Capítulo 1
Rompiendo cadenas
Capítulo 1
Esperaba en la parada del autobús, observando cómo la gente a mi alrededor iba y venía, perdida en mis propios pensamientos. Los días se deslizaban sin dejar huella, como hojas caídas en el otoño. Hoy había quedado con Marimar para tomar un café, una de las pocas distracciones en mi vida que rompían la rutina. Miré el reloj en mi muñeca, un regalo de mi última relación frustrada que ya ni siquiera funcionaba bien, y suspiré. Aunque Marimar me insistía en que nos viéramos más a menudo, siempre me resultaba difícil encontrar algo interesante que contarle. Mi vida, al fin y al cabo, no ofrecía grandes novedades.
El autobús frenó frente a mí con un leve chirrido. Paciente, dejé pasar a un par de ancianos antes de subir y buscar un asiento. Al sentarme, una punzada en la espalda me recordó las interminables horas de pie en la caja del supermercado, donde llevo trabajando años. Puedo escuchar en mi cabeza el monótono “peep” de los códigos de barras mientras mis manos se mueven mecánicamente, pasando productos sin necesidad de pensar en ello. La vida se ha vuelto una secuencia interminable de días iguales, sin sorpresas, sin emociones.
Varias paradas después, me bajé del autobús y caminé hacia la cafetería donde había quedado con Marimar. Desde lejos la vi, apoyada contra la pared mientras, con su cabello rojo ondeando suavemente por el viento, fumaba un cigarrillo. Cuando me reconoció, sonrió ampliamente y apagó el cigarrillo con un gesto despreocupado. Al llegar a su altura, me recibió con dos enérgicos besos y un cálido abrazo, casi como si quisiera inyectarme un poco de la vitalidad que me falta.
—¡Charo, querida! —exclamó con entusiasmo, estrechándome entre sus brazos—. ¡Qué alegría verte! ¿Cómo estás?
—Aquí, ya sabes, tirando… —respondí, devolviéndole la sonrisa con timidez.
Nos sentamos, y el contraste entre nosotras se hizo evidente. Yo vestía de manera discreta, casi conservadora, con colores apagados que me hacen parecer mayor de lo que soy, aunque en ese tiempo no me daba cuenta. Las decepciones amorosas, una tras otra, habían dejado marcas visibles en mi rostro y en mi espíritu. En cambio, Marimar, recién divorciada, irradiaba una energía renovada. Vestía con ropa ajustada de colores vibrantes que resaltan sus curvas, especialmente su generoso pecho. Parece dispuesta a aprovechar cada instante de esta “segunda juventud” que ella misma decía estar viviendo.
—Tienes que animarte, Charo —me dijo mientras removía el azúcar en su café—. No puedes dejar que la vida te pase por encima así.
—¿Y qué quieres que haga? —respondí con resignación—. Mi vida es tan… predecible. Siempre lo mismo.
—Bueno, para empezar, podrías hacer algo distinto. ¿Por qué no alquilas una habitación en tu apartamento? —sugirió, con un brillo travieso en los ojos — siempre estás diciendo que vas justa con tu sueldo a final de mes.
—¿Alquilar? No sé… no estoy segura de querer a alguien extraño en mi casa.
Marimar soltó una risita y se inclinó hacia mí.
—Vamos, podrías alquilársela a una estudiante. O, mejor aún, a un joven y guapo estudiante —dijo con picardía, pasándose sutilmente la mano sobre donde estaba su pezón.
Sentí cómo el rubor me cubría las mejillas ante la ocurrencia, aunque no pude evitar esbozar una pequeña sonrisa.
—No sé, Marimar… eso no es para mí —dije intentando desviar la conversación.
—Piensa en ello. Podrías sacarte un dinerillo extra y, quién sabe, tal vez hasta te anime un poco la vida.
Con la promesa de no tardar en volver a quedar, nos despedimos y volví a la parada del autobús, dándole vueltas a la idea que Marimar había plantado en mi mente. No me parecía tan descabellada. Podría ser una solución a mi soledad y, de paso, me ayudaría a sobrellevar los gastos. Cuando llegó el autobús, subí y me senté cerca de la puerta trasera, intentando no llamar la atención.
Conforme avanzaba el autobús, un grupo de jóvenes subió al autobús en una parada posterior. Se sentaron unas filas detrás de mí, y pronto comenzaron a cuchichear y reír. Al principio, no les presté mucha atención, pero a medida que el autobús tomaba baches y sacudidas, noté que las risas iban en aumento. De repente, me di cuenta de que mis tetas, aunque no tan grandes como las de Marimar, se movían de manera incontrolada con cada salto del autobús. Sentí cómo el calor subía por mi cuello y me coloreaba las mejillas al percatarme de que los jóvenes estaban murmurando precisamente sobre eso.
Avergonzada, me apresuré a cerrar mi chaqueta, intentando disimular mi incomodidad. Sin embargo, mientras lo hacía, una leve corriente de excitación comenzó a recorrerme el cuerpo. No recordaba la última vez que alguien había notado mi presencia de una manera tan… directa. Por un instante, dejé de sentirme invisible. Esa pequeña chispa me hizo esbozar una ligera sonrisa que oculté rápidamente al morderme el labio. Pero la sensación persistió, aunque traté de reprimirla, y me acompañó incluso después de bajar del autobús.
Al llegar a casa, aún con los latidos del corazón ligeramente acelerados, me quité los zapatos y, con determinación, encendí mi viejo portátil. La pantalla parpadeó unos segundos antes de que la luz azul iluminara mi rostro. Navegué por una página de anuncios y, con algo de torpeza, escribí un aviso sencillo:
—Se alquila habitación en apartamento a estudiante…. — iba diciendo a la vez que redactaba el anuncio— …mujer de 46 años. SOLO MUJERES — sentencié.
Sin saberlo, acababa de abrir una puerta a un cambio que nunca habría imaginado.
Capítulo 2
El sonido agudo del despertador me arrancó de los brazos de Morfeo, sacándome de un sueño del que apenas recordaba fragmentos, pero del que no quería despertar. Durante unos segundos, me quedé mirando al techo, sopesando la idea de mandar todo al demonio y quedarme bajo las mantas. Pero la realidad me golpeó como un cubo de agua fría: los cobros pendientes en mi cuenta bancaria. Suspiré profundamente antes de sentarme al borde de la cama. Sentí el frío del suelo en mis pies descalzos y me puse las zapatillas, arrastrándolas con pesadez hacia el baño mientras mis ojos aún se adaptaban a la luz del amanecer.
Otro día más. Todo era tan predecible, tan mecánico. Orinar, encender la cafetera y poner un pedazo de pan en el tostador mientras me enfundaba en el uniforme del supermercado, el mismo que había lavado y planchado la noche anterior. Mientras tomaba el primer bocado de mi tostada con mantequilla y mermelada de fresa, un pensamiento cruzó por mi mente: el anuncio. El anuncio que había puesto la noche anterior en un impulso, alentada por las palabras de Marimar.
Con cierta expectación y una pizca de ansiedad, cogí el móvil y revisé el anuncio. Nada. Solo algunas notificaciones de personas que lo habían añadido a sus favoritos, pero nadie se había puesto en contacto conmigo. Una pequeña ola de decepción me recorrió. Me di cuenta entonces de que mi apartamento, ubicado en una zona que apenas tenía atractivo, probablemente no era la mejor opción para una estudiante. Por un instante, consideré borrar el anuncio y darme por vencida antes de empezar. Sin embargo, algo dentro de mí se resistía a esa idea. Decidí dejarlo unos días más, quizá la suerte aún estaba de mi lado.
Apuré mi desayuno, tratando de no pensar demasiado en la posibilidad de que mi vida continuara en la misma tediosa monotonía de siempre. Después de lavarme los dientes, me peiné con cuidado y me maquillé ligeramente, lo suficiente para no sentirme completamente apagada. Cada día repetía ese ritual, casi como un mantra, tratando de encontrar en esos pequeños gestos un resquicio de control sobre mi vida.
De nuevo me encontré en la parada del autobús, mi mirada perdida en algún punto del horizonte. Como siempre, el autobús llegaba tarde. Miré a mi alrededor, observando a las mismas caras cansadas que veía todos los días, todas atrapadas en sus propias rutinas. Finalmente, el autobús llegó, y como un autómata, subí y me senté en un asiento vacío. Me dejé llevar por el traqueteo del vehículo, intentando que mi mente se mantuviera en blanco, pero los pensamientos siempre acababan por regresar, una y otra vez, como un eco implacable.
El día en el supermercado fue como cualquier otro. Los mismos clientes habituales, los mismos productos pasando por la cinta transportadora, el mismo “peep” incesante de los códigos de barras. Sin embargo, mi mente volvía constantemente al anuncio, a esa pequeña chispa de esperanza que me había atrevido a encender.
