Prólogo

Ugo:

Después de la confesión de Massiel, algo se rompió entre nosotros, pero no de la forma que la gente cree. No fue un quiebre, fue más bien un clic, un jalón.

Dejó de ser mi esposa perfecta para ser mía de otra forma: más cruda, más abierta, más sucia cuando se tiene que ser — pero siempre conmigo ahí.

Seguimos siendo los mismos de siempre. Ella se levanta antes que yo, se baña rápido, desayuna de pie y se va a trabajar. Yo recojo la ropa sucia, paso el trapeador, reviso la cena, cuido a la niñas.

Pero hay días, los buenos días, donde nos cruzamos una mirada y ya sabemos: esa confesión abrió la puerta. Lo hablamos bien. Ella prometió no volver a ver a Víctor.

Yo le prometí no cerrarle la puerta a nada que quisiera intentar — siempre que sea conmigo mirando, oliendo, sintiendo.

Narrador

No se hicieron promesas de fidelidad de cuento. Se hicieron promesas de ser honestos, de ensuciarse juntos cuando el momento lo permite.

Así empezó todo: reuniones pequeñas, parejas igual de comunes, sin pretensiones. Gente de barrio, de trabajos sencillos, que por la noche se quitan la vergüenza un rato y la comparten.

Massiel descubrió que no solo le gustaba el morbo de un hombre mayor mirándola. Descubrió que una mujer, con lengua suave, podía hacerle cosas que ningún maestro cincuentón le hizo.

Ugo aprendió a mirar sin tragarse los celos. Aprendió a sostenerla firme, a recordarle que siempre vuelve a ser suya.

Ahora, cuando Massiel se arregla para esas salidas, él se sienta en la cama y la ve peinarse: bata abierta, brasier flojo, tanga discreta. Justo lo suficiente para saber que, cuando vuelvan, lo que se quedó a medias afuera se termina dentro.

Massiel:

“Me acuerdo la primera vez que fuimos a uno de esos lugares… Iba temblando. Pensaba que todos iban a verme como la esposa puta que engaña a su marido o él como el tonto cornudo. Pero no fue así. Ahí nadie pregunta. Nadie juzga. Todos miran, algunos se atreven a tocar. Yo, mientras, me quedo callada, sentada cruzada de piernas, no bailo, no exhibo un show (-no soy ese tipo de chica-). Me puse una blusita negra, sin brasier, una falda que a ratos se subía. Ugo me miraba fijo y otros me miraban las piernas. Sabía que ese era el trato: dejarme ver… y dejarlo ver a él.”

Ugo:

No soy un santo. Nunca quise serlo. Me gusta verla jugar, pero solo conmigo ahí. Me gusta verla ponerse roja cuando alguien le roza la cintura sin querer.

Ese primer encuentro fue con una pareja normal, como nosotros. Dos personas igual de comunes. Charlamos tonterías: trabajo, hijos, deudas. Bebimos unas cervezas y reímos.

Hasta que ella —la otra esposa— puso su mano en la pierna de Massiel. Vi cómo Massiel tragó saliva, me miró, abrió apenas la pierna. Esa fue la señal: estaba bien, seguíamos firmes.

Narrador

Desde entonces, nada volvió a ser igual. A veces solo miran. A veces hay manos que rozan. A veces una lengua. A veces todo, pero sin forzar nada. Después vuelven a casa, y Ugo la toma como si reclamara su lugar.

Massiel aprendió rápido: una fantasía bien contada, aunque sea en susurros, vale más que un engaño. Ugo lo sabe. Así que ahora, cuando ella vuelve de su escuela, a veces se sienta en sus piernas y, roja, le susurra cositas que hizo o que quiere hacer… si él quiere.

Y él siempre quiere. Porque el control, aunque lo comparte, siempre vuelve a él.