La peor tragedia que podía ocurrir en mida llegó el mismo día en que nací: la naturaleza me castigó con un falo de tamaño fuera de serie.

Hoy, a mis 23 años, más de una docena de mujeres me han dejado con la estaca bien dura, por miedo al dolor que mi verga pueda causarles al penetrarlas.

Sin embargo, también me ha dado satisfacciones tremendas, como enchufar a mujeres ávidas de un mástil grande, como el mío.

Les diré, mi miembro viril mide 10 pulgadas de largo y dos y media de ancho, con una cabeza de tamaño normal para esas medidas, pero con las orillas del «casco» bastante prominentes.

Las mil y una historias que sobre mis constantes aventuras sexuales les platicara, no tendrían mayor atractivo, que lo grande de mi verga y las clásicas situaciones que derivan de una relación sexual.

Pero si les decía que mi miembro me ha provocado grandes problemas, haberme cogido a la esposa de mi hermano mayor, fue una de las máximas satisfacciones de mi vida.

Primero, porque Raúl, por haber sido el mayor y mejor estudiante de los seis hijos de mis padres, fue un consentido y atenido a ello, se convirtió en un abusón, que lo mismo nos despojaba de nuestros juguetes, que nos golpeaba sin ser jamás castigado.

La otra es que Clara, su esposa, es un verdadero manjar de los dioses.

La verdad, hacen una estupenda pareja, pues si ella posee un cuerpazo que va desde los 1.76 metros de estatura y medidas más que perfectas, con unos pechos grandes y firmes, su cara angelical hacen que luzca cachondísima a esos 29 años.

Y mi hermano, con todo y el rencor que le tenía, hay que reconocer que el futbol americano que practicó hasta a universidad y el gimnasio del que nunca se ha despegado, lo tienen dotado de un cuerpo atlético, lleno de músculos, sin que éstos lo hagan una «mole» de ésas que concursan en fisiculturismo.

Pero eso es harina de otro costal.

De lo que quiero contarles es de la ocasión en que, semanas después de que mi esposa Diana me dejó, cuando la obligue a tener relaciones por su ano, me abandonó, aunque sé muy bien que las cogidas que yo le daba por su vagina, no lo hará nadie y eso lo hará volver al hogar y tuve que refugiarme en casa de Raúl y Clara, para hacer mis comidas, aprovechando que vivo a unas cuantas calles de su casa.

Eran ya más de quince días que Diana había dejado la casa y yo había tenido que consolarme con puñetearme o llamar a «Manuela», como decimos los mexicanos a la acción de masturbarnos.

O sea que tenía más de 15 días sin meter mi verga en un hoyito femenino.

Y no porque fuera fiel a mi esposa, sino porque mis compromisos laborales, casualmente en esos días, se hicieron más extenuantes y me impedían buscar alguna chica que me diera satisfacción.

Pues bien, una de esas noches en que llegue a casa de mi hermano para cenar, me encontré con la sirvienta, una viejecita con más de 60 años, que me abrió el paso y me informó que ni Raúl, ni Clara estaban, pues él había salido de la ciudad, para regresar dos días después y ella había aprovechado para ir a practicar tenis al club cercano a la casa.

Pasé a la mesa para ingerir mis alimentos cuando llegó Clara.

¡Oh, Dios! ¡Cuánta hermosura ¡

Se las describiré: a todas las medidas que arriba les indiqué, súmenle el pelo quebradizo, bastante mojado por el sudor y cayendo despreocupadamente por su cara, también empapada y con sus labios con apenas unos restos de carmín. Una blusita deportiva, mojada por el mismo sudor que dejaba trasparentar unos pezones que se adivinaban ricos, a pesar del brasier. La falda corta que se usa en ese tipo de deportes era lindo marco para unas soberanas piernotas, musculosas y bien formadas.

Tan solo de verla, mi aparato se puso en tensión y mis huevos se endurecieron.

«Tengo que cogérmela», me dije a mí mismo e inmediatamente puse manos a la obra.

Primero comencé a chulearla.

«Qué hermosa te ves, cuñadita», le dije y el piropo pareció gustarle, pues al tiempo que se sonrojaba, sonrió para darme las gracias.

A mí me pareció una invitación y de inmediato me paré de la mesa, le quité la raqueta de las manos y con la misma toallita que portaba al cuello, comencé a secarle la cara.

¡Qué delicia!

Ella, como que se asustó y dio un paso hacia atrás, pero yo la detuve por la cintura y le planté un beso que incluyó mi lengua en el interior de su boca.

Opuso algo de resistencia y eso más me enardeció.

