Me llevaron a un sitio horrible.

Era un hotel muy grande, con muchos servicios y con muchas habitaciones de las cuales creo que recibí la más pequeña, ruidosa e incómoda.

Esperaba con gran deseo que las ratas y cucarachas tuviesen más gusto que el tío que me consiguió semejante habitáculo, deseando no tenerlas como compañeras de habitación, aunque lo más probable es que ya campasen a sus anchas entre tanta suciedad.

Si tenía paciencia y rebuscaba con suficiente anhelo entre la inmundicia de mi cuarto era probable que encontrase desde jeringuillas (usadas, por supuesto, no iban a tener la amabilidad de dejarlas sin estrenar) hasta armas semiautomáticas pasando por uranio, criptonita y algún fósil de gran valor paleontológico.

Pero tampoco me podía quejar, tenía a mi disposición toda una cama de niño pequeño en la que disfrutar a lo ancho y a lo largo de sus 170 X 80 centímetros.

Definitivamente, esa noche me haría gran amigo de la vieja, polvorienta y deshilachada alfombra, si ésta no prefería una relación más amigable con las fosforescentes cucarachas.

Lo mejor de todo era el baño, era el mejor baño que te puedes encontrar, eso sí, en la zona más pobre de la república de Somalia.

No, creo que no, creo que allí aún sin tener agua, tienen puerta.

Este carecía por completo de semejante artilugio, seguramente por considerarlo ostentoso y muy desacorde con la decoración minimalista imperante en el reputado edificio.

Además tenía una surtida colección de artículos de baño cuidadosamente recolectados de diversos hoteles de toda Sudamérica.

Algunos de estos objetos parecían disponer de su envoltorio original, tanto es así que estaba apostando conmigo mismo que podría lavarme los dientes usando uno de esos cepillos o afeitarme con alguna de aquellas cuchillas sin contraer una gravísima enfermedad mortal.

Visto el lugar donde pasaría tres interminables noches decidí bajar al restaurante a probar alguna de las exquisiteces típicas de aquellos lugares esperando que la actitud del cocinero no estuviera acorde con mi habitación y no derramara por casualidad ningún producto en mi plato que restringiese el flujo de oxígeno a mis células o limitase el riego sanguíneo a alguno de mis hemisferios cerebrales.

Capítulo 2

Pues ahí estaba yo sentado en una mesa en la que las profundas manchas de grasa que adornaban el mantel y los lamparones de las camisas de los camareros no auguraban nada bueno pero que daban una impresión de uniformidad o de marca de la casa al compararlo con la pared mugrienta y las cortinas completamente opacas debido a la suciedad.

Pero ¿qué le iba a hacer? no puedo morirme de hambre. Tengo que resistir hasta que consiga salir de aquí.

Pedí el primer plato (sí, sí, EL primer plato, se podía elegir entre una amplia gama de primeros platos siempre que fuera puré de puerros) y me lo trajeron extremadamente rápido, cosa que me hizo desconfiar de aquel lugar más si cabe.

Al verlo comprendí que no es que se hubieran esmerado en darse prisa para mí, sino que ese bolo alimenticio probablemente estaba hecho a base de unos polvitos mágicos diluidos convenientemente en agua y espesados gracias a desconocidas e inquietantes sustancias.

No me importaba en absoluto la textura de tan desagradable comida (incluso ni me fijaba en los grumos aunque tuviesen el tamaño de una pelota de golf y en la boca se deshiciesen dejando un sabor rancio repugnante).

¿Cómo iba a estar pensando en la textura? ¿Qué era la textura comparada con el color ?La textura desgraciadamente no importaba en absoluto. Lo realmente importante de aquello era el color. ¿Alguien ha visto alguna vez un puré de puerros completamente negro ?Negro, del todo negro, más oscuro que el sobaco de un grillo. Impresionante. Pero (estaréis pensando que estoy loco) me lo comí. Sí, me lo comí. Me lo comí porque el restaurante más próximo estaba a doscientos kilómetros de distancia y las otras opciones para no morir de inanición eran recolectar raíces o pegar lengüetadas a las paredes en busca de sustancia.

He de reconocer que esta última opción no me pareció del todo descabellada pero en seguida desistí pensando que los camareros exigirían el pago íntegro de lo que había consumido y cada pasada de mi lengua podría valer millones (más incluso si me llevaba algún tropezón, cosa que no sería difícil).

El segundo plato era otra cosa. Aunque conservaba el mismo color que su predecesor, se podía intuir que escaseaba tanto en nutrientes que era casi imposible intoxicarse con aquello.

Era una especie de bola de carne que carecía de pelos, uñas, costras, pus, sangre o vómitos. Estaba completamente normal, tan normal que me confié y lo pagué muy caro. El primer mordisco tuvo un efecto en mi igual al de una patada en plena cara.

