Beatriz tamborileaba los dedos sobre el escritorio, el sonido de las teclas de su calculadora resonando en la oficina vacía. Era tarde, casi las nueve de la noche, y el edificio de la empresa estaba sumido en un silencio sepulcral, salvo por el zumbido lejano del aire acondicionado. Como contadora novata, llevaba meses esforzándose por demostrar su valía, pero esa tarde había descubierto un error catastrófico en la auditoría que había presentado esa mañana. Un cero de más en una cifra clave. Podía costarle a la empresa millones, y su carrera, recién comenzada, estaría acabada antes de despegar.
El teléfono de su escritorio vibró, sacándola de su espiral de pánico. Era una extensión interna. El nombre en la pantalla hizo que se le helara la sangre: Fernando Ruiz, su jefe directo.
—Beatriz, a mi despacho. Ahora —dijo una voz grave y cortante antes de colgar sin esperar respuesta.
Ella tragó saliva, ajustándose la blusa blanca que se adhería a su piel sudorosa por los nervios. Sus tacones resonaron en el pasillo mientras caminaba hacia el despacho de Fernando, una figura imponente en la empresa: un hombre de unos cuarenta años, alto, de cabello oscuro con hebras plateadas en las sienes, y una mirada que parecía atravesar a cualquiera. Siempre vestía trajes impecables, y su reputación era tan intimidante como su presencia: severo, astuto, implacable.
Cuando entró, él estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la ciudad iluminada. La puerta se cerró tras ella con un clic que resonó como un martillo en su cabeza. Fernando se giró lentamente, sosteniendo una carpeta en las manos: el informe de la auditoría.
—¿Sabes lo que encontré aquí? —preguntó, su voz calma pero cargada de una amenaza latente mientras agitaba el documento.
Beatriz intentó responder, pero las palabras se le atoraron. Solo asintió, bajando la mirada al suelo.
—Un error de principiante. Pero no cualquier error. Esto podría hundirnos en una investigación fiscal. Millones, Beatriz. Millones. ¿Tienes idea de lo que significa eso para ti?
—Lo siento, señor Ruiz. Fue un descuido, yo… puedo corregirlo, puedo—
—No hay tiempo para corregirlo —la interrumpió, avanzando hacia ella con pasos deliberados—. El informe ya está en manos de los auditores externos. Pero… —hizo una pausa, dejando la carpeta sobre el escritorio y apoyando las manos en la madera, inclinándose ligeramente hacia ella— puedo encubrirlo. Puedo hacer que desaparezca. Nadie tiene que saberlo.
Beatriz levantó la vista, confundida pero esperanzada. —¿Cómo?
Fernando sonrió, una curva fría y calculadora en sus labios. —Tú te encargas de mí, y yo me encargo del problema.
Ella frunció el ceño, sin entender del todo. —¿Qué quiere decir?
Él se enderezó, cruzando los brazos sobre el pecho. —No te hagas la ingenua, Beatriz. Eres joven, pero no estúpida. Sabes exactamente lo que quiero.
El aire se volvió denso, casi irrespirable. Beatriz sintió un nudo en el estómago mientras las piezas encajaban. Dio un paso atrás, chocando con la puerta cerrada. —Señor Ruiz, yo… no puedo hacer eso.
—¿No puedes? —respondió él, arqueando una ceja—. Entonces prepárate para perderlo todo. Tu trabajo, tu reputación, tu futuro. Quizás hasta una demanda. O… —dio un paso más cerca, su cuerpo ahora a centímetros del de ella— me das lo que quiero, y mañana esto será solo un mal recuerdo.
Beatriz sintió un nudo en la garganta. La culpa por su error y la presión de su amenaza la aplastaban. Cerró los ojos, respirando hondo, y finalmente susurró: —Está bien.
Fernando no esperó más. Giró la llave en la cerradura con un movimiento rápido y la tomó por la muñeca, arrastrándola al centro del despacho. La acorraló contra el escritorio, sus manos plantadas a ambos lados de ella, su cuerpo tan cerca que podía sentir el calor que desprendía.
—Quítate la blusa —ordenó, su tono firme pero cargado de una calma inquietante.
Con dedos temblorosos, Beatriz desabrochó los botones, dejando que la prenda cayera al suelo. El aire frío del despacho rozó su piel, endureciendo sus pezones bajo el sujetador negro de encaje. Fernando la observó, sus ojos recorriendo cada curva con una intensidad que la hizo estremecer.
—Todo —dijo, señalando el resto de su ropa.
Ella obedeció, desabrochando el sujetador y dejando que sus pechos quedaran expuestos, llenos y firmes, antes de deslizar la falda por sus piernas. Quedó en ropa interior, vulnerable bajo su mirada. Entonces, él la giró con brusquedad, empujándola hasta que sus manos se apoyaron en el escritorio y su cuerpo quedó inclinado hacia adelante.
—Buena chica —murmuró, y antes de que ella pudiera prepararse, su mano aterrizó en su trasero con un golpe seco y resonante. Beatriz soltó un jadeo, el ardor extendiéndose como fuego por su piel. La palma de Fernando era grande y firme, y la dejó suspendida en el aire un momento antes de descargar otro azote, esta vez más fuerte, directo en la carne blanda de su nalga derecha. El sonido fue casi tan impactante como la sensación, un chasquido que llenó la habitación.
