Capítulo 3
La lujosa camioneta negra con asientos de cuero y calefacción integrada se desliza con elegancia por el camino nevado, deteniéndose justo frente a la cabaña de la familia Summers-Huntington. La construcción de madera era imponente, con grandes ventanales, una chimenea aún apagada y un aire de lujo rústico que contrastaba con el paisaje invernal de Montana.
James es el primero en bajarse, su chaqueta negra cubriendo su torso perfectamente estructurado (porque el frío no es excusa para dejar de verse como una estatua griega). Apenas sus botas tocaron la nieve, rodea la camioneta con la misma precisión con la que manejaba una fusión multimillonaria.
Abre la puerta del copiloto y, con su expresión habitual de seriedad impenetrable, extende la mano.
—Madre.
Eleanor lo mira con un destello de satisfacción en los ojos, pero su rostro se mantuvo sereno. Con elegancia natural, posa su mano en la de su hijo y permite que la ayude a descender del vehículo.
—Gracias. —Murmura, sus labios curvándose apenas en una sonrisa.
James no responde, solo sostiene su mano con firmeza y la guía con seguridad sobre la nieve, asegurándose de que no resbale.
Solo cuando está segura sobre el suelo, James suelta su mano con suavidad y se gira hacia la parte trasera del vehículo. Eleanor se queda donde está un momento, con las manos cruzadas sobre el vientre y la mirada siguiendo los movimientos de su hijo.
Cada gesto suyo es impecable: la manera en que ajusta el peso de las maletas sin esfuerzo, la fluidez con la que se mueve, la fuerza discreta en sus manos.
Sí, su James a crecido muy bien.
Consciente de Maya a su lado, Eleanor mantiene su expresión neutral, pero no puede evitar el ligero roce de sus guantes contra su propia muñeca, como si ese pequeño movimiento pudiera disipar el leve calor que amenaza con instalarse en su pecho.
Maya, en cambio, no tiene ni un ápice de sutileza.
—Eres todo un príncipe, James. —Dice con su sonrisa coqueta habitual, apoyándose con descaro contra la camioneta mientras lo observa con deleite.
Él la ignora, concentrado en descargar el equipaje.
Maya chasquea la lengua y se abraza a sí misma con fingida ternura.
—Eleanor, querida, dime, ¿dónde puedo encontrar un hijo así? ¿Se compran? ¿Se crían? ¿O hay que hacer un ritual de magia oscura?
Eleanor le dirige una mirada de reojo, sacudiendo un poco la nieve de su abrigo.
—No te preocupes, Maya. Incluso con magia oscura, dudo que pudieras manejar uno como James.
James suspira, completamente inmune a sus intercambios mientras continúa descargando las maletas.
Eleanor, por su parte, ajusta los guantes con calma, asegurándose de que su tono suene lo suficientemente ligero como para no despertar sospechas.
—Aunque si insistes en intentarlo, no me haré responsable de las consecuencias.
Maya suelta una carcajada, obviamente encantada con la respuesta.
Es obvio que este fin de semana no iba a ser tan relajante como su madre había prometido.
—Siempre tan eficiente, James —comenta ella con su voz aterciopelada.
James no responde. Solo cierra el maletero con precisión, ignorando la forma en que Maya lo escanea de pies a cabeza como si estuviera evaluando un objeto de arte caro.
Eleanor echa un vistazo rápido a la cabaña, inspeccionándola con la mirada de alguien que no solo es la dueña del lugar, sino que también domina cada centímetro de su territorio.
—Bienvenidos a casa —anuncia con voz suave pero firme.
James es el primero en entrar, sin perder el tiempo en sentimentalismos. Dentro de la cabaña, el aire está fresco y limpio, con un leve aroma a madera y leña que le resultaba familiar. A pesar del tiempo transcurrido, el lugar está impecable, evidencia del trabajo de la persona contratada para mantenerlo en orden. Sabe que habían avisado de su llegada, por lo que no le sorprendió encontrarlo todo en perfecto estado. Aun así, la sensación de regresar después de años seguía pesando en su pecho. Era el lugar donde su padre solía traerlos cuando eran niños. Ahora está aquí por razones completamente distintas.
Eleanor lo observa con detenimiento, notando la forma en que sus ojos revisan cada rincón de la cabaña, como si estuviera midiendo cuánto había cambiado desde la última vez.
Y entonces, James saca su laptop.
🔹 James vs. Eleanor – La batalla de la desconexión
James se sienta en una de las sillas cerca de la mesa principal, saca su laptop ultrafina y la enciende con la precisión de un hombre que vivía para los negocios.
Maya, que se quitó su abrigo y se a dejado caer en un sillón con una postura que grita “desenfadada y lista para causar caos”, ladea la cabeza con curiosidad.
—Dime que no viniste hasta Montana para seguir trabajando.
James no le responde. Su atención esta enfocada en la pantalla, donde su señal de internet es casi inexistente.
—Tch.
Frunce el ceño y, en un par de segundos, ya está enviando un mensaje para solicitar acceso a comunicación segura a través de los satélites de BD-SBSS Enterprise.
Fue entonces cuando Eleanor se acerca con la elegancia de una diosa y, con la misma delicadeza con la que se apaga la vela de una cena romántica, extiende la mano y cierra la laptop de su hijo.
Clic.
—Lo siento, James, cariño, vinimos aquí para que puedas relajarte —dijo en un tono dulce, pero con la autoridad indiscutible de alguien que no aceptaba un “no” como respuesta.
James siente un escalofrío bajarle por la espalda, y no fue por el frío de Montana.
“Cariño”.
Otra vez.
Desde que llegaron a la cabaña, su madre había abandonado por completo su usual forma de dirigirse a él, reemplazándola con un repertorio de apelativos que no le sentaban bien en lo absoluto.
—No me llames así.
Su tono era serio, pero Eleanor ni se inmuta. Simplemente se acomoda en la silla frente a él, con una leve sonrisa que casi parecía inocente.
—¿Así cómo?
James la mira con incredulidad.
—Así —dice, cruzándose de brazos—. Siempre me has llamado James.
Eleanor ladea la cabeza, como si estuviera considerando sus palabras. Luego, con la misma calma de una estratega que ya ha planeado la guerra antes de que su oponente siquiera lo note, dice:
—Estoy tratando de ser más afectuosa contigo. ¿No te gusta?
No, no le gustaba. Porque Eleanor nunca usaba ese tono con él. Siempre había sido directa, incluso cuando le mostraba aprecio. Esto… esto es diferente.
Desde que su padre murió, Eleanor había sido un muro impenetrable, una líder incuestionable, una mujer que mantenía el control absoluto de su entorno. Pero ahora… ahora está actuando de una manera que lo desconcierta.
