Durante años el sexo fue para Leonor algo así como parte de las obligaciones que toda mujer debe tener. Originaria de Oaxaca, como la mayoría de sus coterráneas se había casado muy joven, y junto con su marido llegó a la gran ciudad en busca de nuevos horizontes.
Él se había dedicado a la jardinería y ella a lavar ropa ajena y a llenarse de hijos, de los cuales parió cinco. «¿Tener sexo?, ¿hacerlo?», se preguntaba ahora, ya con cerca de 40 años a cuestas. «Pero ¿qué chiste?, ¿para qué?, si nomás es abrir las piernas, dejar que entre eso, que se mueva el hombre y termine y ya», volvía a preguntarse.
Y es que durante los 20 años que duró su matrimonio fue lo mismo.
Alguna noche entre semana, era despertada por su marido, que algunas veces llegaba borracho, medio dormida sentía cuando era montada por su macho, ella abría las piernas y sentía aquello duro y largo entrar en su sexo, luego los breves y mecánicos movimientos del hombre encima de ella y el entrar y salir del miembro, hasta que el marido entre suspiros inundaba de semen su raja peluda, eso era todo.
Si alguna vez llegó a sentir algo, fue al principio de su matrimonio, cuando la natural calentura de adolescente la hacía esperar con cierta impaciencia a que su hombre la montara, pero siempre fue igual, en el preciso momento en que cálidas oleadas de algo parecido al placer empezaba a posesionarse de todo su cuerpo, en ese momento la jeringa aquella escupía su miserable ofrenda.
Así durante años, llegaron los hijos y todo siguió igual, luego fue peor, el marido le resultó borracho y el acto le pareció entonces algo fastidioso y hasta sucio.
Luego, un buen día al regresar de lavar ropa ajena encontró al marido muerto, una congestión alcohólica había puesto fin a su tormentosa vida con aquel hombre.
Lejos de sentirse dolorida por la pérdida se sintió aliviada, «una carga menos», se dijo cuando con sus hijos regresó del entierro.
Desde entonces no había vuelto a tener relaciones carnales.
Ya dos de sus hijas, las mayores, se habían casado, uno de los hijos se había ido a buscar dólares y tenía más de dos años de no verlo ni tener noticias de él, sólo le quedaban los más chicos, una chamaca y un hombrecito, a quienes a base de lavar ropa mantenía en la preparatoria.
Uno de esos días llegó a una casa a lavar ropa, ahí vivía un hombre solo, joven y muy guapo le pareció. Una vez a la semana llegaba a ese lugar para hacer la limpieza y lavar la ropa de aquel hombre.
Todo iba bien hasta que cierta vez, mientras estaba en el lavadero lo vio salir del baño, semi desnudo, solo cubierto por una toalla, el hombre se acababa de bañar.
Apenada siguió con su tarea, pero no pudo evitar volver a alzar los ojos, entonces lo miró mejor y se sorprendió al ver la varonil musculatura y aquello…, el falo semi erecto, grande y grueso, rodeado de infinidad vellos en la base y justo cuando él se ponía la truza sintió una punzada en la entrepierna, sorprendida por aquello siguió lavando, pero sus días, y sobre todo sus noches ya no fueron igual.
En ocasiones se despertada a media noche por sueños extraños donde lo visto se recreaba, las piernas velludas, las caderas armoniosas, el pene erecto, desafiante, el paquete de huevos cubierto de pelos.
Y ya no dejó de pensar en su patrón, «pero, ¿cómo?, ella tan fea y vieja, pensando en eso», se decía cuando a solas hacía el quehacer.
En parte tenía razón, no había casi ningún atractivo en ella, morena, casi negra de la piel, de gruesos rasgos indígenas, ¿qué podía ofrecerle a ese hombre?, que seguramente tenía una novia o amante con quien acostarse, «pero ¿todos los hombres eran iguales?, ¿todos lo harían igual?, ¿todos montaban a la mujer, se movían y al momento siguiente se venían?», se preguntaba la indita.
Con aquellos involuntarios pensamientos fue lógico que empezara a mirar de forma diferente a su patrón, tal vez de manera inconsciente le fue mandando silenciosas señales, o tal vez él, más diestro, se percató de que Leonor andaba ganosa, la cosa es que nomás era llegar a esa casa a hacer el quehacer que Leonor empezara a sentir cosas extrañas entre las piernas, sentía punzadas, sentía que su panocha se llenaba de calor y se mojaba, sobre todo al pasar junto a él o cuando esperaba a que le pagara se sentía nerviosa, muy nerviosa. Pero como sea le gustaba echarle miraditas furtivas, lo disfrutaba.
Empero todo siguió igual, ningún acercamiento del hombre, hasta que un día mientras tenía la cama de repente se sintió apresaba por firmes manos y el cuerpo de él que pesadamente caía sobre ella, al momento que una voz le decía al oído «me has estado deseando Leonor, te voy a dar lo que estás pidiendo casi a gritos», trató de huir, zafarse de aquello, gritar, pero fue inútil, él estaba sobre ella que boca abajo sentía como sus amplias faldas eran arremangadas para descubrir su pesado nalgatorio, entre el forcejeo sintió que sus calzones eran bajados con violencia, todavía se revolvió sobre la cama clamando «no, déjeme por favor, no, se lo suplico no lo haga», pero fue inútil, algo duro y caliente penetró en su pucha desde atrás, la inesperada penetración y los esfuerzos que hacía por evitar la cogida hicieron dolorosa la penetración, pero se sintió llena, el vientre del hombre pegado a sus morenas nalgas y sobre todo el miembro, que totalmente dentro de ella le comunicaba su calor.
