Hay momentos que te parten en dos: te elevan al cielo o te hunden en el infierno. Los Giraldo Abad, una familia de Medellín que aparenta tenerlo todo, no vieron venir el suyo. Bajo el lujo de su casa campestre, entre paredes que gritaban plata, hervía una mierda que nadie nombraba.

Santiago Giraldo era el rey de esa fachada. Cuarenta y un años, metro ochenta y cinco de puro poder, delgado pero con hombros anchos que llenaban un traje caro. Su piel bronceada brillaba bajo el sol, el cabello negro peinado con gel reluciendo como si fuera de revista, y unos ojos marrones profundos que te hacían querer arrodillarte. En la calle, lo llamaban «el patrón», un empresario intachable que todos admiraban, con una sonrisa blanca que calmaba y mandaba a la vez. Pero en casa, era otra cosa: un animal en la cama, exigente y egoísta, follándose a su mujer como si fuera un trofeo. «Sos mía, Isa», gruñía mientras la montaba, metiéndosela rápido y duro, corriéndose sin mirarla, dejándola con el coño abierto y vacío. Para él, el sexo era control, y ella, un terreno que marcaba.

—Santiago, ¿cuándo volvés? —le había preguntado Isabella esa mañana por teléfono, la voz suave pero cargada de ganas.

—Hoy, mi reina. Es nuestro día —respondió él, cálido, pero con ese tono distante que ella ya conocía.

Isabella Abad, treinta y siete, era una diosa atrapada en su sombra. Metro setenta y cinco de curvas maduras, piel trigueña que brillaba como miel, cabello castaño claro cayendo en ondas gruesas hasta los hombros. Sus tetas, grandes y redondas, se alzaban firmes bajo cualquier blusa, los pezones marcándose como si pidieran boca; su culo, duro y alto, parecía esculpido en mármol gracias al gimnasio, y unas caderas anchas que se movían como un canto al sexo. Vestía elegante pero sensual, con ese vestido negro que le chupaba las formas, y unos ojos cafés oscuros que escondían hambre y tristeza. Antes había sido modelo, un sueño en tacones y portadas, y aún robaba alientos, pero en su matrimonio se ahogaba. Santiago la follaba sin alma, y ella fingía gemidos mientras su coño ardía por más. «Lo amo», se decía, pero su cuerpo gritaba otra cosa.

—Otra vez sola, Isa —susurró al espejo esa mañana, mirándose el baby doll negro subido por el culo, las nalgas perfectas al aire. «Hoy tiene que cambiar».

Abigail Giraldo, «Aby» para sus amigos, era su reflejo joven y engreído. Dieciocho años recién cumplidos, metro setenta y cinco de pura tentación, con una piel blanca como nieve que contrastaba con sus ojos verdes turquesa, afilados como cuchillos. Su cabello negro liso le caía como seda hasta la cintura, y su cuerpo era puro gimnasio: tetas firmes que reventaban las camisetas, cintura fina, y un culo redondo que paraba el tráfico, duro como piedra bajo esos jeans ajustados. Sus labios carnosos, siempre pintados de rojo, soltaban sonrisas de reina que escondían desprecio. Se sabía mejor que todos, rodeada de un círculo de lameculos que ella misma elegía. Su novio, Javier Vélez, un modelo rico de veintidós, era su juguete: alto, musculoso, cara de portada, pero en seis meses no pasaba de besos.

—Javier, ¿qué pasa contigo? —le había dicho una vez, cruzada de brazos, las tetas marcándosele en la blusa.

—Todo a su tiempo, Aby —respondió él, sonriendo flojo, y ella lo odió en silencio. «Soy demasiado para este idiota», pensó, queriendo una verga que la abriera de una vez.

Enzo Giraldo, el otro mellizo, era el error que nadie quería nombrar. Dieciocho años, metro sesenta y cinco de pura desgracia, gordo, con una barriga blanda que le colgaba sobre los pantalones. Su piel pálida estaba llena de acné rojo, la cara redonda con una narizota que parecía un gancho, y un mentón débil escondido bajo grasa. Los anteojos torcidos se le resbalaban siempre, y su cabello castaño, grasoso y desordenado, le caía en mechones sobre los ojos grises, opacos como su vida. Vestía camisetas anchas que no podían ocultar su forma, y caminaba encorvado, como si quisiera desaparecer. Abigail lo ignoraba, Santiago lo veía como un cero, y hasta Isabella, que lo defendía, lo miraba con pena. «Mi pobre Enzo», decía ella, y él apretaba los puños.

