Lluvia, viento, calor, frío, fuego

El sendero era áspero, empinado.

A veces desaparecía, entre rocas pequeñas –o no tan pequeñas- pero siempre lo encontraba un poco más allá.

Afortunadamente, aunque el sol calentaba de firme, había muchos pinos, y su umbría junto con una ligera brisa, aliviaban bastante.

De vez en cuando, una nube aislada tapaba el sol durante unos instantes, ofreciéndome una sombra donde no las había. A pesar de ello, estaba cubierto de sudor.

Se trataba de una marcha de dificultad alta, según el plano que encontré en el suplemento dominical de un periódico. Pero yo estaba preparado, y bien equipado.

Y, al final, me esperaba –siempre según la guía- un maravilloso paisaje, el valle a mis pies, a una altura de más de 2.500 m.

A las doce y veinte, ya había alcanzado mi meta.

El paisaje, efectivamente, era soberbio. Me senté a la sombra de una roca –los pinos escaseaban a aquella altura- a consumir dos de los bocadillos que llevaba en mi mochila, junto con un termo de agua fría, de la que ya había consumido la tercera parte, y otro de café.

Después de comer –los restos y envoltorios guardados, para no contaminar aquella maravilla- decidí echar una cabezada.

Tenía tiempo más que de sobra para llegar a mi automóvil, que me esperaba en la aldea, último lugar habitado, después de algo más de tres horas de bajada.

Desperté con una sensación de frío. El cielo estaba totalmente cubierto, con nubarrones negros hacia el este, muy cercanos, que presagiaban una tormenta inminente. Incluso olía a ozono y a tierra húmeda, y se oían truenos aún lejanos.

Consulté el reloj: las cinco y media de la tarde.

No lo podía creer. ¡Había dormido más de cuatro horas!.

Ya he dicho que estaba preparado.

Después de ser sorprendido por un chubasco cuando me iniciaba en éste deporte, no salía jamás sin antes conocer el parte meteorológico.

Y la previsión para hoy decía que sólo se esperaban nubes de desarrollo por la tarde en la zona de la sierra. ¡Joder con las nubes de desarrollo!.

Mientras me ponía en pie, y me colocaba la mochila al hombro, empezaron a caer gruesas gotas.

Mi previsión incluía un repuesto de camisa, pantalón y calcetines, más un jersey fino.

Pero no llevaba ninguna prenda impermeable.

Empecé a andar, desandando el camino de la mañana, hasta que las gotas se convirtieron en un verdadero diluvio.

Tenía la tormenta encima. El cielo se desgarraba con gran estrépito, mientras los rayos iluminaban la penumbra que me rodeaba.

Debía buscar alguna clase de refugio. Pero, lejos de los árboles, que podían ser objetivo de alguna de aquellas chispas.

Medio cegado por el agua que resbalaba desde mi frente a los ojos, totalmente empapado, encontré una especie de cavidad entre unas rocas, que se mantenía ligeramente a resguardo, y en la que podría esperar sentado, con las piernas encogidas, hasta que amainara la lluvia.

Después, me podría cambiar de ropa, y aún llegaría con luz del día a la aldea.

Pero, a las siete de la tarde, no había visos de que escampara. Dos veces había disminuido la lluvia, y las dos había intentado continuar la marcha… para volver segundos después a mi precario refugio, ante un nuevo incremento de su intensidad.

En ese momento, era torrencial, y empezaba a oscurecer.

Dije antes que tenía experiencia.

Me quedaban más de dos horas de camino infernal. Sabía que de noche, sobre todo cuando estuviera bajo los árboles, perdería el sentido de la orientación, y las estrellas, invisibles, no podían ayudarme.

Llevaba brújula y un mapa de la zona pero, aunque pudiera consultarlos bajo el aguacero, siempre estaba el peligro de despeñarme en la oscuridad (la batería de mi linterna, si la utilizaba, no duraría más allá de una hora).

Evalué mis posibilidades.

Me encontraba algo resguardado, y hubiera podido aguardar allí hasta la mañana, si no estuviera mojado, tiritando de frío, y envarado después de dos horas de inmovilidad. Cambiarme de ropa, una estupidez.

Aunque la de repuesto estaba seca, allí no había sitio para abrir la mochila. Simplemente, conseguiría ponerme otra ropa húmeda diferente.

Recordé de pronto que el artículo hablaba de un refugio de montaña en los alrededores.

A la escasa luz de la linterna, consulté el mapa, que pude extraer con gran trabajo de una de las bolsas laterales, sin salir de mi refugio.

