Amar el odio I
«Yo no hago el amor, el amor me hace» Alejandro Jodorowsky
El ser humano sólo se siente feliz en tanto esté seguro de que es único, singular, extraordinario. Parecerse a los demás es algo así como un defecto, uno quiere no parecerse a nadie, ser diferente de todos, tal cual si el resto de humanos no valieran la pena. ¿Qué nos hace valer más que el resto de homo sapiens? Sobre nuestra carne edificamos un imperio de mentiras que tienden a acreditar la mayor de todas, que es, que estamos en la cima de la escala evolutiva, que merecemos estar en el número uno del top ten de la predación, que somos individuales, que somos capaces de vivir el amor. No siempre he pensado así, como toda conclusión, es discutible ésta que acabo de dar. Las respuestas no son nunca una frase bonita, las respuestas siempre son el relato de un proceso. Pero no me interesa contar la conclusión, sino los hechos que me llevaron a ella. A Ella.
El idealismo siempre nos sirve para contar a la mano con cartas, a ser posible ases, para ganar la partida de otros que al igual que nosotros coinciden en el hecho de tener en la mano partidas de cartas, que son sus ideales. Los ideales tampoco sirven entonces para la armonía.
Voy a contar lo que pasó durante un tiempo, aunque en ocasiones deba referirme al pasado para explicar un poco el por qué de mis expresiones. Trabajaba yo en una tienda de ropa íntima, la verdad es que prácticamente era una tienda para mujeres, pues aunque se vendían una que otra tanga para caballero, era muy inusual que estos se aparecieran por la tienda. Prácticamente no hacía nada en la tienda que justificara mi elevado sueldo, pues era muy eventual que llegara un hombre que requiriera mi atención, como amigos, como camaradas; de hecho cuando alguno llegaba por lo general era homosexual o striper, o striper homosexual, y detectaban que yo no era ni striper ni homosexual e igual desconfiaban de mí y buscaban que les atendiera Jimena, que era la dueña. El hecho de que yo ganara tan buena plata no era fruto del azar. Dije que no hacía nada «en la tienda» como para ganarlo, y era cierto, pero que tenía que hacer cosas en otra parte, eso también era cierto.
Jimena ya pasaba de los cincuenta y la conocí cuando orilló su carro junto a mí mientras yo estaba en traje de baño recargado en un poste. El pretexto que me dio era que tenía una tienda de lencería y notando el paquete que tenía entre las piernas le podría ser yo de utilidad, «para una pasarela» titubeó. Así lo dijo, francamente, todo se debía a mi paquete. Yo era para esa mujer un simple paquete de hombre parado a plena calle para ver quién lo notaba, para ver quién se daba a la tarea de jugar a la adivinanza de cuánto porcentaje correspondía a verga y cuánto a testículos, sin posibilidad de quien lo viera intuyese que, cuando me excito, los testículos se me retraen y se convierten en miembro, es decir, era un paquete de verga efectiva, palabras más, palabras menos, eso era yo, un paquete humano. Yo subí a su coche porque era un coche elegante, un Cadillac bastante nuevo, y siempre había querido saber qué se sentía que una mujer me trepara a uno de estos autos sólo por mi físico y no por cualquier idea que pudiera yo tener.
Le dije que su auto se sentía de maravilla y de paso le echaba una mirada al escote y al resto de su cuerpo. Si bien era una de mis fantasías que me abordara una mujer rica, esta fantasía no era tan simple, pues mi imaginación dictaba que para que la fantasía fuese completa, la mujer rica debía ser también algo joven y algo guapa, para que me quedara bien claro que no lo hacía ni por interés en mis bienes, ni por que le faltara quien la follase pues siendo guapa habría filas de hombres queriéndosela meter, y mucho menos por amor, sino que su móvil fuese un primitivo deseo de tener un garrote entre el culo. Jimena había sido la chica con las características que describo, pero en otro tiempo que no era éste. Su pecho era grande pero temblaba lo suficiente con las arenillas que pisaba el coche como para que yo me diese cuenta que mucho de su belleza se lo debía al sostén que portaba bajo el vestido, su torso algo corpulento seguro que daba paso a una cintura que también era producto de una buena faja. Así a grandes rasgos se veía como la mujer con que se pajean mentalmente los sesentones cuando llegan a meneársela en solitario, pero yo no era sesentón.