Maya, que había estado observando todo con el entretenimiento de alguien viendo un drama de alta calidad en vivo, decide agregar su propio toque de caos.
—A mí me gusta. Es lindo. “Cariño” —repite, alargándolo con un tono burlón.
James le lanza una mirada afilada, pero Maya solo sonrie con suficiencia.
—No es lindo —gruñe.
Eleanor ignora la discusión y prosigue con su verdadera ofensiva.
—Y tampoco quiero que me llames “madre” o “mamá” —anuncia con naturalidad.
James sintió un tic en la mandíbula.
—¿Perdón?
—Eso mismo —responde Eleanor, apoyando la barbilla sobre su mano, con una leve sonrisa—. No hay necesidad de formalidades entre nosotros, James. Me gustaría que me llamaras Eleanor.
James la mira como si hubiera perdido completamente la razón.
Maya se atraganta con su propia saliva.
—Perdón, ¿qué?
Eleanor mantiene la compostura impecable, sin dejar de mirarlo con esos ojos llenos de una paciencia peligrosa.
—Es extraño que me llames “madre” todo el tiempo. Quiero que nos tratemos de manera más natural. Como iguales.
James casi se ahoga con su propia dignidad.
—Tú y yo no somos iguales —dijo con firmeza.
Eleanor sonríe como si acabara de comprobar que su experimento va según lo planeado.
—Tienes razón, cariño. Tú eres mi hijo y yo soy… bueno, soy Eleanor.
James presiona sus labios en una línea tensa, negándose a morder el anzuelo.
—No va a pasar.
Eleanor no se inmuta.
—Ya veremos.
Maya, por su parte, ya está muerta de la risa interna.
—Me encanta esto. Por favor, no dejen de hablar.
James cierra los ojos un segundo, exhala profundamente y decide que lo mejor era no seguir el juego. Se levanta de la mesa y toma su abrigo.
—Voy a buscar leña.
Eleanor no dice nada, pero su expresión satisfecha deja claro que ya ganó la primera batalla.
Maya lo sigue con la mirada mientras sale por la puerta y luego vuelve a mirar a Eleanor.
—Eres malvada.
Eleanor bebe un sorbo de su té con absoluta tranquilidad.
—Gracias.
El aire en Montana es puro, helado, cargado con el aroma de los pinos y la madera húmeda. La nieve cruje bajo las botas de James mientras camina hacia el espacio despejado junto a la cabaña, donde una pila de troncos aguarda su destino. El cielo está nublado, pero la luz matinal se filtra entre las nubes, proyectando un resplandor plateado sobre el paisaje invernal.
Con la eficiencia de quien no desperdicia ni un solo movimiento, James desliza una mano enguantada por el mango del hacha, probando su peso. La otra, desnuda, ajusta el borde de la madera sobre el tronco de corte. Es un ritual silencioso. Coloca los pies firmemente sobre la nieve compactada, flexiona ligeramente las rodillas y alza el hacha. Su espalda se tensa, la curva de sus trapecios se pronuncia como el arco de un guerrero a punto de soltar una flecha.
El filo desciende con una fuerza calculada.
¡CRACK!
La madera cede en dos mitades perfectas, saltando a los lados. La vibración viaja por sus antebrazos, marcando cada fibra de sus músculos con precisión. Sin detenerse, recoge otro tronco y repite el proceso. La tensión en sus dorsales y romboides se flexiona y relaja con cada golpe, como la coreografía de un depredador en su máximo esplendor físico.
Desde la cabaña, a través de las amplias ventanas de cristal, dos pares de ojos lo observan.
Maya es la primera en hablar.
—Dios bendiga la vida rural. —Murmura con un suspiro, su taza de té detenida a medio camino de sus labios.
Sentada en el sofá frente al ventanal, se permite el lujo de cruzar las piernas lentamente obligada por la sensación que crece en su entrepierna, acomodándose para tener una mejor vista del espectáculo. Sus ojos oscuros recorren cada centímetro del joven que se mueve con una precisión casi hipnótica.
La camiseta térmica de manga larga que lleva puesta es un obstáculo molesto, pero Maya es paciente.
Y entonces, la recompensa.
James, que no soporta el calor acumulado en su cuerpo, se deshace de la prenda con la naturalidad de alguien que no presta atención a su propio atractivo. La tela se desliza por sus brazos y sobre su cabeza, dejando al descubierto una espalda que parece esculpida por la propia naturaleza, por designio de dios.
Maya exhala con apreciación genuina.
Los músculos de su espalda se activan con cada nuevo golpe: los trapecios forman una suave pendiente desde la base del cuello hasta los hombros anchos; los deltoides se pronuncian con un poder sereno; los dorsales, esos músculos amplios que enmarcan su torso, se contraen y expanden con cada movimiento. La piel, marcada por la leve brisa fría, se tensa, resaltando aún más los detalles de su definición.
—Es una delicia… —Murmura Maya sin apartar la vista, sus labios curvándose en una sonrisa entretenida.
Pero ella no es la única observadora.
Desde la cocina, Eleanor también ha caído presa de la escena.
Al principio, Eleanor no se había percatado. Estaba ocupada en la cocina, revisando con calma el agua hirviendo para el estofado y seleccionando las hierbas secas con precisión. Sus movimientos eran metódicos, elegantes, como todo lo que hacía. Pero entonces, una sensación familiar la recorrió, un presentimiento sutil, casi instintivo, que la obligó a levantar la mirada.
Y allí estaba su hijo.
Su James.
El hacha desciende con precisión letal, partiendo la madera con un chasquido seco que resuena en el aire gélido de Montana. Cada golpe hace que los músculos de su espalda se tensen y se marquen bajo la piel cálida, bañada por un leve brillo de sudor. La luz invernal lo envuelve, resaltando la fuerza contenida en cada movimiento: los trapecios firmes, los deltoides poderosos, la línea perfecta de su columna que desciende hasta la cintura estrecha.
Eleanor traga saliva con dificultad.
Era un espectáculo que no debe mirar. Lo sabe.
No está sola en la cabaña. Maya está allí. Y, sin embargo… sus ojos traicionan su razón.
El calor asciende lentamente por su cuello, encendiendo su piel en un rubor que no tiene derecho a existir. Un estremecimiento inesperado se instala en su estómago, vibrante, inquietante. Y antes de que pueda controlar su propio cuerpo, un instinto propio de mujer—tan súbito como innegable—la obliga a juntar las piernas.
Con un esfuerzo que solo ella era capaz de lograr, aparta la mirada.
Pero no antes de notar algo más.
