Ayuda! ¡Por favor, alguien ayude!”

Rebeca se detuvo en seco.

—¿Malena?

Ambas corrieron hacia la fuente del sonido, abriéndose paso entre empujones y caos. Gabriela apareció por el pasillo opuesto, también alertada por los gritos.

Las tres llegaron a una puerta abierta.

Y lo vieron.

Ryan, tendido en el suelo, inconsciente, en un charco de sangre. Malena estaba semidesnuda, temblando, con los ojos en blanco, encogida sobre sí misma, con la cadena del collar aún colgando de su cuello.

Rebeca se arrodilló junto a él, sin pensar.

—¡No! ¡No te mueras, jefe! ¡Ryan, por favor! ¡No te mueras! —le dijo golpeándole el pecho—. ¡Llamen una ambulancia, coño! ¡YA!

Gabriela se quitó la chaqueta y la puso sobre el pecho de Ryan para presionar la herida.

Ruth sostenía a Malena, que lloraba sin poder articular palabras.

Los gritos de los policías retumbaban por los pasillos. Pero en esa habitación… el tiempo se detuvo.

CLÍNICA. HABITACIÓN DE RYAN

Una luz tenue bañaba la habitación. El sonido de un monitor cardíaco marcaba el compás del tiempo, interrumpido solo por un suave zumbido de máquinas.

Ryan abrió los ojos lentamente. Estaba desorientado, adolorido, como si hubiese regresado del infierno. Lo primero que vio fue un rostro familiar inclinado sobre él, con lágrimas contenidas y una sonrisa temblorosa.

—¿Rouse…? —murmuró con voz quebrada—. Rayos… morí… y fui al cielo.

Ella rió entre sollozos, limpiándose una lágrima con el dorso de la mano.

—No, tonto insensato. No has muerto… aunque por un momento creí que te perdía otra vez —dijo, tomándole la mano con ternura—. Estás en la clínica donde trabajo. Las chicas te trajeron hasta aquí apenas lograron sacarte de esa… locura.

Ryan intentó moverse, pero un quejido de dolor lo detuvo.

—¿Y Malena…? —preguntó con esfuerzo, el recuerdo aún fresco, el rostro de ella perdido entre el delirio.

—Está bien. Sedada. Está en otra habitación. Le hicimos un lavado estomacal, la estamos hidratando. Llegó en shock, descompensada, pero está estable ahora. Va a estar bien… gracias a ti.

Él suspiró aliviado. Cerró los ojos por un instante, y al volver a abrirlos la miró con una calidez distinta, profunda.

—Cuando estaba por morir… tú fuiste uno de mis recuerdos más bonitos.

Rouse no dijo nada. Solo se inclinó lentamente y lo besó en los labios con una dulzura inmensa, como si sellara una promesa silenciosa. Luego apoyó su frente en la de él.

—No importa lo que pase de ahora en adelante… no me vas a perder otra vez.

Se enderezó, apretó su mano una última vez y salió de la habitación.

Minutos después, la puerta se abrió y entraron lentamente Gabriela, Rebeca y Ruth. Al verlo tan débil, con tubos, vendas y el rostro pálido, sus miradas se nublaron.

Pero Ryan fue el primero en hablar, arrastrando el sarcasmo como una armadura.

—¿Por qué tan tristes…? Todavía no me muero.

Las tres se rieron y corrieron a abrazarlo como si les devolvieran un pedazo del alma. Gabriela fue la primera en hablar, entre risa y llanto.

—Nos diste un gran susto, hijo de puta…

—Pensé que te gustaban las sorpresas… —respondió él con una sonrisa torcida.

Ruth y Rebeca lo miraban con alivio, sus expresiones más suaves.

—Los tenemos a todos, Ryan —dijo Rebeca, solemne—. No van a salir de prisión.

Él asintió con la cabeza y señaló con la barbilla hacia la puerta.

—Cierra un momento, Ruth.

Ella obedeció. Ryan bajó un poco la voz.

—En la redada detuvieron a un hombre… uno regordete… Quizás ustedes lo conocen —dijo con ironía venenosa, mirando a Ruth y Rebeca—. Un tipo con debilidad por las colegialas y las esposas jóvenes.

Las tres fingieron no entender, pero la tensión en los ojos de Ruth y Rebeca lo delataba todo.

—Necesito que lo dejen ir. Que desaparezca del informe final. Gabriela, encárgate de eso. Libéralo.

—¿Qué…? —preguntó Ruth, incrédula—. ¿Por qué?

Ryan se giró con esfuerzo y suspiró.

—Ese regordete es el esposo de Rouse. Y no quiero que ella se entere así… No quiero destruir lo poco que le queda. Ni a ella… ni a sus hijos.

Gabriela asintió con un gesto firme.

—Está bien. Pero me debes una grande, bastardo.

Rebeca suspiró.

—Solo por esta vez… se va.

Ryan sonrió.

—Hablando de deudas, Gabriela… En realidad, estamos a mano.

Gabriela lo miró sin entender.

—Te prometí que no le diría a las chicas tu situación… Pero nunca dije que no te ayudaría a atrapar al jefe con las manos en la masa.

