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Ella

Ella

Ella llegó. Sin mediar palabra, me tocó, y me besó. En la mejilla. En el cuello.

“Para -dije.- “Ni siquiera conozco tu nombre”.

“Marta –me contestó- pero, ¿Qué importa?”.

Me miró y me besó en la punta de la nariz. Sus manos rodearon mi cintura, y yo me estremecí.

Ella lo notó y me sonrió. Me besó en la boca. Jamás me habían besado así, ni siquiera un chico. Metió con delicadeza su lengua en mi boca y la movió en sentido circular, enroscándola ligeramente.

“Dios, ¿pero qué estoy haciendo?” me pregunté, pero ya no estaba tensa, ya no era una desconocida.

Me tocó el trasero; primero ligeramente, luego con una firmeza que me hizo gemir.

Noté que algo se despertaba en mi interior, que me calentaba y despertaba un deseo largamente escondido.

Se separó de mí y me observó, esta vez con una sonrisa maliciosa.

Se arrodilló y juro que no sabía lo que iba ha hacer. Yo le iba a preguntar, pero me chistó y me bajó una media y luego la otra.

Entonces se levantó otra vez mientras me subía la falda, y con una fuerza bien medida me sentó en el borde del lavabo. Entonces me bajó las braguitas y me besó ahí.

Fue como si toda la tensión acumulada a lo largo de mi vida estallará, y yo con ella. Grité y como réplica, me penetró con uno de sus dedos, y luego con dos, mientras seguí besando mi clítoris.

Yo seguía gimiendo con la lengua por fuera. Luego se desabrochó el top dejando ver sus preciosos senos blancos y me dijo “Bésalos”.

Acerqué mis labios a esos pechos tan redondos, perfumados y con aquellos pezones tan sonrosados y pasé mi lengua por ellos, introduciendo luego mi cara entre ellos mientras repetía “Oh, si”.

Durante un rato eso fue lo único que se oyó. Luego me agarró y me hizo caer y poner de rodillas.

Luchó con su cremallera y sus braguitas ajustadas y entonces vi ese vello oscuro y rizadito, tan sexy.

Era más de lo que podía aguantar cuando mi cabeza estaba entre sus muslos y probaba el ligero sabor salado de sus fluidos, mientras sus manos acariciaban y me daba ánimos entre gemidos. Entonces me corrí.

Yo no sabía que era, como si me hiciera pipí, y un chispazo me recorriera desde la columna hasta los dedos, y placer, placer sin limites, sudaba y ella gritaba que era su cariño, y yo me derrumbé en el suelo del baño. Sentía que algo rozaba mi conejito insistentemente.

Era su mano, y otra vez su lengua en mi boca, y me susurraba al oído lo fantástica que era, y era demasiado placer a los catorce años.

Entre eso y lo que había bebido no tarde en quedarme dormida en el suelo de los aseos del restaurante.

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