Y lo que encuentra no le gusta en absoluto.
Del otro lado de la estancia, a través del reflejo del cristal, Maya también observa.
Y lo hace con un descaro absoluto.
Maya, con su ascendencia japonesa marcada en sus rasgos exóticos y su porte felino, observaba sin disimulo, completamente absorta en el espectáculo que se desarrollaba frente a ella. Sus ojos oscuros brillaban con un destello travieso, reflejando un descaro natural que no intenta ocultar.
Cada golpe del hacha, cada flexión de esos músculos esculpidos, la tienen fascinada. Era una obra de arte en movimiento.
Pero entonces, siente la mirada de Eleanor.
Con la misma lentitud calculada de una depredadora sorprendida en plena cacería, Maya gira la cabeza hacia eleanor, su expresión relajada, divertida… casi desafiante.
Y sin romper el contacto visual, alza su taza con una elegancia casi insolente, un brindis silencioso cargado de picardía.
Por James.
Luego, como si nada hubiera pasado, como si la mirada de Eleanor no hubiese existido siquiera, deja escapar una leve sonrisa y vuelve a lo suyo…
A disfrutar, sin la menor vergüenza, del espectáculo que era James.
Eleanor siente su mandíbula tensarse. Entreabre los labios, entrecierra los ojos y aspira lentamente, como si el aire helado de Montana pudiera enfriar algo que arde demasiado dentro de ella.
James, sintiendo el peso de las miradas, se gira.
Su mirada choca con la de Maya primero, quien le dedica una expresión descaradamente satisfecha. James frunce el ceño, incómodo, y desvía la vista rápidamente. Su instinto le grita que algo no está bien, que Maya está disfrutando demasiado de algo que él no comprende del todo.
Pero cuando sus ojos se deslizan hacia la cocina y encuentra la silueta de Eleanor, su madre, quieta, observándolo con una intensidad completamente distinta, el color sube a su rostro.
Como si el frío de la mañana, ni la nieve acumulada ya no existiera, James se apresura a tomar su camiseta y ponérsela de nuevo,
Casi una hora después, dentro de la cabaña, Eleanor finge.
Finge que no ha notado cada golpe del hacha allá afuera, el ritmo firme y preciso con el que James parte la leña, el mismo con el que desmantela competidores en el mundo empresarial sin pestañear. Finge que no escucha el crujido seco de la madera al ceder bajo su fuerza, ni la forma en que el eco de cada impacto resuena en la cabaña, reverberando en su pecho de una manera que prefiere no analizar demasiado.
Finge que no ha sentido el calor incómodo que se ha instalado en su cuerpo desde el momento en que lo vio, con la piel perlada de sudor a pesar del invierno, la musculatura de su espalda flexionándose en un despliegue de poder bruto. Su James. Su obra maestra.
Finge que solo está enfocada en la cocina, en la precisión de sus movimientos al cortar los ingredientes, en la armonía de los aromas que impregnan el aire.
Pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, se permite robar un vistazo.
Solo uno.
Siempre cuidándose de Maya.
Porque Maya también sabe jugar este juego, pero no como ella.
En su actuación, Eleannor se mueve con la gracia de siempre, seleccionando los ingredientes con precisión, cortando las verduras con manos expertas. La cacerola hierve suavemente, llenando la cabaña con el aroma reconfortante del estofado. Y mientras mezcla, remueve y sazona, se repite a sí misma que solo eso importa.
Hasta que escucha la puerta abrirse.
No tiene que volverse para saber quién es. El sonido de los pasos de Maya es inconfundible, ligeros y confiados, acompañados del leve tintineo de una taza.
Eleanor no se gira, pero su mano se tensa sobre la cuchara de madera.
—¿Café, James? —la voz de Maya flota en el aire, dulce y encantadora, como si estuviera ofreciendo algo mucho más tentador que una simple bebida caliente.
Eleanor aprieta los labios.
Su primer impulso es el de una madre: Maya es una mujer experimentada, descarada y sin reparos. Y su James… su James es joven, brillante y, aunque maduro para su edad, aún demasiado ingenuo en ciertos aspectos. Demasiado ajeno a las verdaderas intenciones de una mujer como Maya.
Pero su segundo impulso es el de una mujer.
Y ese es peor.
Porque el enojo que la recorre no es solo el de una madre protectora. Es otra clase de furia. Una silenciosa, interna y peligrosamente latente.
Maya está coqueteando. Con descaro. Con su James.
Eleanor entrecierra los ojos, removiendo el estofado con más fuerza de la necesaria. La cuchara golpea contra la cacerola con un sonido seco, casi amenazante.
No es la primera vez que lidia con Maya y su actitud desenfadada. Pero ahora es diferente. Ahora James está en medio. Ahora Maya lo mira con esos ojos traviesos y divertidos, lo pone a prueba, juega con él, con su incomodidad, con su falta de experiencia en estas cosas.
Y Eleanor, que siempre va mil pasos adelante, sabe exactamente lo que Maya está haciendo.
La está probando.
Deslizándose con esa confianza seductora y ese descaro que la caracteriza, Maya juega su carta sin titubeos, tentadora y provocativa, buscando una reacción, tanteando los límites de lo que puede y no puede hacer. Eleanor lo había previsto, había anticipado cada uno de sus movimientos incluso antes de invitarla a este viaje.
Pero lo que no había previsto era que Maya comenzaría tan pronto.
Eleanor exhala lentamente, manteniendo su expresión impasible mientras sigue removiendo el estofado con movimientos precisos. Su rostro no delata nada, pero sus dedos se cierran con más fuerza alrededor de la cuchara.
Maya está tomando la delantera, y aunque el juego apenas comienza, ella ya está tratando de poner a prueba su paciencia.
Bien.
Si Maya quiere jugar, que juegue. Pero Eleanor no es una principiante en esta partida.
Ella hará su siguiente movimiento con la misma precisión con la que corta los ingredientes, con la misma calma con la que sazona su platillo. Fría, calculadora y deliciosamente sutil.
🔹 Maya, la tormenta de coqueteo
La brisa invernal ondea su cabello negro mientras camina hacia James con una elegancia natural, un paso fluido, controlado, con la seguridad de una cazadora que ya ha localizado a su presa. La nieve cruje bajo sus botas, pero ella no tiene prisa. Cada movimiento está calculado.
—James, cariño… —su voz es un ronroneo aterciopelado—. ¿No te cansas de ser tan eficiente? Deberías tomarte un descanso…
Apoya un codo contra un tronco de leña recién partido y lo observa con esa media sonrisa que suele desmontar a la mayoría de los hombres.
Pero James Summers Huntington no es como la mayoría de los hombres.
