Prólogo – Lo que despertó en mí
A los 18 años aún me creía un hombre común. No destacaba entre los demás. No era de esos chicos con carisma desbordante ni con historias sexuales prematuras para contar. Era reservado, obediente… y lento para todo, salvo para sentir.
Aunque esta historia pueda parecer inventada, se lo advierto desde ya: no lo es. Está tejida con recuerdos reales, vividos hace más de treinta años, en una ciudad de la que prefiero no acordarme, con matices de un realismo tan crudo que asusta. A mis 50 años, con la memoria aún viva como una herida abierta, puedo jurar que esto no es una fantasía. Es mi verdad.
Mi nombre es Ryan, y este es el relato de cómo una chica llamada Rosa desató en mí una sed insaciable. Un deseo dormido que no volvió a apagarse jamás.
Mi primera vez no fue en una cama, ni en un motel, ni siquiera durante una noche planeada. Fue en una escalera de concreto, bajo el sol de un viernes cualquiera, con el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho.
Rosa también tenía 18. Era mi novia, mi primer amor. Una joven de estatura elegante —1.69 quizás—, delgada, de piel blanca, con el cabello negro como la noche y unos ojos marrones tan vivos que a veces me hacían olvidar cómo respirar.
Vivía a pocas cuadras del instituto. Tras las clases, solía acompañarla hasta su casa. Su madre era enfermera y trabajaba por turnos; su hermana también. Su padre, camionero, casi nunca estaba.
Ese día, luego de almorzar con su madre, salimos al pasillo para no interrumpir su siesta. Conversábamos en la escalera, riendo, rozándonos, como cualquier pareja joven. Hasta que, sin previo aviso, Rosa me besó.
No era la primera vez… pero sí la primera vez que su boca sabía a hambre. Sus labios tenían urgencia. Sus manos, intención.
Bajó su mano hasta mi pantalón y la dejó allí, presionando con firmeza, como si supiera exactamente qué provocar. Mi erección fue inmediata, imposible de ocultar. Pero no me detuve. Tenía ese conflicto desgarrador: respetarla como a una dama… o rendirme al deseo.
Ella decidió por mí.
Sin pedirme permiso, metió la mano dentro de mi ropa y lo tomó. Lo envolvió como si lo conociera desde siempre. Suavidad feroz, temblorosa pero segura.
Respiraba agitada, con las mejillas encendidas. Aunque mi pene no era particularmente largo —unos 18 centímetros apenas—, el grosor era notable. Años después descubriría que no era tan común. Pero Rosa lo supo desde ese instante.
Me miró a los ojos, con un deseo tan crudo que aún lo recuerdo. Y susurró:
—Nunca imaginé que lo tuvieras tan grande… y tan grueso.
Fue entonces que oímos el chasquido metálico de unas llaves. Una puerta.
Nos miramos como dos ladrones sorprendidos. Corrimos entre risas y jadeos hasta el cuarto piso, donde el edificio se quedaba desierto a esa hora.
Allí, en ese pasillo silencioso, la marea ya no se podía contener.
Desabrochó mi pantalón con la agilidad de quien ha hecho eso antes, lo sacó y comenzó a masturbarme mientras me devoraba la boca a besos.
Yo temblaba. Nunca había sentido tanto placer ni tanta confusión. Era nuevo. Era salvaje. Era ella.
Deslicé mi mano bajo su blusa. Sus senos eran pequeños, pero para mí eran perfectos. Se quitó el sujetador con torpeza y me dijo, jadeando:
—Chúpamelos… por favor.
Me lancé sobre ellos con una mezcla de torpeza y deseo. Mi lengua los recorría sin orden, como si quisiera grabar su sabor en la memoria.
Estaba tan excitado que sentí que me venía. Le pedí que parara.
Ella me miró y murmuró:
—Tranquilo… yo quiero.
Aceleró, apretó, me llevó al borde. Y me corrí en su mano y en parte de su brazo, con una intensidad brutal.
Ella se quitó las braguitas de encaje blanco y las usó para limpiarnos. Aún me acuerdo del calor de su mirada mientras lo hacía.
La voz de su madre la llamó desde abajo. Bajamos como si nada… pero yo ya no era el mismo.
Y lo que vendría después, esas horas siguientes, me revelaría un secreto que marcaría mi vida: el deseo no tiene límites. Solo necesita a alguien que se atreva a abrir la puerta.
Rosa lo hizo.
La puerta se cerró con un clic. El silencio reinó. Me miró con esa sonrisa suya que decía “aún no has visto nada”. Me tomó de la mano y me llevó al sofá.
El sol caía por las cortinas, bañándonos con una luz tibia y naranja. Nos sentamos pegados, piel con piel, respiración con respiración.
Comenzamos a desnudarnos con una mezcla de urgencia y pudor. Sus labios volvían a los míos, más suaves, más profundos. Mis manos exploraban su cuerpo como un mapa sagrado. Su piel era seda, su olor, un hechizo.
Me susurró de nuevo:
—Chúpamelos… más fuerte.
Y yo obedecí. Su espalda se arqueaba, su cuerpo me guiaba.
Se arrodilló frente a mí, sobre la alfombra negra donde solíamos ver televisión. Solo que esta vez, me miró y dijo:
—Ahora que lo tengo frente a mí… es mejor de lo que imaginaba.
Abrió la boca, y con la lengua comenzó a lamerlo con una delicadeza animal. El calor de su aliento y la humedad de su saliva me volvieron loco. Su mano lo acariciaba mientras lo probaba, explorando cuánto podía tragar.
Lo logró. Todo. Y cuando lo hizo, sus ojos se encendieron.
Chupaba y se masturbaba al mismo tiempo. Cada movimiento era más intenso. Me miraba mientras lo hacía, sabiendo exactamente lo que provocaba.
Su cara se enrojecía, sus músculos se tensaban… y entonces se echó hacia atrás, temblando, gimiendo con una fuerza que jamás olvidaré. Se dejó caer en la alfombra, con las piernas aún temblorosas, y una sonrisa de placer absoluto.
Abrió los ojos, aún perdida. Y de sus labios salió la palabra mágica:
—Chúpamela.
Sin pensar, me lancé entre sus piernas. No tenía idea de lo que hacía, pero imité lo que ella me hizo a mí. La besé entera. Descubrí su botón rosado. Supe que ahí debía concentrarme.
Ella jadeaba, presionaba mi cabeza contra su entrepierna, temblaba como una hoja.
Cuando alcanzó su segundo orgasmo, lo hizo con un grito ahogado y el cuerpo arqueado, abrazada a la alfombra como si flotara.
Sin pausa, se arrodilló de nuevo. Me tomó el miembro, me masturbó con fuerza, y se lo metió en la boca sin mirarme. Lo hizo suyo. Yo ya no tenía control.
En menos de un minuto me corrí en su boca. Ella se masturbaba al mismo ritmo. Se vino también, al mismo tiempo, con el gemido ahogado por mi pene y el semen que llenaba su lengua.
Cuando lo sacó, aún goteando, me miró con esa maldita sonrisa suya y me dijo:
—Sabe divino.
Fue esa tarde, en ese pequeño apartamento, donde descubrí que el deseo es una llama imposible de apagar. Y que yo… no era tan inocente como pensaba.
Lo que comenzó como un juego, terminó siendo la puerta a un mundo del que jamás quise salir.
Y sin saberlo, Rosa ya llevaba tiempo viviendo allí.