—¿Te gusta? —preguntó, su voz ronca mientras masajeaba la zona enrojecida con dedos ásperos, solo para levantar la mano y golpear de nuevo, esta vez en la nalga izquierda. Beatriz se mordió el labio, un gemido escapando entre sus dientes. El dolor era agudo, pero venía acompañado de un calor que se deslizaba hacia su entrepierna, traicionándola. Él alternó los golpes, cinco, seis, siete veces, cada uno más lento y deliberado, dejando que ella sintiera el peso de su mano, el escozor que se acumulaba, el modo en que sus nalgas temblaban con cada impacto. Entre azotes, deslizaba los dedos por la piel caliente, apretando y separando la carne para admirar las marcas rojas que florecían bajo la luz tenue.
Cuando terminó, sus nalgas ardían, sensibles al menor roce. Fernando se inclinó sobre ella, su aliento caliente en su nuca. —Ahora vamos a lo serio —susurró, y la giró de nuevo para que quedara sentada en el borde del escritorio. Le arrancó la ropa interior con un tirón rápido, dejándola completamente desnuda. Sus manos separaron sus muslos con fuerza, exponiéndola ante él.
Sin preámbulos, se arrodilló entre sus piernas, su rostro a centímetros de su sexo. Beatriz intentó cerrarlas por instinto, pero él las mantuvo abiertas con un agarre implacable. Entonces, su lengua la encontró, lamiendo lentamente desde la base hasta el clítoris en una caricia húmeda y caliente. Ella se arqueó, un gemido escapando de su garganta mientras él succionaba con precisión, sus labios cerrándose alrededor del pequeño nudo de nervios. Sus dedos se unieron, dos de ellos deslizándose dentro de ella, curvándose mientras su lengua trazaba círculos rápidos y firmes. El placer era abrumador, su cuerpo temblando bajo el asalto, y pronto sintió el calor de un orgasmo creciendo, explotando en oleadas que la hicieron gritar, sus manos aferrándose al borde del escritorio.
Fernando se puso de pie, limpiándose la boca con el dorso de la mano, una sonrisa satisfecha en su rostro. —Tu turno —dijo, desabrochándose el cinturón. Bajó los pantalones y los bóxers, dejando que su miembro se liberara, grueso y erecto, con una vena marcada que pulsaba bajo la piel. Era intimidante, y Beatriz dudó, pero él no le dio tiempo. La tomó por el cabello y la empujó hacia abajo, guiándola hasta que sus labios rozaron la punta.
—Abre la boca —ordenó, y ella obedeció, tomándolo con torpeza al principio. Él gruñó, empujando más profundo, llenándole la boca hasta que sintió la presión en su garganta. Beatriz se esforzó por seguirle el ritmo, sus labios estirándose alrededor de él mientras lo chupaba, su lengua deslizándose por la base. Fernando controlaba el movimiento, sus manos enredadas en su cabello, moviendo sus caderas para follarle la boca con una lentitud deliberada. El sabor salado de su piel llenaba sus sentidos, y los sonidos húmedos de su succión resonaban en el despacho. Él jadeó, acelerando hasta que, con un gruñido grave, se retiró, dejando una gota de líquido brillante en sus labios.
Pero no había terminado. La levantó del escritorio y la volvió a girar, inclinándola de nuevo. Esta vez, su miembro se alineó con su entrada, aún húmeda por el orgasmo anterior. La penetró de un solo empujón, profundo y brutal, arrancándole un grito. Su cuerpo se tensó alrededor de él, ajustándose a su grosor mientras él comenzaba a moverse, embistiéndola con un ritmo implacable. Cada golpe era un impacto, sus caderas chocando contra sus nalgas aún sensibles por los azotes, el dolor y el placer mezclándose en una danza salvaje. Sus manos agarraban sus caderas, los dedos hundidos en su carne, y ella podía sentir cada centímetro de él deslizándose dentro y fuera, estirándola, llenándola.
—Dime que lo quieres —gruñó, inclinándose para morderle el lóbulo de la oreja.
Beatriz, perdida en la intensidad, solo pudo gemir: —Sí… sí…
Él aceleró, sus embestidas volviéndose más rápidas y descontroladas, el escritorio temblando bajo su peso. Ella sintió otro orgasmo creciendo, sus paredes apretándose alrededor de él, y cuando estalló, Fernando gruñó, derramándose dentro de ella con un último empujón profundo. Su calor la inundó, goteando por sus muslos mientras él se retiraba lentamente, jadeando.
Se ajustó la ropa con la misma calma calculadora, mirándola mientras ella intentaba recuperar el aliento, desnuda y temblorosa sobre el escritorio. —Mañana estará arreglado —dijo, como si nada hubiera pasado—. Puedes irte.
Beatriz recogió su ropa en silencio, su mente nublada por el agotamiento y una mezcla de emociones que no podía descifrar. Salió del despacho tambaleándose, el reloj marcando las once. Las horas extras habían terminado.