Se incorporó levemente, haciendo una mueca de dolor.

—La grabación de la llamada no era suficiente. Así que necesitaba grabarlo en video también. ¿Recuerdas esas lindas gafas que te regalé? Pues tenían una cámara. Ruth me ayudó a conseguirlas, aunque no sabía para qué.

Gabriela abrió los ojos con sorpresa y luego sonrió con rabia fingida.

—Eres un maldito tramposo.

—Sí, pero un tramposo que hace lo que sea por sus chicas.

—Devuélveme las gafas, entonces —dijo Ruth, divertida.

Ryan volvió a su tono irónico.

—Pero por favor, deja aparte los videos sexuales de Gabriela para disfrutarlos yo en privado… ¡ja, ja!

Todas se rieron, más aliviadas ahora.

—Hablando de sexo —dijo Rebeca, mirándolo con picardía—, afuera hay alguien que quiere verte también.

Salieron juntas. Ryan cerró los ojos un momento, cansado… hasta que una figura entró apresurada y lo sacó de su semi trance.

Era Havana. Tenía los ojos rojos de tanto llorar, pero su sonrisa resplandecía al verlo con vida. Corrió hacia la cama con un ramo de flores que le llevo y se lanzó sobre él, abrazándolo con desesperación, besándolo por todo el rostro.

—¡¿Cómo pudiste hacerme esto, maldito?! ¡Casi me muero al enterarme que estabas entre la vida y la muerte!

Ryan apenas pudo devolverle el abrazo, con voz débil.

—Tranquila, cariño… No era mi intención asustarte… ni dejarte. Luché con todas mis fuerzas para volver contigo. Para volver a tu lado.

—¿Y cómo te enteraste? —preguntó, extrañado.

—Rebeca me llamó. Me contó todo. Incluso fue hasta mi casa para traerme. Se nota que te quiere… mucho. Bueno, eso… y algo más —añadió con una sonrisa pícara—. Pero no soy celosa… mientras tú duermas y amanezcas conmigo todos los días de ahora en adelante.

Ryan rió con debilidad, acariciándole el rostro.

—Haré todo lo posible por complacerte, cariño… aunque ya sabes, debo mantener felices a todas mis chicas…

La habitación permanecía en penumbra, suavemente iluminada por una lámpara de noche. El monitor cardíaco emitía un pitido constante, pausado, casi sereno. Malena dormía con expresión relajada, su rostro pálido contrastaba con la tibieza que volvía poco a poco a su piel. Gabriela estaba sentada a su derecha, acariciándole la mano con ternura. Al otro lado de la cama, su esposo la miraba en silencio, con los ojos rojos y los labios apretados. No era rabia lo que sentía. Era amor, mezclado con miedo. Una mezcla devastadora.

—¿Cuánto más dormirá? —preguntó él en voz baja, con ese tono que sólo alguien enamorado puede usar cuando teme perder.

Gabriela no respondió de inmediato. Se levantó, revisó el suero y miró los signos vitales.

—No mucho más. Su cuerpo está débil pero estable. Le dimos sedación suave. Ya no está en peligro.

—Dios… —murmuró él, cubriéndose los ojos por un segundo, rompiendo esa fachada de hombre fuerte.

Gabriela se acercó al borde de la cama y puso una mano en su hombro. No dijo nada. No hacía falta. Él giró la cabeza y la miró con agradecimiento, luego, tomándola de la cintura, la atrajo hacia sí y apoyó la frente en su abdomen, en silencio. Gabriela acarició su cabello. Allí estaban: unidos, vulnerables, enamorados de la misma mujer… y de alguna forma, también el uno del otro.

Entonces, un leve suspiro rompió el silencio. Malena se movió. Sus párpados parpadearon lentamente, sus labios se abrieron para emitir un sonido apenas audible:

—¿Dónde… dónde estoy?

—Mi amor —dijo Gabriela, inclinándose rápidamente sobre ella—, tranquila… estás a salvo. Estás en la clínica. Soy yo, Gaby.

El esposo de Malena se incorporó de inmediato, acercándose para tomar su otra mano.

—Estamos aquí, Maly. No te preocupes. Ya pasó todo.

Malena parpadeó varias veces. La confusión cedió paso al reconocimiento. Al verlos a los dos, juntos, tomándola con tanto amor, una lágrima rodó por su mejilla.

—¿Ryan? —preguntó con debilidad— ¿Él está bien?

Gabriela sonrió con dulzura.

—Sí. Él también se está recuperando. Está en otra habitación. Gracias a ti, y a tu aviso, logramos sacarlo justo a tiempo.

Malena cerró los ojos, aliviada. Luego los volvió a abrir, y clavó su mirada en ambos, cargada de emoción.

—Perdón… por asustarlos. Por todo.

—No hay nada que perdonar —dijo él, tomándole la cara—. Solo queremos que estés bien. Ya no importa el caos. Importa esto. Nosotros.

Gabriela se acercó aún más y besó la frente de Malena con suavidad.

—Lo que importa es el amor que nos tenemos, y que estás viva.

Malena respiró hondo. Su voz salió más firme esta vez.

