Son casi las cinco de la tarde y estoy sentado frente al ordenador, tratando de traducir a palabras las sensaciones que se agolpan en mi mente.

Intento mantener la vista en la pantalla y abstraerme de lo que está ocurriendo en esta misma habitación, detrás de mí, pero no a mis espaldas.

Oigo el diálogo insulso de una película que llega a través del televisor.

Mi esposa Silvana está sentada en el sofá junto a nuestro amigo holandés Paul, quien de vez en cuando pasa por nuestra ciudad, se aloja en nuestra casa y se tira a mi mujer.

Permitidme que os hable de mi esposa: se llama Silvana, tiene cuarenta y cinco años y mantiene una forma envidiable a pesar de la edad y de sus dos maternidades.

Alta y rubia,  de corta melena lacia, ojos verdes llenos de vida y luz,  un cuerpo perfecto para ser amado y poseído. Capaz, con su sola presencia, de excitar por igual a todo varón, sea adolescente o anciano.

Llevamos dieciséis años juntos y tenemos dos hijos: una hermosa jovencita de quince años y un prometedor niño de once que guarda un sorprendente parecido facial con un navegante holandés a quien conocimos durante unas vacaciones de verano y con el que pasamos unos maravillosos días de navegación que bien pudieron dejar embarazada a mi esposa.

Nunca hemos hablado de este asunto, pero sé que ella se acostó con él durante aquellos días, pues de hecho fue la primera vez que me puso los cuernos descaradamente y en mis propias narices.

La realidad… bueno, en verdad hice todo lo que estuvo en mi mano para que ambos congeniaran y, en definitiva, fui yo quien la metió en su cama…

Paul… Paul…, ¿cómo podía yo competir contigo, con tu juventud y frescura, y sobre todo con aquellos ojos claros y aquella monumental verga?. Cómo iba a competir con aquellos tres, cuatro y hasta cinco polvos que cada día le endiñabas a este dulce putoncito insaciable que siempre ha sido mi Silvana? .

Paul tiene treinta y dos años, es alto –paso de un metro ochenta– , delgado, atlético y con una cara agradable de la que destacan la firmeza de su mirada y la delgadez del rostro, que termina en una barbilla casi puntiaguda, como salido de un lienzo del Greco. Cabello castaño claro, corto y peinado con raya.

Es de trato educado y de carácter honesto, generoso y divertido, con ese discreto toque de aventurero que poseen, y a su vez cultivan, todos los hombres que han hecho del mar su vida.

Después de aquello quedó entre nosotros una amistad que se ha mantenido hasta la fecha y que se ha ido incrementando con cada una de las visitas que nos ha hecho a nuestro domicilio.

Una vez, estando él en nuestra casa y mientras mi esposa se desprendía bajo la ducha de las sucesivas descargas de semen y otros restos eróticos de su noche de amor, pregunté a Paul qué opinaba de mi hijo.

Sin andarse por las ramas me espetó que él estaba convencido de que era hijo suyo, pero que nunca se lo había mencionado ni preguntado a Silvana por respeto, puesto que si ella misma no mencionaba el tema, él no se creía con derecho a hacerlo. Pero por su parte estaba convencido, como lo estoy yo, de que el niño era suyo.

Nuestra relación con Paul comenzó hace doce años, en el transcurso de unas vacaciones que pasamos navegando con unos amigos por aguas de Ibiza y Formentera.

Un día, al amanecer, vimos un barco fondeado cerca del nuestro y pronto entablamos conversación con la pareja de a bordo, que resultaron ser holandeses y cuya vida en común no parecía pasar por el mejor momento. De hecho, la chica no terminó las vacaciones y un día supimos que había regresado a su país.

A partir de entonces y hasta el final del verano, Paul devino uno más de nuestro grupo. Era joven, alegre, se enrollaba; y sobre todo, era marino…  Además, pronto fue el cotilleo de las chicas, mi esposa Silvana incluida.

Esta no se cortaba de contarme como todas suspiraban por nuestro recién adoptado y hasta llegó a explicarme su marca de calzoncillos; amén de las ganas que tenían todas ellas de pasárselo por la piedra.

Lo que nunca podrán saber las demás es que la única mujer del grupo que se llevó al amigo al catre fue mi Silvana, para mayor orgullo mío y placer de ella.

Fue en el transcurso de la última singladura del verano a bordo del barco de Paul, durante tres días en los que los tres lo compartimos todo…

El verano loco estaba tocando a su fin y parecía que las singladuras habían terminado. Los días transcurridos en el mar  balear dejaban un buen recuerdo; lo habíamos pasado muy bien haciendo vida náutica en Ibiza durante casi todo el mes de agosto.

Faltaban pocos días para regresar a nuestra ciudad y dar por terminadas las vacaciones cuando Paul nos propuso que le acompañáramos a Menorca, adonde él debía ir para encontrarse con una hermana suya que pasaba allí las vacaciones con su marido e hija.

Eran los primeros días de septiembre y una buena manera de decir adiós a un verano francamente divertido.