Tenía una idea aproximada del punto en que me encontraba, calculando la distancia que habría podido recorrer desde que desperté.

Y, efectivamente, al suroeste de mi supuesta posición, como a un par de kilómetros, descubrí el signo convencional correspondiente.

Abandonando las rocas, empecé a andar, comprobando de vez en cuando la brújula. Todavía quedaba algo de luz, pero tenía que llegar antes de que la oscuridad fuera total. Podía pasar de largo sin ver la cabaña, y entonces… Mejor no pensarlo.

Unos minutos después, oí unos débiles gritos, que parecían llegar de más abajo y a la izquierda de donde me encontraba, aunque en la montaña, nunca se sabe.

No podía pasar de largo. A pesar de que aquello implicaba un retraso, disminuyendo mis posibilidades, no podía abandonar a quienes estaban en un apuro; yo no gritaba, así que los dueños de las voces debían encontrarse en peor situación que la mía.

Desanduve mi camino, descendiendo ligeramente por la ladera. Ahora distinguí claramente dos voces femeninas, que pedían socorro.

Encendí la linterna, por si la veían y podía evitarme parte del camino, y continué. Poco después, ya no oía los gritos.

Me temí lo peor… Pero no, efectivamente, los chapoteos ante mí me indicaron que había acertado, aun a costa de gastar la poca batería que me quedaba, el haz iluminó a dos mujeres jóvenes, vestidas con camiseta y pantalón corto, los cabellos mojados pegados a la cabeza, los brazos cruzados en torno al pecho, en la postura universal de protegerse del frío.

– ¡Gracias a Dios. Pensé que íbamos a morir aquí -sollozó una de las chicas-.

Seguramente, no habían reparado en que yo no estaba mucho mejor que ellas. Pero, aún me quedaba una baza que ellas no tenían.

– Nos hemos perdido, con la tormenta, y no sabíamos llegar a nuestros coches –gimió la otra-.

– Por favor, las explicaciones, después. Si podéis caminar, seguir detrás de mí sin separaros. Hay un refugio por aquí cerca.

Inicié la ascensión, tratando de recuperar la situación anterior. Al rebasar una peña, ya prácticamente a oscuras, vi el refugio muy cerca, por encima de nosotros.

Agradecí haber acudido en ayuda de las muchachas. Había calculado mal mi posición, y podría haber pasado por encima sin verlo.

Con fuerzas renovadas, cubrimos los últimos metros, y cerramos a nuestra espalda la puerta de madera rústica.

Aún me quedó batería suficiente para distinguir, mientras languidecía la linterna, un farol de petróleo sobre una mesa de madera apenas desbastada, y una caja de cerillas.

A la luz mortecina del farol, pude echar un vistazo a lo que nos rodeaba: había una estufa de leña, obviamente apagada y, en un rincón, una pila de troncos. Había también cuatro sillas y un camastro.

Lo primero, calentarnos –pensé-. No sin gran trabajo, y la ayuda de unas hojas de periódico que había al lado de la madera, en unos minutos conseguí un fuego que empezaba a notarse cuando acercabas las manos al hierro de la estufa.

Me volví. Las chicas seguían inmóviles, en la misma posición en que las encontré, castañeteando los dientes. Yo ya no tenía tanto frío, debido al ejercicio, y al todavía tibio calor de la estufa.

– Lo primero, tenemos que quitarnos las ropas mojadas. Yo tengo prendas de repuesto, pero obviamente vosotras no.

Me acerqué al camastro. Había dos mantas dobladas a los pies. Las tomé y se las ofrecí.

– Venga, desnudaros, cubríos con las mantas, y después pondremos la ropa a secar alrededor de la estufa.

No se movieron ni un milímetro. Me estaban mirando con los ojos abiertos, con una expresión de susto, o de… ¡qué sé yo!. Abrí mi mochila, y saqué de ella la ropa seca.

– ¡Mirad, guapas!. Vosotras podéis moriros de frío si queréis, pero yo me voy a cambiar.

Y empecé a quitarme la camisa. Se me ocurrió una idea.

– ¡Ah!, y si teméis por vuestra virtud, no os preocupéis. –Me volví de espaldas, mientras seguía desnudándome-. Estad tranquilas, que no miraré. Además, si queréis, puedo apagar el candil.

– ¡No, por favor, a oscuras no! –reaccionó por fin una de ellas-.

Y sentí a mi espalda el roce de las prendas mojadas que se quitaban.

Yo ya me había cambiado de ropa, sin preocuparme por si me estaban mirando. (Después supe que no habían perdido detalle de mi cuerpo desnudo).