—¿Por qué no me mirás como a ella, mamá? —masculló una vez, solo en su cuarto, pero nadie lo oyó.

La casa de los Giraldo Abad era un palacio a las afueras: cinco habitaciones con camas king, un gimnasio privado con espejos, piscina y jacuzzi al aire libre, todo gritando plata. Esa mañana fría de agosto, Isabella despertó sola, la luz dorada colándose por la ventana. El lado de Santiago estaba vacío, otra semana de viaje. Se levantó, el baby doll negro subiéndole por el culo, dejando esas nalgas perfectas a la vista. Se miró al espejo, sexy y cachonda, imaginando que él la tomaba contra la pared. Era su aniversario, y él volvía hoy. Había alquilado un penthouse con velas y pétalos, soñando con un polvo que la rompiera.

—Hoy será diferente —susurró, pasándose las manos por las tetas, los pezones duros bajo la tela.

El celular vibró. Pensó en Santiago, pero no: era @DomadordeEsposas, su favorito en X. «Buenos días, mi putita. Soñé que te empalaba sin parar. Mira lo que me haces», decía, con una foto de su verga gorda y tiesa, venosa, palpitando como si fuera a reventar. Isabella se mordió el labio, el coño empapándose al instante.

—Qué enfermo —masculló, pero imaginó esa polla abriéndola, follándola hasta gritar, y su mano bajó sola, rozando su raja húmeda.

—Para, Isa, hoy es especial —se regañó, pero el calor no se iba. Entonces sonó el teléfono: Santiago.

—¿Cariño? —dijo, la voz temblándole, atrapada entre la culpa y las ganas.

—Buenos días, mi reina —respondió él, suave—. Hoy es nuestro día. ¿Lista para mí?

—Te extraño tanto, Santi —susurró ella, el coño todavía palpitándole, pero su voz sonó sincera.

El aeropuerto de Medellín hervía de ruido y sudor esa mañana de agosto. Isabella esperaba junto a Abigail y Enzo, el vestido negro pegándosele a las curvas como una segunda piel, las tetas y el culo marcados bajo la tela sudada. Lo había elegido para Santiago, para encenderlo en su aniversario, pero con los chicos ahí se sentía expuesta, fuera de lugar. Abigail, cruzada de brazos, resoplaba molesta, sus jeans ajustados chupándole las piernas largas y el culo perfecto, el pelo negro liso cayéndole como un látigo por la espalda. Enzo, atrás, apenas levantaba la vista, la camiseta ancha colgándole sobre la barriga, las gafas torcidas resbalándole por la nariz llena de grasa. Entonces lo vio: Santiago, bajando del avión con esa sonrisa blanca que derretía a cualquiera, el traje gris impecable, el pelo negro brillando bajo el sol.

Pero no venía solo. A su lado caminaba un tipo que hizo que Isabella arrugara la nariz. Mateo Salazar, más de cincuenta, era un puto desastre: calvo, con mechones grises pegados al cráneo sudado, una barriga fofa que le desbordaba el cinturón de cuero gastado, y una cara arrugada como cuero viejo, llena de manchas marrones y poros abiertos. Sus ojos negros, pequeños y hundidos, la miraron fijo, y una sonrisa torcida le cruzó la boca, mostrando dientes amarillos y torcidos como un perro callejero. La camisa blanca, abierta un botón de más, dejaba ver pelos grises enredados en el pecho fofo, y apestaba a tabaco rancio y sudor podrido. Isabella sintió un asco que le subió por la garganta como bilis.

—Familia, qué bueno verlos —dijo Santiago, abrazándola fuerte, su colonia cara llenándole la nariz. La besó en la frente, rápido, y señaló al otro—. Les presento a Mateo Salazar, mi socio clave. Sin él, nada de esto funcionaría.

Mateo extendió una mano sudada, los dedos cortos y gordos como salchichas, las uñas sucias.

—Un placer, Isabella —gruñó, con una voz grave y rasposa que le raspó los nervios. Ella la tomó por un segundo, sintiendo la palma húmeda y caliente, y la soltó rápido, limpiándosela en el vestido.