Al terminar mi jornada, recogí mis cosas y salí del supermercado, encaminándome de nuevo hacia mi solitario apartamento. Mientras caminaba hacia la parada del bus, el sol comenzaba a esconderse tras los edificios, bañando la ciudad en un suave tono dorado. Entré en casa y cerré la puerta detrás de mí, escuchando el eco de la cerradura en el vacío de las habitaciones. Dejé las llaves en la mesa de la entrada y me quité los zapatos. El silencio de mi hogar, que en algún me resultó acogedor, ahora se sentía casi abrumador. Con el móvil en la mano, no pude evitar revisar de nuevo las notificaciones. Pero no había nada nuevo, solo el mismo silencio que me rodeaba.
Suspiré y me dejé caer en el sofá, con la sensación de que el día no había sido más que una repetición de todos los demás. Me recompuse un poco del peso de la rutina que me aplastaba, y como cada día, me dirigí al baño, donde sabía que la ducha caliente sería el único alivio que encontraría. Me quité el uniforme con desgana, dejándolo caer al suelo en un montón arrugado. Frente al espejo, comencé a desmaquillarme, sintiendo cómo la imagen que había construido durante el día se desvanecía junto con los restos de lápiz de ojos y colorete. Mis dedos pasaron por mi rostro, trazando las líneas que el tiempo había dejado en mi piel. Las arrugas alrededor de mis ojos, las líneas que surcaban mi frente… Eran marcas de los años que, aunque había aprendido a aceptar, seguían siendo un recordatorio cruel del tiempo que se iba sin retorno.
Mi mirada se deslizó hacia abajo, recorriendo mi cuerpo con una mezcla de resignación y curiosidad. Levanté mis tetas, tratando de recordar cómo se sentían en mis manos hace dos décadas. Eran firmes, llenas de vigor, pero ahora… Ahora se caían hacia abajo en cuanto las soltaba. Los años habían hecho su trabajo, y aunque no estaba descontenta con mi cuerpo, había una parte de mí que lamentaba la pérdida de esa juventud que ya no regresaría. Deslicé mis manos por mi abdomen, notando la suavidad de la grasa acumulada. No era mucho, pero estaba ahí, un recordatorio constante de que el tiempo había pasado factura.
Mis dedos se movieron casi sin pensar, bajando más, acariciando mi vello púbico, ese que siempre me prometía depilar, pero que había dejado crecer por pura apatía. ¿Para qué molestarse si nadie venía a visitarlo? Pero mientras lo tocaba, una chispa de algo que no sentía desde hacía tiempo se encendió en mi interior.
Me acerqué más al espejo, observando mi reflejo, y por un momento, me permití imaginar que no estaba sola. Que había alguien más en el baño conmigo, alguien que me miraba con deseo, que no veía las arrugas ni los kilos de más, sino a una mujer que aún tenía mucho que ofrecer. Dejé que esa fantasía creciera, y con ella, una oleada de calor comenzó a recorrerme.
Entré en la ducha, dejando que el agua caliente comenzara a correr por mi piel, y cerré los ojos, dejándome llevar por esa fantasía que había comenzado a formarse. Recordé a aquellos jóvenes en el autobús, sus miradas descaradas, las risas que se escapaban de sus labios cada vez que el autobús tomaba un bache y mis tetas se movían de forma incontrolable. Me había sentido avergonzada en ese momento, pero ahora, bajo el agua caliente, esa vergüenza se transformaba en algo diferente.
Imaginé a esos jóvenes acercándose a mí en aquel autobús, sin respeto, sin pudor. Sus manos recorriendo mi cuerpo, abriendo mi chaqueta y exponiendo mis tetas al aire, acariciándolas, apretando mis pezones con una necesidad que hacía tiempo no sentía. Podía casi sentir sus dedos sobre mi piel, sus bocas susurrando palabras sucias mientras sus manos bajaban, deslizándose por mi abdomen hasta llegar a donde mis dedos ahora se movían.
El agua caliente resbalaba por mi cuerpo, intensificando cada sensación mientras me entregaba a la fantasía. Mis dedos se movieron más rápido, buscando esa cadencia exacta que me liberaría de la tensión que se había acumulado en mí durante el día. Mi respiración se aceleró, mezclándose con el sonido del agua que caía sobre mí, cubriéndome por completo en un manto de placer. Me corrí, me corrí sin contención, me corrí sin control, alcanzando ese orgasmo que hacía tanto no experimentaba con tanta intensidad.
Cuando finalmente me relajé, el sonido del agua aun cayendo sobre la ducha disipó aquel autobús, y me devolvió al pequeño habitáculo de mi apartamento. Sentí una especie de alivio, una sonrisa se dibujó en mis labios, una sonrisa que no surgía desde hacía demasiado tiempo. Por un breve momento, me permití sentirme deseada, viva, aunque fuera en la soledad de mi ducha, con solo mi imaginación como compañía.
Capítulo 3
Un nuevo día, el mismo zumbido implacable del despertador que me arrancaba de los últimos resquicios de sueño. Como si algún ente superior hubiera decidido castigarme con una eterna repetición de la misma película, cada mañana era igual. Me levanté, me senté en el inodoro, y cuando el trozo de papel rozó mis labios al limpiarme, un escalofrío me recorrió, recordándome el placer que había sentido el día anterior en la ducha. Apreté los labios, intentando apartar ese pensamiento y centrarme en el presente.
Cogí el móvil con la esperanza de encontrar algo nuevo en el anuncio, pero para mí decepción, solo una persona más lo había añadido a favoritos. Ningún mensaje. Suspiré, dejé el móvil a un lado y terminé de desayunar rápidamente, arrastrándome a través de la rutina que conocía de memoria. Me vestí, me peiné, un poco de maquillaje para ocultar las marcas del cansancio, y salí en dirección a la parada del bus.
El «beep» repetitivo de la caja registradora en el supermercado martilleaba mis oídos, cada pitido era como un clavo más en la monotonía de mi día. Sonreía a los clientes, pero detrás de esa sonrisa había una mujer al borde de gritar. Y justo cuando un anciano en la caja se tomó su tiempo infinito buscando el importe exacto entre un mar de céntimos, las puertas del supermercado se abrieron y, por instinto, miré hacia allí.
Oh, sorpresa. Marimar. Siempre ella, siempre tan… ella. Llevaba un vestido negro, sencillo pero ajustado, y tan, pero tan escotado que era imposible no mirarla. Incluso el tintineo de los céntimos en las manos temblorosas del anciano se detuvo mientras la observaba caminar. Sus pechos, generosos y redondos, se movían bajo la tela del vestido como una invitación silenciosa, y tuve que volver a repetirle el importe al pobre hombre para que volviera en sí. Lo vi tratando de no parecer afectado, pero seguro que en su mente se imaginaba con cuarenta años menos disfrutando de una mujer como Marimar.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, el anciano terminó de pagar, y Marimar desapareció entre los pasillos del supermercado. Un rato después se puso en la cola de mi caja con solo dos productos: loción corporal y aceite. Le pasé los artículos por la cinta con una sonrisa juguetona.
—¿Tienes la piel seca? —le pregunté en tono de broma.
—No, al contrario —me respondió, con una sonrisa que lo decía todo—. La tengo más hidratada que nunca.
Nos echamos a reír, sabiendo perfectamente por dónde iban los tiros. No había nadie más en la fila, así que me giré hacia mi compañera en la caja de al lado.
—Voy a tomarme cinco minutos —le dije, levantándome de la silla y saliendo con Marimar al aparcamiento.
Apenas habíamos salido cuando ella se encendió un cigarrillo me preguntó por el anuncio.
—¿Cómo va? ¿Alguna respuesta? —me dijo, alzando una ceja.
Levanté las manos con frustración, sin necesidad de decir nada más. Mi cara lo decía todo. Ella me pidió que le mostrara el anuncio, así que saqué el móvil y se lo enseñé. Lo miró por un segundo, y de inmediato exclamó:
—¿Solo mujeres? ¡Eres una sosa! —dijo entre risas, negando con la cabeza—. Quita eso.
—No… —dije, titubeando—. No quiero compartir apartamento con un joven, no sé, no me sentiría cómoda.
Marimar soltó una risa suave, y con la misma rapidez con la que había revisado mi anuncio, sacó su propio teléfono y me mostró una foto. Un joven, alto, con una sonrisa encantadora y un cuerpo que cualquier mujer miraría de inmediato.
—¿Y este? —pregunté, con la boca un poco entreabierta.
—Se llama Roberto. Tiene 23 años. —Lo dijo como si fuera la cosa más natural del mundo.
Mis ojos se abrieron de par en par.
—¡Pero si casi le doblas la edad! —exclamé, sin poder creer lo que estaba escuchando.
—Cariño, con él fue mi despertar esta mañana —respondió, con un tono travieso y un brillo en los ojos—. ¡Todavía me tiemblan las piernas!
Solté una risa nerviosa, sin poder evitarlo.
—Estás loca… —dije, intentando contener la carcajada.
—¡Bendita locura! —respondió entre risas, encogiéndose de hombros.
Antes de que pudiera decirle algo más, miró su reloj y se dio cuenta de que se le hacía tarde.
—Me voy. Pero, Charo, de verdad, cambia ese anuncio. ¡No sabes lo que te estás perdiendo! —me lanzó un beso al aire mientras se alejaba, moviendo sus caderas con esa gracia natural que solo ella tenía.