– ¿Puedo volverme? –pregunté-.

– Sí. Ya hemos terminado. –Respondió en un susurro la misma de antes-.

Arrimé tres sillas al calor, muy juntas, para dejar espacio para extender la ropa en el suelo.

– Sentaos aquí, con las piernas recogidas debajo de la manta, si es posible, para calentaros los pies, mientras yo pongo a secar la ropa.

Claramente, era la primera vez que un desconocido escurría sus braguitas y sujetadores, y los extendía en el suelo.

Aún a la tenue luz, pude ver que estaban ruborizadas.

Había además, dos camisetas, una de ellas de tirantes, dos pantalones muy cortos, calcetines de lana y dos pares de zapatillas de deporte, claramente inadecuadas. Acabé con mi tarea, y me senté en la silla libre.

– ¿Qué hacíais en el monte vestidas así, y con ése calzado?. ¿Os creéis que esto es como pasear por las Ramblas?. –Me sentía verdaderamente enfadado por su inconsciencia-.

Me callé, al ver sus caras de perrito apaleado. Y se me pasó el enfado. A pesar de sus lacios cabellos, eran guapas. ¡Vaya si lo eran!.

– Yo… nosotras…. –De nuevo la que parecía llevar la voz cantante. A la otra no la había oído aún hablar-. Dejamos el coche abajo, y pensamos hacer como la mitad de un sendero que vimos en el periódico. Pero nos extraviamos. Y luego, empezó la tormenta. Creíamos que íbamos a morir. –Empezó a sollozar quedamente-. Si no hubiera sido por usted…

– Por favor, ¡sólo me falta que me tratéis de usted!. Tengo 28 años, y claramente, no soy mucho mayor que vosotras.

Me di cuenta de que no sabía sus nombres. Y tenía que tranquilizarlas, que bastante susto tenían encima. Tendí la mano.

– Me llamo Alberto y, a pesar de las circunstancias, estoy encantado de conoceros.

– Yo soy Ana Mari –la única que había hablado-.

Y estrechó mi mano, sacando la suya, sólo hasta la muñeca, de debajo de la manta, que tenía subida hasta el cuello, como su compañera.

– Me llamo Andrea. –Tenía una voz preciosa-.

Pero no anduvo tan lista como su amiga. Al sacar el brazo, abrió la manta por debajo, dejando ver una gran porción de uno de sus muslos, que se cubrió rápidamente, ruborizada.

Hasta ese momento, había estado pensando en otras cosas, y no había sido consciente para nada de que se encontraban completamente desnudas debajo de los cobertores.

Ahora tuve plena conciencia de ello. Y no hay cosa que más me erotice que saber que una mujer no lleva nada debajo del vestido. O de una manta, si a eso vamos…

Para disimular, mi turbación -y tratar de evitar que progresara la erección que estaba sintiendo claramente- me levanté, y extendí sobre la mesa el contenido de mi mochila.

Quedaban dos bocadillos, y sabía que había como medio termo de agua, y el café suficiente para tres tazas escasas. Me volví, y se lo ofrecí:

– Hay un bocadillo para cada una, tenemos algo de agua, y un poco de café, si no os importa que bebamos los tres en la misma taza.

– Y usted… perdona, tú, ¿qué vas a comer?. ¿O te queda otro bocadillo?. –Andrea-.

– No, pero yo he comido como a las doce, y vosotras, me imagino que no.

– De ninguna manera –ahora era Ana Mari-. En todo caso, los repartimos.

– No os preocupéis por mí, no tengo apetito, aunque sí me apetece el café.

Se los alargué. Ahora, fue Ana Mari al tomarlo la que soltó sin querer un pico de la manta, que reveló uno de sus pechos casi hasta el pezón, y un hombro delicioso.

Pero me pareció que se demoraba un poco en cubrirse. Probablemente, imaginaciones mías.

Me volví, otra vez mi pene tensando el pantalón, y serví una porción de café en el tapón del termo, mientras les pasaba el del agua.

Seguí de espaldas, mientras bebía la infusión tibia. Luego, llené de nuevo el tapón, y me volví.

Ana Mari, otra vez recompuesta la manta, me ofrecía la mitad de su bocadillo, en el que estaban claramente marcados sus dientes:

– Por lo menos, dale un mordisco.

En verdad no sentía hambre, pero mordí los dos bocadillos –Andrea también se empeñó- más que nada por acercarme a ellas, mirarlas a los ojos a corta distancia, y sentir su olor.