—No quiero volver a vivir separados. Ni separados física ni emocionalmente. Esto me lo dejó más claro que nunca.

Gabriela y su esposo se miraron. No hacía falta que hablaran. Ya lo sabían. Ya lo sentían.

Malena apretó sus manos.

—Vivamos juntos, los tres. Bajo el mismo techo. Sin miedos, sin mentiras. Somos una familia, aunque a otros les cueste entenderlo. Yo los amo a ambos. Ustedes se aman. Y yo necesito sentirlos cerca todos los días.

Justo en ese momento, la puerta de la habitación se abrió suavemente. Rouse entró con una tablet en mano, la bata blanca abierta por encima de su ropa informal. Sonrió al ver a Malena despierta… pero su sonrisa se congeló levemente al ver la escena frente a ella: Malena acostada en la cama, tomada de la mano con su esposo y con Gabriela, todos conectados, riendo entre lágrimas.

—¡Oh…! —dijo Rouse, titubeando apenas. Luego alzó una ceja y sonrió— Vaya… veo que aquí hay más amor del que me esperaba encontrar.

Los tres soltaron una risa nerviosa, casi adolescente.

—¿Estoy interrumpiendo algo? —bromeó, acercándose con calidez.

—Nunca, Rouse —dijo Malena—. Gracias por venir.

Rouse le revisó las pupilas, el pulso, la tensión arterial. Luego hizo unas anotaciones en su tablet.

—Todo está muy bien. Estás respondiendo a la medicación, y si todo sigue así… te podrás ir a casa en dos días.

—¿A casa? —repitió Malena, mirándolos a ambos— Sí. A casa. A nuestra casa.

Rouse los miró. No preguntó más. No hizo falta. Su sonrisa se volvió más sincera, más cálida.

—Perfecto entonces. Les recomiendo que le den mucho cariño, cero estrés… y que no la dejen lavar ni un plato por unas semanas.

—Eso nunca fue parte de su rutina igual —bromeó Gabriela.

—Por eso la amamos tanto —agregó él.

Rouse se rió y se despidió con un gesto leve, saliendo con esa mirada de quien ha visto algo inusual, pero bello. Al cerrar la puerta, murmuró para sí:

—Raro, sí… pero jodidamente hermoso.

Dentro de la habitación, Malena miró al techo, y con una sonrisa dulce, susurró:

—Ahora sí… puedo empezar de nuevo.

Y sus manos no soltaron las de ellos.

Clínica privada – Habitación 204 – Al atardecer

La puerta se abrió suavemente con un chirrido apenas audible. La silueta de Havana apareció primero, empujando con elegancia una silla de ruedas. Iba vestida con una blusa ajustada de tirantes finos y jeans que delineaban su figura. Su piel color canela brillaba con el reflejo dorado de la luz vespertina que entraba por la ventana. Su sonrisa era descarada, pero dulce.

—Malena… mira a quién te traigo. No podía quedarme sin verte. Aunque en silla de ruedas, sigue siendo un caballero tercamente seductor.

Ryan levantó una mano en gesto de saludo mientras Havana lo acercaba hasta el borde de la cama. Malena giró el rostro hacia él y sus ojos brillaron con ternura.

—¿Pero qué es esto? —susurró ella, con una mezcla de alegría y tristeza— ¿Viniste arrastrándote solo por mí?

—Me arrastraría con gusto por kilómetros si eso significaba volver a verte viva, Malena —respondió él, con la voz aún algo ronca, pero firme.

Havana los observó en silencio por un instante. Luego suspiró y se giró hacia la puerta.

—Yo… iré a comer algo. Ustedes conversen tranquilos. Ya sabes, Malena, yo necesito mis 4.000 calorías diarias. Estas curvas no se alimentan solas.

Guiñó un ojo y salió dejando una estela de perfume dulce, y un silencio cargado de emociones.

Ryan tomó con delicadeza la mano de Malena. Sus dedos aún estaban fríos, pero responden con firmeza al contacto.

—Esta vez estuve muy cerca… —murmuró él— demasiado cerca. Y te juro, Malena, que nunca más dejaré que algo así te pase. No si yo puedo evitarlo.

Malena apretó su mano y negó con la cabeza, con una media sonrisa cansada.

—No es tu culpa, Ryan. Yo me dejé arrastrar. Jessica… ella… supo cómo hablarme, cómo tocar mis puntos débiles. Me ofreció… algo prohibido. Algo oscuro. Y quise saber qué había del otro lado. Me sedujo. Me perdí.

—Pero volviste —dijo él, con un dejo de orgullo—. Y me salvaste. Lo que hiciste no fue un error, fue una redención.

Ella lo miró, con los ojos humedecidos.

—Aún no sé si me perdoné por completo. Pero cuando te vi en el suelo, desangrándote… ahí supe. Ya no había marcha atrás. Ni más juegos. Solo verdad.

Ryan asintió y sostuvo su mirada.

—Cuando descanses, y estés bien… quiero que vuelvas con nosotros. A la Unidad. No como víctima, ni como arrepentida. Quiero a la Malena valiente, inteligente, con ese instinto que ningún entrenamiento da. ¿Qué dices?