Él se mantiene firme, sin levantar la mirada más de lo necesario, sosteniendo el hacha con ambas manos. Su postura es recta, controlada, como si estuviera lidiando con una negociación complicada en la junta directiva de BD-SBSS Enterprise y no con una mujer que lo estudia con la intensidad de un halcón analizando a su presa.
—Estoy bien —responde con inexpresividad.
Maya entorna los ojos con diversión. Pobre chico. Tan joven, tan fuerte… tan deliciosamente torpe en estos asuntos.
Se humedece los labios, tomándose su tiempo, asegurándose de que James lo note.
—¿Seguro? Podría darte un masaje en los hombros… —su dedo, ligero como una pluma, traza una línea desde su muñeca hasta su antebrazo, deteniéndose apenas un segundo para presionar la piel con la yema—. Con este frío, seguro están tensos.
James respira hondo.
—No es necesario.
Pero la manera en que su mandíbula se tensa, el leve fruncimiento de su ceño, delata que está sintiendo algo. No lo que Maya quisiera, claro—no confusión, ni interés, ni deseo—, sino una mezcla de incomodidad y una educación impecable que le impide apartarla con rudeza.
Maya se ríe por lo bajo. Adorable.
🔹 La tensión crece
En la cocina, Eleanor revuelve el estofado con movimientos pausados. Aparentemente serenos.
Excepto que no lo está.
La madera de la cuchara gime bajo la presión de sus dedos.
Ella sabía que Maya actuaría así. Lo había previsto. Lo había anticipado. Pero algo dentro de ella, un instinto primitivo y feroz, se retuerce con desagrado al verla tan cerca de su James, tocándolo, deslizándose alrededor de él como una enredadera de raíces invasivas.
Su James.
No está segura de en qué momento exacto dejó de ser solo su hijo y se convirtió en su James.
Pero ahora mismo, no tiene tiempo para analizarlo.
Porque si Maya cree que puede hacer lo que quiera sin consecuencias, si cree que puede jugar en su terreno sin que ella mueva sus propias piezas…
Se equivoca.
Eleanor suelta la cuchara de madera y toma una bandeja.
🔹 El golpe de la reina
La puerta de la cabaña se abre con un golpe perfectamente calculado.
Maya ni siquiera se gira de inmediato. Ella sigue enfocada en el chico de dieciocho años que ha logrado mantener su expresión de estatua griega con una resistencia admirable.
Pero entonces una corriente de aire cálido escapa de la cabaña, trayendo consigo un aroma irresistible.
James lo siente antes de verlo.
El crujido de galletas recién horneadas.
El dulzor de la miel y la mantequilla derritiéndose en su centro.
El perfume sutil de la infusión caliente que siempre acompaña los platos de Eleanor, perfectamente equilibrada, aromática, pensada para calentar hasta el alma más fría.
Y cuando alza la mirada, la imagen lo golpea como un impacto directo al pecho.
Eleanor Summers Huntington.
De pie en el umbral, enmarcada por el resplandor cálido del interior de la cabaña.
Su cabello rubio brilla bajo la tenue luz invernal, su postura impecable, elegante, imperial. Una diosa del invierno en toda su gloria, sosteniendo una bandeja con la misma destreza con la que manejaría un imperio.
Pero su sonrisa…
Su sonrisa es fría.
No llega a sus ojos.
—Querida Maya… —su tono es suave, casi melódico—. Qué amable de tu parte mantener a James entretenido.
Maya entrecierra los ojos, ya anticipando el golpe que se avecina.
—Pero él no trabaja gratis. —Eleanor avanza con la gracia de una reina en su propio castillo—. Si tienes tanta energía para charlar, tal vez quieras ayudarlo a partir troncos.
El golpe es certero.
La comisura de los labios de Maya se curva en un puchero fingido, un aire de derrota adorable… pero la chispa en sus ojos dice que no se ha rendido del todo.
—¿Oh? —Maya ladea la cabeza, fingiendo inocencia—. ¿Y privarte de su compañía? No quisiera ser egoísta…
Eleanor solo sonríe.
Y entonces…
James.
El mismo James que había estado rogando internamente por una excusa para salir de esa situación, abre los ojos al ver el contenido de la bandeja.
Oh, no.
El poder de la sazón de Eleanor es demasiado fuerte.
Había contenido el aliento desde que Maya empezó con sus insinuaciones. Había mantenido la compostura, había soportado la proximidad incómoda, las sonrisas malintencionadas, los roces “accidentales” que no eran nada accidentales. Su mente había estado en estado de alerta, buscando la mejor manera de escapar sin parecer grosero.
Pero ahora, el aire que había estado reteniendo en sus pulmones escapa en un suspiro profundo.
Y su razón para ello no tiene nada que ver con Maya.
El aroma a miel y mantequilla invade sus sentidos antes de que siquiera pueda ver lo que Eleanor sostiene entre sus manos.
Pero lo sabe.
Lo reconoce.
Sus ojos azules se enfocan en la bandeja con una intensidad hambrienta, con la desesperación de un hombre en el desierto que de repente ve un oasis ante él.
Galletas doradas y crujientes.
Un té caliente, preparado a la perfección.
El anzuelo está lanzado, y James, a pesar de toda su inteligencia estratégica en los negocios, cae de lleno en la trampa.
Eleanor lo observa, y algo en su interior se enciende.
Como madre, siente satisfacción. Un calor dulce en su pecho, un orgullo silencioso al ver que, incluso en medio del caos de su vida, su hijo sigue encontrando consuelo en la comida que ella prepara. Desde que era un niño, James siempre había mostrado una devoción especial por su sazón. No importaba cuán ocupado estuviera, cuánto poder tuviera entre sus manos; siempre cedía ante el encanto de su cocina.
Pero como mujer…
Ah, pero como mujer…
Lo que siente es diferente.
Es un vértigo delicioso, una sensación embriagadora.
Porque James no es cualquier hombre. Es un prodigio, un estratega nato, un titán en formación que ya mueve los hilos del mundo empresarial con una precisión escalofriante. Es el heredero de un imperio, el hombre cuya mera presencia impone respeto, cuya belleza es un imán irresistible para cualquier mujer que se precie de serlo.
Pero aquí, ahora, no es ese James.
No es el hombre de hierro, ni el genio impenetrable que desafía y destruye a sus adversarios con un movimiento de muñeca.
Ahora es solo un joven desarmado.
Uno que, por más que lo intente, no puede ocultar el punto débil que ha expuesto con una claridad abrumadora.
Ella.
Y eso es algo que Maya también nota.
