Se diría que alrededor de ella la oscuridad late. No ve más allá de las puntas de sus dedos si estira totalmente los brazos.
Se pone cómoda en la gran silla de mimbre, esperando no sabe qué.
Tiene unos ojos verdes que llevarían a muchos al harakiri con sólo pedirlo.
Es inocente, con cuerpo de mujer y expresión de niña que espera muy quieta en la oscuridad. Su pelo rubio y liso no llega más abajo de sus suaves mandíbulas.
Sin hacer ningún ruido, sin ser esperada, una mano surge de las tinieblas ante ella. Es una mano de mujer, tiene las uñas muy bien pintadas de rojo. Se posa sobre su muslo y ella se sobresalta.
La mira: está acariciando su muslo. Sin prisa, llega a su entrepierna.
Ella aprieta los muslos para cerrarle el paso, pero la mano se escurre entre sus ingles, dándole sabias caricias. Parece que en la yema de cada dedo tenga un pequeño ojo que viese en la oscuridad, sabiendo dónde y como tiene que acariciarla, apretar la tela de su pantalón sobre ese bulto que empieza a calentarse.
La mano tantea el botón de su pantalón. Ella quiere sujetarla con sus manos infantiles, pero duda. Es ese calor que está empezando a hacer sentir entre sus piernas lo que la hace dudar. Tiene miedo pero siente calor, curiosidad, llamada.
La mano de mujer desabrocha su pantalón.
Justo en ese momento, una mano se posa sobre su fino cuello. Es una mano de hombre, más grande, pero delicada en cada movimiento. Acaricia su piel suavemente. El vello se le pone de punta. La roza desde el hombro hasta el hueco tras su oreja, y vuelve a bajar…
La mano de la mujer vuelve a colarse entre sus muslos. Esta vez las caricias son sobre la fina tela de las bragas. Unas braguitas blancas con ribete bordado y un lacito en lo alto.
Sujeta ese brazo sin hacer fuerza, sólo lo sujeta, insegura, mientras siente con los párpados cerrados esos dedos que se pasean sobre su vulva, con el fino roce de la tela.
Mientras la mano del hombre acaricia cariñosamente su puntiaguda barbilla, otra más se une. Aparta con dificultad la tela de su ajustada camiseta para acariciar su otro hombro.
No es una mano fría, sino cálida, la que tantea con interés de geógrafo los huesos de su clavícula, la curva de su hombro aterciopelado, la superficie lisa y fuerte del pecho que precede a los senos, más abajo.
Los dedos se están introduciendo ya peligrosamente bajo el cuello de la camiseta, y ella ya no sabe a quién sujetar, de quién quejarse, contra quién volverse.
La mano de la mujer intenta penetrar su vagina a través de la tela.
– ¡Ah! No, por favor… cuidado…
Los dedos desoyen la queja. Siguen acariciando una hendidura que ya empieza a humedecerse, dedos estúpidos que no saben que no pueden hacerlo con tela de por medio.
Asiste aterrorizada a la pérdida del control de su cuerpo. Una conciencia más poderosa, el calor sanguíneo que empieza a inundarla, controla ahora sus movimientos.
La uña del índice se clava en un punto especial, y ella gime.
– Por favor… por favor para… -murmura, manoteando inútilmente ese brazo de mujer.
Una de las manos masculinas baja hasta su pecho. Es grande y redondo, para siempre joven. Lo engloba y lo aprieta. No lo hace brutalmente, parece que lo prueba con cuidado. Lo trata como un juguete blandito y caliente, nunca te cansas de probar su tacto. Pulgar e índice se concentran en la zona de su pezón.
La otra mano de hombre hace círculos muy cerca del otro pecho.
El calor animal, ahora comandante de su cuerpo, hace bailar sus caderas sobre esa mano que la frota por abajo, aplastada entre trasero y cojín de la silla.
Las enormes manos de hombre la agarran de sendos pechos. Los manejan en círculos sin ritmo ni concierto entre ellos.
– ¡No, por favor, esperad…! -se queja ella, con sus finas cejas arqueadas en una mueca de triste disgusto.
Intenta arrancar esas manos, pero están fuertemente enraizadas en sus ubres. Luego es la mano de mujer la que intenta arrancar, pues algo de lo que acaba de hacer allá abajo la está volviendo loca. Dos manos más surgen de la oscuridad y sujetan sus manos sin piedad.
Ahora las manos pueden trabajar a placer sobre su cuerpo sin que ella lo impida. Se agita y queja como una gatita, pero la fuerza de las manos es implacable. Le es inútil resistirse.
La mano femenina sigue acariciando su mojada vulva. Las manos masculinas amasan sus pechos.