Malena sonrió con sinceridad.

—¿Volver al caos, las locuras y el sexo desenfrenado de la Unidad Especial? —bromeó— Estoy dentro. Después de probarlo, no quiero vivir de otra forma.

Ambos rieron. Un silencio amable se instaló por unos segundos.

Malena inclinó un poco la cabeza y lo miró de arriba a abajo con una sonrisa traviesa.

—Aunque… con Havana cuidándote día y noche… no sé si vas a poder descansar como deberías. Esas medidas 92-60-95, esa piel dorada… y esa sonrisa… hacen que hasta una mujer como yo se distraiga.

Ryan soltó una carcajada baja, ronca.

—Créeme… me ha dado más alegrías y cariño que malos ratos. Aunque no lo creas, es una gran mujer. una gran ama de casa y una mejor cocinera. Ya me alimentó tres veces desde que desperté.

Malena le preguntó

—No me digas que también cocina… —Malena resopló—. No la soportaré.

—A mí me sigue pareciendo un poco insoportable —dijo él, divertido— pero es buena. Y leal. y en la cama hace maravillas…….

Luego su rostro cambió, volviéndose más serio.

—Malena… Jessica escapó. Antes de que llegara el equipo. Nadie sabe cómo, ni por dónde. Lo único que dejó fue un video… como despedida. Una burla más. Pero vamos a encontrarla. Te lo prometo. Por ti. Por mí. Por todos los que quedaron atrás en este infierno que ella creó.

El ambiente se tensó por un instante. La herida abierta volvía a escocer.

Malena bajó la mirada.

—No quiero que se vaya impune, Ryan. Esa mujer… dejó un camino de muerte y destrucción por donde pasó. Nos usó a todos. Me usó.

—Y esa es la tarea pendiente —afirmó él—. Pero ahora descansa. Cuando estés lista, lo haremos juntos.

Ella asintió, y apretó su mano otra vez.

—Juntos, Ryan. Esta vez… sin sombras.

Clínica – Cafetín, 7:45 p.m.

Havana estaba sentada sola en una mesa del rincón, frente a un plato generoso de pasta con albóndigas, pan de ajo y una bebida energética. Movía los pies de un lado a otro como una niña feliz mientras comía con ganas, su belleza no pasaba desapercibida.

Mientras se llevaba un tenedor de pasta a la boca, una voz femenina interrumpió su momento de gozo.

—¿Te molesta si me siento contigo? Está todo lleno —preguntó una mujer con uniforme de enfermera, gorro, mascarilla bajada y unos lentes oscuros que apenas dejaban ver su rostro.

—Claro que no, siéntate —respondió Havana, con su sonrisa encantadora, limpiándose la comisura de los labios con una servilleta.

La mujer se sentó frente a ella y la observó con descaro por unos segundos. Tenía una voz suave, casi hipnótica, y un perfume dulce que llegaba incluso por encima del olor a comida.

—Eres… increíblemente atractiva. No podía evitar decírtelo. Tienes un aura magnética.

Havana rió con cierta timidez. Estaba acostumbrada a los cumplidos, pero algo en esa mujer la descolocó.

—Gracias… supongo. Tú también luces bien, se te ve elegante para estar de guardia.

—Digamos que me gusta cuidar mi imagen —dijo la mujer cruzando las piernas con lentitud—. Y dime… ¿Una mujer tan sexy como tú tiene pareja?

Havana bajó la mirada por un segundo, como si la respuesta la conectara con algo más profundo, y luego sonrió con orgullo.

—Sí, sí tengo. Es el hombre que llevé hace rato en la silla de ruedas. Ryan. Mi novio.

La mujer asintió lentamente, como si confirmara una suposición.

—Se ve que es un buen hombre… fuerte, pero con una oscuridad interesante en la mirada.

—Lo es. Apenas llevamos poco tiempo viviendo juntos, pero… —hizo una pausa y sonrió— soy muy feliz con él.

La mujer curvó los labios en una media sonrisa que parecía más enigmática que amable.

—Qué romántico… —murmuró, y luego se puso de pie, dejando su bandeja vacía sobre la mesa—. Cuídalo mucho, ¿sí? Se nota que vale la pena. No vaya a ser que venga otra mujer… y te lo quite.

Havana soltó una carcajada inocente mientras masticaba el pan de ajo, sin detectar la amenaza velada en esa frase.

—Tranquila, tengo recursos de sobra. Usaré todos mis encantos para que eso no pase.

La mujer giró lentamente. Sus caderas se mecían con elegancia bajo el uniforme blanco mientras caminaba hacia la salida. Justo antes de desaparecer por el pasillo, se volvió por un instante… y sonrió. Una sonrisa torcida, cargada de algo más que simpatía.

Havana la observó distraída unos segundos y luego volvió a su comida.

—Qué mujer tan rara… pero linda —murmuró con la boca llena, sin imaginar que acababa de tener una conversación casual con la mujer más peligrosa de su historia.

Clínica – Habitación de Malena, 8:35 p.m.

Ryan estaba aún junto a Malena, en la silla de ruedas, tomándole la mano mientras conversaban. La charla había tomado un tono íntimo, entre risas y promesas de seguir trabajando juntos en la unidad especial. Malena lo miraba con ternura, sin soltarlo.