—Igualmente —mintió, la boca seca. «Qué mierda es este tipo», pensó, dando un paso atrás.

Abigail se acercó, alzando una ceja, los labios rojos frunciéndose en una mueca.

—¿Y este quién es, papá? —preguntó, cortante, mirándolo como si fuera basura debajo de su zapato Gucci.

—Mateo, mi hija Abigail —dijo Santiago, orgulloso—. Y Enzo, mi hijo.

Mateo giró la cabeza hacia Aby, los ojos hundidos recorriéndole las piernas y el culo con una lentitud que le puso la piel de gallina.

—Qué muchacha tan linda —dijo, guiñándole un ojo podrido. Ella resopló, cruzándose de brazos más fuerte, las tetas marcándosele en la blusa.

—Sí, claro —soltó, seca—. «Viejo asqueroso», pensó, girándose para no olerlo.

Enzo murmuró un «hola» apenas audible, la cabeza gacha, pero Mateo ni lo registró. Santiago clapped una mano en el hombro del viejo, su traje arrugándose un poco.

—Mateo se queda unos días con nosotros. Vamos a cerrar un negocio grande —explicó, la voz llena de orgullo.

—¿En serio? —dijo Isabella, forzando una sonrisa—. Qué bueno, cariño. «No quiero a este cerdo cerca», pensó, el estómago revolviéndosele.

El trayecto de vuelta fue un infierno. Mateo se sentó atrás con Isabella, su pierna gorda rozándole la suya cada vez que el auto giraba. Ella se pegó a la ventana, el hedor a sudor y tabaco llenándole la nariz hasta darle ganas de vomitar.

—Perdón, es que hay poco espacio —dijo él, con una risita que le dio náuseas, los dientes amarillos brillando en el retrovisor.

—No pasa nada —respondió ella, cortante, mirando a Santiago adelante. «Por qué mierda lo trajo», pensó, apretándose las tetas con los brazos para esconderlas.

Abigail, en el copiloto, giró la cabeza.

—Papá, ¿siempre traes socios tan… raros? —soltó, sarcástica, y Mateo rió, un sonido ronco que le raspó los oídos.

—Solo cuando valen la pena, pequeña —respondió él, los ojos clavándose en ella por el retrovisor. Aby apretó los labios.

«Qué mierda de viejo», pensó, sacando el celular para bloquearlo.

Enzo, en el rincón, no decía nada, los dedos gordos apretando el asiento. Algo en la voz de Mateo, en cómo miraba a su madre y su hermana, lo ponía nervioso, pero no sabía por qué. Santiago seguía hablando de negocios, ciego al aire pesado que llenaba el auto.

Llegaron a la casa campestre, y mientras Santiago subía las maletas, Mateo se quedó atrás, mirando a Isabella descargar cosas del maletero. Ella sintió sus ojos en el culo, el vestido subiéndosele un poco, y se enderezó rápido.

—Bonita casa —dijo él, acercándose más, la barriga bamboleándose—. Se ve que aquí mandan bien.

—Gracias —respondió ella, seca, retrocediendo. «Qué quiere este hijo de puta», pensó, el pulso acelerándosele.

Adentro, Abigail se tiró al sofá, cruzando las piernas largas.

—Mamá, dile a papá que no invite más a estos tipos —soltó, mirando a Mateo entrar detrás.

—No te preocupes, niña, soy inofensivo —dijo él, el tono viscoso como aceite podrido. Ella resopló.

—Claro, y yo soy monja —murmuró, tecleando el celular para no mirarlo. «Qué asco», pensó.

Isabella miró a Santiago, que servía tragos en la sala, el traje gris abierto en el primer botón.

—¿Va a quedarse mucho, cariño? —preguntó, suavizando la voz, pero con un filo.

—Unos días, mi reina —respondió él, sonriendo—. Mateo es oro puro para los negocios. Ya verás.

—Seguro —dijo ella, asintiendo, pero pensando: «Ojalá se largue mañana». Se giró a la cocina, los ojos de Mateo siguiéndola como moscas en la carne.

Santiago levantó su vaso.

—Por el aniversario y los buenos socios —dijo, chocándolo con Mateo. El viejo sonrió, los dientes amarillos brillando.