Por otro lado su piel estaba bastante cuidada, su sonrisa era agradable aunque su hablar incluía muchas muecas innecesarias. Su nariz recta, sus ojos grandes y sus labios carnosos enmarcados por unas mejillas como de manzana me hablaba de una mujer que toda su vida había sido una cachonda pero que a la hora de la verdad le sale lo maternal. Le pedí que no hiciera de este viaje algo prescindible, que aprovechando que ya estaba yo sobre el coche me diera una vueltecita por la carretera.
En La Paz, capital del sur de la península de la Baja California en México, decir que uno quiere una vueltecita por la carretera puede significar entre otras cosas perderse a orillas del camino para hacer lo que sea. La población es tan escasa que sólo en temporada alta de las playas te topas vehículos en las carreteras que no conducen a ningún poblado, sino a playas que son encontradas como vasijas de oro al final de un arco iris de asfalto. Así, es posible que un día de invierno como era este no te cruces con ningún auto en la carretera.
Si la población es pequeña, el porcentaje de policía es todavía menor, lo que reduce mucho la posibilidad de que, en caso que quieras hacer el amor en tu auto, a lado de la carretera, o sobre la carretera, ellos te vayan a tocar el cristal o una nalga pidiéndote tu identificación. Así, siendo atardecer, Jimena tomó la carretera al puerto comercial de Pichilingue, que queda a algunos kilómetros de La Paz. Ese tramo del camino es precioso, pues se ve la bahía en todo su esplendor, destacándose muchas tonalidades azules en el agua. El mar siempre me ha hipnotizado. Pasamos unas formaciones rocosas que son reconocidas como la roca de la calavera porque parecen cráneos muy diversos, tal como si la tierra hubiese tenido una alucinación o pesadilla y ésta se hubiese condensado, quedando efigies de la muerte, sólidas, en un grito perpetuo, o bien como si unas gárgolas hubiesen estado enterradas y al intentar escapar del subsuelo su fuga hubiese sido descubierta por algún Dios gorgona que los volvió de sal.
Dentro de todo la muerte era bella en esas rocas. Mucho se dice de estas formaciones, que es un centro magnético, que es una pista OVNI, que se escuchan cantos en la noche pero nunca encontrarás quién es quien canta, en realidad es un misterio, pues, pese a que han sido declaradas como patrimonio histórico del país por parte del Instituto Nacional de Historia y Antropología, y en ellas fue encontrado un esqueleto humanoide de más de tres metros, nunca se ha puesto atención en tales rocas, cuando no que lo del esqueleto sólo lo conoció la gente local, pues fue una noticia que se calló a la opinión pública de manera fulminante, es más, ni siquiera hay un letrero que diga que esas son las famosas rocas de la calavera, aunque no lo ocupan, hasta el más lerdo notaría que parece una enorme calavera roja.
De ahí pasamos por muchas curvas, teniendo a mano izquierda toda la vastedad del mar y del atardecer. Mientras avanzábamos, yo le decía a Jimena lo bello de las playas, que el mar me energizaba demasiado, que el mar me infundía un ímpetu que recorría todo mi cuerpo, «Es más», le dije, «mira como se me ha puesto dura la verga sólo de estar recorriendo la orilla de la playa como si fuera la espalda de una mujer», ella distrajo un poco la vista de la carretera para encontrar que era cierto lo de la erección. Y a partir de ese instante, si su charla era la de una imbécil, ahora sí que se había vuelto en la plática balbuceante de una estúpida integral.
