Y nuevamente fui yo la encargada de recoger a Eduardo en el aeropuerto pues Víctor estaba totalmente absorbido por las tareas de control y preparación de la inauguración de su famoso puente. Al igual que durante su última visita, y a petición de Víctor, esta vez también me tomé cuatro semanas de mis vacaciones anuales no sólo para ser la anfitriona de Eduardo, sino porque incluso habíamos pensado viajar unos días de vacaciones aunque no se había conversado en detalle sobre eso. Desde el momento que me senté en el coche para dirigirme al aeropuerto mi cerebro comenzó a hervir con ideas, estrategias, conceptos y más ideas sobre la forma en que debería comportarme para no dejar renacer aquella fiebre de lujuria y pasión que viviera 20 meses antes con Eduardo. ¿Qué había cambiado desde entonces? Vaya pregunta, la verdad es que no encontraba respuesta. Sólo sé que Eduardo dejó un vacío en mi vida al marcharse, vacío que no había podido llenar, pero sí que lo había relegado a las profundidades de mi subconsciente. Con su partida mi vida había retornado al aburrimiento vivido antes de su visita, pero eso era historia pasada y además creía haber alcanzado un grado mayor de madurez espiritual y sexual y que no estaba dispuesta a dejarme arrastrar por las pasiones vividas en aquella ocasión anterior. Además estaba en época de concebir, lo que se me acababa de confirmar en la consulta médica y Víctor esperaba engendrar su heredero en la próxima semana. Por lo menos así lo tenía planeado. Un montón de preguntas sin respuestas, o con respuestas dudosas, me invadían el cerebro. Estaba a poco de cumplir mis 28 años de vida y llevaba 6 años de casada. ¿Qué había obtenido en este tiempo? Trabajo, ahorro y abstinencia de todo lo agradable de la vida para poder comprar una casa familiar y tenía por delante más trabajo aún, una hipoteca que pagar y un hijo por gestar. ¿Tenía derecho a estar disconforme?, no lo sé, pero de alguna manera no me encontraba satisfecha. Pero de una cosa estaba segura; este era un problema que debía ser conversado y discutido entre Víctor y yo. No debía volver a cometer errores y eso debía de entenderlo Eduardo. Sí así se haría.

Avisté las luces del aeropuerto, me dirigí al parking, aparqué mi coche y descendí encaminándome a las salas de llegadas. Miré en los tableros anunciadores: «Aterrizado». Mi corazón comenzó a palpitar aceleradamente, mis piernas me flaquearon. Tuve que detenerme. Los recuerdos de las horas vividas con Eduardo comenzaron a surgir de mi subconsciente y se actualizaban dejándome sentir el calor de sus caricias, la pasión de sus besos el ardor del amor recibido y del amor entregado. ¿Qué pasaría? ¿Sería lo suficientemente fuerte? Comencé a dudar de mi misma. Tratando de darme fuerzas pensaba que debía comenzar por limitar las exteriorizaciones ya mismo evitando que los besos y abrazos del reencuentro se pasaran de los límites de «hermanos». Sí señor eso es lo que haría, comenzando ya mismo. Divisé su silueta al fondo del pasillo, avanzando hacia la salida. Venía conversando afablemente con una mujer de quien pensé que fuera una pasajera más. Faltando pocos metros le hice señas y él me vio. Su aspecto no había cambiado nada. Se acercó sonriente, casi corriendo y luego de darme un beso en la mejilla y expresarnos toda la alegría que sentíamos al vernos nuevamente, reparé que la mujer permanecía aún a nuestro lado:

– Pilar, te presento a Fiona, una amiga que me he permitido traer de acompañante. Fiona es una profesional argentina que se interesa por el trabajo de Víctor. – Fiona, esta es mi dulce cuñada Pilar de la que ya te hablé tanto.

– Oh, sí, encantada de saludarte Pilar. Eduardo me habló mucho de ti y la verdad es que no exageró en nada la ponderación de tu aspecto. Me alegra conocerte y saludarte.

– Yo también me alegro.

Estaba totalmente turbada, desfasada. ¿Quién era esta Fiona y a qué o para qué venía? ¿Qué relación había entre ella y Eduardo? Me sentía desarmada, impotente, defraudada, engañada o sorprendida no lo sé, pero sí percibía que yo estaba totalmente fuera de sincronización. Fiona era una mujer más o menos de mi edad, muy atractiva que parecía gozar de una gran simpatía de expresión.