—Por la familia, Santiago. Tienes una buena —respondió, la mirada deslizándose de Isabella a Abigail con una lentitud que las tensó.

—La mejor —dijo Santiago, ciego como siempre.

—Voy a preparar algo para la cena —murmuró Isabella, escapando a la cocina. Necesitaba aire, distancia de ese viejo que le ponía la piel de gallina.

En la cocina, sola, apoyó las manos en la encimera, respirando hondo. El vestido se le pegaba al cuerpo, empapado en sudor, marcándole las tetas y el culo como una puta barata. «Es solo un socio», se dijo, pero el roce de su pierna en el auto le dio un escalofrío. «No lo soporto», pensó, sacudiendo la cabeza. Había sido un día largo, y todo por Santiago: meses planeando esa noche en el penthouse, soñando con un polvo que la devolviera a los viejos tiempos. Pero él seguía igual, lejano, y ella se había roto buscando algo más.

Todo empezó hace dos años, cuando los viajes de Santiago se hicieron eternos. Al principio, ella lo esperaba con lencería, las tetas duras bajo encaje, el coño mojado de ganas. Pero él llegaba cansado, la montaba rápido y se dormía, dejándola con el cuerpo ardiendo y las manos vacías. «Estoy trabajando por nosotros, Isa», decía él, y ella asentía, tragándose las ganas. Una noche, sola, encendió el portátil y buscó porno: vergas gordas, tías gimiendo, mierda que nunca había visto. Se tocó por primera vez en años, los dedos hundiéndose en su raja empapada, y se corrió tan fuerte que lloró. «Solo esta vez», se prometió, pero fue mentira.

Luego vino X. Una amiga le habló de las cuentas anónimas, de subir fotos y sentirte viva. Isabella dudó, pero una noche, con Santiago fuera, se miró al espejo: las tetas firmes, el culo perfecto, las caderas gritando sexo. «¿Por qué no?», pensó, y sacó el celular. La primera foto fue tímida: ella en tanga, el culo al aire, sin cara. La subió como «Casada con Deseos», y los mensajes llegaron como cascada: «Te comería entera», «Quiero reventarte». Al principio le dio asco, pero su coño dijo otra cosa. Se tocó leyéndolos, imaginándose abierta, chupando, dominada, y pronto era cada noche, su refugio secreto.

El celular vibró en su bolsillo, sacándola del recuerdo. Lo sacó rápido, esperando a Santiago, pero no: @DomadordeEsposas.

«Pensando en ese culo toda la mañana. ¿Me dejas probarlo hoy?», decía, con una foto de su verga gorda, tiesa, venosa.

—Qué enfermo —murmuró, pero su coño dio un tirón, empapándole la tanga. «Soy una mierda», pensó, guardándolo cuando oyó pasos.

—Huele bien aquí —dijo Mateo, entrando con las manos en los bolsillos, la barriga fofándosele bajo la camisa.

—Todavía no cocino nada —respondió ella, cortante, retrocediendo.

—No importa, el ambiente ya está bueno —dijo él, con esa risita podrida. Sus ojos bajaron a sus tetas, deteniéndose un segundo, y ella se cruzó de brazos.

—Voy por vino —murmuró, esquivándolo. Él no se movió, dejándola rozarlo, y ella sintió su calor grasiento en la piel.

—Tranquila, Isabella —dijo él, bajo, la voz como lija—. No muerdo… todavía.

—Mejor que no —soltó ella, seca, saliendo rápido. «Qué cerdo», pensó, el corazón latiéndole fuerte, pero un calor traicionero le bajó por la espalda.

En la sala, Mateo se dejó caer en el sofá, cerca de Abigail, las piernas abiertas como si fuera el dueño. Ella se enderezó, tensa.

—¿No tienes casa, o qué? —preguntó, sin mirarlo, los dedos apretando el celular.

—Me gusta esta más —respondió él, tranquilo, la rodilla rozándole la suya. Ella se apartó rápido.

—Quédate en tu lado, viejo —dijo, cortante, pero su voz tembló un poco. «Qué asco me da», pensó, la piel erizándosele.

Santiago seguía sirviendo tragos, riendo con esa voz de macho alfa.

—Isa, traé algo rico —pidió, sin mirarla, y ella asintió, la cara de esposa perfecta puesta.