—…pero con Havana a tu lado —dijo ella con picardía—, dudo que puedas descansar. 92-60-95 de curvas, piel canela y una energía sexual que se nota a distancia… te va a tener en forma antes del alta.

Ryan rió, pero antes de responder, la puerta se abrió y Havana entró con paso despreocupado, relamiéndose los labios.

—¡Estoy de vuelta! —anunció alegre—. Por fin comí como Dios manda. Casi me devoro a la enfermera con la bandeja incluida —bromeó.

—¿Una enfermera? —preguntó Malena, acomodándose en la cama.

—Sí, una mujer simpática que se me acercó en el cafetín. Me dijo que soy muy atractiva, me preguntó si tenía pareja y cuando le conté sobre Ryan, me dijo que lo cuidara… que no fuera a venir otra mujer a quitármelo —comentó Havana con tono inocente, mientras se sentaba al borde de la cama.

Ryan y Malena intercambiaron una mirada rápida.

—¿Cómo era la mujer, Havana? —preguntó Ryan con seriedad.

Havana, aún distraída, señaló la pantalla del televisor, donde aún se reproducía sin audio el video que Jessica había dejado a modo de burla.

—Pues… se parecía muchísimo a ella —dijo, encogiéndose de hombros mientras tomaba una botella de agua.

El ambiente se congeló. Un frío les recorrió la espalda a Ryan y Malena al mismo tiempo. Ryan clavó los ojos en la imagen pausada del rostro de Jessica en la pantalla. Malena presionó de inmediato el botón de emergencia junto a su cama.

A los segundos, Rouse y Rebeca irrumpieron en la habitación armadas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rouse, al ver las expresiones de todos.

Ryan no dudó:

—Jessica. Está en la clínica. Disfrazada de enfermera. ¡Cierren el hospital, revisen cámaras, cada rincón! ¡No puede salir!

Rebeca reaccionó al instante. Salió corriendo por el pasillo gritando órdenes por el intercomunicador portátil. En menos de cinco minutos, el personal de seguridad estaba activado. Se cerraron las puertas de acceso, se bloqueó el ascensor, y un equipo mixto de enfermeros y oficiales recorrió todo el edificio dos veces… sin encontrar rastro.

—Nada. Ni un solo rastro —informó Rebeca finalmente, volviendo al cuarto con rostro tenso—. La revisamos de arriba abajo. Ya debe haberse ido… si es que no era una alucinación.

Pero Ryan lo sabía. Jessica había estado allí. Lo había visto. Se había acercado a Havana. Había rozado su mundo otra vez… con esa sonrisa de depredadora que lo perseguía incluso en sueños.

—Coloquen guardias armados en esta habitación y en la mía —ordenó Rebeca, mientras enviaba indicaciones por radio—. Nadie entra sin identificación directa. Nadie.

Havana y Rouse se miraban sin entender del todo el revuelo. Ryan respiró hondo, se giró hacia ellas y dijo con voz grave:

—Luego les contaré con calma. Pero créanme… esto no ha terminado.

Clínica – Consultorio de Rouse, 10:05 p.m.

Ryan entró acompañado por un enfermero en silla de ruedas. Rouse lo esperaba con una bata blanca y una tablet en la mano. Su expresión era profesional, pero sus ojos brillaban de una ternura contenida.

—Vamos a hacer una última revisión, doctor—dijo con una sonrisa mientras cerraba la puerta—. ¿Está listo para ser tocado por sus manos favoritas?

Ryan sonrió, relajándose.

—Siempre lo estuve. Pero ahora entiendo mejor los límites.

Rouse se acercó y comenzó a tomarle la presión, revisarle los reflejos y auscultarlo con delicadeza. Las manos que antes lo habían recorrido en noches desenfrenadas ahora se movían con una mezcla de dulzura y distancia prudente.

—Ryan… —dijo ella finalmente, bajando el estetoscopio—. Lo que pasó hoy, todo esto… me hizo pensar muchas cosas.

—A mí también —respondió él, mirándola fijamente.

—Sé que tienes tu vida ahora… y una mujer que te mira como si fueras el centro del universo. Y lo entiendo. Lo respeto. Solo quiero que sepas que… perdí mucho tiempo. Me alejé cuando fui a la universidad porque no supe cómo manejar la distancia, ni el deseo, ni las emociones. Me protegí… y en el camino te perdí.

Ryan la escuchaba sin interrumpir, con una mezcla de tristeza y gratitud.

—Rouse, nunca dejaste de estar en mis pensamientos. Pero también entiendo que tienes una familia, un esposo, hijos… tu mundo.

Rouse desvió la mirada un segundo. Una sombra pasó por sus ojos.

—Mi esposo no es perfecto… pero tampoco vine aquí a hablar de eso —dijo con firmeza—. Vine a decirte que, en este universo —o en cualquiera—, siempre que podamos, quiero seguir encontrando formas de amarte. De disfrutarte. Como cuando éramos jóvenes y el mundo no tenía reglas.

Ryan le tomó la mano.