Unos dedos audaces se apoderan del borde de su camiseta, en el preciso momento en que otros están haciendo lo mismo con el borde de sus bragas. Le suben la camiseta poco a poco para descubrir dos grandes pechos.
Agitados por el miedo y la excitación, hacen temblar el sostén que con trabajo los sujeta. Son de una perfecta curvatura, iluminados por la candidez de un cuerpo de adolescente.
Las manos la sujetan ahora de los brazos y los aprietan hacia atrás, hasta el borde del dolor. Reprime un gemido. En esta postura los pechos resaltan de su tórax descarados y aun más enormes.
Los dedos apartan las copas de su sujetador y comienzan a acariciar la piel hendida de los pezones, al mismo tiempo que otros dedos se posan sobre los viscosos labios de su vagina. Afronta los dos envites a la misma vez.
Sus pezones aun están hundidos hacia dentro, pero prometen, y cumplen sus promesas cuando las caricias y jugueteos, que sacan chispas eléctricas de los poros de su piel, hacen emerger dos bultos gordotes. La piel antes hendida y suave, ahora es dura y de puntos afilados.
La mano femenina no tiene prisa por explorar su vagina. Se entretiene en su rizado vello púbico. Juguetea, coge un puñado y tira hacia arriba, haciéndola levantar las caderas.
– ¡Aaaaaaaaah…! ¡Eso no! ¡Basta, por favor!
Las manos aprietan sus brazos y la amenazan con el dolor para que no se resista. Ella obedece como una niña buena y se queda muy quieta.
Otra mano más surge de las tinieblas y la coge fuerte del cuello, justo bajo la mandíbula. Parece capaz de estrangularla si se porta mal. Otra mano la sujeta del pelo, causándole dolor en el cuero cabelludo.
Está completamente dominada.
La mano de mujer, la de las uñas rojas, baja el pantalón y las bragas hasta los pies, impaciente. Le mete un dedo. Se escurre sin problemas, los flujos son abundantes, ya están manchando el cojín. Comienza un viscoso mete y saca.
Ella quiere decir algo, basta, por favor, no más, pero un dedo se introduce en su boca y la obliga a chuparlo.
Otro dedo dentro de su vagina. Penetrándola ahora más rápido. Explorando las paredes mucosas de su interior, estrechas y apretadas por el miedo. Descubre que si relaja esa zona le dolerá menos.
Otra mano aparece tras ella. Ella adivina que es femenina, pues es de dedos largos y finos, además de estar embutida en un suave guante de terciopelo. No puede verlo, pero se lo imagina negro.
Parece lo más adecuado para una mano parida por la oscuridad. El tacto sobre su trasero es deliciosamente suave. Lo tiene difícil por la postura, pero acaricia la curva de su culo por los huecos que la silla deja libre.
Las maniobras de la mano en su vagina se están volviendo extrañas. Su intención parece ser elevar sus caderas en el aire a base de penetraciones, levantarla del asiento. No tiene más remedio que ceder.
Con el trasero en el aire, un fino dedo se cuela en la línea entre sus nalgas y comienza a acariciar en círculos su orificio trasero.
La mano en su coño sale y comienza a acariciar su clítoris. Sus piernas flaquean. La mano enguantada toma el lugar de la otra y la penetra. Pero ahora el tacto del terciopelo ya no es delicioso, sino áspero. Cada penetración duele, raspa su delicada piel interior, hasta que su sabio cuerpo segrega aun más jugos, hasta empapar por completo el guante.
Efectivamente, es negro.
El ritmo general final es frenético.
Y chupando dos dedos, con dos manos fuertes y varoniles estrujando sus pechos, con un dedo estimulando su ano, otro sacudiendo su clítoris y otro dedo de terciopelo penetrándola hasta lo más hondo, ella llega al clímax, como una deliciosa cuesta arriba, se detiene en la cima y vuelve a bajar a toda velocidad, y vuelve a subir y bajar y culminar incontables cimas, ya no sabe si más altas o más bajas unas que otras pues no tiene capacidad de pensar o de centrarse en nada que no sea esas manos que no la abandonan y la llevan una y otra vez al orgasmo.
Al final, las manos se retiran a la oscuridad de la que han surgido, en la que han sido entretejidas. La dejan acurrucada en su gran silla de mimbre.
Los pantalones y las bragas por los tobillos, la camiseta arrugada, los pechos descubiertos y enrojecidos, el pelo alborotado.
Y tras la oscuridad de sus párpados, con el sueño, ella se hace una con la oscuridad, pues allí ya no hay cuerpo y oscuridad, sino una misma cosa.