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Un castigo ejemplar I

Un castigo ejemplar I

Me llamo Silvia y me quiero presentar, tengo 18 años, precisamente mi cumpleaños fue el sábado pasado, soy estudiante y vivo en casa de mis padres junto a mi hermana Marta dos años más pequeña que yo.

He recibido una educación tradicional, con la idea de respetar una serie de valores clásicos como el respeto, la sinceridad y un gran sentido de la responsabilidad.

Mis padres nunca han sido demasiados estrictos, pero había dos faltas que siempre suponían un contundente castigo, sacar malas notas y desobedecer a mi madre.

En esos casos, el castigo se aplazaba al sábado y la castigada, generalmente yo, se pasaba toda la mañana sola en el dormitorio, hasta la hora de comer.

Durante la comida, no podía decir absolutamente nada, y después del postre mi padre colocaba su silla en mitad de la estancia.

Entonces mientras mi madre se sentaba en la silla, mi padre y mi hermana en otras dos enfrente, yo me tenía que bajar las bragas hasta las rodillas, subirme la falda por detrás y sujetarla con un par de imperdibles, y esperar a que mi madre me indicase que me acercara a ella.

Entonces le pedía perdón por mi comportamiento y me colocaba sobre sus rodillas, con el culo bien arriba, y las manos tocando el suelo.

Cada vez que despegaba las manos del suelo o patalear, suponían cinco azotes más.

Mi madre solía empezar dándome unos azotes no muy fuertes, pero con un ritmo muy continuo, al principio no dolía mucho, si picaba y pronto el trasero se empezaba a calentar y a ponerse colorado.

Entonces mi madre aumentaba tanto la dureza de la pegada como la intensidad del ritmo, y me empezaba a doler mucho, pero sabía que si protestaba o lloraba iba a ser peor, por lo que siempre procuraba aguantar.

Era como una pelea entre las dos, yo aguantando el dolor y mi madre dándome cada vez más fuerte, cada vez más rápido, hasta que conseguía que me pusiese a llorar como una niña pequeña.

Cuando mi madre acababa conmigo, se levantaba de la silla, y yo puesta de pie, me doblaba hasta apoyar mi cabeza sobre el asiento, agarraba las patas de la silla y esperaba que viniese mi padre a darme algún azote más.

No solía darme más de cuatro o cinco, pero esos si que eran fuertes de verdad.

Luego me dejaban sola en el comedor, en esa posición o de rodillas contra una esquina el resto de la tarde.

Por la noche, antes de irme a la cama, y ya con el camisón puesto, tenía que volver a pedir perdón, dar las gracias por los azotes recibidos, y pedir que me diesen unos cuantos más para no olvidar la lección recibida. Solicitud que me era concedida al instante o aplazada a la mañana del domingo.

El resto del domingo lo pasaba en mi habitación con las luces apagadas.

Físicamente, soy como la mayoría de las mujeres de mi familia, rubita, mas bien bajita y con buen tipo.

En cuanto me arreglo un poco, los ojos de los chicos se van detrás de mí, pero mis ojos sólo van detrás de mi chico, José un futuro notario, el año que viene ya estará preparado para aprobar, un buen chico, cuyo único defecto es estar más pendiente de sus libros que de mi.

Por esto empezaron mis problemas, ya os he dicho que el sábado pasado fue mi cumpleaños, celebraba mi mayoría de edad, además ese fin de semana empezaban tres larguísimos meses de vacaciones y estaba contentísima.

Fue un gran día, mi padre nos llevo a comer a un buen restaurante, junto a mis tíos y mi prima Luisa.

Nos lo pasamos muy bien y aunque no tuve muchos regalos, todos me hicieron muchísima ilusión.

La desilusión vino al llegar a casa y encontrarme en el contestador un mensaje de José diciéndome que muchas felicidades, pero que como el lunes tenía un examen, lo sentía mucho y no podía quedar conmigo para celebrar mi cumple.

No me lo podía creer, se iba a quedar a estudiar el día de mi cumpleaños, y entonces pensé que eso solo podía significar que yo no le interesaba nada, que él era un egoísta al que sólo le interesaba su futuro profesional.

Entonces hablé con Luisa, que tiene mi misma edad, y decidí pasármelo muy bien esa noche, estuviese o no José. Nos arreglamos y quedamos para ir a bailar con unos amigos.

Me duché, me pinté y elegimos la ropa que nos íbamos a poner esa noche, yo me puse una blusa de seda blanca y una falda negra con vuelo que me llega un poquito por encima de las rodillas. A Luisa le presté un vestido verde también muy bonito.

Nos despedimos de mis padres y de los suyos, nos dijeron que íbamos muy guapas y que por supuesto no llegásemos muy tarde.

Luisa luego se quedaba a dormir en casa.

Luego me enteré que Luisa había hablado con todo el grupo para que esa noche me tratasen especialmente bien, y fui la reina de la noche, todos me hacían caso y querían bailar conmigo.

Yo me fui animando y quizás me tomé una copita de más.