—Y yo quiero seguir viéndote. Compartir lo que podamos, sin destruir lo que tenemos. Ni lo tuyo, ni lo mío.

—¿Sin culpa? —susurró ella, acercándose levemente.

—Sin culpas —afirmó él.

Rouse se inclinó y le dio un beso en la frente, cargado de afecto y deseo contenido. Luego se separó con una sonrisa triste.

—Estás bien médicamente, pero te recomiendo reposo, agua, y… no sobrepasarse con tu enfermera privada. Tiene mucha energía.

Ryan rió.

—Lo tendré en cuenta. Aunque no prometo nada.

Clínica – Habitación de Ryan, 10:35 p.m.

La habitación estaba en penumbra. Solo una lámpara de lectura encendida en la mesa de noche. Havana entró en silencio, con una bandeja en la mano y una bata de algodón suelta sobre su cuerpo. Se acercó y dejó la bandeja sobre la mesita.

—¿Te molestaría si me quedo contigo esta noche? —preguntó con una dulzura que contrastaba con su sensualidad natural.

—¿Y decirte que no? Sería una locura —respondió Ryan con voz baja, ya recostado.

Havana se sentó a su lado, y con mucho cuidado le quitó la sábana para revisar las vendas.

—Todo va bien. Eres fuerte… pero igual, no te me aceleres —le susurró, acariciando con los dedos la piel cerca de su hombro.

Luego se levantó, caminó hacia la bandeja y sacó un pequeño frasco de aceite esencial. Se lo mostró con picardía.

—¿Te apetece un masaje? Es relajante… y prometo no hacer travesuras. Bueno, muchas —dijo con una risa traviesa.

Ryan asintió. Havana se sentó detrás de él, lo ayudó a acomodarse y comenzó a masajear los hombros con lentitud. Sus manos eran firmes pero amorosas, su piel cálida contra la suya.

—Estoy feliz de estar aquí contigo, ¿sabes? —dijo ella mientras recorría con los dedos su espalda baja—. Aunque hayan pasado tantas cosas tan oscuras hoy… tú me haces sentir luz.

Ryan cerró los ojos, dejándose llevar.

—Tú me haces sentir vivo, Havana. Y eso… lo necesitaba más de lo que imaginaba.

Ella lo abrazó por detrás, envolviéndolo con sus brazos y su cuerpo. Se acurrucó junto a él en la cama, con un gesto protector y maternal, pero con una sensualidad latente que electrificó el aire.

—Duerme, amor. Yo te cuido esta noche.

—Y yo a ti —respondió él, antes de quedarse dormido entre sus brazos, por primera vez en mucho tiempo… sin pesadillas.

Malena, su esposo y Gabriela – Un hogar de tres almas libres

La casa que compartían era tan amplia como sus corazones. Malena, ahora una reconocida médica forense, combinaba autopsias de casos complejos con cenas calientes y juegos de miradas en la cocina. Su esposo la adoraba sin reservas; la esperaba con un abrazo silencioso y una copa de vino, sabiendo que a veces, el amor se expresa mejor sin palabras.

Gabriela, divorciada hace dos años, mantenía su vida profesional como jueza con mano firme y temple de acero. Seguía luchando por la justicia en los estrados, y aunque el matrimonio no funcionó, su rol de madre se había fortalecido. Ahora visitaba con más frecuencia a su hijo adolescente, y compartían charlas profundas, tardes de cine y paseos en silencio que curaban heridas viejas.

Ella era una mujer empoderada, deseada, independiente, y profundamente enamorada de la forma en la que Malena la tocaba como si aún estuvieran escondiéndose. Ahora no había necesidad de esconderse. Compartían cama, vino, secretos, y un futuro en el que ya no había máscaras, solo deseo y lealtad.

Algunas noches, la vida doméstica se volvía puro vértigo: tres cuerpos entrelazados, tres formas de placer, y la certeza de que el amor, cuando es libre, también puede ser profundamente estable.

Rebeca y Ruth – Justicia, poder y deseo compartido

El ascenso a inspectora fue celebrado en voz baja, en un brindis íntimo entre dos copas y una promesa. Rebeca, con su nueva credencial aún caliente, la deslizó en la mesa mientras Ruth la miraba con orgullo y algo más profundo: amor sin miedo.

Ruth había aprendido a dividir su tiempo entre su trabajo en la Unidad Especial de Investigaciones —donde su astucia era temida por criminales y colegas por igual— y su vida como dueña del bar Domina y el club privado El Cuarto Rojo, que se había convertido en un templo secreto para quienes buscaban placer sin culpa.

Las noches entre ellas eran una mezcla de whisky, risas, esposas (a veces las de verdad) y confesiones a media voz.

Una madrugada, mientras se acomodaban bajo las sábanas, Rebeca la miró con una mezcla de nervios y ternura. Le acarició el vientre con los dedos y murmuró:

—Algún día… Me gustaría que tuviéramos un hijo.

Ruth no respondió de inmediato. Solo la besó con la calma de quien ha esperado mucho para encontrar a alguien que valga el riesgo. Y esa noche, hicieron el amor como si sembraran un futuro que ambas querían construir.