Si bien la carretera tenía algo de tráfico, ello se debía a que era más o menos la hora en que sale del puerto de Pichilingue un transbordador con destino al macizo continental de México, pues de aquí sólo se sale en avión o en barco, ya que de La Paz a Tijuana se hace un insufrible camino de 24 horas de manejo, con riesgo de quedarte en la carretera tirado y que transcurran horas antes de que vuelvas a ver un auto pasar. Es como una enorme isla pegada al continente por uno de sus extremos. Lo cierto es que en invierno es raro que encuentres coches que sigan más allá de Pichilingue, y sólo ocurre con los que tienen un plan específico, como nosotros.
Pasamos por Balandra, que es una playa bellísima, pero había algunos turistas dado que acostumbran venir a estas playas durante el crudo invierno de sus países, pues si bien la gente local es muy miedosa para el frío y de hecho se siente morir si baja más de 14 grados, para los extranjeros aun 5 grados centígrados resulta bastante veraniego, entonces era inadecuada para lo que tenía en mente, además que en dicha playa las hermosas formaciones rocosas albergan unos mosquillos que se llaman jejenes que molestan como el Diablo una vez que atardece. Nos fuimos de ahí sin prevenir a los turistas de lo que les esperaría en unos minutos, siendo la pareja que orgullosa terminaba por acomodar su enorme sombrilla la que más lástima me daba, de hecho me sonreí de imaginarlos rascándose sus blancas pieles por culpa de los jejenes, cuyo piquete no se quita en tres horas, y como son tantos, la pesadilla está garantizada.
Nos pasamos hasta otra playa que es la playa Tecolote, que está más vertiginosa que Balandra, y ahí seguimos el camino a la derecha para llegar a otra playa más inhóspita, que era la Playa Coyote. Si bien Balandra no tiene olas por ser una bahía pequeña, ideal para niños, Tecolote tiene más fuerza del mar, y se presta a diversiones más de adultos, pero la Playa de Coyote, en realidad no es una playa que tenga contaminación ni presencia humana. La carretera muere al llegar a Tecolote, por lo tanto avanzar es adentrarse entre dunas. Fue difícil llegar hasta Playa Coyote porque el coche en el que íbamos es más bien bajito, y las arenas pueden dejar atascado a cualquier coche que no se encamine con precaución. Sin embargo, los riesgos valían la pena. Teníamos una playa desierta para nosotros dos. El contrato era muy claro, yo no esperaba que ella me trajera hasta acá nada más porque sí, y ella sabía que yo sabía eso. Además, desde hacía unos kilómetros llevaba yo la verga de fuera y no permitía a Jimena que la tocara, como si fuese un niño que acabara de atrapar un pájaro y no quisiera prestárselo a nadie, custodiándolo con mucho celo, con mis puños jaula, pero con la promesa de prestarlo más tarde. Ese más tarde llegó, y sin mayor preámbulo hice de acceso público mi miembro que alcanza los 18 centímetros, y tiene un grosor bastante aceptable, sin contar que su conjunto de venas lo hacen ver muy gallardo. Hice para atrás el respaldo del auto y con ello le di pauta a Jimena para que comenzara a chuparme el pene.
La verdad es que mamaba bastante mal, como si la acabaran de entregar su boca hacía algunas horas y aún no supiera como utilizarla. Desde luego era decepcionante para mí el hecho de que una boca tan carnosa que ofrecía una excelente expectativa tuviera un desempeño tan pobre. No obstante ello la dejé hacer, no porque sintiera rico en la verga, pues parecía que por error la había yo metido en un sacapuntas, sino porque me daba mucho morbo ver a la señora tan arregladita, tan bien maquillada, con su ropa finita y dentro de su carro lujoso en semejante predicamento, con el tronco de mi palo abriéndole al máximo su aro bucal. Su lengua rojísima, cuando la usaba, igual tenía el sex appeal de un trapeador de pisos, pero se veía bien. Ella de vez en vez me miraba e intentaba sonreír a pesar de que mi garrote no le daba mucho margen para ello, supongo que ella creía que yo lo estaba disfrutando muchísimo. Me cagué de la risa cuando le mentí a quemarropa diciéndole: «Me encanta cómo lo besas, pero tengo ganas de más cosas», ella emitió un brillo que podría decirse que era bonito y preguntó con su boca hinchada, «¿De verdad me dijiste que te encantó?», «Por supuesto» le respondí, y no mentía, pues ciertamente lo que ella había preguntado era si se lo había dicho, y ciertamente lo había hecho, aunque de eso a haberlo sentido realmente había un gran trecho.