La cena fue un suplicio. Isabella apenas tocó la comida, el tenedor temblándole cada vez que Mateo hablaba. Él metía comentarios sueltos, inocentes para Santiago, pero cargados para ella.

—Una mujer como vos debe tenerlo todo bajo control, ¿no, Isabella? —dijo él, cortando la carne, los ojos hundidos clavándosele.

—Hago lo que puedo —respondió ella, seca, pensando: «Cállate, puerco».

Mateo sonrió para sí, los dientes amarillos brillando. «Esta hembra está hambrienta», pensó, imaginándola abierta de piernas, gimiendo bajo él. Luego miró a Abigail, tecleando con esa cara de reina intocable. «Y esta pequeña zorra cree que manda. Las voy a doblegar a las dos, lento, hasta que me pidan más». No dijo nada, pero su mente ya trazaba el juego: palabras, roces, presión, todo sin que Santiago oliera nada.

Cuando Santiago se levantó por más trago, Mateo se inclinó un poco hacia Isabella.

—Se te ve tensa, reina. ¿Tu marido no te relaja lo suficiente? —susurró, bajo, la voz rasposa rozándole la oreja.

—Estoy bien, gracias —siseó ella, los dientes apretados—. «No te me acerques, viejo asqueroso», pensó, pero su coño dio un latido que la hizo odiarse.

Abigail levantó la vista, frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa, mamá? Estás rara —dijo, cortante.

—Nada, hija. El calor —mintió Isabella, forzando una sonrisa.

Enzo, desde el pasillo, los vio: su padre riendo, su madre tensa, su hermana furiosa, ese tipo fuera de lugar. Subió a su cuarto, cerrando la puerta. «Siempre soy el que sobra», pensó, el nudo en el pecho apretándose más.

La cena terminó en un silencio pesado. Santiago estiró los brazos, el traje arrugándosele.

—Estoy muerto, me voy a dormir —dijo, besando a Isabella en la frente otra vez—. Nos vemos en el penthouse, mi reina.

—Descansá, cariño —respondió ella, la voz plana, sabiendo que él la montaría rápido y la dejaría igual de vacía.

Mateo se levantó, la barriga bamboleándose.

—Yo también me retiro. Buenas noches, familia —dijo, guiñándole un ojo a Abigail al pasar. Ella resopló.

—Qué tipo más patético —masculló, poniéndose de pie—. Me largo a mi cuarto.

Isabella asintió, recogiendo los platos sola. «Que se vayan todos», pensó, el calor del vino y el mensaje de X todavía quemándole las piernas.

Abigail subió las escaleras, los tacones resonando en la madera. Cerró la puerta de su cuarto con un golpe, tirando el celular al sofá. El espejo de cuerpo entero la esperaba, y ella se plantó frente a él, las manos en las caderas. Metro setenta y cinco de pura arrogancia, piel blanca como nieve, el pelo negro liso cayéndole como seda hasta la cintura. Los ojos verdes turquesa brillaban con fastidio, los labios rojos frunciéndose en una mueca. La blusa ajustada le marcaba las tetas firmes, el jean abrazándole el culo duro y redondo que sabía que todos miraban. «Soy demasiado para este lugar», pensó, desabrochándose la blusa con dedos rápidos.

Se quedó en bra negro y jeans, el espejo devolviéndole una imagen que ella misma admiraba. Siempre había sabido que era perfecta, mejor que cualquiera de sus amigas, mejor que Javier, ese idiota que no se atrevía a tocarla como hombre. Seis meses besuqueándose, y ella seguía con el coño seco, esperando algo que él no le daba. «Qué desperdicio», murmuró, deslizando una mano por su vientre plano, los dedos rozándole la piel suave.

La cena le había dejado un mal sabor. Ese viejo gordo, Mateo, con su olor a tabaco y su mirada sucia, le había revuelto el estómago. «Me gusta esta más», había dicho, rozándole la pierna como si fuera algo suyo. «Cerdo», pensó, pero el recuerdo de su rodilla contra la suya le dio un escalofrío raro, uno que no entendía y que la hizo apretar los muslos. «¿Qué mierda me pasa?», se regañó, sacudiendo la cabeza.