Me quedé mirándola hasta que desapareció, su risa aún resonando en mi cabeza. ¿Debería cambiar el anuncio? Mi mente rechazabala idea, pero… la semilla de la duda ya estaba plantada.
Cuando llegué a mi apartamento esa tarde, sentí cómo el cansancio se adhería a cada músculo de mi cuerpo. Había sido un día tedioso, largo, monótono. Solo el divertido descanso con Marimar había sido un oasis en la rutina. Pero ahora, mientras me quitaba los zapatos y me dirigía al baño, sus palabras seguían resonando en mi cabeza: “Cambia el anuncio”.
El recuerdo de la foto de ese joven, Roberto, volvió a encender algo dentro de mí. Sin poder evitarlo, mi mente comenzó a divagar. Imaginé que un hombre como él estaba conmigo, que tomaba el control, que me llevaba a los límites del placer que hace tanto no experimentaba. Me dejé llevar por esa fantasía mientras me desnudaba lentamente, dejando caer la ropa al suelo.
Entré en la ducha y, esta vez, fue el chorro de agua caliente el que despertó cada nervio en mi cuerpo. La corriente me recorrió de pies a cabeza, y pronto, mis pensamientos estaban completamente perdidos en esa fantasía. Me estremecí bajo el agua, el placer recorriéndome hasta culminar en un suspiro largo, casi desgarrador, que salió de lo más profundo de mi ser.
Salí de la ducha, sin detenerme a secarme, y caminé mojada por el pequeño pasillo hasta el salón. Aún desnuda, con el agua resbalando por mi piel y mi coño palpitando todavía,tomé mi teléfono móvil. Mi cuerpo aún temblaba ligeramente mientras abría la aplicación del anuncio. Sin pensarlo más, lo cambié, borré la parte de solo mujeres. Sentí una mezcla de miedo y excitación al hacerlo, como si estuviera abriendo una puerta que había mantenido cerrada por años.
Finalmente, después de secarme y ponerme algo cómodo, preparé una cena ligera, pero no tenía hambre. El nerviosismo me había atrapado. Me acosté en la cama, dándome vueltas en la cabeza. ¿Y si alguien contestaba? ¿Y si era un joven? Cerré los ojos y dejé que la imaginación hiciera el resto, intentando calmar la ansiedad que crecía dentro de mí. El sueño me venció, aunque fue inquieto.
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue revisar el móvil. Nada. Sentí una leve punzada de decepción, pero traté de animarme. —Ha pasado poco tiempo— me dije, intentando calmar mis expectativas. Me levanté, me preparé y me dirigí al trabajo. La rutina comenzó como siempre, pero mi mente estaba en otro lugar.
A media mañana, mientras atendía a los clientes, mi móvil sonó. Reconocí de inmediato el sonido de la notificación de la app del anuncio. Mi corazón dio un vuelco. ¿Sería alguien realmente interesado? ¿Una chica? ¿Un chico? ¿O simplemente alguien añadiendo el anuncio a favoritos? No podía ver el móvil con la interminable cola de clientes que no paraban de llegar. Cada segundo sin revisarlo se me hacía eterno.
Cuando finalmente tuve un respiro, casi me lancé sobre el móvil. Ahí estaba el icono del sobre con un número 1. Tenía un mensaje. En el breve instante que tardé en abrirlo, mil posibilidades recorrieron mi mente.
“Hola, soy Julio, me preguntaba si es posible visitarlo.”
Sentí cómo mi corazón empezaba a latir más rápido. Con las manos ligeramente temblorosas, respondí:
“Sí, ¿cuándo te vendría bien?”
Apenas envié el mensaje, me dejé caer sobre la silla. ¿Qué había hecho? Mi mente se llenó de dudas. Justo en ese momento, un nuevo cliente llegó a la caja, y tuve que sacudirme el nerviosismo para atenderlo. Le sonreí, le di el cambio, pero justo mi móvil volvió a sonar antes de que el cliente pudiera guardar su dinero. Noté cómo incluso él percibía mi agitación.
Apenas tuve otra oportunidad, me apoyé en mi compañera de la caja de al lado y me tomé un descanso. Al leer el nuevo mensaje, mi corazón dio otro vuelco.
“Por mí, esta tarde sería perfecto.”
Me mordí el labio, intentando contener los nervios. ¿Estaba realmente haciendo esto? Le respondí:
“A las siete, seguro estoy.”
El joven respondió casi al instante.
“Genial, dime la dirección y a las 7 estoy allí.”
Sentía cómo mis manos temblaban mientras escribía la dirección. Una vez enviado el mensaje, me quedé mirando la pantalla, como si no pudiera creer lo que acababa de hacer. Estaba temblando, mi cuerpo entero era un cúmulo de nervios. El resto de la jornada se me hizo eterna. Entre cliente y cliente, no podía dejar de pensar en él. ¿Cómo sería? ¿Y si no le gustaba el apartamento? ¿Y si no le gustaba yo?
Mi imaginación volaba con cada minuto que pasaba, y a medida que las agujas del reloj avanzaban, los nervios se hacían más intensos.
Capítulo 4
Cuando terminó mi jornada, salí del supermercado casi corriendo. No podía perder el autobús, no hoy. Quería llegar temprano a casa, ordenar el apartamento y asegurarme de que todo estuviera perfecto para la visita de Julio. Mientras el autobús avanzaba, mi mente iba a mil por hora. Me preguntaba si le gustaría el apartamento, si me vería demasiado mayor o nerviosa. No podía controlarlo, era inevitable que el joven me impresionara, incluso sin haberlo conocido aún.
Cuando llegué, lo primero que hice fue abrir todas las ventanas para que la casa se ventilara bien. La frescura me ayudaría a calmar los nervios, o eso esperaba. En apenas media hora tenía todo recogido, cosa que no era habitual en mí. Ni siquiera las pequeñas imperfecciones que normalmente pasaba por alto escaparon de mi escrutinio. Aun así, cuando terminé de limpiar, me sentía ansiosa. Me acerqué al armario y, durante un segundo, pensé en ponerme algo un poco más provocativo, algo que destacara mis curvas. Pero rápidamente deseché la idea. Seguramente haría el ridículo. No, tenía que mantenerme centrada.
Me cambié por algo sencillo, un vestido suelto que no llamara demasiado la atención. Me senté en el sofá, tratando de aparentar calma, pero con los nervios devorándome por dentro. Cuando faltaban apenas diez minutos para las siete, me di cuenta de algo en lo que no había pensado antes: ¡el cuarto de baño! Corrí hacia él, abrí el cesto de la ropa sucia y cubrí la parte superior con una toalla limpia, asegurándome de que nada vergonzoso se viera a simple vista. Justo en ese momento, el sonido del telefonillo resonó en el apartamento, haciendo que mi corazón se detuviera por un segundo.
Me acerqué, sintiendo cómo los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Descolgué y pregunté quién era. Una voz juvenil al otro lado respondió con seguridad:
—Vengo a ver la habitación en alquiler.
Pulsé el botón que abría el portal, mis manos temblando ligeramente. Dejé la puerta del apartamento entreabierta y pronto escuché el sonido de pasos subiendo la escalera. Vivía en un primer piso, así que no tardé mucho en ver aparecer un mechón de cabello castaño con algunos reflejos casi rubios. Y cuando su figura fue completamente visible, sentí un escalofrío recorrerme. —Dios mío— pensé para mis adentros. Julio era aún más atractivo de lo que había imaginado.
Era alto, con una sonrisa confiada pero amable. Conforme se acercaba, mis inseguridades comenzaron a hacerse presentes. Mi mente me jugaba malas pasadas —¿Qué estará pensando? Seguro te ve como una vieja que necesita inquilinos para pagar el alquiler — me decía en mi cabeza. Cuando estuvo frente a mí, traté de mantener la compostura. Le ofrecí la mano, rezando para que no notara mi nerviosismo.
—Hola, soy Rosario, pero puedes llamarme Charo —dije, intentando que mi voz no sonara quebrada.
—Hola, un placer. Yo soy Julio —respondió él, estrechando mi mano con firmeza, pero con una delicadeza que me sorprendió.
—Pasa, por favor —le indiqué, haciéndole un gesto para que entrara.
Lo llevé primero a la cocina, luego al salón, intentando hacer la visita lo más casual posible. Él miraba a su alrededor con atención, pero no con esa frialdad de alguien que simplemente está evaluando un espacio. Parecía relajado, casi como si ya se sintiera cómodo. Cuando llegamos al pasillo, le mostré el baño primero y luego señalé las dos puertas enfrentadas.
—Esta es mi habitación —dije, señalando la puerta de la izquierda—. Y esta es la que alquilo.
Julio tomó el pomo de la puerta y, con una pequeña inclinación de cabeza, pidió permiso para entrar.
—Adelante —le respondí, abriendo la puerta un poco más.
Él entró, observando con calma la habitación. Recorrió el espacio con la mirada, se acercó al escritorio que había al fondo, abrió el armario para revisar el espacio disponible y se asomó a la ventana. La vista daba a una zona tranquila, lo que pareció gustarle. Dio un par de vueltas más por la habitación antes de girarse hacia mí.
—¿Cuánto pedías al mes? —preguntó, con tono calmado.