Con mi respuesta dio un brinquito de emoción que le quedaba a una chica con treinta años menos y no a ella, y completó «Nunca me lo habían expresado», y le creí, pues yo mismo no me explico cómo le había dicho semejante cuento, aunque luego pensé en lo puta que debía de ser para hablar de mamadas tan en plural. Pensé en lo mierda que ha de haber sido la vida sexual de esta mujer que todos los hombres a los que le mamó la verga le habían ocultado el secreto de que mamar no era lo suyo, lo que demostraba lo poco que ella les importaba.
Lo anterior me dio un choque de conciencia, de esos que casi nunca me dan, pues siempre he admitido ser un hijo de puta que juega a ganar con o sin trampa, y sentí una tristeza por ella, pensando a las decenas de hombres que le habían puesto el garrote en la boca y no habían tenido la cortesía de decirle que lo hacía bien, o de enseñarle un poquito, cosa que era justo, pues el problema de esta mujer era cuestión de técnica y no de ánimo. ¿Acaso los hombres no sobrevivimos gracias a la mentira de las mujeres? Sería iluso pensar que cada vez que dicen estarse viniendo lo estén haciendo realmente, los «Qué rico coges»; los «Más papito»; los «Me estás matando»: muchas de las veces son gentilezas amables y lastimosas que lo que buscan es que nos motivemos lo suficiente para que se nos pare el pito de verdad.
Como digo, momentáneamente sentí que esta mujer se merecía, aunque muy a destiempo, tener la mejor cogida de su vida. ¿Yo qué perdía? Iba a entregarme con fuerza, con delicadeza, iba a ser su sorpresa, eso que ni soñó en la mañana que se despertó y se vio al espejo y se supo vieja, me declaraba culpable de ser el destinatario de su arreglo personal del día, sería la condensación de esa verga abstracta que tenía en la mente y que no llegaba a concretarse, pues yo sería la materialización de ello, sería su deseo hecho carne. Puede que al ir en su coche no significaba para mí más que una ocasión de sentir el morbo en mis arterias, pero conforme me apiadaba de esa soledad que me había transmitido con su «Nunca me lo habían expresado», el acostarme con ella iba tomando sentido, iba teniendo significado, era una misión a la que me tendría que adentrar con amor. Tal vez no por amor a ella, ni por amor a mi afirmación como macho, sino amor a lo que habría de suceder. Ahí, en esa playa, iba a ocurrir un heroísmo, iba a sucederse un pequeño milagro, y yo sería el conducto.
La llevé a la playa de la mano, como si fuera mi novia, esa que adoré a los dieciséis años y que nunca pude hacer mía, la tomé de la mano con el mismo miedo de ese entonces y le ofrecí mi mirada de cortejo, era un muchacho para convertirla a ella una mujer muy joven, ella comprendió y se sonrió como una chica de veinte, o menos. La acerqué a mi cuerpo y juntos anduvimos un poco por la arena luego de quitarnos los zapatos. Ella se veía extraña con su vestido de diseñador y sin embargo descalza sobre la arena. Su atuendo se convirtió ante mis ojos en un grupo de pétalos que uno a uno fui desprendiendo, con sutileza, con la timidez que un muchacho tiene al desvestir a su novia por primera vez, con un pavor en el corazón de que ella repentinamente ya no desee seguir, y poco importaba que esta mujer me estuviera mamando la verga hacía un rato, pues por una suerte de magia aprendí a ver su boca con la frescura de una boca que nunca ha besado, mis manos al tocarle los labios, los ojos, las nalgas, los pechos, la cintura, lejos de vulnerarla la virginizaban. Cuando estuvo desnuda ella era una joven sin edad, su edad era la juventud misma, no importaba la rigidez de su piel, ni la firmeza de su carne, pues el batir de su corazón era tan intenso y constante como cuando la partera la extrajo del vientre de su madre y sonrió diciendo «está viva»; su respirar se extendía hasta antes de su inhalación y después de su exhalación, es decir, no comenzaba ni terminaba nunca, y eso la convertía a ella en parte del mar.