La mujer de cabello negro y mirada felina observa la escena con un interés renovado, inclinando la cabeza apenas un poco, como si analizara una nueva pieza en un juego de ajedrez.
El enfoque de James, su concentración absoluta en la bandeja, el brillo involuntario en sus ojos.
Oh, qué interesante.
Maya había intentado provocarlo, tentarlo, medir su resistencia con insinuaciones y toques ligeros. Pero no había conseguido lo que quería. No había logrado hacerlo vacilar.
Y sin embargo, Eleanor lo había hecho en cuestión de segundos.
No con caricias, ni con sonrisas seductoras, ni con palabras dulces al oído.
No.
Lo había hecho con el más simple y primitivo de los placeres: el sabor.
Maya entrecierra los ojos. Sonríe.
Porque acaba de descubrir algo invaluable.
James Summers Huntington no es fácil de manipular. No es un hombre que caiga en trampas superficiales ni en juegos baratos de seducción. Su mente es demasiado analítica, demasiado estructurada, siempre dos pasos adelante de quien intente jugar con él.
Pero su madre…
Su madre es su debilidad.
Maya entrecierra los ojos con astucia, observando cómo James apenas puede disimular el brillo hambriento en su mirada al ver la bandeja en las manos de Eleanor. Su expresión, normalmente impasible, traiciona un atisbo de vulnerabilidad tan poco común en él que es casi fascinante de presenciar.
Y entonces lo entiende.
No es el lujo, no es el poder, no es la admiración de los demás lo que puede hacer vacilar a James.
Es esto.
Es el calor de un hogar, la familiaridad de un sabor, el consuelo de algo que ha amado desde siempre.
Maya deja escapar una sonrisa lenta y peligrosa.
—Debo robar el secreto de su sazón —murmura para sí, con un destello travieso en los ojos—. Conociendo ese secreto, James será un filete jugoso… y yo ya tengo el tenedor en la mano.
—Eleanor —dice, con su tono más encantador mientras se apoya despreocupadamente en uno de los troncos—, puedo ayudarte en la cocina, si lo deseas.
La respuesta de Eleanor llega con la suavidad de la seda y el filo de una daga oculta.
—Qué generosa eres, Maya. —Sus labios curvan una sonrisa impecable, pero sus ojos, fríos y calculadores, dicen otra cosa—. Pero cocinar no es algo que se aprenda en un día… y menos con un maestro poco dispuesto a compartir sus secretos.
Maya sonríe también, aceptando el desafío silencioso.
Mientras, James se acerca a la bandeja que porta su madre, su disimulo es torpe, casi infantil. Se esfuerza en aparentar que su concentración sigue en la conversación, en la leña, en el entorno… pero todos en esa escena saben la verdad. Su mente, su deseo más inmediato, su anhelo, está en esa bandeja.
Eleanor lo ve.
Maya lo ve.
Y justo cuando James alarga la mano, los dedos rozando la calidez dorada de un panecillo recién horneado, Eleanor, con la elegancia de una emperatriz, aparta la bandeja con una sonrisa tranquila, casi indulgente.
—Primero, lávate las manos, James.
James parpadea, como si la realidad tardara un segundo en alcanzarlo. Su estómago protesta en silencio, y su expresión es la de un soldado que acaba de perder la batalla más importante del día.
—Pe… pero madre… —su voz tiene un deje de sufrimiento auténtico, casi lastimero.
—Y otra cosa más —interrumpe Eleanor, con esa dulzura letal que solo ella domina—. Que me llames Eleanor.
Silencio.
El tiempo se congela por un instante en la cabaña.
Maya se acomoda en el tronco en el que se recuesta. Apenas oculta su sonrisa tras su taza de té, deleitándose con cada matiz de la tragedia que se desarrolla ante ella.
James, en cambio, siente que el mundo se vuelve insoportablemente injusto. Su mirada salta de la bandeja de panecillos a los ojos de su madre—no, madre—como si buscara misericordia en ellos. No la encuentra.
Su mandíbula se tensa. Su manzana de Adán sube y baja en una trágica resignación.
—… E… E…
No puede.
Su lengua se niega a formar el nombre. Su pecho se siente extraño, como si estuviera traicionando algo sagrado.
Maya ahoga una risita. Eleanor, en cambio, solo espera, paciente, con la confianza de una reina que sabe que la victoria es suya.
James aprieta los puños. Exhala con resignación.
Y al final, con el orgullo hecho pedazos y la dignidad arrastrándose por la nieve de Montana, suelta un resoplido y masculla:
—En tus sueños.
Y rojo como un tomate, se da media vuelta y se va a lavar las manos, murmurando maldiciones ininteligibles sobre madres manipuladoras y castigos disfrazados de educación.
Eleanor deja escapar una risita contenida, mientras Maya la mira con absoluta fascinación.
—Dios santo —susurra la asiática—. Eres brillante.
Eleanor simplemente recoge su taza de té con una gracia inquebrantable.
—No es brillantez, querida —dice con la satisfacción de una mujer que siempre obtiene lo que quiere—. Es experiencia, es estrategia.
Y lo que James no sabe, lo que ni siquiera sospecha, mientras friega su mano, es que el verdadero fuego no está en el hacha, ni en la leña que ha estado partiendo, no en la bandeja que su madre sostenía.
Sino en la guerra silenciosa que se está librando frente a él.
Una guerra entre dos mujeres demasiado astutas.
🔹 La sauna improvisada
Después de un día agotador, después de la tensión, después de todo, James solo quiere un momento de paz.
Con una toalla blanca atada a la cadera, se deja caer en uno de los bancos de madera dentro de la sauna. Sus músculos duelen, su mente está saturada y el vapor denso que lo envuelve es lo único que parece calmarlo. Cierra los ojos, apoya la cabeza contra la pared de madera caliente e intenta relajarse.
No dura mucho.
Un leve sonido en la puerta lo hace entreabrir los ojos, pero antes de que pueda reaccionar, alguien entra con la seguridad de quien no conoce la palabra «límite».
—¿Puedo acompañarte?
Maya.
Su voz es suave, cargada con ese tono juguetón que siempre usa cuando se divierte a costa de alguien. Lleva una toalla blanca, pero la forma en que está envuelta es deliberada: deja demasiado a la vista. Su pierna asoma con cada paso, la piel perlada por la humedad del ambiente. Su cabello oscuro está recogido en un moño flojo, con mechones pegándose a su cuello.
James siente un golpe de alarma en su pecho. Se aparta.
—N… No.
Maya avanza, deslizándose como un felino que ha olfateado presa.
—Oh, vamos… —susurra, con una sonrisa ladeada—. Hace frío allá afuera, y el calor es bueno para los músculos tensos.