—Doscientos cincuenta euros —respondí, algo nerviosa.
Asintió con una sonrisa, parecía que el precio le encajaba. Entonces, me pidió algo que no esperaba.
—¿Podrías quitar el colchón? Tengo uno prácticamente nuevo y prefiero usar el mío.
—No hay problema —le respondí rápidamente, agradecida de que esa fuera la única solicitud.
Finalmente, acordamos que al día siguiente me pagaría dos meses por adelantado y le daría una copia de la llave. Mientras nos despedíamos, pude notar que me había estado conteniendo todo el tiempo. Cerré la puerta y dejé escapar todo el aire que parecía haber estado retenido en mis pulmones durante toda la visita.
Esa noche, ya en mi cama, no podía dejar de pensar en él. Era como si su imagen estuviera grabada en mi mente, y, antes de darme cuenta, mis pensamientos se habían vuelto más excitantes. Esta vez, cuando mis manos acariciaron mi coño bajo las sábanas, no imaginé a un desconocido. Esa noche fue él, Julio, quien llenó mis fantasías más morbosas.
Al día siguiente, justo a la hora acordada, el sonido del telefonillo me sobresaltó. Era Julio, tal como habíamos quedado. Respiré hondo antes de contestar y, tras abrirle el portal, esperé con una mezcla de ansiedad y emoción. Nos saludamos cortésmente cuando llegó a la puerta, como si la noche anterior no hubiera pasado horas fantaseando con él.
Julio me entregó el dinero que habíamos acordado, y yo le di las copias de las llaves. Mientras contaba los billetes, la tensión entre nosotros era palpable, pero él mantenía una sonrisa relajada, como si no hubiera ningún nerviosismo en su parte. Luego le pregunté cuándo tenía pensado mudarse, sin imaginar que su respuesta me tomaría por sorpresa.
—Pensaba hacerlo hoy mismo —dijo él—. Un amigo me prestó una furgoneta, así que ya tengo todo listo.
Mi corazón dio un vuelco. La idea de que Julio ya se quedara a dormir en mi casa me hizo sentir un cosquilleo extraño, entre nervios y emoción. Me ofrecí a ayudarle con la mudanza, pero él se negó educadamente, excepto en una cosa.
—No hace falta que te molestes mucho, solo si puedes echarme una mano para subir el colchón te estaría agradecido.
Asentí, tal vez demasiado rápido, y él bajó para empezar a subir sus cosas. Primero subió una maleta grande y luego algunas cajas. A decir verdad, no traía muchas cosas, lo que me hizo pensar que su estancia sería temporal. Sin embargo, el solo hecho de verlo moverse con tanta seguridad y destreza me tenía hipnotizada.
Finalmente, llegó el momento del colchón. Bajé con él y, entre los dos, lo subimos por las escaleras. El colchón era más pesado de lo que esperaba, pero cada vez que nuestras manos se rozaban al levantarlo, sentía una descarga de adrenalina. Observaba con detenimiento cada uno de sus movimientos. Los músculos de sus brazos se tensaban con cada esfuerzo, y su sonrisa despreocupada hacía que me derritiera por dentro. Era difícil concentrarme solo en cargar el colchón.
Cuando lo dejamos en su habitación, coloqué el colchón viejo en el pasillo. Realmente estaba en mal estado, pensé mientras lo veía apilado allí. Decidí que al día siguiente llamaría a los servicios municipales para que lo recogieran.
Para romper un poco el hielo, me ofrecí a hacer una cena para los dos. Sentía que era lo mínimo que podía hacer para darle la bienvenida, aunque en el fondo también quería pasar más tiempo con él. Aceptó sin dudarlo, y mientras preparaba algo sencillo, el ambiente se volvió más cómodo.
Durante la cena, mientras el ambiente comenzaba a relajarse un poco, decidí romper el silencio con una pregunta que me rondaba la cabeza.
—¿Y qué es lo que estudias, Julio? —le pregunté, tratando de sonar casual, aunque en realidad tenía mucho interés en conocerlo mejor.
—Ingeniería Industrial —respondió él, con una sonrisa fácil, mientras tomaba un sorbo de agua.
Asentí impresionada. No podía evitar sentir cierta admiración por su dedicación. Ingeniería no era cualquier cosa. Le di un bocado a mi comida y, después de un momento de silencio, me animé a preguntarle algo que había estado pensando desde que respondió al anuncio.
—Entonces, ¿qué te llevó a decidirte por alquilar una habitación aquí? Está un poco lejos de la zona universitaria, ¿no?
Julio dejó el tenedor sobre la mesa, reflexionando por un instante antes de responder.
—Bueno, estoy en mi tercer año ya. Los dos primeros viví cerca de la universidad, lo cual era más cómodo, claro… pero también lleno de distracciones. —Hizo una pausa, y noté un atisbo de arrepentimiento en su mirada—. Ese ambiente me llevó a suspender algunas asignaturas y, aunque hago algunos trabajos para sacarme un dinero extra, mis padres están haciendo un gran esfuerzo para que yo estudie fuera. No quería seguir fallándoles, así que decidí mudarme a un lugar más tranquilo para concentrarme mejor.
Sus palabras me tocaron más de lo que esperaba. El sentido de responsabilidad que mostraba a su corta edad me sorprendió. En un mundo donde muchos jóvenes solo piensan en salir de fiesta y aprovechar su independencia, Julio parecía tener claros sus objetivos. Lo miré con una mezcla de admiración y… algo más que aún no podía definir del todo.
—Vaya, me parece que tienes muy claro lo que quieres —dije con una leve sonrisa, tratando de ocultar el calor que subía por mi rostro.
Él me devolvió la sonrisa, agradecido por mi comentario. Entonces, cambió de tema, y no tardó mucho en hacerme una pregunta que me tomó por sorpresa.
—¿Y tú? ¿En qué trabajas?
La pregunta me dejó un poco incómoda, no porque no quisiera responder, sino porque me sentía diminuta comparada con sus planes y ambiciones. Avergonzada, respondí casi en un susurro:
—Soy cajera en un supermercado.
Lo solté de golpe, esperando ver en sus ojos algún atisbo de menosprecio o condescendencia. Sin embargo, lo que recibí fue todo lo contrario. Julio, sin cambiar de expresión, respondió con total naturalidad.
—Eso está muy bien. Seguro que es un trabajo duro, pero al final lo importante es que cada uno hace su parte, ¿no?
La manera despreocupada con la que lo dijo me hizo sentir un poco mejor. Para él, mi profesión no parecía ser algo que disminuyera mi valor, y eso me relajó casi al instante. Sonreí más confiada.
—Sí… es bastante monótono, pero paga las facturas.
Seguimos comiendo mientras la conversación fluía con mayor facilidad. Cada minuto que pasaba con él, me sentía menos tensa, aunque no podía negar que su presencia despertaba en mí una mezcla de emociones que hacía tiempo no sentía.
Capítulo 5
Marimar y yo habíamos quedado en el centro comercial una tarde, como solíamos hacer cuando nuestras agendas lo permitían. Apenas nos vimos, ya supe que la conversación giraría en torno a mi nuevo inquilino, Julio. Marimar tenía esa mirada traviesa que siempre presagiaba alguna idea provocadora.
—Bueno, cuéntame todo sobre ese chico que tienes en casa —me dijo, casi sin saludarme, mientras caminábamos hacia la primera tienda.
—Pues… —hice una pausa, buscando las palabras—. La verdad es que es muy buen inquilino, es tranquilo y apenas coincidimos por los horarios.
—¡Venga ya, Charo! No te estoy preguntando si paga la renta a tiempo —Marimar soltó una risita—. Quiero saber cómo es, cómo luce. Ya sabes, los detalles que importan.
Suspiré, ya sabiendo por dónde iba todo. Intenté sonar neutral, pero mi mente traicionó mis palabras.
—Bueno, es muy atractivo, alto, con el cabello castaño, algunos reflejos rubios, y unos brazos… bastante fuertes, para qué negarlo —admití finalmente, con una sonrisa tímida.
Marimar me miró con esos ojos brillantes, como si hubiera encontrado justo lo que esperaba.
—¡Ya sabía yo que tenías una joya ahí! —exclamó, emocionada—. ¿Y no has hecho nada para aprovechar la oportunidad?Ese chico necesita una mujer con experiencia, Charo. ¡Vamos, que tú podrías enseñarle muchas cosas!
—¡Marimar! —protesté, riendo nerviosa—. No es así. No estoy buscando nada con él, solo quiero un buen inquilino.
—Sí, claro, y yo soy monja —respondió con sarcasmo, rodando los ojos—. Mira, lo que necesitas es un poco de lencería sexy, algo que lo deje con la boca abierta.
Y sin darme opción a negarme, me arrastró a una tienda de lencería provocativa, una que siempre evitaba cuando pasaba por allí sola. Al entrar, los colores de los sujetadores y bragas de encaje, los corsés y ligueros me hicieron sentir como si estuviera en terreno desconocido.
—Este es tu día, Charo. Hoy sales de aquí lista para poner a ese chico de rodillas —dijo Marimar, mientras recorría las estanterías con una confianza abrumadora.