Rouse – La memoria secreta del deseo

Rouse mantenía su fachada perfecta: madre responsable, esposa ejemplar, profesional intachable. Su marido aún la creía intacta. Sus hijos eran su vida. Y sin embargo, había una parte de ella que seguía latiendo fuera del tiempo.

Cada cierto tiempo, una excusa profesional, una «guardia de emergencia», una conferencia médica, la alejaba por una noche. Se perdía en una habitación de hotel, en la espalda de Ryan, en las sábanas empapadas de sudor y de recuerdos.

Amaban como si el tiempo retrocediera. Como si volvieran a ser aquellos adolescentes que creían que el amor era para siempre y que el sexo podía borrar cualquier error.

Cuando terminaban, ella a veces lloraba un poco, no de tristeza, sino de gratitud. Porque el mundo real podía seguir exigiendo de ella la perfección, pero en esos encuentros, seguía siendo simplemente Rouse: la mujer que deseaba sin medida y sin culpa.

Ryan y Havana – Amor doméstico con alma de incendio

Ryan vivía con Havana en un apartamento que olía a incienso, a café fuerte y a cuerpo desnudo. Ella era todo: ama de casa, diosa sexual, compañera de vida. Se movía entre plantas colgantes y libros abiertos, con los tacones puestos desde temprano, el delantal sin nada debajo y una mirada que lo mantenía siempre alerta.

No había rutina. Había intensidad. La cocina era una pista de baile, el sofá una trinchera de placer, la ducha un campo de batalla. Havana lo mantenía en forma: mental, emocional y sexual. Y lo amaba, con esa mezcla de ternura y perversión que solo ella sabía dosificar.

A veces cocinaban juntos. A veces no llegaban a prender la estufa. Ella lo devoraba como si fuera su alimento y su fe.

—Te amo como si fueras mi castigo favorito —le decía al oído, mientras le quitaba la camisa con los dientes.

Y Ryan, que ya había probado todos los sabores de la vida, por fin había encontrado el que sabía a eternidad.

Jessica – El regreso es inevitable

En alguna ciudad sin nombre, una mujer caminaba con paso firme. Pelo recogido, lentes oscuros, y una cicatriz nueva cerca del cuello. Nadie sabía que se llamaba Jessica. Nadie sabía que en su bolso llevaba tres pasaportes, un cuchillo de hoja delgada, y una foto rota de Ryan junto a Malena.

Seguía huyendo. Cambiaba de cara, de acento, de nombre. Pero su obsesión era más fuerte que el miedo. Cada noche, antes de dormir, repetía la promesa:

—Ryan. Aún no he terminado contigo.

Y el mundo temblaría el día que regresara.

Lo que nunca se olvida

Hubo noches en las que, al cerrar los ojos, podía olerlas.

No importaba si dormía en la cama con Havana, o si Rebeca y Ruth me enviaban fotos desde alguna playa oculta. No importaba si Malena me besaba por la espalda al llegar del forense, o si recibía un mensaje de Rouse con una hora, una dirección, y un simple: «¿Te escapas?»

Siempre regresaban. Las memorias. Los gemidos. Las risas entre jadeos. El eco de una boca que decía mi nombre como si fuera una súplica.

A veces hablaba con la luna.

Le contaba que, aunque todo parecía estar bien, aún había partes de mí que vivían en cuerpos que ya no tocaba.

Y la luna, muy puta ella, me respondía con silencio…

…y con una erección imposible a las tres de la mañana.

Yo, que probé lenguas dulces, uñas afiladas, rodillas temblando en el suelo.

Yo, que aprendí a leer la mirada de una mujer y saber si quería amor, guerra… o ambas.

Hubo noches en las que Malena se desnudaba en silencio, con solo su bata de médica abierta y sus botas puestas.

Y yo no podía resistirme.

Ella decía:

—Quítame la tristeza con la lengua.

Y yo obedecía, como el pecador que sabe que la redención se esconde entre las piernas de quien te conoce de verdad.

Rouse me buscaba cada cierto tiempo. No por nostalgia. Sino porque sabía que nadie más la miraba como yo: como si aún fuera la chica de aquel cine, sin ropa interior y con el alma dispuesta a arder.

Ella no hablaba mucho. Me montaba, me cabalgaba, me besaba con rabia, y luego se iba sin mirar atrás.

Y yo me quedaba allí.

Sudado. Vacío. Bendecido.

Ruth y Rebeca, cuando venían de visita, me recordaban lo que era el deseo sin reglas.

Las veía besarse con hambre, dominarme con calma, y reírse de todo mientras me ataban las muñecas a la cama.

Ruth decía:

—Eres el único hombre con permiso para entrar en nuestro templo.

Y lo decía mientras me montaba con los tacones puestos y el control absoluto.

Gabriela…

Gabriela no pedía permiso.

Ella llegaba, se quitaba la toga, me clavaba los ojos como quien dicta una sentencia y decía:

—Hoy tú me obedeces.

Y no quiero protestas.

Una MILF con vocación de diosa, con aroma a cuero caro y voz de jueza que no admite apelaciones.