Él traga saliva.
—No.
Repite la respuesta como un mantra, retrocediendo aún más, aunque ya casi no hay espacio.
Maya suspira dramáticamente y sacude la cabeza.
—James, cariño… —se inclina un poco, evaluándolo como si estuviera eligiendo un buen vino—. ¿Alguna vez te han dicho que eres un hombre difícil?
Y da un paso más.
Antes de que pueda hacer algo más, la puerta de la sauna se abre con un golpe seco.
Eleanor.
Está apoyada contra el marco de la puerta, sosteniendo su copa de vino con la gracia de una reina. Su rostro es inescrutable, pero su mirada dice todo.
—Fuera.
Su tono es bajo, sin énfasis. Pero su sola presencia congela el aire caliente de la sauna.
Maya, lejos de achicarse ante la mirada helada de Eleanor, deja que una sonrisa lenta y provocativa se dibuje en sus labios. Con una elegancia felina, se cruza de brazos bajo el pecho, acentuando su figura con descaro calculado. Luego, ladea la cabeza con una expresión de fingida inocencia, como si realmente estuviera perpleja ante la interrupción.
—Eleanor, querida, se supone que los momentos privados son eso… privados. ¿Serías tan amable de darnos un poco de espacio? —su voz es un ronroneo perezoso, envuelto en miel y veneno a partes iguales.
El descaro absoluto en su voz solo hace que James quiera desaparecer en el vapor.
Eleanor inhala profundo, despacio, peligrosamente despacio.
—He dicho… fuera.
Hay un instante de silencio.
Maya la observa, evaluando, sopesando si vale la pena desafiarla más. Finalmente, suelta una pequeña risa intrigante.
—Ok, ok. No hace falta ser tan mandona.
Maya levanta las manos en su clásico gesto de rendición, pero la jugada le sale mejor de lo esperado… o quizás exactamente como lo planeó.
Su toalla empieza a resbalar por su cuerpo en una caída lenta y silenciosa.
James deja de respirar.
Su cerebro literalmente se apaga.
Si antes su incomodidad era manejable, ahora ha alcanzado niveles catastróficos. El color sube a su rostro en una ola feroz, tiñéndolo de un rojo intenso. Sus ojos se abren desmesuradamente, como si su cerebro estuviera tratando de procesar—y rechazar al mismo tiempo—lo que acaba de suceder.
En un acto reflejo y desesperado, gira la cabeza bruscamente, apartando la mirada con la esperanza absurda de que, si no lo ve, entonces no ha pasado. Su cuerpo se queda rígido, inmóvil, como si al no moverse pudiera retroceder el tiempo y evitar este desastre.
Pero Eleanor…
Eleanor no se inmuta.
No parpadea.
No suelta su copa de vino.
Simplemente la observa.
Su mirada es fría, afilada como una navaja deslizándose con precisión quirúrgica sobre la piel de Maya. No hay enojo explosivo, ni un arrebato de celos, ni una amenaza verbal. Solo un silencio gélido, una advertencia cruda en la tensión apenas perceptible de sus labios, en la manera en que inclina levemente la cabeza, como si ya estuviera calculando el castigo apropiado.
Y entonces Maya lo entiende.
Lo siente en cada fibra de su piel, en el aire denso que de pronto se vuelve difícil de respirar. Ha estado jugando con fuego, pero ahora ha rozado una línea roja. No una línea cualquiera, sino una frontera prohibida, marcada con el nombre de Eleanor Huntington.
Por un instante, su cuerpo actúa antes que su mente.
—Ups. —inhala suavemente, su tono es una mezcla de fingida sorpresa y travesura descarada.
Su toalla, que había quedado precariamente ajustada tras sus provocaciones, comienza a deslizarse. La tela roza su piel en una lenta caída y deja entrever la redondez de su busto. Pero antes de que la gravedad termine su trabajo, sus manos reaccionan con rapidez y la sujetan justo a tiempo.
Se aferra a la tela con una sonrisa coqueta, sin dejar de mirar a Eleanor con ojos que brillan de desafío.
—Vaya, casi ocurre un accidente —ronronea con falsa inocencia, apretando la toalla contra su cuerpo, aunque sin molestarse en ajustarla del todo. —La humedad hace que todo se resbale tan fácil…
Pero Eleanor sigue allí. Imperturbable.
El silencio entre ambas se alarga un segundo más del que debería. Luego, Eleanor inclina ligeramente la copa de vino en su dirección, con un gesto pausado, casi perezoso, y una media sonrisa que no llega a sus ojos.
—Qué torpe, Maya —murmura con una dulzura tan calculada que resulta más escalofriante que cualquier amenaza. —No queremos que esto se vuelva costumbre ¿no?.
Al pasar junto a Eleanor, Maya se detiene un instante, inclinándose apenas lo suficiente para que sus palabras sean un murmullo entre ambas, cargado de veneno envuelto en terciopelo.
—Qué aguafiestas eres, Ellie. Él es tu hijo, no un hombre al que puedas celar.
Maya sonríe, una curva de labios calculada, afilada como un bisturí. Es un desafío envuelto en terciopelo, una provocación disfrazada de ligereza.
Y sus palabras…
Oh, sus palabras dan en el blanco.
Eleanor lo sabe.
Lo siente como una aguja deslizándose bajo la piel, tocando un nervio que, por ahora, mantiene dormido.
Pero no pierde la calma. No parpadea, no se inmuta. Su mirada sigue fija en Maya, impenetrable, la misma que ha doblegado a hombres de poder sin necesidad de alzar la voz.
Porque hay cosas que deben seguir su curso.
Porque sí… sabe que ese momento llegará.
Pero no ahora.
Ahora, todo debe seguir en su lugar.
Y si Maya cree que puede mover sus piezas antes de tiempo, solo conseguirá arruinar el tablero.
—Y tú eres una mujer adulta, Maya —su voz es suave, casi un murmullo, pero cada palabra cae con un peso exacto—. No una niña jugando a provocar solo por diversión.
Porque Eleanor sabe muy bien que el verdadero juego de Maya no se limita solo a James. No, la astuta mujer no solo busca tentar al joven, sino también medir sus propios encantos en ella, provocarla, desafiarla, tantear el terreno para ver si puede hacerla vacilar.
Pero ahí es donde Maya se estrella contra una muralla infranqueable.
Sus trucos, su coqueteo calculado, su felina manera de deslizarse en los espacios y desarmar a quienes la rodean, todo eso puede funcionar con muchos… y muchas… pero no con Eleanor.
Los encantos de la asiática simplemente no tienen efecto en ella. Eleanor no se inmuta, no se altera, no cae en el juego. Y en ese dominio absoluto de sí misma, en ese control impecable, está su verdadera respuesta.