Mis manos habían hecho de ella una virgen preparada para el sacro oficio de amar. Cuando empecé a besarla delicadamente mientras yacía de rodillas sobre la arena, pensaba que besaba a una hija de Tritón que había escapado del mar por unas horas, sólo para enseñarme la dimensión en que un hombre era capaz de gozar, sólo para que aprendiera yo a decir con convicción «Soy feliz».
Una vez que besé su sexo con toda la parsimonia, todo el cuidado, toda la devoción de que disponía, enfilé mi falo y coloqué la punta justo en la abertura de su flor, y muy despacio, al ritmo de las olas, comencé a embestirla como el agua a la arena, penetrándola, filtrándose en cada rendija, volviéndose una misma sustancia. Carne con carne hicimos de la inmensa playa nuestra cama. La visión del mar y el contacto directo con la tierra mientras follábamos nos hacía sus hijos predilectos, así que ambos nos llenamos de unas energías que no eran nuestras, el mar me tomó a mí y la arena a ella, y poseídos por tales esencias hicimos el sexo como ellos no pueden hacerlo, sufriendo el éxtasis de ser sus títeres, de ser sus cuerpos por conducto de los cuales deciden acoplarse.
Cada vez que un hombre y una mujer hagan el amor a la orilla del mar, ahí se darán cita el mar y la tierra, y los poseerán para hacer el amor que tanto ansían y no pueden, y con ese frenesí, con esa voluntad contenida y liberada, los cuerpos del hombre y la mujer definirán de nuevo el orden cósmico. Pasaron horas que no conté y seguía amándola, era una chiquilla, sabía a dulce y a sal. De pronto sentimos un ligero sismo, ya que esta tierra es hija de la Falla de San Andrés y por ende tiembla muy frecuente e imperceptiblemente, aunque puede que todo se debiera a que ella comenzó a venirse tan intensamente que fue como si el epicentro del sismo fuera su matriz. Sismo y matriz dieron a mi fuente el calor y la fuerza necesaria para que el mar decidiera, por mi conducto, verter toda su blanca espuma en esa cueva maravillosa que era su cuerpo, y así, sismo y yo, mar y ella, nos disolvimos en un orgasmo que duró infinitamente. Quedamos desnudos sobre la arena, mar y arena nos abandonaron y sentimos lo que le queda al desierto de noche luego que ellos se van, que es la oscuridad y un frío inclemente.
Las estrellas no tenían nada que ver con lo que ocurría aquí en esta playa, aunque lo habían visto todo y tintineaban excitadas. Una de ellas decidió suicidarse y se hizo fugaz. «Pide un deseo» le dije más por cliché que por otra cosa, y ella respondió diciendo algo muy intencionado, «Deseo que te vayas a vivir conmigo». Me quedé callado. Ella reforzó su petición «Es que ha sido el mejor sexo de mi vida». «Mío también» le dije, y ahora no mentía, había sido el sexo más salvaje que había tenido, aunque agregué, «pero es evidente que no tengo el mismo nivel de vida que Tú» le comenté no sin insidia, lo que no imaginé es que respondiera «Mi posición y mi dinero ya no es nada si me faltas». No dije nada. Nos vestimos. Me dejó manejar el coche y milagrosamente no nos quedamos varados en la arena. Manejé de regreso. Sin luna el mar deja de estar azul, pasa a estar negro. No lo ves, pero sabes que está ahí, y te sientes observado, como si éste estuviera también pendiente de cada movimiento que haces, esperándote con la paciencia de alguien que te sobrevivirá por milenios.