Me ataba con sus medias, me cabalgaba como si el poder le saliera de la cadera, y me recordaba que hay mujeres que no se conquistan: se rinden por voluntad propia, pero solo si tú sabes obedecer como se debe.

Y yo lo sabía.

Con Gabriela, era su sirviente.

Su adicto.

Su juez y su condenado.

Havana, mi sol cotidiano, mi locura permanente…

ella tenía el poder de hacer que una mañana de domingo supiera a paraíso.

Se ponía mis camisas.

Me bailaba descalza y con una copa de vino.

Y me decía:

—¿Sabes qué me gusta de ti?

Que me haces sentir como si el mundo entero se detuviera cuando me miras.

Y yo, que ya no creía en los milagros, la besaba como si me salvara.

Yo viví en el cielo.

En camas de hotel, en la arena, en baños públicos.

En bocas suaves, en lenguas salvajes, en risas perversas.

Y cuando todo parecía haberse calmado, aparecía un nuevo mensaje, una vieja canción, una llamada a medianoche.

Y ahí estaba yo.

Otra vez.

Con la verga firme, el alma abierta…

…y el corazón listo para pecar de nuevo.

Porque aunque el mundo siga girando,

aunque el amor se acomode,

el deseo siempre recuerda.

Y yo…

yo sigo siendo el mismo.

Solo que ahora, sé que el infierno puede parecerse mucho al cielo…

cuando lo compartes con la persona adecuada.

Ryan con un vaso whisky en la mano, mientras Havana acostada en la cama durmiendo desnuda se tomó un tiempo para pensar en lo que habían sido todos estos años y los resumió de la siguiente manera:

Caminamos contra la corriente con los labios rotos de tanto besar lo prohibido.

Nadie nos enseñó a amar con pudor, así que elegimos arder, cada vez.

Algunos domingos parecen eternos, como esas canciones que uno pone en bucle para no olvidar lo que fuimos.

El amor no siempre salva, pero es la única bala que atraviesa sin matar.

Yo probé de todo: cuerpos ajenos, noches sin nombre, las mentiras dulces que duelen más que la verdad.

Y sin embargo… aquí estoy. Con cicatrices que saben a vida. Con recuerdos que no piden permiso.

Si el cielo tiene escaleras, las nuestras estaban llenas de tacones rotos, risas sucias y manos temblando.

No fuimos eternos.

Pero fuimos inmortales por un rato.

Y eso, a veces, es suficiente.

✦ Agradecimientos ✦

por Richard Moody

Hay libros que se escriben con las manos.

Este, en cambio, fue escrito con el cuerpo entero: con la piel erizada, los ojos cerrados, el corazón abierto y el sexo encendido.

Fue escrito desde los rincones ocultos de la memoria y desde los abismos del deseo.

A todas las mujeres que pasaron por mi vida,

cuyos nombres reales no mencionaré por respeto a sus vidas presentes,

pero que fueron tinta en mis páginas, aliento en mis escenas, alma en cada personaje.

Gracias por sus besos dados y robados, por sus miradas que me desarmaron,

por los silencios que todavía habitan en mí.

A esa ciudad capital que me vio nacer, crecer, amar y perder.

De la que partí con dolor y esperanza,

y a la que sueño con volver siempre —aunque sea solo en recuerdos, o en forma de palabras escritas.

A la isla que me dio dos años inolvidables,

de calma, de piel bronceada, de aprendizajes y pasiones bajo cielos limpios.

Si alguna vez tengo la dicha de elegir dónde morir,

que sea allí,

frente al mar que me hizo sentir vivo.

A Rouse, que hoy es solo un nombre en mi pantalla,

alguien que veo de lejos, por redes y fotografías.

Fuiste todo en un tiempo sin tiempo.

Ojalá la vida, sin avisar, te regale las mismas emociones que me diste.

Yo te sigo soñando, en secreto.

A Gabriela, que me enseñó que el poder no está reñido con el deseo,

y que una MILF también puede ser emperatriz del placer.

A Malena, por haberme presentado a Rouse

en esos días ingenuos del colegio,

donde todo parecía posible y el sexo era un descubrimiento de fuego.

A Rebeca y Ruth, que no he logrado encontrar nunca más,

pero que espero sigan juntas,

justicia y ternura,

con esposas de pasión y libertad.

A Havana, con quien viví tres años intensos, dulces y caóticos.

Te amé, a mi modo.

Creí en ti incluso cuando tú no creías en mí.

Gracias por lo vivido, incluso por lo que dolió.

A veces el amor no basta, y está bien.

A Noa, musa inesperada, catalizadora de esta historia.

Sin ti, nada de esto habría existido.

Fuiste tinta invisible y deseo latente.

A cada lector o lectora que se dejó llevar,

que sintió, que fantaseó, que deseó o lloró con estas páginas.

Si desperté en ti algo nuevo, entonces valió la pena desnudar mi alma.

Y a Dios,

aunque a veces me sentí abandonado por Él,

entiendo ahora que quizás me sostenía en silencio mientras me quebraba.

Fue Él quien me dio la fuerza para escribir incluso cuando pensé que ya no tenía nada más que decir.

Gracias por leerme.

Gracias por dejarme entrar.

—Richard Moody