Agradecí la escasa luz. Ahora, el bulto de mi entrepierna debía ser perfectamente visible.

Empecé a pensar en cosas prácticas:

– ¿Sabía alguien que habíais salido de excursión?.

– La familia de Andrea –dijo Ana Mari-. Yo vivo sola, y mis padres están de viaje, así que no se lo dije a nadie.

– Estarán locos de preocupación –añadió Ana Mari, pesarosa-.

A pesar de que dudaba que hubiera señal en aquella altura, miré mi teléfono móvil. Efectivamente, no aparecía siquiera el «logo» del operador.

– Bueno, ahora no podemos hacer nada al respecto. Aunque ya no llueve –efectivamente había cesado el estruendo del agua sobre el tejado- sería una locura intentar la bajada de noche. Y además, vuestras ropas están aún mojadas.

Mañana muy temprano, emprenderemos el regreso. –Pensé que probablemente nos encontraríamos con algún grupo de la Guardia Civil por el camino, si habían dado la alarma, lo que era muy probable-.

– Ocupad vosotras la cama. Yo intentaré echar una cabezada sentado en la silla, con la cabeza sobre la mesa.

– Me sabe mal que pases una mala noche –dijo Andrea-.

Pero era evidente que el ancho de la cama no permitía que cupiéramos los tres, sino de costado, los cuerpos de uno pegados a los de los otros.

– No os preocupéis por mí –dije-. Estaré bien.

– Vas a acabar acalambrado, y no podrás dormir en esa postura. –Ahora era Ana Mari la que hablaba-. Y necesitamos que estés en forma mañana, para que puedas sacarnos del monte.

– Mira –continuó-. Hagamos una cosa. Tu te tiendes en un extremo, de espaldas, y nosotras nos juntamos al otro lado. Además, la manta estará por medio, y no te creo la clase de hombre que intentaría aprovecharse de la situación.

– Es que… –protesté débilmente-.

– Nada, está hecho –concluyó Andrea-.

Me volví de espaldas, para permitirlas que pudieran acostarse.

Cuando me volví, estaban cubiertas por las dos mantas, abrazadas frente a frente, en un lado de la cama.

¡Y estaban desnudas!. Me atraganté, pensando en los pechos de las dos muchachas en contacto, sus vientres apretados uno contra otro, sus piernas previsiblemente entrelazadas, sus vulvas… Traté de pensar en otra cosa.

Eché un par de troncos en la estufa, para intentar que el calor durara lo más posible, porque se notaba fresco cuando te alejabas un poco de ella.

Apagué el candil, y me tendí de costado, procurando no rozar siquiera a Ana Mari, que había quedado en medio.

Pero era imposible. Mi espalda y mi trasero quedaron en contacto con la chica, tan sólo separados por las dos mantas.

Media hora después –lo confirmé por la esfera luminosa de mi reloj de pulsera- aún no me había dormido. Y, por la respiración de las muchachas, estas parecían seguir también despiertas.

Y mi erección se calmaba, para retornar cuando mi calenturienta mente volvía a evocar la imagen de Andrea y Ana Mari sin ropa bajo las mantas.

Y no contribuía precisamente a tranquilizarme el roce del culito de Ana Mari cada vez que se movía, cambiando ligeramente de postura. Por si fuera poco, a pesar de mi calentura, empezaba a sentir frío.

Un rato después, oí la voz de Ana Mari, en un susurro:

– ¿Estás dormido?.

– No –dije yo a mi vez en voz muy baja-.

– No hace falta que habléis tan bajo. Yo también estoy despierta. –Ahora era Andrea la que hablaba-.

– ¿Estás cómodo? –Ana Mari-.

– Hombre, he dormido en hoteles mejores que éste –respondí yo-.

Sentí rebullirse a Ana Mari –nuevo roce, su cadera y sus muslos en contacto con los míos-. Una mano muy caliente se posó sobre mi cara.

– ¡Por Dios!. Estás helado. Espera, voy a taparte con la manta de arriba.

– ¡Eh!, que me has quitado las dos mantas, y me has dejado desnuda –chilló Andrea desde el otro extremo-. ¡Y no te muevas tanto, que me tiras de la cama!.

Después de varios ajustes, un lado de la manta me cubría en parte, proporcionándome un agradable calor.

Volvió el silencio y la quietud, sólo interrumpida de tarde en tarde por el ligero temblor de la cama, cuando se movía Andrea, o los repetidos roces de Ana Mari, cuando era ella la que cambiaba de postura.