Comenzó a sacar conjuntos uno tras otro, eligiendo los más … picantes. Un sujetador negro de encaje casi transparente, unas bragas de tiras finas que apenas cubrían lo necesario… Sentí que me sonrojaba solo de ver lo que me entregaba.
—¡Esto es demasiado! —intenté protestar, pero ella no me escuchaba.
—Confía en mí, Charo. Cuando te lo pongas, te sentirás tan segura que ni siquiera te importará lo atrevido que es. Mira este… ¡es perfecto para ti! —sacó un conjunto rojo que apenas cubría algo más que lo esencial, con ligueros incluidos.
—No sé, Marimar… Esto es mucho para mí —dije, examinando las prendas con desconfianza.
—Anda, anda, al probador. ¡Tienes que verte con esto! —insistió, empujándome suavemente hacia los vestidores.
Me dejó sin escapatoria, y pronto me encontré en el probador, desnudándome lentamente mientras ella continuaba con su monólogo.
—Te lo digo, Charo, cuando te veas con esto, no vas a querer quitártelo. Y si Julio te ve… bueno, prepárate para lo que venga después —soltó una risa cómplice desde el otro lado del probador.
Dentro del probador, el ambiente se había vuelto más íntimo de lo que hubiera imaginado. Marimar, con esa confianza desbordante, se probaba un conjunto de encaje negro, con transparencias que dejaban poco a la imaginación. Me miraba desde el espejo mientras intentaba contener sus tetas ajustando las tiras de su sujetador y se giraba, admirando su figura.
—Míranos, Charo —dijo, dando una vuelta para examinarse mejor—. Dos mujeres maduras que todavía pueden hacer que cualquiera pierda la cabeza.
Yo me sentía nerviosa, con el conjunto rojo que apenas cubría lo necesario. Marimar se acercó y me ajustó uno de los tirantes que había caído por mi hombro, rozando su piel con la mía. Me quedé congelada, sintiendo el contraste entre el encaje y su tacto.
—¡Dios, Charo! —exclamó, dando un paso atrás para verme mejor—. Te ves espectacular. Si Julio te viera ahora, no podría resistirse.
La forma en que lo decía, con esa mezcla de burla y sinceridad, hizo que me ruborizara al instante. Miré mi reflejo: el conjunto rojo marcaba cada curva, casi como si estuviera pintado sobre mi cuerpo. Mis pechos, perfectamente ajustado en el sujetador, y mi peludo coño resaltaba más de lo que me gustaría admitir.
Marimar, por su parte, observaba cada detalle, comparando su figura con la mía. Aunque ella siempre había tenido una personalidad arrolladora, en ese momento parecía evaluar nuestros cuerpos de forma crítica.
—Mira esto —dijo, levantando una de sus piernas para ajustar el liguero—. Estos chicos jóvenes… no tienen ni idea de lo que pueden hacer con un cuerpo como el nuestro. Solo conocen chicas de su edad, pero una mujer con experiencia… eso es otra historia.
Le lancé una mirada de reojo, sin saber bien qué responder. Marimar no tenía pelos en la lengua, como tampoco los tenía en su depilado coño, y menos cuando se trataba de sus «aventuras».
—Te voy a contar algo —dijo, como si leyera mis pensamientos—. La semana pasada conocí a uno, de apenas 22 años — comenzó a contarme haciendo un gesto con sus manos de lo bien dotado que estaba aquel joven — Estaba tan perdido, Charo… pero en cuanto lo metí en la cama, le enseñé lo que una mujer de verdad puede hacer con una polla como la suya. Ese chico terminó con las piernas temblando y pidiendo más.
Mientras me hablaba, ajustaba las tiras de su sujetador de encaje con movimientos pausados, casi deliberados. Su cuerpo entallado en la lencería negra brillaba con la luz tenue del probador, contrastando con su cabello rojo, y la seguridad que emanaba era inspiradora.
—A veces solo necesitas un empujoncito —dijo, señalando mi conjunto—. Mira lo que llevas puesto ahora. Imagínate a Julio entrando en casa, viéndote con eso… Se le caería la mandíbula al suelo. Tú solo tienes que darle un pequeño empuje, una provocación sutil. Créeme, no se lo pensaría dos veces.
—¡Estás loca! —respondí, aunque mi risa era nerviosa. Sabía que, en el fondo, sus palabras hacían eco en mis pensamientos más ocultos.
Marimar se acercó más, sus ojos brillaban con ese tono cómplice que conocía bien. Puso una mano sobre mi vientre, tirando de la tela del tanga, casi metiéndolo entre los labios de mi coño, y me giró suavemente hacia el espejo.
—Mírate bien, Charo. No me digas que no fantaseas con él. Ese chico es todo lo que necesitas ahora mismo: joven, fuerte, y, sobre todo, hacer que esté dispuesto a complacerte. Sólo tienes que decidir cuándo quieres hacer tu movimiento.
Mi mirada se quedó fija en mi reflejo. El encaje rojo abrazaba cada parte de mi cuerpo de una manera que no había visto en años. Y aunque me costaba admitirlo, había algo en la idea de Marimar que me tentaba, algo que hacía que mi corazón latiera más rápido.
—¿Y si no es así? —murmuré, insegura, pero a la vez deseosa de escuchar lo que ella tenía que decir.
—No te preocupes. Créeme, cuando vea lo que puedes ofrecerle, no habrá dudas —respondió, con una sonrisa pícara—. Además, ¡a estos chicos les encanta! Son tan fáciles de impresionar.
—No lo sé, Marimar. Tú siempre has sido más atrevida que yo —intenté cambiar de tema mientras me quitaba el conjunto, sintiendo el calor de la conversación en mi piel.
—Eso es lo que te falta —dijo ella, recogiendo sus cosas y mirándose una vez más al espejo—. Un poco de locura, un poco de diversión. Mira, si no quieres que sea algo serio, al menos diviértete un rato. ¿De qué sirve tanto autocontrol?
Mientras me ponía la ropa de nuevo, no podía quitarme de la cabeza lo que Marimar me había dicho. Salimos de la tienda con varias bolsas en la mano, y aunque yo estaba decidida a no comprar nada, ella había logrado que me llevara aquel conjunto rojo que, sinceramente, nunca había pensado usar. Estaba segura de que había caído en su trampa.
—Ya me contarás lo que pase, Charo —dijo Marimar con una sonrisa traviesa al despedirse—. Y no te guardes los detalles. Quiero saberlo todo.
Al rato de llegar a casa, mientras escondía la lencería en mi armario, aún con el eco de la excitación en mi mente, escuché la puerta del apartamento abrirse. Julio había llegado. Sentí un repentino nerviosismo que no había experimentado en mucho tiempo, como si todo lo que había pasado en esa tienda hubiera dejado una huella.
—He traído algo para cenar —dijo desde el pasillo, levantando una bolsa con comida.
Me asomé desde mi habitación, intentando disimular los nervios.
—No tenías que haberte molestado, pero gracias —respondí, con una sonrisa tímida. Y mientras caminaba hacia él, no pude evitar pensar en las palabras de Marimar y en lo que escondía, ahora, en el fondo de mi armario.
Capítulo 6
Las palabras de Marimar me habían calado hondo, mucho más de lo que quería admitir. Sin darme cuenta, comencé a exponerme más delante de Julio, buscando excusas sutiles para mostrarle algo más que simples gestos cotidianos. Cuando llevaba falda, me agachaba sin demasiado cuidado en medio del salón, sabiendo que él podría ver más de lo que debería. O cuando pasaba por su lado, dejaba que mi escote quedara a su vista por más tiempo del necesario, casi como una invitación silenciosa. A veces, mientras me movía en la cocina o el salón, rozaba mi cuerpo contra el suyo en ese espacio pequeño, aparentando que era todo accidental. Pero en el fondo, sabía que nada de esto era un accidente.
Un día, al llegar del trabajo, noté que el apartamento estaba más silencioso de lo habitual, solo interrumpido por el suave correr del agua en la ducha. Mientras colgaba mi bolso, el sonido me atrajo casi como un imán, como si una fuerza dentro de mí me empujara a hacer algo prohibido. Caminé en silencio hacia el baño y vi cómo la luz de la lámpara se filtraba a través de la puerta entornada, proyectando sombras suaves sobre el suelo del salón.
No podía resistirme.
Me acerqué, conteniendo la respiración, y a través del espejo del baño pude distinguir la figura de Julio detrás de la mampara empañada. No podía verlo con claridad, pero su silueta me bastó para que un calor subiera por mi cuerpo. Su espalda ancha, sus brazos firmes moviéndose con la suavidad del agua… Mi mente comenzó a correr a una velocidad peligrosa. Me mordí el labio, luchando contra esa oleada de deseo que parecía apoderarse de mí.
Y entonces escuché el sonido de la mampara abrirse.
Mi corazón se paralizó. Rápidamente, me aparté y me apoyé contra la pared, intentando controlar los latidos frenéticos de mi corazón. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué demonios me estaba pasando? Cerré los ojos y respiré hondo, tratando de calmarme, pero algo dentro de mí me instaba a echar un último vistazo.
Sin poder resistirme, me asomé de nuevo, muy despacio.