– Pilar no te avisé de la visita de Fiona, porque ella se decidió a venir una pocas horas antes de la partida, y así pensé… donde entra uno también entran dos, ¿no te parece?

– Lógicamente – respondí tratando de recuperarme – pero veremos cómo nos arreglamos en casa con las habitaciones.

Ambos largaron una carcajada.

– Uy, cuñada…, cuñada…. Estamos en el siglo 21, despierta. Fiona y yo necesitamos sólo una cama, ¿entiendes o necesitas más detalles?

Fiona reía y yo me sentía como una niña del primer año escolar. ¿Pero cómo se atrevía este insolente a traer a su amante a mi casa, delante de mis narices? Me di cuenta que sufría de celos e hice un esfuerzo por sobreponerme. ¿Qué estaba pasando conmigo? Me devoré los sesos haciendo planes para separarme emocionalmente de Eduardo y ahora que él me facilitaba la cuestión me negaba a aceptarlo. ¿Quién sería esta Fiona?; ¿mi amiga o mi enemiga? No, no tenía yo derecho a pensar así, de manera que a cambiar de postura.

Pero Eduardo me observada detenidamente, lo percibía, sentía la interrogación de su mirada escondida detrás de su sonrisa. No reaccioné cuando me tomó por la cintura, al igual que a Fiona y apoyando su mano sobre mis nalgas dijo:

– ¿Es que nos vamos a quedar el día aquí parados? – Ya de camino a casa Eduardo me contó que él había montado al sur de la capital federal argentina un laboratorio electrónico de robótica para uso industrial y que le iba bastante bien. Fiona era ingeniero civil (de caminos) y acababa de recibir también su titulación en arquitectura civil. Tenía asegurado un puesto de trabajo en una empresa constructora internacional de Argentina, con representaciones por todas las capitales importantes del mundo y antes de hacerse cargo del puesto se había interesado por los pormenores del puente que ocupaba la atención de Víctor y del cual ella ya había leído muchos detalles en revistas de esa especialidad técnica. Llegamos a casa y mientras Fiona abría sus maletas, Eduardo llamó a Víctor por teléfono:

– Un saludo hermano,… te he traído una sorpresa de Argentina… ya te enterarás, ¿cuándo vienes a casa? … no te lo digo, ven para acá y lo verás … Uy, frío, frío, frío, estás pisando en frío a pesar de lo que traje te dará calores… ja, ja, ja.

Él lo encontraba muy gracioso, yo no. Víctor llegó a casa más temprano de lo acostumbrado. Eduardo había despertado su curiosidad y al igual que yo, también él se llevó una sorpresa con Fiona. Los ojos de Víctor brillaban en la conversación con ella durante la cena. Eduardo permanecía callado, aunque atento a todo los comentarios, siempre sonriente y observándome con disimulo. Terminada la cena pasamos a la sala y mientras yo preparaba el consabido capuchino, Víctor servía una copa de brandy. Se conversó sobre temas generales, sobre el negocio de Eduardo, de lo bien que le iba, cosa que Fiona confirmaba constantemente con asentimientos de cabeza y pronto se volvió al bendito puente:

– Bien chicos, – dijo Eduardo – lo mío es la robótica, lo de Pilar no sé lo que será, pero seguro que no es el puente y sí que es lo vuestro, de manera que propongo que os vayáis al escritorio a discutir planos y cálculos mientras yo converso un poco con Pilar, de cosas menos técnicas y más mundanas.

El escritorio tenía acceso por la sala, la puerta permaneció abierta de manera que, aunque no premeditadamente, podíamos observar a Fiona y a Víctor conversando acaloradamente sobre su tema.