Le acomodé mi verga, aún metida en mi bikini y mis «pants», para que la sintiera y resultó peor, pues se soltó e inició la retirada.

Debo aclararles que antes de su llegada, yo había mandado a la viejecita a comprarme unas cervezas y tardaría un buen rato, pues el «súper» donde las venden está a unas cuatro cuadras de la casa.

Es decir, tenía tiempo de hacer mi travesura.

Clara había comenzado a subir las escaleras rumbo a los dormitorios, para ponerse a salvo, pero solo empeoró la situación al mostrarme su lindo trasero cuando se inclinaba.

Totalmente enloquecido, la alcancé y derribe escalones arriba.

Allí mismo comenzó el ataque.

Volví a besarle hasta que sus brazos que intentaban rechazarme, se enroscaron en mi cuello y su lengua comenzó a devolver las caricias de la mía, juntó su cuerpo al mío y ahí me di cuenta de que el tamaño de mi verga no sería impedimento para cumplir mi capricho.

En el mismo descanso de la escalera la despojé de todas sus ropas y al mismo tiempo me desnudé yo mismo, hasta quedar los dos sin nada encima.

Contra lo que yo esperaba, ella, con sus dos manos, tomó fascinada mi enorme falo y comenzó a masajearlo de arriba abajo y a darle de besos en el grande amoratado.

Sabedor de que el tiempo que teníamos antes de que la sirvienta llegara era poco, solo le di unas chupaditas a su clítoris y allí me di cuenta de ella estaba perfectamente lista para recibir mi trozo de carne.

Yo quise ponerla en la clásica posición del «misionero», pero ella lo impidió.

«Déjame ser yo la que disfrute y te haga gozar», me dijo y yo no me hizo de rogar.

Me puso de espaldas al piso y ella se colocó encima de mí.

Con su mano derecha cogió mi falo, lo acomodó en la entrada de su vagina y comenzó un exquisito descenso hasta que solo los huevos le quedaron de fuera.

Enloquecida de excitación, inició una cabalgata que la llevó a no menos de tres orgasmos consecutivos que la hicieron pegar unos gritos como yo nunca había escuchado a una mujer en pleno acto sexual.

Cuando se dio cuenta de que mi verga estaba a punto de estallar, paró la cabalgata, se sacó mi aparato y se puso «de perrito».

«Quiero que me culées», me ordenó, pero espero la leche en mi cara.

Esa instrucción me recordó una vieja frase que dice: «sí es una orden, que se cumple; si es castigo, eso y más merezco».

Más tardó ella en colocarse en cuatro patas, que yo en tenerle totalmente metidas mis 10 pulgadas de carne en el culo.

Le había metido toda la verga por el ano y ella apenas dio un par de quejidos.

Luego me enteraría que la muy puta engaña a mi hermano con sus instructores de tenis y de gimnasio, pero no deja que la cojan por la vagina, «porque por allí le soy fiel a mi marido».

Pero eso es bronca de ellos.

Yo me di gusto metiendo toda mi verga en ese culo durito que la muy puta sabe usar a a perfección, pues forzaba el esfínter para apretar mi mástil.

Estimulado de esa manera, no duré más de cinco minutos cogiéndola por el culo hasta que ella sintió que estaba en mis últimos segundos y se zafó.

Solo para ponérseme de rodillas frente a mí, con sus lindos labios abiertos, la lengua de fuera y viéndome directamente a los ojos, lista para recibir los borbotones de leche que brotaron por el agujero de mi glande.

Buena parte de mi leche se la tragó sin hacer gesto alguno y otra parte quedó plasmada en su carita.

Nos vestimos inmediatamente. Yo volví a mi silla y ella subió a la habitación.

Instantes después entraba doña Coty, con las cervezas en la mano, pero con una sonrisa irónica en sus labios, sumada a una bien pronunciada frase de «¿me tardé mucho?», que me hizo pensar que fue testigo de todo, pero no quiso interrumpir la tremenda cogida que le daba a su patrona.

Clara bajó unos minutos después. Me acompañó a acabar de cenar y luego me acompañó a la puerta de salida donde, cuidando la mirada de algún vecino curioso, le dio un agarrón de verga, al tiempo que me decía: «por qué te ‘aventaste’ hasta ahora, pendejo».

La verdad, haberme cogido a la esposa de mi hermano me hizo sentir cierto grado de pena, pero la satisfacción, como lo dije al principio del relato, fue doble: me vengué de las chingaderas que nos hizo cuando niños y fue la primera de la más de una docena de veces que nos hemos ido a retozar a un motel de paso.

Hasta la próxima.