Llevo años trabajando en el aeropuerto, en ese limbo de pasillos interminables y voces amplificadas, donde ayudo a los viajeros a embarcar o a completar su check-in, guiándolos hacia cielos que a menudo se vuelven caprichosos. Pero ese día… ese día la paciencia tenía filo.

Aquel viernes, el cielo se rebeló con furia: nubes densas como algodón empapado en plomo cerraron el aeropuerto durante gran parte de la mañana, tejiendo un tapiz de demoras que se extendió como venas rotas por todo el día. Los pasajeros, atrapados en esa red de frustración, se volvían sombras iracundas, descargando su veneno sobre nosotros, el personal de la aerolínea, como si fuéramos los artífices de la tormenta. Insultos volaban como flechas envenenadas, y algunos incluso alzaban manos temblorosas en amenazas físicas, convirtiendo el caos en un campo de batalla invisible.

Mi tarea ese día era un ritual de misericordia forzada: ubicar a los pasajeros en conexión que habían sido dejados por sus vuelos, asignarles vouchers de comida como consuelo, y en los casos más extremos, un hotel que sirviera de refugio temporal. El peso de sus miradas acusadoras me aplastaba; me insultaban como si yo hubiera invocado la niebla, me trataban con desprecio crudo, y en un momento, un hombre furioso extendió su brazo hacia mí, rozando el límite de la violencia. Mi corazón latía como un tambor desbocado, el estrés se acumulaba en mis venas como humo espeso. Pedí a mi supervisor un respiro, un paréntesis para exhalar el veneno acumulado, antes de que mis palabras se volvieran insultos contra pasajeros. Me dirigí a la cafetería, un oasis precario en el bullicio, compré un café humeante y algo de comer sencillo, y me encaminé hacia una zona reservada solo para empleados, donde el ruido del mundo se atenuaba como un eco lejano.

Apenas había avanzado unos metros cuando un pasajero, distraído por su propia prisa, me empujó sin malicia aparente, mi café cayó al piso, salpicándome los zapatos, la media pierna y el ánimo. Avergonzado, balbuceó disculpas entrecortadas, pero mi ira bullía como lava, y apenas le presté atención, mi mente nublada por el agotamiento. Al verme así, se ofreció a reponerlo, y en mi rabia contenida, acepté; después de todo, era lo justo. Regresamos juntos a la cafetería, y mientras esperábamos la orden, se presentó: Sebastián, que aunque con una voz que fluía algo calmada, me contaba de su urgencia desesperada por llegar a Buenos Aires al día siguiente. Había una mezcla de ansiedad y derrota en sus ojos que, por alguna razón, me atravesó. Me dio lástima. Y yo, que ya estaba al borde de mis propios límites, terminé queriendo ayudarlo.

Le busqué opciones, revisé vuelos, confirmé lo que ya sabía: no habría forma de que saliera esa noche. Ni con mi aerolínea ni con ninguna. La opción que surco por mi mente le ilumino la vida: Y si no espera al próximo vuelo directo a Buenos Aires en 24 horas, sino que le puedo acomodar en uno que sale temprano en la mañana hacia Lima y de allí embarcar otro, podría estar llegando incluso antes que la hora de itinerario del vuelo directo y, además podría gestionar su hotel para esa noche solitaria. Hizo sus cálculos mentales, el alivio iluminando su rostro como un rayo de sol perforando las nubes, y accedió. Terminé mi café, le pedí su pasaporte y le indiqué que esperara en la cafetería. Me alejé, manejé los trámites con la precisión de quien domina ese laberinto burocrático, y regresé con los documentos en mano.

Pero al volver, Sebastián había desaparecido, como un fantasma engullido por la multitud. Busqué con la vista, escudriñando mesas y rincones, pero no lo encontré. Mi tiempo libre se agotaba como arena en un reloj, y no podía demorarme. Decidí guardar sus papeles en lugar de entregarlos a objetos perdidos; quizás él me buscaría.

No lo hizo.

Así que indagué en el sistema, encontré su contacto y lo llamé. Su voz al otro lado reveló el error: una compañera lo había llamado con otros pasajeros para el hotel, olvidando que yo tenía su pasaporte. Me pidió que lo esperara, pero le expliqué que perdería el transporte de la empresa que me llevaba a casa. —Yo te pago el taxi, no te preocupes— respondió de inmediato. Hombre que soluciona, y la idea me sedujo: en lugar de una hora y media de trayecto agotador, treinta minutos de comodidad. Acepté, y cuando regresó, traía un detalle envuelto —un gesto de gratitud por el reembolso y el pasaporte devuelto—. Me invitó a cenar algo rápido, y con el hambre royéndome y sin prisa ya, asentí.

Nos sentamos en una mesa apartada del aeropuerto, donde las luces fluorescentes bailaban como estrellas artificiales, y la conversación fluyó como vino derramado. Olvidé el estrés, que se disipaba como humo en el viento, y a Andrés, mi esposo, esperándome en casa. Sebastián hablaba con una elocuencia que me envolvía, hilvanando anécdotas de viajes y sueños truncados, sus ojos clavándose en los míos como anclas en el mar. El tiempo se estiraba, perezoso, hasta que terminó la cena y me propuso unos tragos en un lugar más accesible, lejos del aeropuerto pero cerca de su hotel. En tres segundos calculé una excusa para Andrés —trabajo extenuante, demoras inevitables— y acepté, el pulso acelerándose como preludio de una tormenta.