Durante el camino ella me iba colocando su mano en el hombro, tocándome con familiaridad, con una confianza que no merecía. Tan sólo habíamos tenido el mejor sexo de nuestras vidas.
Pensaba en el morbo. Pensaba en los fetiches. Todo es fetiche, el ser humano no puede amar ajeno a los fetiches. Siempre amas a alguien atendiendo algún fetiche. Es más, si lo hicieras con una desconocida de quien no ves el rostro, de quien sólo tienes sus nalgas en tus manos para satisfacerte como con una carne prestada para follar, eso mismo sería ya un fetiche.
Se ha intentado usar la palabra fetiche sólo cuando hay un uno y único fetiche que te gobierna. Es decir, fetiche ha sido entendido como aquel objeto o situación única sin la cual el placer no es placer, con lo cual tu pene no se endurece al cien por cien, sin el cual reservas gotas de semen para después. Un fetiche puede ser que el amante use antifaz, que vista de látex, que sea tu esclavo, el dinero y la opulencia, la sangre, la violencia, que use un gorro pasamontañas y te hable en zapatista, todo. En realidad no somos seres capaces de amar, sino expertos fetichistas. Basamos el amor en ubicarnos en la contra esquina de aquello que detestamos, es decir, poco importa lo que queramos como fin último del amor, pues basta con que se te atraviese algo que no odies del todo, algo que dentro de tu lógica no te sea inadmisible y, cumplido el requisito, puedes meterte en lo que sea.
Como ejemplo esta tarde. Mi fetiche fue este carrazo que ahora manejaba. Luego miré a la mujer que me doblaba la edad, no era lo que deseaba, pero estaba tan arreglada que me dieron ganas de desarreglarla, tan vestida que me daban ganas de desvestirla. Una mujer así me daría ordenes fácilmente, bueno, pues aposté al juego de yo ordenarle. Me subí al carro no porque fuese el coche en el que siempre quise subirme, sino porque era distinto a todos aquellos en los cuales detestaba subirme. Manejaba el coche por el gusto de manejarlo, sino porque prefería eso a que ella manejara. Le hice el amor a ella porque detestaría que otro se la metiera en el momento en que yo podía hacerlo. Dejé que me mamara sólo para ver la cara que ponía, y la penetré como un loco porque no era yo quien la amaba, sino una fuerza ajena a mí, y sobre todo porque ella no lo esperaba. Y así. Las mujeres dominantes se casan con los hombres que no pueden dominar, los hombres fieles se casan con la puta que habrá de hacerlos infelices, uno se ata a aquellos que son distintos a la propia persona no porque los amemos, sino que su existencia independiente y libre de nosotros nos implica el reto de convertirlos en nosotros mismos, su existencia nos amenaza y por tanto hay que cambiar su manera de ser.
Si me acuesto con una morena es porque no es una rubia, a las que odio, una oriental, a las que me dan ganas de hacerlas llorar sin motivo aparente, prefiero las jóvenes porque no son las viejas que no deseo, y follo a las viejas si no lamentan serlo, no sé si para sentir placer o para hacerles una resaca en la piel, en otras palabras, no hacemos el amor, hacemos el odio.
Los fetiches están siempre presentes. El primer fetiche es un fetiche de género, sólo eliges mujeres para follar, o sólo eliges hombres, es una preferencia, es decir, un fetiche, o eliges ambos y el fetiche es saber que eres tan macho y tan puto, luego viene la edad, el color de piel, el tono de voz, el quejido cuando atraviesas a alguien. Lo ideal es que desees a alguien en forma tan absoluta que se convierta en tu exclusivo fetiche, en ese que obra para ti, ese que vive para tu placer, a ese me entregaría profundamente.
No contesté su invitación de vivir con ella, pero manejé hasta su casa. ¡Qué mejor respuesta había!