Esta vez, Julio estaba de espaldas a mí, con una toalla pequeña en la cabeza. Su piel brillaba todavía húmeda, y mis ojos comenzaron a recorrer su espalda musculosa, bajando lentamente hacia sus nalgas firmes, perfectamente delineadas. Sentí un nudo en el estómago. Mis ojos siguieron bajando por sus piernas fornidas, tan definidas como el resto de su cuerpo.
Y entonces, cometí el error de subir la vista de nuevo.
A través del espejo, nuestras miradas se encontraron de golpe.
Me quedé congelada, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. Mis pulmones se negaban a moverse, el aire atrapado en mi pecho. Él me había visto. Lo sabía. No había vuelta atrás.
Julio, sin embargo, se giró hacia mí, con una calma que casi me desarmó. Sin pudor, sin prisas, dejó que mi mirada recorriera su polla frente a mí, flácida, pero grande, sin nada de pelo, haciendo que la sangre subiera a mis mejillas con una intensidad abrumadora.
—¿Necesitas algo, Charo? —preguntó con una naturalidad que me descolocó.
Intenté hablar, pero las palabras no salían. Mi boca estaba seca y mi mente, aturdida. Apenas podía apartar la vista de él. Me sentía atrapada entre la tentación y la vergüenza, pero, sobre todo, por ese deseo ardiente que me había consumido en segundos.
—Lo siento, yo… no sabía que estabas aquí —logré decir, finalmente, con una voz temblorosa. Evitando hacer contacto visual de nuevo, me di la vuelta apresurada y prácticamente corrí hacia mi habitación, cerrando la puerta detrás de mí.
Apoyé la espalda contra la puerta, jadeando ligeramente, con el pulso aún acelerado. Mi cuerpo seguía ardiendo, no solo por el miedo de haber sido descubierta, sino también por el deseo crudo que me invadía. ¿Qué había hecho? ¿Cómo había llegado a este punto?
Me dejé caer sobre la cama, cubriéndome el rostro con las manos. Pero, incluso con los ojos cerrados, la imagen de Julio seguía grabada en mi mente.Subí levemente la falda de mi uniforme, lo suficiente para poder apartar mis bragas. Mi coño empapado, reclamaba mis dedos. Totalmente en silencio me masturba pensando en la enorme polla de Julio, excitada como nunca antes. Me quite la falda junto con las bragas y el silencio se rompió con el chapoteo de mis dedos dentro de mí. Al borde del orgasmo, Julio tocando a la puerta desde el pasillo hizo que casi me diera un infarto.
— Charo ¿puedo pasar? — preguntó.
Agitada saqué los dedos de mi coño y me los limpié en las bragas.
— Un momento, me estoy cambiando — grite levemente, intentando que no me temblara la voz.
Lo que sucedió a continuación fue como estar atrapada en una neblina de deseo y confusión. Me coloqué una bata y, aún con el corazón latiéndome en los oídos, abrí la puerta lentamente. Allí estaba Julio, de pie en el pasillo, solo con una toalla colgando de su cintura, su torso aún cubierto de pequeñas gotas de agua que brillaban bajo la luz tenue del apartamento.
Sin decir palabra, él avanzó, poniendo su mano en la puerta y empujándola con suavidad, pero con la firmeza suficiente para que yo retrocediera, dejando que él entrara en mi dormitorio. El espacio se sintió pequeño, reducido a la distancia entre su cuerpo y el mío.
—Perdona lo de antes —dijo, su voz profunda y calmada—. Debería haber cerrado la puerta del baño.
Traté de recomponerme, pero las palabras se me atragantaban. Lo miré a los ojos, pero enseguida bajé la vista, el calor regresando a mis mejillas.
—No, la culpa fue mía… no debería haberme quedado mirando —confesé en un susurro, sin poder evitar la verdad que salió de mi boca antes de que pudiera detenerla.
Julio dio un paso más hacia mí, y el aire en la habitación se volvió pesado, cargado de tensión.
—¿Y qué te pareció lo que viste? —preguntó con una voz baja, casi provocativa, mientras mi estómago daba un vuelco.
Mis ojos se negaron a mirarlo, y mi vista se quedó fija en el suelo mientras balbuceaba:
—No… no sé…
Pero entonces, sentí su mano tomar la mía, y sin resistirme, me dejó llevar hasta el lugar donde su toalla estaba sujeta. Mi respiración se aceleró cuando él la soltó, dejándome sola con mi mano apoyada en el nudo de la toalla.
—Puedes echar un vistazo de nuevo, si quieres —me dijo en un tono que me erizó la piel—. Solo tienes que tirar del nudo.
Sentí el calor de su cuerpo cerca del mío, el deseo latiendo en cada parte de mí. Durante un segundo, todo se detuvo. En mi mente apareció Marimar, como una pequeña diabla riéndose, incitándome a hacer lo que en cualquier otro momento jamás hubiera considerado.
Mi mano temblaba, pero, sin pensarlo más, dejé que mi brazo cayera con suavidad. Apenas toqué el borde de la toalla, sintiendo el peso de la gravedad hacer el resto del trabajo. La toalla cayó al suelo, y con ella, se desplomaron las últimas barreras que había construido entre mi deseo y lo prohibido.
Julio dio un paso más, ahora completamente desnudo, acercándose a mí hasta que su cuerpo casi rozaba el mío. Levantó mi rostro con suavidad, obligándome a mirarlo a los ojos. No había prisa, solo esa tensión electrizante que parecía consumirnos a ambos.
Y entonces, sin más palabras, me besó.
El beso fue suave al principio, casi como una exploración tímida, pero pronto se convirtió en algo más, una conexión ardiente que desató todo lo que había estado reprimiendo durante semanas. Mis manos, como si tuvieran vida propia, comenzaron a recorrer su espalda, sintiendo cada músculo bajo mis dedos, mientras él profundizaba el beso, haciéndome olvidar todo. Mi mente quedó en blanco, y por primera vez en mucho tiempo, me dejé llevar por completo.
Cada beso de Julio incendiaba mi piel, despertando una lujuria que había estado dormida durante mucho tiempo. Sentía cómo el calor de nuestras lenguas se entrelazaba. Cada caricia y beso suyo me llevaban a un estado de deseo que no había conocido antes. Cuando él me quitó la bata y dejó al descubierto mis tetas, una mezcla de vulnerabilidad y poder se apoderó de mí. Ahora sabía que me deseaba tanto como yo lo deseaba a él, y eso me daba una confianza que no recordaba haber tenido antes.
— Eres preciosa —murmuró Julio, mientras sus labios rozaban mis pezones.
El roce su boca, mamando mis tetas, encendía aún más mi deseo. Cada movimiento suyo era suave, pero rudos a la vez. Me llevo hasta la cama, tumbándome bocarriba siguió acariciando y lamiendo mi cuerpo a placer y cuando sus labios llegaron a mi mojado coño, perdí cualquier rastro de control. Su lengua, sin importarle que no estuviera depilada, recorría mis labios con una habilidad que me hacía estremecer.
—No puedo más —susurré entre gemidos, casi sin poder respirar.
Los gemidos que se escapaban de mi boca se volvían cada vez más intensos con cada segundo que pasaba. No había duda: Marimar había tenido razón, esto era exactamente lo que necesitaba, pero en una cosa si se había equivocado. Julio no era un chico inexperto al que tuviera que enseñarle nada; era un hombre que sabía perfectamente cómo manejar el cuerpo de una mujer.
—Eso es, déjate llevar —dijo Julio con voz áspera, mirándome de forma traviesa mientras la punta de su lengua acariciaba mi clítoris.
Cada movimiento de su lengua en mi coño era como una corriente eléctrica recorriendo mi cuerpo. Me hacía arquear la espalda en una espiral de placer, un torrente de sensaciones que me dejó jadeando cuando me corrí, buscando mi respiración entre los gemidos incontrolables.
—Sí… eso es lo que quería —murmuró mientras saboreaba los fluidos de mi corrida.
La explosión de placer llegó, inundándome de una sensación que me dejó completamente a su merced, temblando bajo su control absoluto. Pero no terminó ahí. Julio, con una mezcla de dulzura y dominación, me hizo arrodillarme frente a él.
—Quiero ver hasta dónde puedes llegar —dijo mientras restregó su enorme tranca por mi cara.
Mirando su cuerpo, sintiendo el control que me aplicaba, me dejé llevar por un impulso que había reprimido hasta ese momento.Abrí mi boca, mis labios rodearon su cabeza, y me entregué a complacerlo, moviendo mi lengua con destreza, disfrutando cada sonido que escapaba de sus labios.
—Estás haciendo un trabajo increíble —jadeó mientras yo me concentraba en mover cabeza, sintiendo su polla golpear mí garganta.
Él marcaba el ritmo, pero yo lo seguía sin vacilar, disfrutando del poder que tenía en ese momento, sintiendo cómo cada movimiento de mi boca lo acercaba más al borde. Tiró de mi pelo hacia atrás, dándome unos segundos para respirar, me ordenó que me subiera de rodillas sobre la cama, y yo obedecí sin dudar.