– Te he echado mucho de menos. He pensado mucho en ti y en las horas que vivimos juntos, – me dijo Eduardo rompiendo el silencio. Sentí que una ola de calor me embargaba – Fiona es una buena amiga y nada más. Nos encontramos en algún sitio, pasamos unos días juntos y dejamos de vernos por meses. Cada uno a lo suyo. Las horas que pasamos juntos no tienen ni pasado ni futuro, sólo tienen presente. Ninguno de nosotros espera algo especial del otro, sólo vivir el momento actual como dije, sin recordar el pasado y sin poner condiciones al futuro. Me llamó al laboratorio para decirme, «me voy contigo, tengo el mismo vuelo que me comentaste de manera que nos encontramos en el aeropuerto para chequear juntos». Así fue y aquí estamos. Pero si te digo la verdad, entonces debo decir que hasta he soñado contigo, me ha bastado cerrar los ojos para sentir la suavidad de tu piel, la tiesura de tus senos, el sabor de tus labios…

– Basta Eduardo no sigas con eso. Olvídate así como le he hecho yo.

– ¿Cómo lo has hecho tú? ¿Estás segura de que lo has olvidado? No te creo. Lo que vivimos lo vivimos demasiado intensamente para poder olvidarlo tan fácil. Yo al menos no he podido hacerlo. Me siento feliz de volver a tenerte cerca de mí. Vuelves a ser un regalo para mis ojos.

– Basta, Eduardo, por favor, no es correcto que hablemos de eso. Es asunto pasado y dejémoslo pasado.

En ese plan transcurrió nuestra conversación. A medida que se expresaban las palabras, muchos más detalles volvían a mi memoria, mucho más me enardecía el recuerdo de esas horas vividas. Hubo momentos en los que pensé que tendría un orgasmo provocado por el recuerdo y por las palabras vertidas. Fiona y Víctor se nos reunieron y fue ella la que habló encarando a Eduardo:

– Víctor me ha invitado a visitar las instalaciones técnicas del puente. ¿Podríamos ir mañana?

– Para eso no cuentes conmigo. Ya me explicarán lo del puente en la ceremonia de inauguración de la próxima semana y más de lo que escuché entonces no necesito ni quiero saber. El puente es asunto vuestro y yo estoy de vacaciones. Eso es sagrado.

Como me hubiese gustado escuchar alguna vez esas palabras de boca de Víctor. Pero era como esperar peras de un olmo.

– Oye Eduardo, dijo Víctor, si a ti te parece yo puedo llevar a Fiona mañana conmigo, pero no te la traeré hasta que regrese por la tarde.

– No me lo preguntes a mí, pregúntale a ella si quiere ir, somos demócratas, ¿Verdad?

– Pues, si nada se opone iré, – dijo Fiona, – para eso vine y no me voy a perder la oportunidad que me ofrece tu hermano.

Nuevamente quedaba yo fuera del área de consultación. Las personas mayores decidieron que Fiona se iría a pasar el día con mi marido y así se haría, además y eso me cosquilleaba, tendría a Eduardo para mí sola.

– Pues yo saldré a comer con Pilar y pasaremos el día afuera, – agregó Eduardo.

La conversación prosiguió sobre temas generales mientras saboreábamos un segundo brandy. Yo había adquirido ya a ese punto del día, y especialmente de la velada, la sagrada virtud del silencio. Observaba con disimulo a Fiona de la que acababa de saber que éramos de la misma edad. Ella era tan sólo unos meses más joven que yo. Efectivamente era atractiva, de tez y cabellos morenos, ojos grises brillantes y transparentes, nariz fina, labios gruesos y muy buenas formas de cuerpo, senos discretos pero no escasos, cintura fina que dejaba destacar la bondad de su culo que asentaba en unas piernas muy bien torneadas.

– ¿Es que no hablas más conmigo? – escuché que Víctor me decía,

– Perdona, no estaba atenta a lo que me has dicho. ¿Qué fue?

– Que si nos vamos a la cama, pues mañana es día de trabajo.

Esa noche no pude conciliar el sueño. Tenía ardor de garganta y sequedad en mi boca. Me levanté para ir a la cocina por un vaso de agua. Al pasar por la habitación de huéspedes pude escuchar los gemidos de placer de Fiona. Estaban follando. Instintivamente permanecí escuchando y me pude imaginar a Fiona montada sobre Eduardo gozando de la bondad y de la tenacidad de su pene. Sentí la humedad entre mis piernas. Para ser sincera, de buena gana hubiese ocupado al instante el lugar de Fiona. Sentí celos, celos y ansiedad eran lo que yo sentía en ese momento. Después de unos minutos seguí mi camino. Al regresar la habitación estaba silenciosa. Tuve que morder la almohada para no gritar por el orgasmo que viví al masturbarme. Víctor dormía profundamente.

