La bella Susana y el italiano Petiso
Capítulo I
Llevo ya dos años casada con Giovanni, mi novio de secundaria, a pesar de que era muy joven cuando me casé y nadie creía que este matrimonio iba a durar.
Tuve que pedir permiso a mis padres porque no había llegado a la mayoría de edad, y solamente me dejaron hacerlo porque me iba a vivir a casa de Giovanni, quien compartía el apartamento con su padre, Gennaro, un tano zapatero remendón que trabajaba cerca de la Feria de Tristán Narvaja, y un gato barcino llamado Micifuz.
La verdad que yo hice todo lo posible por salirme con la mía para casarme lo más pronto posible y salir de la tutela de mis padres y convertirme finalmente en una menor emancipada.
Todo me salió a pedir de boca, y hubiera conseguido todo lo que deseaba, si no hubiera sido por este salame de ideas retrógradas que tengo por suegro y su adorado gato, al que llevaba a su trabajo todos los días, tal era el cariño que le tenía.
Gennaro enviudó siendo Giovanni un niño aún, y a fuerza de sacrificios consiguió comprarse un apartamento cerca de la cárcel de Miguelete.
Giovanni ya a los catorce años, jugaba al basketball en el Club Cordón, y le llevaba más de una cabeza al petiso de su padre. ¿A quién salió tan alto? Dicen que a la mamá.
Yo soy casi de la altura de Giovanni, y es una de las cosas que más me gusta de él.
Cuando lo miro tengo que levantar ligeramente la cabeza y eso me hace sentir protegida y admiro todo lo que él me dice. ¡Verdaderamente, estoy enamorada de él! Y lo preferí sobre todos los otros pretendientes que aparecieron cuando salí Reina de Belleza de la Escuela, aunque en realidad lo haya utilizado para huir de la casa de mis padres, y ejercer mi libre albedrío.
¡Estaba muy equivocada cuando creí que me había salido con la mía!
Luego de la Luna de Miel, me fui a vivir a casa de mi suegro, donde fui muy bien recibida, y añadió todavía en ese dialecto atravesado suyo: «Benvenutta, Susanita, cara mía, Io ti trataré como a mía propia figlia.» En ese entonces, yo no sabía cuán cierta era su afirmación, pero ya lo iba a averiguar en los próximos meses.
La verdad que yo me sentía muy bien con él en ese momento, y nada hacía sospechar lo que pasaría luego de ese período de «luna de miel» en donde todo marcha bien, cuando dos personas recién comienzan a convivir por períodos prolongados bajo un mismo techo.
Cuando no quise ir más a Preparatorios todo el mundo puso el grito en el cielo, mis padres, mi marido, mi suegro, pero finalmente las protestas se acallaron, ya que yo iba a hacer lo que quisiera hacer.
Aquello que al principio fue tomado como rebeldía adolescente que ya iba a desaparecer, se tornó una realidad de todos los días.
A los seis meses de casada ya comenzó a rezongarme por dejar las cosas en desorden, por mis salidas a todas horas del día y de la noche, y por no hacer las tareas de la casa.
Yo al principio me callé la boca, dejando pasar las cosas, queriendo que Giovanni me defendiera delante de su padre, pero él solamente se dedicaba a sus estudios universitarios, y le parecía hasta graciosa mi situación de enfrentamiento con su padre.
Su única recomendación fue: «No hagas enojar al viejo, porque… ¡te va a arrimar la ropa al cuerpo!» y no lo dijo riéndose, sino bastante serio…
La que se burló fui yo, mofándome ante lo absurdo de la situación. Imagínense, con mis dieciocho años recién cumplidos, recibiendo un castigo corporal de nada menos que mi suegro, el tano, el petiso Giovanni, a quien le llevaba casi una cabeza con mi metro setenta y cinco de estatura. ¿En la imaginación de quién entraba semejante cosa?
La verdad, que ahora, pensándolo retrospectivamente tendría que haber oído la advertencia de mi marido, y tratado de amoldarme más al carácter de su padre, quien después de todo, era no solamente mi suegro, sino el dueño de casa, y bastante estaba haciendo, dándonos albergue y comida mientras mi marido estudiaba, y yo haciéndome la viva y no enfrentando mi vida y mis responsabilidades.