Me advirtió que vivía con un primo de ella al que no había que hacer mucho caso, que si bien el tipo se sentía un poco su dueño, ella dejaba en claro que la única dueña de ella era ella misma… y yo si la aceptaba como algo de mi propiedad, como algo muy mío.
Ella me adentró a su casa perfectamente consciente de que yo no le había dicho que aceptaba vivir a su lado, pero pareció no importarle. Su estrategia era muy clara, quedarme hoy, irme quedando más días, no notar que de rato vivía con ella. Tuvo la virtud de no exigir que le dijera que viviría con ella, le bastaba con que lo hiciera, con eso ella tenía una victoria, sin importar que le dijera que me marcharía, que me iría, siempre que me quedara una noche más en su cama para decírselo, y para meterle la verga como si se tratara de la última vez.
La vida en su casa era bastante cómoda, a excepción del primo, que parecía no dedicarse a nada más que a estar incomodando. Jimena tenía un pinche perro chalado, que se creía muy aristócrata. Era un perrillo cruzado de color gris con tirillas de canas. Llevaba un corte tipo Schnauzer, pero era más arrabalero que otra cosa. Eso sí, el pinche perro se hacía el muy digno. Yo no tenía inconveniente con el animal porque en tanto llegaba Jimena, la hacía que se enfocara en mí exclusivamente, aunque lo cierto, parecía que el perro, que se llamaba «Boby», tenía en aquella casa más derechos que el primo. Detalles que me lo hacían ver así era que Jimena siempre le preparaba a Boby un pedacito de milanesa de res a término medio, y tenía que servírselo en su platito de perro ya cortado en trocitos no muy grandes, sí no, el perro desgraciado no los comería. El primo tenía que guisarse él mismo sus patatas, o algo así de insufrible.
El perro me caía gordo y de rato el animalillo aprendió quien mandaba en esa casa. Un día estaba yo sentado en el sillón y el hijo de perra me empezó a gruñir porque estaba sentado en su pedazo de sillón. Lo miré y el hijo de puta me sostuvo la mirada, hizo una mueca que yo entendí como un desplante, como si el perrillo me estuviese mentando mi madre. Me paré y le di un puntapié al puto perro en su culo de mamífero por mentarme mi madre y lo amenacé con follármelo si delataba la agresión. A partir de entonces el cabrón hasta me mueve la cola cuando llego de la calle.
La vida fue hedonista en aquella casa. Descubrí que a Jimena le gustaba mucho jugar con una verga en la boca, y como amor a la humanidad le fui diciendo cómo mamarla, era una materia que debió haber cursado a los dieciocho. De rato sus mamadas competían con las de cualquier felatriz de cine porno. Noche tras noche exigía mi mamada para que se me bajara la cena. Su cuerpo ya no era lo fresco que yo quisiera, pero había tantos atuendos de lencería que ella guardaba en el ropero que cada noche había desfile. Me gustaba venirme dentro de ella porque su matriz ya no representaba riesgo alguno de procrear. La follaba donde fuera, en cualquier parte de la casa, y me importaba un rábano que el primo de vez en cuando nos espiara.
Llegué a pensar que el primito estaba ahí para follarse a Jimena cuando no tuviera ningún hombre en casa. Ella de vez en vez notaba que el primo nos espiaba y eso parecía ponerla más cachonda, gemía y se movía como una poseída, gritando que quería más de lo que le estuviera dando.
Con el tiempo supe que el primo no era primo, que en realidad era el marido de Jimena que no había querido darle el divorcio y que a raíz de tal negativa ella lo había sentenciado a presenciar cuanta aventura tuviese. Yo me sentí raro porque me cogía a Jimena sin disimulo, y en algún almuerzo hasta habíamos platicado animadamente el primo-esposo y yo. Pensé que el cabrón cornudo lo merecía por no darle la libertad, y a partir de entonces empecé a tratar a Jimena como si fuese enteramente mía, mío su culo, mías sus tetas, mía su boca, mías sus manos, míos sus bienes, todo mío, no por amor, sino por joderme al marido y supuesto primo. Pasaron un par de meses y fueron suficientes para que el maridito decidiera dar el divorcio de una buena vez.