Todo se juntó, mi inicial desilusión por no celebrarlo con José, el frenesí de no parar de bailar, todos los chicos pendientes de mi.

Me sentía guapa y mimada, desinhibida por el baile, las luces y el alcohol.

Todo empezó con un simple baile lento con Juan, un antiguo novio, con el que perdí mi virginidad, pero cuya relación no funcionó.

Bailamos muy juntitos, como antes, me parecía que estábamos solos en la pista.

Me besó en la mejilla, y yo le miré, me beso en la boca y yo le respondí. Bailábamos y nos besábamos, sus manos me sujetaban con firmeza y mi cuerpo se apretaba contra él.

Buscamos un rincón oscuro donde encontrar un poquito de intimidad, me besó, le besé, sus manos recorrían mi cuerpo, sentía escalofríos de placer.

Sus manos encontraron mis pechos, y yo se los ofrecí. Me desabrochó dos botones y me tocó las tetitas por encima del sujetador.

Acarició mis muslos, y sus manos subían y bajaban, con mucha suavidad. José nunca me acariciaba así, y me estaba encantando.

No paraba de besarme, en la boca, en las mejillas, en el cuello, en la frente, en el cuello otra vez. Me susurraba cosas bonitas, y yo lloraba de felicidad.

Sus manos rozaron mis braguitas, y yo estaba embriagada de placer, sentía que esa noche quería algo mas, era una locura y creía que nunca nadie se iba a enterar.

Me quité las braguitas, y como no llevaba bolso las dejé a un lado. Estaba todo muy oscuro y creíamos que no nos veía nadie.

Ahora sus manos recorrían mis muslos con firmeza, me acariciaba el culito y el interior de mis muslos.

Me saqué las tetitas por encima del sujetador y me las besó.

Sus manos encontraron mi botoncito y con dos dedos lo pellizcaba, lo frotaba, le daba masajitos, yo ya no podía más, estaba empapada y quería algo más.

Le baje la cremallera de su pantalón y saqué su miembro. Era como yo lo recordaba, grande y ejercía una poderosa atracción, parecía estar diciendo, bésame.

Y yo lo besé, y lo chupe y me lo comí. A Juan le encantó, y entonces yo me levanté, y separando las piernas me senté encima suyo, mirándole a la cara hasta que me penetró.

Me empecé a mover, a subir y a bajar, cada vez le sentía más dentro de mi. Juan me ayudaba, con sus manos en mis caderas me sujetaba, también me empujaba el culete, haciéndome mover, cada vez más deprisa, cada vez mas profundo, hasta que el se corrió.

Yo seguía muy excitada, y entonces Juan, recordando cositas que hacíamos en los viejos tiempos, me propuso algo que hacíamos bastante a menudo, yo me colocó boca abajo sobre sus rodillas, y él mientras me va dando unos azotitos más bien suaves, con la otra mano me da masajes en mi coñito hasta que me corriese.

Esto siempre me ha excitado mucho, pero nunca lo había hecho en un local público.

Juan tampoco necesitó mucho para convencerme, yo estaba muy excitada, nuestro rincón era muy oscuro, y la música estaba lo suficientemente alta para que no se nos oyese.

Me coloqué sobre sus rodillas, y él me levantó la falda por detrás.

Pronto empezó a darme unos azotes en el culo, mas bien unas palmaditas que me lo iban calentando, era una sensación muy agradable. Juan, como es normal, se iba animando e incrementó el ritmo de su pegada.

Mientras con su mano izquierda, buscó y encontró mi coñito, empezando a tocarme el clítoris, primero lo tocaba, luego le dio masajitos y pequeños pellizquitos con dos dedos.

Muy pronto yo estaba empapada y a punto de correrme y entonces ocurrió.

Sonó una gran sirena, paró la música y todas las luces se encendieron.

Parecía que todas las miradas se dirigían hacia mi, boca abajo sobre las rodillas de Juan, la falda recogida, mi culete totalmente al aire, la blusa desabrochada y mis tetitas fuera por encima del sujetador.

Una voz por los altavoces dijo que nos alarmásemos, que un pequeño incendio se había producido en los almacenes, y aunque ya había sido sofocado, por precaución era mejor desalojar la discoteca.

Me levanté como pude, me arregle la ropa, y con la mirada busqué a Luisa hasta que la encontré.

Allí estaba con una cara de sorpresa, como si no se lo pudiese creer.

Había visto todo desde que se en encendieron las luces, pero sabía que aunque me iba a echar una buena charla, podía confiar en ella. Es mi amiga y siempre nos ayudamos.

Me regañó, como se te ocurre hacer eso, y precisamente con Juan.

En qué estaba pensando, o es que ya me había olvidado de José. Le dije que no, que lo único que me había olvidado eran las braguitas en algún recoveco del sofá.

Llegamos a casa y dejamos de hablar.

Nos desmaquillamos, nos pusimos el camisón y nos quedamos dormidas nada más acostarnos.

Se abrió la puerta de la habitación, y mire el despertador, creía que solo había dormido cinco minutos, pero había descansado más de seis horas.

Continúa la serie Un castigo ejemplar II >>

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