Tal como lo hacía antes. Eduardo dormía cuando todo el mundo desayunaba. Fiona y Víctor acababan de marcharse cuando él apareció en la cocina. Se detuvo recostándose contra el marco de la puerta y mirándome sonriente.

– ¿Quieres café? – pregunté

– ¿Y tú que es lo que quieres?

– Acabo de desayunar – le respondí

– No me refiero a eso. ¿No has podido dormir anoche?

– Yo muy bien. No bien tomé la cama me quedé dormida. ¿Por qué lo preguntas?

– Y si es como tú dices, ¿qué hacías anoche escuchando detrás de la puerta de mi habitación? No me lo niegues pues vi tu sombra por debajo de la hoja de la puerta. ¿Hubiese cambiado con Fiona?

Yo adquirí colores en la cara. No esperaba eso. Me encontraba descubierta, desnuda en mis defensas. Me sonrojé y mi corazón palpitó con fuerza al ver a Eduardo acercarse a mí. Me abrazó y me besó. Me abrió la bata, también el camisón que aún llevaba y dejó mis senos al descubierto. Mis pezones estaban endurecidos como piedras y se endurecieron aún más al roce de su lengua. Se llenó la boca con todo lo que pudo absorber mientras yo ardía de deseos. Tomó mis senos en sus manos y luego de acariciarlos, mirándome a los ojos deslizó sus manos sobre mis hombros hacia mi espalda dejando que cayera al suelo todo lo que llevaba puesto. En tan sólo un momento quedé desnuda frente a él, momificada, sin poder expresar palabra. Me abrazó, me besó, me tomó por detrás por debajo de mis nalgas y elevándome me sentó sobre la encimera mientras él su ubicaba entre mis piernas. Me penetró muy lentamente, sin dejar de besarme, sin dejar de acariciarme ni de chuparme los senos y los pezones. ¡Qué hermosa sensación volver a sentirme llena por un miembro viril! Me tenía totalmente penetrada cuando me tomó por debajo de las piernas y sin sacármela me llevó hasta una silla de la cocina. Se sentó dejándome ensartada y de frente a él. Creo que en ese instante me entraron hasta sus testículos y en ese momento algo me cruzó por la cabeza, algo siniestro, algo raro, temblé al exclamar;

¡No tomo anticonceptivos!

Mi boca se llenó con su lengua justo en el momento que percibí su corrida en lo más profundo de mi vagina. Quise correr a lavarme pero no me dejó mover. Sus manos rodeaban mi cintura sosteniéndome con firmeza ensartada en su miembro, sintiendo los últimos cabeceos de su pene en mi interior.

– Víctor me contó lo que tenía planeado, de manera que esto lo he hecho adrede, sabiendo las consecuencias. Serás madre sí, pero de mi hijo, ese será nuestro secreto.

– Pero no podemos…

– Sí que podemos.

Me levantó en sus brazos y me condujo al dormitorio. Me depositó suavemente sobre la cama.

Nos levantamos ya sobre el mediodía, después de haber follado como los salvajes. Si era cierto que podía quedar embarazada y si era cierto que Eduardo podía engendrar niños, pues con seguridad que ya estaba convertida en futura mamá. Al diablo con todas mis angustias, miedos, tabúes y cuanta porquería intentara provocarme alguna sensación de culpa. No estaba dispuesta a retroceder, ¿de qué?, si yo ya sabía interiormente que esto sucedería, si yo – y ahora estoy segura – lo esperaba y lo deseaba. Me humillaba la idea de quedar preñada por un plan matemático concebido sobre el tablero de diseño y calculado con la experiencia y los medios de la ingeniería moderna, me apenaba la idea de que mi hijo o hija fuera un producto de la ingeniería y no un producto del amor. No sé si lo que sentía por Eduardo fuera amor, cariño o simplemente calentura lo que sí sé es que, si había quedado embarazada lo había gozado mucho, se habían satisfecho todas mis inquietudes, mi goce fue pleno. El quedar embarazada de Eduardo era el tributo justo al deseo satisfecho, a la ansiedad de calor, de cariño y también de sexo que Eduardo acababa de satisfacer plenamente y además estaba segura que mientras Eduardo estuviera aquí me dejaría follar por él en todas las ocasiones que se presentaran.