La puerta se cierra con un suave clic.
La sauna queda en un silencio denso, pesado, cargado de un calor que ya no proviene solo del vapor en el aire.
James, inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en sus muslos, exhala un suspiro largo y cargado de tensión. Cierra los ojos por un instante, intentando recomponer su mente del caos reciente.
Pero cuando los abre… su madre lo está mirando.
Y algo dentro de él se revuelve de manera incómoda, como si la sauna no solo estuviera sofocante por el calor, sino por algo más denso, más indescifrable.
Su madre no lo está mirando a los ojos.
Sigue sosteniendo la copa de vino con elegancia, pero su atención—por apenas un parpadeo—se ha deslizado.
Primero a sus hombros desnudos.
Luego, al amplio pecho que sube y baja con su respiración, aún brillante de sudor por el calor envolvente de la sauna.
Eleanor pestañea. Se recompone de inmediato, como si nada hubiera pasado, y vuelve a fijar la mirada en su rostro. Con la misma compostura de siempre. Con la misma indiferencia impenetrable que utiliza en las reuniones de negocios cuando pretende que no ha notado una jugada arriesgada de algún rival.
Pero James lo ha visto.
Y eso basta para que toda la sauna se sienta diez veces más sofocante.
Él, rígido como una estatua, aparta la mirada con torpeza. Se aclara la garganta en un intento inútil de disimular su incomodidad.
James siente que su cerebro está a punto de sobrecalentarse, y no precisamente por la sauna. Su mandíbula se tensa, su respiración es irregular y su mente lucha entre procesar lo que acaba de ocurrir y no procesarlo en absoluto.
Eleanor, en cambio, a recobrado su postura impecable. Finalmente, desvía la mirada, pero no porque esté avergonzada… sino porque lo que siente la incomoda más de lo que pensó que lo haría. Celos. Una sensación molesta y que sofoca antes de que se refleje en su rostro.
Toma aire y, con una calma ensayada, deja caer una pregunta casual:
—¿Ya terminaste de disfrutar la sauna, querido?
James siente que va a desmayarse.
—Y-yo… yo no veo nada —se apresura a decir, su voz grave y tensa, esforzándose por mantener la compostura.
Eleanor arquea una ceja, la diversión brillando en sus ojos.
—Oh, cariño… Lo que hayas visto o dejado de ver es completamente irrelevante.
James traga saliva con dificultad. Le laten las sienes de tanto esfuerzo mental por no pensar. Se pasa una mano por el cabello húmedo y cierra los ojos por un instante, intentando recomponerse.
Respira hondo antes de hablar, su tono firme, pero con una nota de advertencia.
—Primero, no me llame así. Segundo… lo que está pasando aquí, tenemos que hablarlo. Pero no ahora. En un momento.
James sigue inclinado en la gradería del sauna, los codos apoyados en sus muslos, el rostro inclinado hacia el suelo en una pose de control calculado. Control que, sin embargo, no siente en lo absoluto.
Eleanor, de pie junto a la puerta, lo observa con atención. Su postura rígida, su mirada esquiva, la forma en que su respiración parece más pesada de lo habitual. Algo le incomoda.
—Qué formal te pones de repente, James. Casi parecería que estás nervioso —su voz se desliza con la ligereza de quien disfruta el juego, con la diversión de alguien que ha encontrado una grieta y quiere ahondarla.
James respira hondo, la mandíbula tensa. Por supuesto que ella tenía que notar algo.
—No estoy nervioso —su voz es grave, firme, sin llegar a sonar agresiva, pero con una tensión inconfundible—. Solo quiero quedarme un poco más en el sauna. A solas. Sin interrupciones. Por favor.
Eleanor inclina la cabeza, sin moverse de su sitio.
—¿Solo? —repite, alzando una ceja, como si le divirtiera la idea—. ¿Desde cuándo tienes la necesidad de alejarme?
James cierra los ojos con paciencia forzada. ¿Por qué su reina tenía que complicarlo todo?
—No es eso. Solo necesito un momento para mí.
Eleanor lo observa por un largo segundo, su mirada afilada deslizándose por la tensión en sus hombros, por el leve tic en su mandíbula, por su insistencia en mantenerse inclinado en esa misma postura. Algo en ella le dice que hay más, que le oculta algo.
Pero no lo presiona. No aún.
Suspira con falsa resignación y se gira con una gracia natural.
—Bien… si tanto lo deseas.
Da un paso hacia la puerta y, antes de salir, le lanza una última mirada por encima del hombro.
—Pero, … —Se lleva la copa a los labios y toma un pequeño sorbo, —espero que cuando termines, no intentes huir de nuestra conversación. —toma aire —Y la próxima vez, asegura la puerta… querido.
Su tono es ligero, con un matiz burlón, un intento casi descarado de restarle peso al ambiente cargado que Maya dejó atrás. Como si una simple broma pudiera disipar el aire espeso que aún flota entre ellos.
—Deje de llamarme así, madre.
Sonríe, se marcha, y deja tras de sí una sensación de calor que no tiene nada que ver con la temperatura del sauna.
Eleanor se detiene en seco en medio del pasillo.
—Oh… —exhala suavemente, entrecerrando los ojos mientras una chispa de comprensión ilumina su mirada.
Las piezas encajan en su mente con una claridad deliciosa. La rigidez en la La postura rígida de James, la tensión en sus hombros, el leve titubeo en su voz, su negativa a moverse de su posición… Cada diminuto detalle que había pasado desapercibido en el momento ahora resplandecía con un significado inconfundible.
James había reaccionado.
Su cuerpo lo había traicionado.
Una erección involuntaria. Instintiva. Inequívoca.
Y él, en su desesperado intento de disimularla, se había refugiado en la única estrategia que le quedaba: quedarse completamente inmóvil, fingiendo que nada ocurría.
Eleanor entrecerró los ojos, y sus labios se curvaron apenas en una sonrisa que mezclaba diversión.
Le gusta saber que James reaccionó físicamente. Le gusta imaginarlo incómodo, atrapado en su propio deseo, en su propio libido, sin poder controlarlo. Y, más aún, le gusta la idea de que ella misma sea la que pueda provocarle eso en el futuro.
—Qué lindo… —murmura Eleanor, y su voz salió más suave de lo que esperaba.
Sus labios se curvan en una sonrisa apenas perceptible, pero en sus ojos brillaba algo más profundo. No era solo diversión, no era solo placer por descubrir la vulnerabilidad de James. Era ternura.
Una ternura cálida y posesiva, la clase de dulzura que se siente al ver algo hermoso, algo frágil, algo que solo ella puede entender y apreciar en su totalidad.