Tras unos momentos, volvimos a oír la voz de Andrea:

– Siento molestaros, pero estoy tapada sólo con una manta, y tengo frío.

Me incorporé, y moví la manta, quedándome de nuevo al aire, para cubrir completamente a Andrea.

No fue intencionado, en serio, pero en la oscuridad, no sabía donde tenía la mano… Y la puse sobre sus pechos. La retiré rápidamente, y ella no dijo nada. Y ahora, mi erección era de campeonato.

Pasaron unos minutos. Volvía a estar helado. Nuevamente, rebulló Ana Mari, volviéndose ligeramente hacia mí. Sentí de nuevo su mano. Y, fuera a propósito o no, la puso sobre uno de mis hombros, metiéndola por la abertura del cuello de la camisa.

– Vuelves a estar frío. –Su voz era casi un susurro-. Mira, será mejor que te metas bajo las mantas, aunque estemos más juntos.

Levantó el extremo de las mantas más cercano –visión mental de su cuerpo desnudo, por la abertura de la manta que mantenía en alto- y fue ella la que arrimó su trasero al mío.

Sentí o imaginé su piel, separada de la mía sólo por mi ropa.

Mi excitación subió varios grados.

Unos instantes después, yo sudaba copiosamente, y sólo en parte por el calor que me proporcionaban las mantas. Estaba también el calor del cuerpo femenino pegado al mío.

Y mi propio calor, que desde la entrepierna se difundía por mi vientre. De nuevo oí a Ana Mari, susurrante:

– Ahora estas sudando…

– Yo… será mejor que me levante, avive el rescoldo de la estufa, y pase la noche en la silla –repliqué, casi tartamudeando-.

La mano de Ana Mari, ahora vuelta hacia mí, se apoyó en mi vientre. Escuché de nuevo su voz, ahora insinuante:

– Será mejor que te desnudes, te arrimes a mí y me des calor. Yo tengo frío.

– Pero, ponte entre medias de las dos –ahora era Andrea la que susurraba-.

Me recriminé por mi estupidez. A veces, me paso de caballeroso. Aquellas dos preciosidades estaban «calientes» –en el sentido figurado del término- probablemente por el contacto de sus cuerpos desnudos y mi presencia, y yo como un gilipollas, intentando comportarme como su hermano mayor, a pesar de que estaba como perro ante una –no, dos- hembras en celo.

Me desnudé rápidamente, y volví a meterme bajo las mantas entre ellas, poniéndome boca arriba, para poder llegar a ambas con las manos.

Y, olvidada mi caballerosidad, pasé los brazos por debajo de sus cuellos, y cogí un pecho henchido con la izquierda, y otro un poco más pequeño con la derecha, masajeando los dos botoncitos de sus pezones.

Se habían vuelto ambas de costado, una de sus piernas entrelazadas con las mías, sus vulvas sobre mis muslos.

Y noté claramente el calor y la humedad de ambas. Una mano –no sabría decir de cual de ellas- se posó sobre mi pene, que levantaba las mantas sobre él.

Y otra, apretaba ligeramente mis testículos. Fue Ana Mari la primera que se inclinó sobre mí besándome largamente, su lengua en el interior de mi boca, que abrí para recibirla.

Luego, fue Andrea la que acarició mi cara con su pelo, su boca entreabierta sobre la mía.

Y mis manos, aunque con dificultad, habían descendido, acariciando sus vientres, y estaban sobre sus dos sexos… Yo nunca había tenido una experiencia así.

Sólo había un problema. Para mí, la visión del cuerpo desnudo de una mujer, es una parte muy importante del placer que obtengo con el sexo. Y estábamos en la más absoluta oscuridad. Me atreví:

– Me encantaría veros desnudas a las dos. ¿Me dejáis que encienda la lámpara?.

– No me importa. –Ana Mari-.

– No, me da mucha vergüenza –Andrea-.

– Mujer, si la lámpara no da casi luz. Y yo quiero verte también. Y quiero verle a él. -De nuevo Ana Mari-.

– Pero no me miréis –concedió Andrea, muy bajito-.

Me levanté nuevamente y, a tientas, encontré las cerillas. Luego prendí el candil. Lamentablemente, la cama quedaba casi en penumbra.

Además, estaba el hecho de que tendríamos que seguir bajo las mantas, a causa del frío. Eché varios leños a la estufa, reavivando el fuego, que crepitó alegremente en unos pocos segundos. Fue Ana Mari, la primera en abandonar el lecho, y acercarse al calor.