Mi cuerpo estaba ansioso por más, y cuando él me tomó desde atrás, sentí un placer intenso al notar cómo se deslizaba su polla dentro de mí. Cada movimiento era más firme que el anterior, sus embestidas eran fuertes y decididas, y yo respondía con gemidos ahogados, sintiendo cómo me llenaba por completo.
—¿Te gusta asi?— preguntó Julio, dándome suaves cachetadas en mis nalgas mientras se movía con más dureza.
— ¡Siii! ¡Más fuerte! —grite suplicando, mientras sus manos en mi cintura hacían que mi culo chocara con fuerza contra él.
Las cachetadas solo intensificaban mi placer, haciéndome pedir más. Y él, con una mezcla de rudeza y ternura, me lo daba. El ritmo aumentaba, y me perdía en la intensidad de otro orgasmo, sintiendo el placer recorrer cada centímetro de mi cuerpo, mientras rogaba que no parara.
—¡No pares, por favor! —imploré, mi voz entrecortada por el éxtasis.
No sé cuántas veces me corrí y cuando finalmente se retiró, me tomó por el hombro para que me arrodillara una vez más, supe lo que venía. Un suspiro de satisfacción salió de mi garganta cuando sentí la tibia espesura de su semen salpicar mi rostro, abriendo mi boca instintivamente.
—Quiero que lo tragues todo —dijo Julio, mirándome como un animal mientras yo lo lamía.
Con una mezcla de orgullo y deseo, lo lamí todo. Él, con la ayuda de su polla, llevaba los restos de su leche de mi cara hasta mi boca, asegurándose de que no me dejara ni una sola gota, disfrutando cada segundo de esa perversión profunda y sin reservas.
—Perfecto… —murmuró Julio mientras yo tragaba cada rastro de él, sintiendo cómo la satisfacción me envolvía por completo.
Después, sin decirme nada más, cogió su toalla y cerrando la puerta se marchó. Me dejo allí, con mi pecho aún agitado, con un rio que nacía en mi coño y se bifurcaba por el interior de mis muslos,saboreando todavía los matices de su corrida en mi boca.
Capítulo 7
Después de aquel día, la convivencia en mi pequeño apartamento continuó aparentemente igual, pero había una sutil tensión en el aire. Julio y yo manteníamos nuestras miradas de deseo, y bastaba un solo cruce de ojos para que, como animales salvajes, nos abalanzáramos el uno sobre el otro en cualquier rincón disponible. Ya fuese en la cocina, el salón o incluso el pasillo, cualquier lugar era bueno para que él me follara sin piedad, y yo lo disfrutara con la misma intensidad.
Era un secreto que mantenía lejos de Marimar, sabiendo que si se enteraba no me dejaría ni un segundo. Todos los días recibía mensajes suyos preguntando cómo iban las cosas con Julio, animándome a dar pasos que, sin que ella supiera, ya había dado. Ante su insistencia, finalmente no tuve más remedio que confesarle todo. Quedamos en nuestra cafetería habitual, y no bien me senté, ella ya estaba ansiosa por conocer los detalles.
—¡Cuéntamelo todo! No me dejes fuera de nada, eh —me dijo con una sonrisa traviesa, sus ojos brillando de curiosidad.
Yo empecé a relatar, tratando de no entrar en demasiados detalles explícitos, pero ella, con cada palabra, se ponía más emocionada. A cada pequeño giro de la historia, soltaba algún gritito o exclamación de sorpresa.
—¡No puede ser! ¿En el salón? ¡Eres una fiera, Charo! —dijo, riendo y sacudiendo la cabeza incrédula.
Yo intentaba mantener la compostura, pero era imposible no reírme con ella. Entonces, como si se le ocurriera de repente, me preguntó algo que me hizo sonrojar.
—¿Y ya usaste el conjunto que te compraste ese día?
Me quedé un segundo en silencio, y luego negué con la cabeza.
—No, aún no… pensé en guardarlo para un día especial —le respondí, intentando restarle importancia.
Fue entonces cuando Marimar, con esa chispa suya, sacó una pequeña bolsa y me la pasó por debajo de la mesa.
—Pues mira, esto te va a ayudar para cuando llegue ese día especial. Ya lo tienes todo preparado.
Abrí la bolsa, disimuladamente, mientras mi curiosidad crecía. Al ver lo que había dentro, solté un pequeño gemido de sorpresa y mi rostro se tornó completamente rojo.
—¡Estás loca! —le dije en un susurro, intentando devolverle la bolsa.
Dentro había un pequeño bote de lubricante y un juguete anal. No podía creer lo que me estaba ofreciendo.
—Venga, no te hagas la santurrona ahora —se rio, empujando la bolsa hacia mí. —Recuerda cuando me contaste lo del novio francés con el que tuviste aquella experiencia… ¡y bien que te gustó!
—Eso fue hace años, Marimar. ¡Era una veinteañera! Ahora estoy casi en los cincuenta —intenté argumentar, con la esperanza de que se diera por vencida.
Pero era como hablar con una pared. Marimar no atendía a razones y, con una sonrisa traviesa, prácticamente me obligó a guardar la bolsa en mi bolso.
—Hazme caso, te va a encantar. Y cuando lo uses, quiero todos los detalles—dijo, guiñándome un ojo antes de despedirnos.
Me fui de la cafetería con una mezcla de emociones. Sabía que Marimar solo quería lo mejor para mí, pero a veces su entusiasmo me superaba. Sin embargo, mientras caminaba hacia casa, con la bolsa oculta en mi bolso, no podía evitar sentir una pequeña chispa de curiosidad. ¿Y si…?
Al llegar a casa, me percaté enseguida de la pequeña nota encima de la mesa del salón. La tomé en mis manos y leí: “Charo, voy a visitar a mis padres, volveré en un par de días. Besos”. Suspiré, sintiendo una leve punzada de decepción en mi pecho. Durante todo el camino de regreso, había estado imaginando lo que le haría esa noche a mi joven inquilino, las maneras en que lo provocaría, cómo respondería a mis caricias. Pero ahora, él no estaría allí para recibirlas.
Resignada, caminé hacia mi habitación y abrí el armario. Con cuidado, guardé el regalo de Marimar en la misma bolsa donde escondía el atrevido conjunto de lencería que aún no había estrenado. Cerré el armario y me dejé caer sobre la cama, sintiendo una mezcla de soledad y anhelo.
Esa noche, la casa vacía me devolvió recuerdos amargos, aquellos miedos que creía haber dejado atrás. No era solo el silencio lo que me inquietaba, sino la falta de su presencia, el calor de su cuerpo cerca del mío, las risas y miradas cómplices que habíamos compartido en los últimos días. Sin Julio allí, me sentía vulnerable de nuevo, y ese temor que había estado silenciado empezó a emerger.
Pero, tumbada en la cama, mi mente no podía evitar repasar todos esos momentos. Julio y yo, nuestros cuerpos enredados, su forma de mirarme cuando creía que yo no lo notaba. Mis pensamientos comenzaron a excitarme, y sin darme cuenta, mis manos empezaron a recorrer mi piel. Cerré los ojos, dejándome llevar por las sensaciones, por los recuerdos de cómo Julio me había hecho correr todos estos días.
Entonces, algo se encendió dentro de mí. Una sensación, una necesidad de disfrutarlo al máximo mientras durara. Me levanté con decisión, fui de nuevo al armario y saqué la bolsa que Marimar me había dado. La curiosidad superó cualquier reticencia que pudiera haber tenido. Me dije a mí misma que no había razón para no explorar algo nuevo, para entregarme por completo cuando Julio regresara.
Me arrodillé en la cama, respirando profundamente mientras sacaba el lubricante y el pequeño juguete. Aplicando el lubricante cuidadosamente, lo coloqué con suavidad, sintiendo cómo empezaba a hacer su trabajo. Al principio, una ligera incomodidad, pero poco a poco, mi cuerpo se acostumbró a la sensación.
Mientras el juguete anal cumplía su función dilatando mi ano, mis dedos comenzaron a deslizarse por mi coño, provocándome escalofríos, llevándome al borde del orgasmo. Me estremecí varias veces, imaginando que eran las manos de Julio las que me tocaban, que su lengua recorría mi piel, que era su polla quien llamaba a las puertas de mi ano. Practiqué así durante dos días, preparándome, dispuesta a entregarme por completo a él cuando regresara.
Los dos días se me hicieron eternos, y para mi desesperación, cuando llegué del trabajo aquella tarde, Julio aún no había vuelto. Estaba a punto de rendirme cuando, casi por casualidad, me asomé por la ventana entre las cortinas. Allí estaba, cruzando la carretera. El momento había llegado, y el nerviosismo se apoderó de mí. Sin pensarlo dos veces, corrí hacia el baño y me encerré dentro.
Me desnudé rápidamente y saqué el conjunto rojo que Marimar me había obligado a comprar. Me tomó más tiempo del que esperaba colocar todo en su sitio; el encaje se ajustaba a cada curva de mi cuerpo, revelando lo justo y necesario. Cuando estuve lista, apliqué el lubricante al pequeño juguete que ya había empezado a sentirme cómoda usando durante esos días. En ese momento, escuché la puerta del apartamento abrirse y la voz de Julio llamándome.