Al momento inició el conocido trajín, de nada valieron sus protestas y súplicas, la experiencia le decía que sólo duraría aquellos algunos segundos más, pero no, ella seguía diciendo «no, no, ya no», cuando algo empezó a ocurrir con su panocha, la verga de su patrón entraba y salía rápido, fuerte, despertando sensaciones que la indita no conocía, su cuerpo se fue llenando de calor y algo placentero y delicioso la embargó por completo, sus manos se aferraron a las sábanas y en ellas sumió el rostro para acallar sus gemidos, «hummm, hummm, no…, hummm» alcanzó a decir cuando involuntariamente alzaba las nalgas para ir al encuentro de la verga que furiosa la penetraba y su último «no!», se transformó en un apagado «Ahhh!» cuando el placer, hasta entonces desconocido, la llevó al cielo. Leonor, a sus 46 años, tenía por fin su primer orgasmo!, todo su cuerpo fue presa de contorsiones y espasmos, sobre todo en su sexo, que sentía arder y palpitar al ritmo de las arremetidas de la dura carne encajada hasta lo más hondo de su vagina.
El placer amainó, una extraña placidez y sopor embargó a la mujer, pero sólo unos momentos, de nuevo sintió que el miembro reiniciaba su ataque, se abandonó, disfrutando plácidamente, de nuevo fue subiendo al cielo, de nuevo su cuerpo vibró y su grupa brincaba buscando el tronco duro que no cesaba de taladrar su intimidad, convertida ahora en un pozo viscoso y caliente, y cuando más intenso era su placer lo sintió venir, el chorro continuo, la verga eyaculando, entonces se vino más, mucho más, hasta casi perder la conciencia y sumirse en un placentero sopor, pese a ello sintió la verga ahora floja deslizarse fuera de ella, también sintió que la leche era expulsada por su vagina, con la cara escondida en las sábanas lo escuchó preguntarle «¿te gustó?» y su voz, apenas un hilo, dijo «si…», antes de cerrar los ojos, como queriendo escapar de la realidad.
Momentos después se sintió libre del cuerpo que antes la oprimiera, él se metió al baño y el ruido de la regadera le indicó que se estaba bañando.
Era su oportunidad de escapar, se levantó de la cama y se subió los calzones que al momento quedaron empapados de líquidos viscosos. Salió corriendo de aquella casa y mientras el camión la llevaba a la suya pensó en lo ocurrido hacía un rato apenas. Se decía convencida que no regresaría jamás. Eso pensó el primero y el segundo día, pero al tercero se despertó con ganas, entre sueños había rememorado la increíble cogida, entonces se decidió «tenía que regresar, lo necesitaba, quería volver a sentir todo aquello».
Cuando llegó a esa casa y tocó el timbre, él abrió nomás vestido con su bata de dormir, no se dijeron nada, sólo se dejó conducir a la recámara donde su patrón la empezó a despojar de la ropa, la ansiedad la embargó y su mano se metió bajó la bata del hombre, como buscando lo deseado, lo encontró, la verga erecta destilando jugos por la punta, se aferró a ella con fuerza y sólo la soltó cuando fue obligada a acostarse con las piernas en compás.
Con ansia esperaba la arremetida, la deseaba, pero no. El hombre tomó su miembro con la mano y durante varios minutos la repasó por su raja, deslizándola entre los gruesos labios que imperceptiblemente se iban abriendo.
Ya la deseaba, la urgencia le hacía mover su cintura e ir al encuentro de la dura carne que jugaba entre los labios distendidos de su peluda pepa, él le preguntó «¿te gusta?», sólo alcanzó a decir, «ya, ya hazlo, cógeme por favor», entonces lo sintió deslizarse en la profunda caverna caliente y chorreante de su sexo. Leonor perdió la cuenta de las veces que se fue al cielo y sólo regresó del letargo cuando sintió la punta de la verga presionando entre sus nalgas, ahí, en el conjunto de negros pliegues, ahí donde también tenía pelitos, en ese lugar que nunca imaginó que sirviera también para coger. Sólo alcanzó a aflojar el cuerpo y a contener un quejido, luego su cola se llenó de carne, de carne dura y caliente, lo sintió ir y venir, muchas veces, con el culo distendido, facilitando la enculada, minutos después cuando ya los dedos del hombre trabajaban sabiamente sobre su pucha, sacándole otro orgasmo, sintió en su intestino los espasmos y chorros de hirviente simiente masculina, aquello aumentó su placer y la intensidad de la venida. Rato después, cuando el hombre la dejó vestirse y él ya estaba listo para irse al trabajo, lo alcanzó apenas en la puerta para preguntarle apenada «¿vengo mañana?», «puedes venir las veces que quieras Leonor», le dijo. Entonces se sintió dichosa, de nuevo tenía macho, como fuera, pero un hombre de verdad, que le había descubierto por fin las delicias de aquello que sólo imaginaba.