Uno de esos sábados lindos, decidí salir a andar en bicicleta por La Rambla costanera, y cuando mi suegro nuevamente… ¡Ufa! Me volvió a recriminar que no estaba haciendo nada por mí ni por la casa, quedé tan enojada que tomé la bicicleta y salí como una tromba del apartamento, llevándome por delante al pobre Micifuz, que estaba echado en su rinconcito de la puerta de calle, como habitualmente solía hacerlo.
Aquello fue un lío de maullidos, golpes de bicicleta contra la puerta, gritos de mi suegro mientras venía desde su cuarto a ver lo que era este enredo, y yo que salí dando un portazo, sin preocuparme más que de mi dichoso paseo en bicicleta hasta el puerto ida y vuelta.
Cuando volví como a las 8 de la noche, me estaban esperando en la sala mi marido y mi suegro, con caras apenadas, y Micifuz echado entre ellos dos, con una venda en la cola y un moñito colorado.
Parece que cuando salí hecha una furia, apreté ya sea con la bicicleta o con la puerta de entrada, la colita de Micifuz, quien terminó pagando la culpa de mi rabia por las justas recriminaciones de mi suegro.
Me disculpé como pude, dado que me dio mucha pena haber lastimado a Micifuz, pero ya el daño estaba hecho, y no había forma de arreglarlo…
– «¡Un giorno de éstos!» – dijo Gennaro, mirando hacia mí amenazadoramente y sacudiendo su mano derecha de arriba abajo – «¡Un giorno de éstos!» – y tomando delicadamente a Micifuz, se fue a su cuarto y cerró la puerta.
– «Pero… ¿Qué se piensa tu padre?» – le dije a Giovanni – «Ya me disculpé… ¿Qué más puedo hacer?»
– «Creo que un día de éstos te la vas a ligar. Y la culpa va a ser toda tuya por no tratar de hacer algo para contribuir contigo misma y con la casa.» – me dijo él.
Yo me fui a mi dormitorio, muy disgustada con él, con mi suegro y sus amenazas y conmigo misma por lo que estaba haciendo.
Capítulo II. Otra vez Micifuz
La primera semana después de que le corté la cola a Micifuz, todo anduvo bastante bien, ya que me preocupé de que todo estuviera ordenado, limpio y los mandados hechos. ¡Era lo único que tenía para hacer durante todo el día, ya que como dijera anteriormente, había abandonado mis estudios!
Pero, claro, para la segunda semana, las cosas volvieron exactamente al mismo estado que como estaban antes. ¡Peor! Ya que ahora las discusiones con Gennaro iban en aumento, dado que él no obtenía resultados, y yo comencé a contestarle mal.
El sábado, Giovanni como de costumbre se fue a la Universidad, y yo me quedé durmiendo hasta tarde. Cuando me levanté, cerca del mediodía, Gennaro estaba muy entretenido con su trípode y una máquina de video, filmando a Micifuz haciendo sus gaterías en el sillón de la sala.
Viendo que el día estaba lindo, me apronté para salir en bicicleta con mi conjunto deportivo de chaqueta y pantalón corto, ajustado, que destaca mi trasero protuberante, que tanto le gusta a mi marido y a tantos y tantos a quienes sorprendo mirándomelo cuando paso caminando delante de ellos y me doy la vuelta súbitamente.
No terminé de tomar la bicicleta del balcón para salir, cuando Gennaro nuevamente comenzó a recriminarme que la casa era un desastre, todo desordenado, las compras sin hacer, en fin… la cantinela de siempre.
Estallé en otro berrinche de los míos, y me fui violentamente hacia la puerta que abrí con fuerza, con tan mala fortuna, que la estrellé contra Micifuz, que estaba nuevamente en su rinconcito, y daba unos maullidos que parecía que lo estuvieran desollando vivo.
– «¡Sin vergoña!» – dijo Gennaro – «una buona sculacciata io ti daré.»