Llegamos a un bar donde la música pulsaba como un corazón vivo, obligándonos a acercarnos para hablar, rozando oídos y alientos de una manera que encendía chispas invisibles. Dos copas, risas compartidas, y de pronto sus labios buscaron los míos. El alcohol tejía su red sutil, y lo evité con una debilidad que él notó, como un cazador oliendo la presa. Con pulgar e índice en mi barbilla, giró mi rostro hacia él, y esta vez no huí; el beso se hundió en mí como una ola, despertando un calor húmedo en mi entrepierna, un río secreto que fluía sin control.

Me propuso ir a su hotel, y sin dudar, lo seguí, el deseo latiendo como un tambor en mis venas. Entramos a la habitación, donde su ropa yacía en desorden sobre la cama como testigos mudos de su prisa anterior. Apenas cerró la puerta, me arrinconó contra la pared, una mano en mi vientre como barrera firme, la otra sujetando mi muñeca, inmovilizándome en un abrazo de poder sutil. Sus ojos recorrieron mi rostro en silencio —labios, ojos, cuello—, como un pintor estudiando su lienzo. Con el pulgar, trazó mi mejilla izquierda, el lóbulo de mi oreja, un toque que erizaba mi piel como brisa en hojas secas. Giró mi cabeza con suavidad pero firmeza, exponiendo mi cuello, y su mirada descendió a mis pechos, devorándolos sin tocar. El silencio era un velo cargado de promesas, mi excitación un incendio lento imaginando sus pensamientos prohibidos.

—Te voy a cobrar lo que tu aerolínea me está haciendo perder —susurró.

Sus dedos se colaron entre los botones de mi camisa, y de un tirón violento la abrió, exponiendo mi piel al aire fresco. Rozó apenas el encaje de mi sostén con los pulgares, y luego, con la misma fiereza, lo arrancó, dejando mis pezones endurecidos bajo su mirada hambrienta — la sensación de un extraño observándome no la había sentido en mucho tiempo, pero ahora cargada de lo ilícito, como un fruto robado.

Inmediatamente, su mano izquierda cubrió uno de mis senos, mientras sus labios atacaban mi cuello, mordisqueando mi oreja, pellizcándome los pezones que respondían como flores al sol. Bajó con besos lentos, explorando mis pechos, su lengua danzando sobre mis aureolas y pezones, mientras sus manos buscaban el cierre de mi pantalón. Lo abrió con facilidad, bajando la cremallera lo justo para insinuar, pero sin invadir aún. Descendió con su boca por mi cuerpo hasta quedar arrodillado, pusé mis manos en su cabeza mientras bajó el pantalón hasta mis tobillos, mordisqueando mis piernas en el proceso, dejándome solo en tanga, vulnerable y ardiente. Se levantó, le quité la camisa, revelando un torso esculpido por el tiempo; él se desabrochó el pantalón, dejándolo caer con los boxers, exponiendo su erección orgullosa, con una gota perlada en la punta como promesa de lo inminente.

De nuevo, con violencia controlada, me giró contra la pared, abrazándome por detrás, sus manos en mis senos, y yo me empiné instintivamente, buscando su miembro que se posó entre mis nalgas. Comencé a mover mis glúteos en un ritmo primitivo, masturbándolo con la fricción, mientras él murmuraba: —Qué buen culo tienes—, su voz ronca como grava. Segundos después, su mano derecha descendió, apartando mi tanga y así encontrar mi clítoris, comenzó a frotarlo con maestría experta, mientras la izquierda alternaba entre mis senos. Mis gemidos se elevaban como olas crecientes, eché la cabeza atrás sobre su hombro, y él apretó mi cuello con una mano, elevándome al éxtasis con la otra. Llevé mi mano hacia atrás y tomé su pene, húmedo por la excitación, y lo masturbé brevemente, pero él apartó mi mano, bajó mi tanga y apuntó su miembro a mi entrada.

Un empujón sutil, yo alzando las caderas, empalándome en él por completo. Su mano abandonó mi clítoris para volver a mis senos, y comenzó su vaivén, entrando y saliendo con una deliciosa precisión que me llevaba al borde una y otra vez. Orgasmos se encadenaban como perlas en un collar. Estuvimos algunos minutos así, hasta que me llevó a la cama, aún sin sacarme su hombría, posicionándome en cuatro, para luego reanudar, esta vez con sus manos aferradas a mis caderas, de vez en cuando una nalgada que marcaba como fuego en mi piel y que avivaba el incendio —un placer que Andrés nunca me había dado. Y con lo que me gusta que me nalgueen.

Cuando sintió el clímax acercándose, se detuvo, me levantó y me pidió que lo montara. Obedecí, tomé su pene con mi mano para guiarlo a mi entrada y comenzar a descender lentamente, cabalgándolo con suavidad, con ritmo lento, sus manos en mis caderas. Cuando noté que su verga comenzaba a crecer dentro de mí y que estaba al límite, quise prolongar el momento, subiendo y bajando con lentitud torturadora, hasta que sus manos se posaron en mis senos y vi su rostro contorsionarse en éxtasis. Sentí cada chorro dentro de mí, llenándome hasta rebosar, escurriendo sobre él mientras jadeábamos, recuperando el aliento en un abrazo efímero.

Me sentí como una diosa caída —o una puta redimida— cuando me negué a quedarme, pidiéndole el dinero del taxi y marchándome, aun sintiendo su esencia escurrir entre mis piernas como un secreto viscoso. Al llegar a casa, Andrés se despertó, su voz somnolienta preguntando por la tardanza. Con tono de rabia fingida, le conté de la operación caótica, los insultos, las demoras, el estrés que solo quería lavar en la ducha y olvidar en el sueño.

Gracias por leerme.

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