Me invadió un sabor a caca (perdón) que me hizo revolverme en mi asiento e inmediatamente después experimenté unas arcadas que pensé que iban a ser la causa de mi muerte. Rápidamente lo saqué de mi boca y bebí agua. Exigí al camarero una explicación del mal sabor de la carne y obtuve un ‘no se preocupe, en seguida se lo cambio’ por respuesta.

Cogió el plato y en un minuto regresó con otro de vuelta. No me lo podía creer.

Traía el mismo y para intentar reírse de mi inteligencia le había puesto una hoja de algo que se podría llamar lechuga (que sin duda distaba mucho de serlo. Si hubiese tenido el más ligero parecido me hubiese abalanzado sobre ello cual maruja en rebajas).por favor! pero si se notaba el mordisco que yo le había pegado.

Ni siquiera había tenido el detalle de cubrirlo un poco con la oscura salsa.

Por no enfadarme decidí marcharme y no esperar a que solicitasen una tercera oportunidad con el postre. De hecho siempre he odiado con toda mi alma los flanes y helados de nata de color negro.

Subí a mi habitación intentando convencerme que no estaba tan mal, que siempre hay algo peor y que algo tendría bueno. Y en efecto, tenía algo bueno, tenía la mejor barandilla que había visto yo en los últimos meses. No era verdad, por supuesto, pero pasé varias horas intentando encontrar argumentos científicos, hipótesis, teoremas y corolarios que me indujesen a pensar que aquel hotel disponía de la más bella barandilla del mundo.

Al final, gracias a una compleja deducción racionalista conseguí colocar a aquel lugar en la lista de los quinientos hoteles con mejor barandilla entre el tercer y cuarto piso de toda la región.

Capítulo 3

Ya estaba en mi cuarto cuando pensé en qué lugar iba a dormir. Había dos opciones. La primera era la pequeña cama en la que para entrar cómodamente debería pasar por un proceso de amputación de mis extremidades (tanto inferiores como superiores), cosa que no deseaba en absoluto y la segunda era el suelo, ese suelo tan frío, sucio y habitado. Lo de la suciedad y el frío no me importaba gran cosa, pero lo de la cantidad de microorganismos que allí había me superaba. Creo que National G. tiene un reportaje de la flora y fauna de aquel suelo y que varios grupos ecologistas defienden con gran interés la supervivencia de muchos seres en peligro de extinción cuyo único hábitat en el planeta está localizado en la habitación en la que me disponía a dormir.

De hecho, aquel lugar probablemente dispusiera de las claves biológicas para conocer el origen de la vida. Obviando semejantes argumentos y al no encontrar ningún artilugio que consiguiera reducirme en varios centímetros para caber en aquella cama, decidí que lo más lógico sería dormir en el suelo, eso sí, con los ojos abiertos para no despertarme presa de ningún ser vivo.

Pero como tampoco era mi interés pasarme toda la noche pendiente de no amanecer con una colonia de insectos en mi intestino, idee un revolucionario sistema (comercializado a estas alturas en varios países tercermundistas) mediante el cual me podía proteger de todo bicho viviente mientras dormía. Consistía en excavar una especie de trinchera alrededor del lugar en el que iba a dormir y llenarla con agua para que nadie de menos de dos centímetros pudiese atravesarla. ¿Ingenioso eh? Pues no, no resultó tan ingenioso, me pasé tres horas perforando el suelo con una tuerca que había encontrado por ahí tirada y llené de agua tan lujoso foso para darme cuenta a los cinco minutos que toda el agua había desaparecido sin dejar rastro.

O eso creía yo, porque a la media hora uno de los camareros-botones-recepcionistas llamó a mi puerta para preguntarme a que se debía la inundación de la habitación 301(curiosamente, aunque no me lo podía creer, era la que estaba situada justo debajo de la mía). Cuando entró y vio que me había dedicado a tallar su suelo y comprobó que no era ningún famoso escultor post-moderno me pidió que abandonara el hotel en el más breve espacio de tiempo posible, desatendiendo todas mis excusas y alegatos de inocencia.

Entonces opté por dejar el hotel y no hacer ningún tipo de comentario acerca del ridículo parecido entre el botones y el capitán del barco de vacaciones en el mar, aunque tuve que aguantarme mucho para no preguntar cosas como: ¿sigue Isaac con el bigote? o ¿dónde guardan tantos kilos de confeti y serpentinas?

Ya estaba fuera del hotel, del que había decidido marcharme por propia voluntad (aunque mucha gente creyera que me iba debido a las amenazas de muerte que se proferían contra mi persona por parte de los trabajadores del hotel) y me disponía a encontrar otro alojamiento que contara con las máximas comodidades, como eran una cama de mi tamaño y un suelo limpio.