—¡Estoy en el baño! —grité, apresurándome.
Con el juguete en su sitio, me puse una fina bata de seda, lo suficientemente transparente como para que se adivinara lo que llevaba debajo. Me miré en el espejo, respiré hondo y salí a su encuentro. En cuanto lo vi de pie en el salón, no pude resistirlo más. Corrí hacia él, rodeando su cuello con mis brazos y lo besé con fuerza.
—Te he echado tanto de menos… —le susurré al oído, mis labios rozando su piel.
—Yo también —respondió, con una sonrisa traviesa, mientras sus manos ya intentaban deslizarse bajo la bata.
Pero lo detuve suavemente, sujetando sus manos.
—Espera, aún no… —le dije con una mirada juguetona.
Lo empujé suavemente hacia el sofá, haciéndolo sentarse mientras le dedicaba una sonrisa llena de promesas. Puse una suave música de fondo, algo lento y sensual. Él me observaba con atención, sus ojos recorriendo mi cuerpo, llenos de deseo. Sentía su mirada arder sobre mí, y eso solo aumentaba mi confianza.
Empecé a moverme al ritmo de la música, contoneando mis caderas lentamente. A medida que bailaba, desaté la bata con delicadeza, revelando más piel poco a poco. La seda cayó al suelo, dejando expuesto el provocador conjunto rojo que ahora mostraba mi cuerpo de manera seductora.
—¿Te gusta? —pregunté con una sonrisa tímida, pero segura a la vez.
—Mucho… estás increíble —dijo con voz ronca, sus ojos completamente fijos en mí.
Mis movimientos se volvieron más lentos, más sensuales. Me arrodillé ante él, con mis manos apoyadas en el suelo mientras me acercaba gateando. Podía sentir su respiración acelerarse a medida que acortaba la distancia entre nosotros, mientras mi corazón latía con fuerza, llena de emoción y temor.
Me detuve justo frente a él, nuestras miradas se encontraron de nuevo. Sentí un raro nerviosismo recorriéndome el cuerpo, pero lo que más sentía era el deseo de disfrutar de aquel momento, de entregarme por completo a él.
Después de aquel momento de miradas de complicidad, abrí su pantalón con manos temblorosas, llenas de anticipación. No dijimos nada, no hacía falta. Mi boca comenzó a recorrer su polla, y al ver su expresión de placer, me sentí poderosa, como si controlara cada una de sus reacciones. Lo que empezó como un juego entre nosotros, ahora se sentía tan natural, tan inevitable.Metí su erecto falo entre mis tetas y jugué con él, sintiendo su dureza entre ellas.
—Levántate… déjame a mí en el sofá — le pedí mientras mis manos acariciaban sus huevos.
Julio se levantó y me dejé caer en el sofá, me arrodille, acomodándome en una posición que sabía que lo enloquecería. Me incliné hacia adelante, y la fina tela de mi tanga revelo el pequeño juguete en mi culo,con el que había estado practicando durante estos dos días de espera. Noté su sorpresa, su admiración en su excitación. Se acercó más, y con una mano firme pero gentil, apartó el tanga.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó con una sonrisa traviesa, dejando que sus dedos recorrieran mi coño.
Sus suaves caricias me hicieron estremecer, y pronto sentí cómo su lengua comenzaba a moverse dentro de mí, lamiéndolo de arriba a abajo. Mis gemidos llenaron el ambiente, la habitación parecía impregnarse del deseo y la conexión que compartíamos.
—Te he estado esperando… —le susurré, cerrando los ojos mientras sentía cómo me lamia lentamente. Su lengua abría los labios de mi coño, explorando cada rincón.
El momento había llegado, me dije a mí misma. Con manos temblorosas, retiré el juguete, y le pedí que buscara el lubricante en el bolsillo de mi bata. Sus dedos se movían con precisión mientras aplicaba más lubricante en mi ojete, preparándolo para lo que vendría después.
—Despacio… —le pedí al sentir la punta de su polla llamar a la puerta de mi estrecho agujero, con la cabeza giradasin perder el contacto visual, sintiendo cómo se acercaba a mí, preparándose para entrar en esa parte de mí que no solía entregar.
El primer empuje fue suave, pero suficiente para hacerme contener el aliento. Al principio, la sensación era intensa, incluso dolorosa, pero pronto, el dolor se mezcló con algo más, algo que no podía explicar.
—No te detengas… aunque chille,no lo saques, por favor… —le rogué, sorprendida por mi propia necesidad.
A medida que se adentraba más, superando esa parte más ancha de su polla, comencé a relajarme, a sentir su ritmo en sintonía con el mío. Cuando finalmente estuvo completamente dentro, con su bajo vientre pegado a mis nalgas, supe que había superado el miedo y la resistencia.
Con sus suaves movimientos, mis susurros de dolor se convirtieron en gemidos de placer. Le pedí que fuera más rápido, más fuerte. No hizo falta repetirlo, y pronto sus manos abrieron mis nalgas con fuerza, sus embestidas se volvieron rápidas y profundas, llenando la habitación con el sonido de nuestros cuerpos en perfecta sincronía.
—Así… no pares… —lo alentaba, mientras el placer empezaba a apoderarse de mí completamente al sentir esa barra de carne recorrer mi recto.
La intensidad creció tanto que sentí cómo todo mi ser se rendía ante él y mi coño no paraba de chorrear. Sabía que estaba cerca, podía sentirlo en cada una de sus estocadas, cada vez más furiosas, más desesperadas.
—Vamos… dame todo… —susurré entre gemidos, alentándolo hasta que sentí las primeras señales, las pulsaciones que anunciaban su corrida.
Cuando finalmente llegó, fue como una oleada de calor y satisfacción que recorrió todo mi cuerpo. Lo sentí llenarme, su calor derramándose en mi interior mientras él gemía, exhalando todo su aire. Permanecimos así, en silencio, sintiendo cómo nuestras respiraciones volvían lentamente a la normalidad. Su polla salió lentamente de mi culo, haciéndome estremecer. Pude escuchar perfectamente su semen caer al suelo desde mi culo completamente abierto, sintiendo como parte de su corrida resbalaba hasta mi coño,mezclándose con mis propios fluidos.
Julio se retiró al baño, y yo me quedé en el sofá, aun sintiendo los últimos rastros de su presencia en mi culo. Con una sonrisa satisfecha, tomé mi móvil y escribí un mensaje rápido a Marimar:
“Gracias, gracias por todo”
Epílogo
No sé por qué, después de diez años, justo ahora que otra enorme polla fondea en las profundidades de mi culo, vuelvo a recordar esa etapa de mi vida. Fue un año intenso y liberador, pero como dicen, todo lo bueno llega a su fin. Después de terminar su tercer año, con unas notas que mejoraron notablemente y que me gusta pensar que tuve algo que ver, Julio recibió una beca para terminar sus estudios en Alemania. La oportunidad incluía la colaboración de una importante empresa tecnológica, algo que yo sabía era lo mejor para él.
Ni por un segundo se me ocurrió pedirle que se quedara. Ambos éramos conscientes de que nuestra aventura tenía fecha de caducidad. A pesar de estar preparada para ese final, me costó adaptarme a su ausencia. Había llenado… mi vida de formas que no esperaba, y al irse, dejó un vacío que tardé en superar. No os voy a mentir, fue duro, pero con el tiempo aprendí a ver esa experiencia como una liberación.
A partir de ahí, cambié. No llegué al extremo de Marimar, claro. Ella es simplemente «Marimar», siempre llevándose el mundo por delante, sin contemplaciones. Pero sí comencé a disfrutar de la vida de una manera más plena, más abierta. Acepté que podía permitirme vivir con intensidad, sin remordimientos.
Por supuesto, la habitación en mi apartamento siguió en alquiler. Pensé, en broma, en poner un anuncio que dijera “SOLO HOMBRES”, pero temí que sonara demasiado desesperado. Sin embargo, cuando era una mujer quien me contactaba, ya tenía mi táctica, o le decía que la habitación ya estaba alquilada o le daba un precio tan alto que no podría pagarlo.
Y entonces llegó Ramón. El mismo Ramón que ahora estrella sus huevos contra mi coño, el que me tiene arrodillada en el salón, mientras me hace gemir. A diferencia de Julio, Ramón ya era un hombre hecho y derecho cuando lo conocí. Cinco años menor que yo, había decidido dar un cambio radical en su vida y estudiar ingeniería. Tenía un trabajo estable, pero decidió tomarse una excedencia para centrarse en su primer año de estudios, y al buscar un lugar donde vivir, vio mi anuncio. Fue su salvación para no tener que compartir piso con otros estudiantes.
Desde el primer momento supe lo que quería. No hubo dudas, no hubo rodeos. Me lo follé el primer día. Fui a por él sin complejos, sin miedos. Si se echaba atrás, no era el inquilino que buscaba.
Y como podéis imaginar no se echó atrás. Después de casi nueve años de relación seguimos buscando nuevas cotas de placer. Y hablando de placer os tengo que dejar, me estoy corriendo como una cerda ahora mismo y creo que Ramón está a punto de verter su descarga en lo más profundo de mi culo.
Besos, Charo.