Con el tiempo ella empezó a querer tenerme en sus garras y yo me dejaba. De rato me controlaba parcialmente. Supo meterme en la cabeza la avaricia respecto de su herencia. Cada mes a su lado implicó treinta y un días de sexo. Ella feliz, yo no tanto. Sentía que su cuerpo carecía de cierta agilidad, no se lo atribuyo a la edad porque estoy convencido que sus movimientos eran torpes desde que su cadera existe, en veces creía que me estaba acostando con una especie de muñeca o costal. Debo admitir que algo tiene su boca. Sus besos en la boca son la cosa más rica que existe, abre la boca como si nuestros cuerpos descendieran al fondo del océano y uno cada vez fuera el poseedor del oxígeno vital, abierta su boca, cubriendo el espacio, llenando fisuras, sellando vacíos, su contacto labial fue siempre total y su vehemencia pre caníbal, sus mordidas siempre invitaban a una respuesta, la lengua propia era en la suya una boa hembra aunque tu fueras hombre. Como a mí me había besado primero el miembro que la boca, no tuve tiempo de tener expectativa respecto de la calidad de su mamada, lo que sí, si la hubiese besado primero en la boca, mi falo se hubiera apuntado a la fiesta de inmediato, ansiando el momento de ser tocado por esa boca mágica. Como digo, ella no tenía idea de cómo chupar una verga, y mi reto docente, por decirlo así, era canalizar todo ese potencial que se encerraba en aquellos labios.
Arregló las cosas, no tuvo que esperar el año reglamentario después del divorcio para poder volver a casarse, después de todo, el periodo de gracia en el que ella podría estar encinta era una ridiculez en su caso, pues estaba operada y su edad tampoco le permitía ya tener familia. Nuestra boda fue agridulce. Nadie que estuviera ahí tuvo dudas de que yo acudía al registro civil con cara de bandido, mientras que la crucecita que señalaba que tendríamos bienes comunes quemaba en el acta de matrimonio como si fuera una marca de ganado que convertía a Jimena de humana en vaca, burra o cualquier otro animal de los llamados inconscientes.
Yo no tenía nada que perder y todo qué ganar. No tenía ni en qué caerme muerto y ahora tenía varias casas en Baja California Sur. Siempre he considerado que he vivido en un área especial del mundo, o al menos así me parece. Esta tierra cuenta con varios poblados, la ciudad de La Paz, Todos Santos, Pescadero, San José del Cabo y Cabo San Lucas, es una tierra hermosa, de cariño le dicen La Baja, aunque quienes lo hacen son la gente que no es oriunda de aquí, de hecho este mote se considera que tiene un sentido peyorativo respecto del nombre del estado, tan es así que existe una ley que prohíbe el uso de expresión «Baja» o «La Baja» en cualquier medio de comunicación, o razón social de un negocio, etc. Y la pena por cometer esta falta va desde la clausura de negocios, cancelación de permisos para el negocio de que se trate y multas severas. Los norteamericanos conocen a Cabo San Lucas como «The land´s end» o fin de la tierra, y no porque tenga connotación apocalíptica, sino que ahí termina la península y parece ya no haber nada más, el Mar de Cortez y el Pacífico se tocan en una formación rocosa llamada el «El Arco de Cabo San Lucas». Bueno, pese a que toda mi vida la había pasado aquí, nunca había tenido nada. Ahora tenía una casona en la mejor zona de Los Cabos, un gran terreno en Todos Santos, éste con cabañas; un terreno en Pescadero, cerca de la Playa Los Cerritos, y todo eso era fortuito, pues cuando me casé con Jimena sólo conocía una enorme casa que ella tenía en el Fraccionamiento Perla.
(continuará…)