Eleanor cierra completamente los ojos por un instante, y su imaginación la traiciona. La imagen se apodera de su mente con una nitidez que la dejó sin aliento, como si estuviera viéndolo todo frente a ella. Visualiza la escena con un detalle innecesariamente vívido: la forma en que la toalla debe haberse tensado contra la punta de su miembro, revelando la firmeza y el volumen que se escondía debajo. El calor del sauna seguramente aun lo envuelve, intensificando la pulsante e innegable evidencia de su deseo, atrapada bajo la fina tela que apenas logra contenerlo.
Su mente no se detiene ahí. Imagina a James levantándose, su cuerpo brillando por el sudor del sauna, poderoso y tenso, su miembro, su verga dura, abriéndose paso entra la toalla. ¿Cómo sería? ¿Sería pequeño, de tamaño normal como el de Kevin? ¿O sería… más…? Traga saliva con mucha dificultad, sintiendo cómo su boca se seca ante la posibilidad. Su imaginación avanza aún más, llevándola a un lugar donde ya no hay vuelta atrás. Ve a James soltando la toalla que lo cubría, su mano grande y fuerte empuñando su erección con una mezcla de necesidad y frustración. La imagen es tan clara que casi puede sentir el calor de su piel, su olor, el ritmo de su respiración entrecortada, la tensión en sus músculos mientras se mueve con lentitud deliberada, como si estuviera luchando por mantener el control pero al mismo tiempo entregándose al placer para liberar su su semilla.
Eleanor siente cómo un escalofrío recorre su cuerpo, concentrándose en el centro mismo de su ser. Su respiración se acelera, y aunque intenta mantener la compostura, su cuerpo responde a la imagen con una intensidad que no puede ignorar. Sus piernas se tensan, y un calor húmedo comienza a extenderse entre sus muslos, como si su propio cuerpo estuviera reaccionando a la escena que su mente había creado.
Eleanor parpadea lentamente, intentando recuperar el dominio sobre sí misma, pero la realidad se impone con una claridad abrumadora.
Su cuerpo ha reaccionado, traicionándola en el silencio del pasillo.
Siente la fina tela adherirse a su piel, la tibia humedad de sus flujos, impregnando su ropa interior, una prueba irrefutable de lo que su mente acepta por completo con placer.
Un susurro apenas audible escapa de sus labios:
—Oh…
James el intocable, el distante, el contenido. Su frialdad lo hacía parecer ajeno al deseo, inmune a la piel, a las emociones viscerales. Y, sin embargo, allí estaba la prueba de lo contrario. Su cuerpo no había podido resistirse.
Y ella había estado ahí, a pocos pasos, mientras sucedía.
Waoo… por Dios.
Eleanor sonrie, más mujer que madre en ese momento.
Su hijo, solo en esa habitación envuelta en vapor, intacto, sin haber sido reclamado, sin que unas manos ajenas lo hayan explorado, sin que algún labio vaginal lo haya tomado y hecho suyo.
Y, por un instante, una idea peligrosa le cruzó la mente.
Sí, él necesitaba ser atendido, guiado, calmado. Debe aprender. Y ¿quién mejor que ella, su madre, para enseñarle… para mostrarle el camino?
Por un instante, la posibilidad titila en su mente como una llama danzante, dulce, peligrosa… irresistiblemente tentadora. La imagen de lo que podría hacer, de lo que podría enseñarle, se entrelaza con su respiración profunda, haciéndola estremecer.
Pero su razón, fría y meticulosa, se impone con la precisión de un filo bien afilado. No. No todavía.
Él aún no está listo para ti. Si te adelantas, lo romperás… lo arruinarás.
Él aún no está listo para ti.
Con una elegancia casi insolente, Eleanor lleva una mano a sus labios, ocultando la sonrisa que amenazaba con asomarse. No debía reír. No ahora. No cuando en esa habitación, tras la niebla del sauna, se oculta tanto potencial esperando ser liberado.
Su pecho se alza y desciende con una respiración profunda, pausada, mientras su mente sigue atrapada en la escena que acababa de presenciar. El control férreo de James. Su inmovilidad tensa. Su voz medida pero teñida de urgencia.
Ah, su hermoso hijo… tan fuerte, tan estoico… y tan deliciosamente vulnerable en este preciso momento.
Eleanor intenta dar un paso adelante, pero su cuerpo se niega a obedecer.
Era como si una fuerza invisible la mantuviera anclada en su lugar, atrapada entre la razón y el deseo prohibido de volver la mirada, de rendirse por un instante a la tentación de lo impensable.
Sus músculos tensos parecían resistirse al mandato de su voluntad, como si su piel, su sangre, su ser entero rechazaran la idea de alejarse.
Su mirada, como si tuviera voluntad propia, se desvía de nuevo hacia la puerta del sauna.
James continúa ahí.
El pensamiento la golpea con un peso distinto. Solo. Vulnerable. Aún atrapado con su miembro erecto.
Eleanor cerró los ojos y aprieta los labios con sutileza. No debía pensar en ello. Pero su mente, traicionera, ya había tejido la imagen con una claridad exquisita.
Eleanor exhala lenta y pausadamente, reprimiendo la peligrosa chispa que esa posibilidad enciende en su interior.
Un paso. Solo un paso de regreso.
Nadie lo notaría. La cabaña es suya. James es suyo. Todo aquí le pertenece.
Si vuelve abrir esa puerta, si lo sorprende en ese instante, ¿qué encontraría?
El pensamiento fue un susurro sedoso y venenoso en su mente, una tentación dulce y peligrosa.
Eleanor se humedece lentamente los labios, saboreando la posibilidad.
No.
La palabra retumbó con la fuerza de su razón. No es el momento, aun no.
Eleanor se obliga a girar sobre sus talones, apartando la mirada de la puerta del sauna con una elegancia casi insolente, como si el acto de marcharse no le pesara en absoluto. Pero sí lo hacía.
Cada paso que la alejaba de aquella puerta era un sacrificio silencioso, una punzada casi imperceptible en su pecho, una negación momentánea del hecho.
El vacío que la invade no era más que el precio de su paciencia, una ofrenda voluntaria al altar del control. Porque el verdadero premio no está en la inmediatez, podría arruinarlo, sino en la espera… en la construcción meticulosa del momento perfecto.
Un día, no habría barreras. No habría ataduras ni absurdas prohibiciones morales. Solo ellos, fundiéndose en un solo cuerpo, en un solo ser.
Eleanor sonrió para sí. Los mejores juegos se ganan con estrategia, y ella siempre juega a mediano y largo plazo.