A regañadientes accedí a que me volvieran a atar y amordazar, esta vez en el pequeño cuarto trastero, con la excusa de que así evitarían que les chafase la broma, a la espera de que apareciera Carmela a ponerse el traje de novia; que yo podía ver, muy bien puesto, en una esquina del cuarto, gracias al enorme espejo que las mellizas habían tenido la amabilidad de mover, para que a través de la estrecha rendija de la puerta pudiera ver todo el cuarto.
Después la obligue a que fuera, completamente desnuda, a nuestro dormitorio, para que se trajera el regalo que traíamos para ella. Ingrid lo abrió delante mía, y así pude ver la sorpresa que reflejo su rostro cuando sacó de la caja un consolador doble, acoplado a un cinturón de cuero.
Pues desde donde estabamos veíamos perfectamente como Ingrid permanecía recostada en el sofá, frente a nosotras, con los ojos cerrados, tratando de no pensar en quien la estaba llevando al borde del orgasmo. Pues era el perrazo el que, meneando alegremente la cola, tenia incrustada las fauces en su acogedora intimidad; lamiendo, entusiasmado, la dulce cueva que habíamos dejado tan amablemente a su entera disposición.
Aun así, la rigidez habitual de mi miembro cuando soy poseído no podía ocultarla, pues con cada envite la rozaba por detrás. El tenue roce de su fino camisón contribuía a aumentar mi placer, por lo que sin siquiera darme cuenta, cada vez buscaba mas ese contacto.