Y sin más, sin violencia, pero con firmeza, me tomó con su manaza de obrero de una muñeca y cerró la puerta de entrada de un empellón, dejando la bicicleta tirada del lado de afuera.
Caminó en dirección al sillón grande de la sala, llevándome a rastras, ya que yo estaba completamente atónita al giro que estaba tomando esta situación, y estaba como paralizada, dado que mis padres nunca me habían castigado de ninguna manera, y menos físicamente, que era lo que parecía que este tano quería hacer conmigo.
Me empujó para que yo quedara de rodillas sobre un costado del sillón, y sin soltarme la muñeca, se sentó en el medio del mismo.
Tomando mi muñeca con su mano izquierda, solamente tuvo que dar un pequeño tirón para que yo perdiera el equilibrio y cayera cuan larga era sobre sus rodillas. Mi abultado trasero debidamente posicionado sobre su muslo derecho, y mis senos casi tocando el almohadón del sillón, pasando su muslo izquierdo.
¡No podía ser! ¡Lo que tanto me había avisado mi marido Giovanni estaba por suceder!
¡Mi suegro me estaba acomodando para darme una merecida azotaína o «sculacciata» en su media lengua!
– «Sabes Susanita» – me dijo – «hace tiempo que ti mereces esta sculacciata. Io pienso sculacciarte de ahora in adelante, pero la prima e molto importante, porque e para demostrarte que io posso con té, e solamente vai parare cuando tu dimonstrare acceptacione de que ío ti castigue. ¿Ta claro?»
Y sin más preámbulo me rodeó la cintura con su férrea mano izquierda, apretando fuertemente mi cintura hacia abajo. Esa posición me hizo destacar todavía más mi trasero, que tuvo que curvarse todavía más hacia arriba, obscenamente sobre sus rodillas.
Giré mi cabeza hacia atrás, a tiempo de ver su ominosa mano derecha, que se levantó apenas un palmo por encima de mi trasero inmovilizado en esa posición ridícula y juvenil, antes de descargarse, sin poner fuerza en ello, dejando que la fuerza de gravedad hiciera su tarea, en una palmada en el medio de la cola. Luego de la primera palmada, siguieron tres o cuatro, sin casi fuerza, dejando simplemente caer su mano sobre mis nalgas, haciendo el consabido «chas, chas» conque siempre amenazamos a los niños.
Finalmente, recuperé el habla, luego de todos estos hechos sorprendentes.
– «¡Atrevido! ¡¿Qué se piensa?! ¡¡Suélteme inmediatamente!! – comencé a gritar mientras corcoveaba desesperadamente sobre sus rodillas.
No me hizo el menor caso. Apoyó su codo izquierdo sobre mi espalda media para controlarme mejor, y continuó con sus palmadas espaciadas y cadenciosas.
– «¡Ay!, ¡¡Aaayyy!! ¡¡¡¡AAAAYYYY!!!!» – contestaba yo a cada una de sus azotes, que si bien no tenían fuerza, y la verdad que no me dolían, me estaban mortificando seriamente el ego.
No solamente nadie me había dado una paliza, sino que nadie se había CREÍDO con derecho a darme una. Y aquí estaba el enano de mi suegro, echando al traste todo eso, e impactando en MI TRASTE, su derecho a hacerlo.
Pataleaba y perneaba desesperadamente, pero mi suegro no se inmutó en absoluto.
Se limitaba a suspirar, apretar mi cintura y continuar con su monótono: «chas chas» sobre mi cola, mientras yo vociferaba que nunca lo iba a perdonar, que me iba a ir de la casa, que me iba a divorciar. No contestando nada, mi suegro prosiguió con mi azotaína, minuto tras minuto, sin pausa ni descanso…
Viendo que los gritos no servían, comencé a llorar de rabia. La verdad que esto no era dolor, era más profundo… Con cada palmada, mi suegro me estaba imprimiendo que EL estaba en control, no yo. Que EL tenía derecho a palmearme el culo, cuando decidiera que mi comportamiento lo mereciera.