Tenía un cuerpo precioso. Los senos en sazón, libres de ataduras, bamboleándose ligeramente con sus pisadas. Su estrecha cintura, que daba paso a un vientre terso, con el botoncito de su ombligo apenas resaltado.

Dos muslos impresionantes, con la sombra del vello oscuro entre ambos. Y unas bonitas rodillas, que daban paso a unas piernas torneadas.

Me puse detrás suyo, para admirar sus hombros, su espalda y sus redondos glúteos, que acaricié entre mis manos, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados.

Luego me arrimé, tomando sus pechos desde atrás. Después, deslicé mis manos explorando la suavidad de su vientre, los leves rizos de su pubis, la seda de la cara interior de sus muslos y, finalmente, la gloria que había entre ellos.

Fue ella la primera en advertir que estábamos solos los dos ante la estufa. Nos volvimos a Andrea, que nos miraba fijamente… pero con las mantas subidas hasta el cuello, sujetas por sus dos puñitos bajo la barbilla.

Nos lanzamos ambos sobre la cama, levantando al unísono la parte inferior del cobertor, con lo que tuve la maravillosa visión del cuerpo de Andrea, desnudo de cintura abajo.

No la permitimos taparse, a pesar de sus forcejeos. Finalmente, nos permitió apartar las mantas con los ojos cerrados. Estuvimos contemplándola largo rato, mientras nos dispensábamos caricias mutuas.

– ¿A que es muy bonita? – dijo Ana Mari-.

Bonita a rabiar. Los pechos más pequeños que los de Ana Mari, pero tiesos y descarados, con sus pezones alargados.

También era más delgada, pero muy bien hecha.

Su vientre estaba ligeramente hundido por la postura, pero tenía los muslos muy bien formados, y unas bonitas piernas, que tenía ahora semicruzadas para ocultar su pubis a nuestras miradas. Aunque observé que no se tapaba con las manos -que tenía a los lados de su cabeza, sobre la almohada-.

Probé tentativamente a besarla bajo las axilas, lo que le puso instantáneamente la piel de gallina.

Después continué posando mis labios en cada centímetro de la piel de su pecho, hasta llegar a uno de sus pezones excitados, que tomé entre mis labios mientras lo lamía suavemente.

Reparé entonces en que Ana Mari había iniciado un recorrido parecido al mío, pero por su vientre, y que su boca estaba llegando a la negrura de su pubis, lo que me calentó aún más, si es que ello era posible ya a estas alturas. Andrea temblaba ligeramente, con los ojos cerrados, y una expresión de placer en su rostro.

Proseguí lamiendo y mordiendo ligeramente cada uno de sus pechos, que amasaba ligeramente entre mis manos.

De vez en cuando alzaba la cabeza ligeramente vuelta, para comprobar los progresos de Ana Mari, que ahora se dedicaba a lamer cada uno de los dedos de los pies de su amiga, que empezaba a estar muy, muy excitada. Y si no, no había más que sentir sus pequeños gemidos entrecortados, y advertir los estremecimientos de su cuerpo.

En una de estas ocasiones, vi como Ana Mari separaba las rodillas de su amiga, que no opuso la menor resistencia, sino que antes al contrario las elevó, abriéndose de piernas todo lo que pudo, totalmente entregada ya, y sin asomo del pudor que antes la había detenido.

Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, cada uno de nosotros se dedicó a lamer la cara interna de uno de sus muslos primero, para pasar después a sus ingles.

Ahora Andrea se contorsionaba ligeramente, expectante sin duda por sentirnos en su sexo, y eran sus propias manos las que pellizcaban sus pezones.

Finalmente, atrapé con mi boca uno de sus labios mayores, gesto que fue seguido con prontitud por la otra chica, con lo que nuestras bocas se tocaban sobre el sexo de Andrea.

Luego, me dediqué a morder ligeramente el capuchoncito de su clítoris, mientras que Ana Mari había abierto con sus dedos la vulva y se dedicaba a penetrar ligeramente con su lengua la vagina de su amiga.

Bastaron unos segundos para que los gemidos y suspiros de Andrea se convirtieran en gritos excitados.

– ¡¡¡Siiiiiiiiiiiii!!!. ¡Por favor, no os detengáis!. ¡¡¡Ahhhhhhhhhhh!!!!. ¡¡¡¡Por favor….!!!!. ¡¡¡¡ Me corroooooooo!!!!. ¡Ah, ah, ay, ah, ayyyyyyyyyyyyyyy!.

