Bajo la luz tenue de la luna llena,
dos cuerpos se buscan, ansiosos, a tientas,
como si el universo se detuviera
para ser testigo del roce que inventan.
Él la observa, ella lo siente,
el aire se espesa entre sus miradas,
el deseo como un río, ferviente,
los envuelve en olas entrelazadas.
Sus manos, exploradores valientes,
recorren la geografía de su piel,
y en cada curva, en cada relieve,
descubren secretos que arden en miel.
Ella tiembla al roce de sus dedos,
él se estremece bajo su aliento,
y en ese juego de tentación y miedo,
se deshace el tiempo, se ahoga el momento.
La piel desnuda es un campo de batalla,
donde el tacto es la única palabra,
sus bocas se buscan, urgentes, ansiosas,
dibujando senderos entre los labios,
y en cada beso, un latido, una pausa,
donde el mundo entero se queda a su lado.
El sudor es un pacto entre sus cuerpos,
la pasión es un dios que los reclama,
y en ese vaivén de jadeos eternos,
los dos se incendian, se pierden en llamas.
La cama es un mar de sábanas revueltas,
un nido donde se enredan y sueñan,
y entre susurros que nacen del pecho,
se prometen el amor, el deseo, lo eterno.
Cada caricia es un verso callado,
cada gemido un eco en la piel,
y en la entrega absoluta, sin reparos,
se hacen uno, se deshacen a la vez.
El clímax es una estrella que estalla,
un estallido de fuego en la noche,
donde sus cuerpos se elevan al alba,
y sus almas se funden en un derroche.
Al final, exhaustos y en calma,
reposan, aún temblando, piel con piel,
y en el abrazo tibio de la madrugada,
el amor florece, callado y fiel.