El monótono chas-chas continuaba, monótono, interminable…
Decidí ponerme violenta yo también, y traté de pellizcarle la pierna izquierda con mis uñas largas y afiladas.
– «¡Ah! ¡Eso sí que no!» – me dijo mientras me daba cuatro fortísimas palmadas, que verdaderamente me dejaron el culo colorado, indicándome que dejara de pellizcarlo.
– «¡AAYY, AAAAAYYYYY, AAAAAAAAAAYYYYYYY!» – redoblé mi llanto nuevamente, mientras abandonaba todo intento de retribución física.
Y así continuó esto que más que azotaína era una verdadera soba, con su mano derecha chasqueando mi trasero, mientras yo parecía que estaba aprendiendo a nadar sobre sus rodillas, golpeando el posabrazos del sillón con mis tobillos, y arañando con mis manos los almohadones del lado opuesto, en un vano intento de escaparme de esta humillación.
Mi cola se bamboleaba de un lado a otro, tratando de zafarse de esa mano que siempre la encontraba en su punto más arqueado.
– «¡¡Bua, BUA, BUUUAAA!!» – lloraba yo, ahora ya abiertamente, ante lo inevitable de mi situación, y un poquito por ardor en el trasero, ya que si bien las palmadas eran suaves, ya llevábamos media hora, yo nadando estilo «crawl» y él dándome una buena soba en el culo, mientras Micifuz miraba la escena desde una silla cercana.
– «¡Basta, basta… BASTA!» – suplicaba yo, desesperadamente, dado que mi suegro parecía que no iba a parar nunca de darme nalgadas.
– «Io paro, cuando Susanita acepte la sculacciata» – me dijo él, y continuó inexorablemente sus palmadas alternadas en una nalga y la otra.
– «¡Basta. Acepto. Acepto la sculacciata, don Gennaro!» – grité yo tontamente, mientras continuaba los mismos corcovos inútiles de los últimos treinta y cinco minutos, y le otorgaba el honorífico «don» con el cual iba a llamarlo por el resto de mis días.
– «Bene. Si aceptano la sculacciata… ¡cese il pataleo!» – dijo él sin parar la soba maldita que me estaba propinando.
¡No tienen idea, la fuerza de voluntad que me costó dejar mis pies desnudos apuntando al techo! (Hacía rato que había perdido las zapatillas en ese pernear desenfrenado)
Me sentía completamente ridícula, estirada sobre las rodillas de mi suegro, sollozando, quieta y sin moverme, mientras continuaba mi «adiestramiento».
Luego de darme otra docena de nalgadas, finalmente paró y apoyando su mano derecha sobre mis pantaloncitos me habló:
– «Bene, Susanita. Ahora chi vediamo si realmente aprendiste a aceptare la sculacciata.» – y comenzó a desprenderme los botones de mis pantaloncitos.
– «¡No, no y NO! ¡Déjeme los pantaloncitos, don Corleone… digo don Gennaro!» – dije yo, mientras comenzaba a patalear nuevamente.
– «¡Ya basta de juocos!» – dijo don Gennaro, dándome cuatro palmadas bastante fuertes – «o me voy a enojar en serio. ¡La vera sculacciata e dada de esta manera!»
Haciendo acopio de toda mi voluntad me quedé quieta mientras este hombre me desabrochaba la parte trasera de mis pantaloncitos, abriéndolos e intentando bajarlos, pero no podía, ya que yo estaba acostada sobre ellos.
– «¡Levanta esa cola ahora!» – dijo don Gennaro.
Y me sorprendí a mí misma, cuando, obedeciendo a don Genaro levanté mis caderas como una niña tonta, para que continuara el humillante descenso de mi prenda de vestir.
Don Gennaro no perdió tiempo alguno, bajando mis pantaloncitos hasta las rodillas. Pero ahí no quedó la cosa, ya que comencé a sentir su mano derecha, enganchando el pulgar en el elástico de mis bombachitas.
– «¡Ah! ¡NOOO! ¡Por favor, don Gennaro! – gemí yo, quedándome quietecita – «¡¿Cómo voy a poder mirarlo a la cara de ahora en adelante, si me va a bajar la bombacha?! ¡Por favor… NO. No me pegue en el culo desnudo…!»