Su vulva ahora estaba encharcada, y sólo nuestras manos que la sujetaban por los muslos, evitaban que sus caderas estremecidas por el orgasmo hurtaran su sexo del contacto de nuestras bocas. Finalmente, se desmadejó sobre la cama, respirando entrecortadamente, con una radiante sonrisa de satisfacción.

Ana Mari y yo habíamos acabado de rodillas, frente a frente, entre los muslos de Andrea. Tomé sus pechos entre mis manos, y me dediqué a besarla en la boca, con besos hambrientos que denotaban mi enorme excitación, que intuí paralela a la suya propia.

Ella me había tomado por las nalgas, que masajeaba entre sus manos. Después de un rato, descendí mi mano metiéndola entre sus piernas, que ella separó ligeramente para facilitar mis caricias. Su sexo estaba también empapado y muy caliente.

Empecé a acariciarlo con el dorso de mi mano abierta, recorriéndolo arriba y abajo, mientras mi otra mano pellizcaba ligeramente sus pezones abultados.

Nos habíamos olvidado de Andrea en nuestra excitación, pero ella sin duda quería devolvernos algo del placer recibido, porque noté su mano que se introducía entre los dos cuerpos pegados, y tomaba mi pene, empezando a recorrerlo arriba y abajo.

Luego tomó a Ana Mari por los hombros, y la obligó suavemente a tenderse en la cama boca arriba, abriéndola de piernas del mismo modo que había hecho con ella, y enterrando la cabeza entre sus muslos, arrodillada delante de su amiga.

Supongo que a propósito, tenía las rodillas separadas, lo que me ofrecía el maravilloso espectáculo de su sexo visto desde atrás, y ésta visión fue demasiado para el grado de excitación en que me encontraba.

Guié mi pene con la mano, deslizándolo arriba y abajo por su hendidura muy húmeda.

Después apoyé ligeramente el glande sobre la entrada de su estrecha cuevita, y durante mucho tiempo fui introduciéndome dentro de ella, centímetro a centímetro, retrocediendo después de cada entrada, para luego recuperar la distancia perdida, hasta que finalmente mis testículos tropezaron con su cuerpo.

Su vagina era estrechita pero estaba muy lubricada, por lo que el suave roce de mis movimientos dentro de ella me producía unas sensaciones increíbles.

Sólo entonces empecé a bombear, alternando momentos en que lo hacía rápidamente, con otros en los que extraía casi totalmente mi pene de su interior para luego introducirlo de nuevo hasta el final, y otros en los que me movía suavemente.

No podía ver lo que su boca hacía sobre el sexo de Ana Mari, pero sí los gestos de placer de ésta, y las manos de Andrea que masajeaban sus pechos henchidos.

También podía oír los gemidos cada vez en tono más alto de las dos mujeres, y mis propios jadeos, casi en el colmo de la excitación.

Estaba a punto de eyacular, pero quería retrasarlo lo más posible. Me aparté de ella, y volví con mi boca a recorrer su vulva, y mi lengua sustituyó a mi pene lamiendo los bordes de su abertura vaginal, dilatada por mi penetración. Luego probé a introducir primero uno, luego dos, y finalmente cuatro dedos en su interior, moviéndolos en círculos.

Primero fue Ana Mari la que alcanzó el orgasmo, chillando descontrolada mientras aferraba a su amiga por los cabellos, como si quisiera introducir su cabeza dentro de su propia vagina.

Y aún se oían los gemidos rítmicos de ésta, cuando Andrea comenzó también a quejarse suavemente primero, para terminar chillando excitada, en el clímax de su segundo orgasmo.

Unos segundos después, Andrea se tumbó despacio sobre su amiga, y se besaron en la boca.

Pensé en aquel momento que no era la primera vez que ambas se daban mutuamente placer, a pesar de los aparentes remilgos iniciales de Andrea.

Pero ya no estaba yo para muchos pensamientos, porque mi verga endurecida al máximo pedía atención. Así que aparte suavemente a Andrea, alcé las piernas de Ana Mari poniéndolas sobre mis hombros, y la penetré sin miramientos, empezándome a mover rápidamente dentro y fuera de ella.

Era tal su grado de humedad, y la dilatación previa de su vagina, que mi pene entró sin dificultades, como el cuchillo en la mantequilla, enterrándose en su interior hasta que mis testículos tocaron su piel.

Ella comenzó de nuevo a jadear, no sólo por mis embestidas, sino porque comenzó a sentir un nuevo orgasmo -según me confesó después- que era casi continuación del anterior.