Se tiró en la cama, el bra apretándole las tetas, el jean chupándole las piernas. El cuarto estaba oscuro, solo la luz de la luna entrando por la ventana, bañándole la piel blanca en un brillo plateado. Quería dormir, olvidar al viejo, a Javier, a todos, pero algo le picaba entre las piernas, un calor que no se iba. «No puede ser por ese asco», pensó, pero su cuerpo no escuchaba. Era como esa vez en el baño del colegio, cuando una amiga le había contado cómo se tocaba, y ella, aunque dijo «qué guácala», se había quedado despierta toda la noche imaginándolo.

—Soy mejor que eso —susurró, pero su mano ya estaba en el botón del jean, desabrochándolo sola. Lo bajó un poco, dejando el tanga negro a la vista, la tela fina apenas tapándole el coño. Se miró las piernas largas, los muslos duros del voleibol, y un cosquilleo le subió por la espalda. «Solo un poco», pensó, deslizando los dedos por el borde del tanga, rozándose la piel suave justo encima de su raja.

El primer toque fue un choque, un latido caliente que le hizo cerrar los ojos. «Mierda», jadeó, la mano temblándole mientras bajaba más, los dedos rozándole los labios del coño, suaves y ya mojados. «¿Por qué estoy así?», se preguntó, pero no paró. Era como si su cuerpo mandara, no ella, y el calor se le fue subiendo, apretándole las tetas contra el bra. Se lo arrancó con un tirón, dejándolas libres, los pezones duros como piedras bajo la luz de la luna.

—Aah… —se le escapó un gemido bajito, los dedos deslizándose más adentro, tocándose la raja empapada. No sabía qué hacía, solo que era rico, más rico que los besos tibios de Javier. Empezó a mover la mano en círculos, lento, como si probara, y el coño le respondió con un tirón que le arqueó la espalda. «Qué… qué es esto», pensó, mordiéndose el labio, las caderas meneándose solas contra los dedos.

El cuarto se llenó de su respiración, rápida, entrecortada. «No debería… mierda, no debería», balbuceó, pero no paró, la mano izquierda subiéndole a una teta, apretándola fuerte, el pezón rozándole la palma. Era como escuchar esas historias sucias de sus amigas, las que había descartado con una risa pero que se le habían grabado en la mente, y ahora estaba aquí, quebrándose, caliente, necesitada. «Más rápido», se ordenó, los dedos acelerando, hundiéndose en su coño mojado, el tanga empapado colgándole en un muslo.

—Mmm… sí… —gimió, los ojos verdes abiertos, fijos en el techo, imaginando algo, alguien, no sabía qué. No era Javier, no era Mateo, era solo ella, su cuerpo gritándole cosas que no entendía. Las piernas se le abrieron más, las rodillas subiendo, los dedos frotando su clítoris como si lo cazaran. «Rico… rico…», jadeó, la cintura levantándose de la cama, el culo duro apretándose contra las sábanas.

El calor se le juntó en el coño, un nudo que crecía, y ella lo persiguió, frotando más fuerte, gimiendo sin control. «¡Aah… mierda… aah!», salió de su garganta, las tetas temblándole con cada meneo, los pezones rosados duros como balas. No sabía qué venía, pero lo quería, lo necesitaba, y cuando el nudo explotó, fue como si le arrancaran el aire. «¡Sí… sí…!», gritó, el coño contrayéndose contra sus dedos, jugos chorreándole por los muslos, la cama crujiendo bajo ella.

Se desplomó, jadeando, las piernas abiertas, el tanga enredado en un tobillo, las tetas subiendo y bajando con cada aliento. Los ojos verdes brillaban, confundidos, y una sonrisa torcida le cruzó los labios rojos. «Qué mierda hice», pensó, pero no había culpa, solo un calor que la llenaba. No sabía que era su primer orgasmo, no sabía cómo llamarlo, pero supo que lo quería otra vez.

Fuera, la casa estaba en silencio. Santiago roncaba en el penthouse con Isabella, ella mirando el techo, el coño vacío otra vez. Enzo dormía en su cuarto, el resentimiento quemándole el pecho. Y Mateo, en la habitación de invitados, sonreía en la oscuridad, planeando su próximo paso, su verga tiesa bajo las sábanas, sabiendo que esas hembras caerían, tarde o temprano.