Quitándose los tacones de una patada, llegó al borde de mi cama, donde se sentó riendo. El olor a sudor y vodka impregnaba el aire. Mamá tenía el pelo despeinado. Todavía llevaba el vestidito negro, francamente escandaloso, con el que había salido.
Ambos yacíamos jadeando en la oscuridad. Periódicamente, una pequeña sacudida recorría a mamá haciéndola retorcerse contra mí. La abracé y sonreí como un idiota. Una parte de mí quería quedarme despierto y observar a esta mujer insoportablemente sexy alcanzar su brillo postorgásmico.