Unos momentos después, abrió las piernas atenazándome con ellas y obligándome a tenderme sobre su cuerpo, mientras sus dedos arañaban mi espalda. Y nos revolcamos incontrolablemente, unidas nuestras bocas en un hambriento beso que era casi mordisco.

Andrea no estaba ociosa. Luego nos contó que se masturbó compulsivamente, excitada hasta el máximo por el espectáculo de nuestros cuerpos enlazados, pero lo que sí notamos en aquel momento fue una de sus manos pugnando por acariciar nuestros genitales, introduciéndose entre los dos pubis en contacto.

Y finalmente, sentí como me vertía dentro del cuerpo de Ana Mari, coincidiendo mi eyaculación con un larguísimo y ruidoso orgasmo de la chica.

No habían cesado aún sus gemidos, cuando los gritos de Andrea nos anunciaron que ella también se había procurado placer a sí misma.

Luego, se tendieron de costado cada una a un lado de mi cuerpo, y nos acariciamos durante mucho tiempo unos a otros, hasta que empecé a notar un poco de frío.

No debí ser el único, porque Andrea se incorporó unos instantes, tirando de la manta y cubriéndonos a los tres con ella.

En algún momento me quedé dormido, abrazado a mis dos nuevas amigas…

Me despertó la claridad que entraba por la ventana que había a la izquierda de la cama.

El sol debía ya estar un poco alto, porque había subido la temperatura en la pequeña habitación, y ahora se distinguían todos los detalles de la misma.

Ana Mari estaba tendida a mi lado boca arriba, pegada a mi costado, y respiraba rítmicamente. Andrea estaba prácticamente acostada sobre mi cuerpo, con las piernas abiertas en torno a una de las mías.

A pesar de que me sentía oprimido y acalambrado, sentí que mi pene crecía por la conciencia del contacto íntimo de la chica desnuda. Pero ésta no estaba dormida. Al sentir mi erección contra su vientre, pegó su boca a mi oído y susurró:

– Parece que el soldadito está otra vez en forma. -Ahora su voz se tornó melosa e insinuante-. Y yo tengo una cuevita que quiere sentirlo dentro de nuevo…

Se puso a horcajadas sobre mí, y ella misma se introdujo muy despacio mi pene que había crecido ya al máximo. Pero al hacerlo, una de sus rodillas desplazó ligeramente a Ana Mari, que se despertó a su vez.

Mientras Andrea me cabalgaba, con sus tetitas oscilando al ritmo de sus movimientos, y sus manos pellizcaban mis tetillas, Ana Mari se puso a su vez a horcajadas sobre mi cara, enterrando mi boca en su sexo.

No me hice rogar, y atrapé su clítoris entre mis labios, mientras sentía la vulva de la otra chica subir y bajar sobre mi pene, y una de sus manos se masajeaba suavemente el clítoris.

Sentí que mi eyaculación era inminente, y traté desesperadamente de retrasarla. Pero no había manera, porque mis manos estaban en las nalgas de Ana Mari, separándolas para conseguir un mejor acceso de mi boca a su sexo.

Y mi falo no cesaba de sentir el húmedo roce de las paredes de la vagina de Andrea. Así que no pude hacer nada para evitar derramarme dentro de ella, mientras sentía un inmenso placer.

Debieron ser los estremecimientos de mi pene dentro de su cuerpo los que provocaron el nuevo orgasmo de Andrea.

Y finalmente fue Ana Mari la que chilló sin reparos, mientras restregaba su vulva sobre mi boca. Y otra vez nos tendimos los tres exhaustos, con las dos chicas de costado pegadas a mi cuerpo.

No estaba mal como desayuno -pensé-, aunque mi estómago me pedía alimento.

Por una parte quería emprender el regreso, pero ¡estaba tan a gusto así, con los dos cuerpos desnudos en contacto con el mío!.

Nos decidieron unas voces lejanas, unidas a la musiquilla de los radioteléfonos.

Rápidamente nos pusimos en pie, y nos vestimos apresuradamente las prendas desperdigadas en torno a la estufa.

A pesar de la premura, no pude menos que observar los dos preciosos cuerpos desnudos, que ahora me mostraban sin reserva alguna.

Antes de que la puerta se abriera, dando paso al primer hombre uniformado de verde, aún tuvimos tiempo de intercambiar unos besos, mientras Ana Mari susurraba entre nuestras tres cabezas muy juntas:

– Aún queda todo el día por delante, y en mi apartamento tengo una cama bastante más ancha que ésta, y una graaaaaaaaaaaan bañera donde cabremos los tres.

Y se relamía los labios de anticipación, la muy…