Mi suegro no escuchó ninguno de mis ruegos, y mientras yo miraba desesperadamente por encima de mi hombro, mi bombacha se estiró para pasar la parte más abultada de mis nalgas, continuando su descenso hasta juntarse con mis pantaloncitos.
– «¡Ahora sí, Susanita!» – me habló directamente mi suegro mirándome a los ojos mientras apoyaba su mano derecha nuevamente en mi trasero desnudo, como declarándose su dueño y señor, por lo menos mientras estuviera en esta posición tan vulnerable, sobre sus rodillas – «tua sculacciata, comenza di volta. Uno solo movimiento tuo para escaparte, e voltamo a cominchare de cero. Una sola pataleada en cominchamo de cero. ¿Ta claro?»
– «¡Sí signore, don Gennaro!» – dije yo, sorprendiéndome a mi misma por contagiarme de su acento.
Mi soba ahora se transformó en verdadera azotaína.
Sus palmadas eran ahora un poco más fuertes, pero luego de 40 minutos de soba, mi colita pelada estaba mucho más sensible, así es que solamente pude continuar con un:
– «¡Bujujuju… Ay… Bua… Bujuju.. AAAYYY!» – mientras hacía todo lo posible para quedarme quieta, a pesar de las nalgadas.
Don Gennaro, lógicamente, estaba disfrutando enormemente esta actividad.
Tener sobre sus rodillas, un trasero rotundo, de una traviesa adolescente rebelde y merecedora de corrección, debe ser el sueño de muchos hombres maduros y dominantes como él.
Luego de un par de docenas de azotes bien dados, don Gennaro me dio dos leves palmadas en mi nalga derecha para llamarme la atención.
Me di vuelta, sollozante, y me dijo:
– «De ahora en adelante, no vai fazere mai la cuccina e la limpieza de la casa. Mai voltará a la escola a continuar nuevamente ….»
– «Eso sí que nó…¡¡¡AY, AAAYYY, AAAAAAYYYYY!!!» – interrumpí y me callé instantáneamente cuando don Gennaro continuó impúdicamente con sus palmadas – «¡Está bien! ¡Está bien! Lo que usted quiera, don Gennaro… AAAAAYYYYY!»
– «Mechiore que traiga buena nota, o voi darte otra sculacciata comme questa» – don Gennaro seguía con su discurso y mi paliza.
– «¡Ay, AAAYYY!» – continuaba yo.
– «E no vai salire a pasear hasta tener todo estudiado para la escola» – seguía don Gennaro, incansable.
– «¡Lo que usted quiera, don Gennaro!… AAAYYY»
– «E vai tratare bene a tus padres e al Micifuz» – más palmadas de mi corrector.
– «¡Sí, don Gennaro… BUUUJUUU, JUU!»
– «Bene» – dijo don Gennaro, levantándome la bombachita y ayudándome a salir de esa posición embarazosa y humillante en que me había tenido por casi una hora – «Ricordate de questo giorno, perque si no, TUA COLA e MIA MANO, van a tener una larga converzacione… ¡E mia mano será la que dará IL DISCURSO! ¿¿TA CLARO??»
– «Sí don Gennaro» – contesté obedientemente. Me abroché los pantaloncitos y echándole los brazos al cuello le di un beso en la mejilla, luego me dediqué a frotarme la cola con ambas manos.
Don Gennaro, mientras tanto, fue hasta el trípode que había abandonado con la máquina de video, y, riéndose, apagó la máquina. ¡Toda mi humillante paliza había quedado registrada en la cámara!
– «¡Deme esa cámara, don Gennaro! ¿Qué va a hacer con ella?» – exclamé yo, nerviosamente.
– «¡Esto e un recordatorio para que ti comportes como debes! ¿Ta claro?»
– «Sí, don Gennaro, muy claro.» – contesté yo.
Esa noche, cuando llegó mi marido de la universidad, la que estaba en la cama, boca abajo, con una venda en la cola y un moñito colorado era yo…