Zarpamos con lluvia y poquísimo viento. Tuvimos que navegar a motor durante la mayor parte de la travesía y llegamos a Cala Macarella a primeras horas del atardecer.

Estuvimos un rato con la sobrina, su marido la hija de ambos y a última hora, tras habernos despedido, logramos atracar el barco en doble fila en el puerto de Ciutadella.

La cena y copas subsiguientes discurrieron con buen humor y alegría. Acabamos en una discoteca del puerto, bajo las murallas, donde a instancias de Paul tomamos unas bebidas caribeñas o brasileñas que nos tumbaron rápidamente. Dormimos a bordo.

Al día siguiente el tiempo no pintaba muy bien y acordamos zarpar hacia una cala provistos de comida y bebida, amén de porros que habíamos traído con nosotros.

Transcurrió la tarde y poco antes del anochecer entre la música, los canutos y el buen rollo imperante, teníamos a bordo un ambiente divertido y agradable; situación a la que no era ajeno el hecho de que la cala era maravillosa, desierta e impoluta de influencia ni mano humanas.

Sólo cuatro barcos más estaban fondeados y uno de ellos, de bandera noruega, quedó en un momento regado por la dorada luz de la luna. Hice unas tomas de vídeo mientras la botella de whisky iba menguando y la situación se hacía divertida. Silvana estaba alegre y vital, con ganas de pasarlo bien.

El ambiente se fue caldeando y la intimidad entre los tres, que ya éramos buenos colegas, iba en aumento. Todo era bonito, todo era alegría y todo era compartido entre todos; había feeling, química y buen rollo.

Paul y yo estábamos sentados frente a frente, uno en cada costado de la bañera y con la bitácora entre nosotros. Silvana bailaba, reía y cantaba, y nos enviaba besos en el aire a ambos.

De pronto se abrazó a mí, pegó su cabeza a la mía y me susurró al oído que deseaba besarle. Contesté que no se cortara, que se lo pasara bien y que fuera feliz ya que estábamos de vacaciones. Le dije que si mi presencia iba a molestar, pensaba retirarme discretamente al camarote en cuanto me tomara un whisky.

Mi esposa me besó en la boca, penetró en mí golosamente con su lengua y me dijo que me quería. Entre “olés” y “vivalavidas” escancié una ronda. Silvana me cuchicheó al oído: “¿puedo besarle ahora?” y respondí: “be happy…”. Brindamos con alacridad y ella se sentó junto a Paul, tan cerca que sus cuerpos se rozaban.

Estaba anocheciendo y Silvana sintió frío. Le alcancé una sudadera y se la puso. Paul pasó el brazo alrededor de sus hombros y la apretó contra sí; ella giró la cabeza hacia él y con una mano atrajo su nuca haciendo que ambas bocas se juntaran.

Fue un largo y cálido beso, acompañado por las tímidas pero firmes caricias de las manos de cada uno explorando el cuerpo del otro. Cuando se separaron Silvana le acarició con ternura la mejilla barbuda.

Él me miró con una sombra de incertidumbre en sus ojos; levanté el pulgar hacia arriba y susurré “O.K.” mientras con la otra mano elevaba el vaso en señal de brindis.

Silvana, relajada, apoyaba la cabeza en el hombro de Paul y su mirada tenía un brillo de felicidad. Me levanté y ceremoniosamente les deseé una buena noche, antes de descender los escalones hacia el camarote de proa, que compartía con Silvana, mientras Paul ocupaba el camarote del patrón, o sea el de popa.

Provisto de una botella y un recipiente con cubitos de hielo,  descendí al camarote y me dispuse a esperar el crecimiento de mis cuernos con una lúbrica satisfacción que mantenía electrizados todos mis poros.

Me recreaba en mi papel de cabrón, pues así me catalogaría seguramente el amigo Paul, quien por su talante conservador y por la superioridad que le daban la edad y el físico envidiable de que estaba dotado, no dejaría de mostrarme su desprecio.

Y este pensamiento no hacía sino excitarme más… pues interiormente me sentía muy superior a él precisamente por ser capaz de dar lo más preciado, con la ciega confianza en la fidelidad de mi compañera.

La música procedente del reproductor de discos envolvía la cubierta habitable del barco e impedía que llegaran a mí otros sonidos.

A duras penas y con la ayuda de algún trago conseguí enfrascarme en la lectura, pero cada vez que apartaba la vista del libro me sentía flotando en un mar de sensaciones ciertas… y trataba de evitar pensar en lo que estaba ocurriendo, puesto que lo más excitante era precisamente que estaba realmente ocurriendo…

Miré el reloj y había pasado más de una hora desde que les había dejado. La música había cesado y no se escuchaban otros ruidos que lo habituales en una embarcación, que son muchos.

Me incorporé y salí a cubierta: estaba desierta. No les había oído bajar –después supe que lo hicieron por la escotilla del camarote de popa– .

Regresé silenciosamente a mi litera tratando de escuchar algún ruido, pero ésta es tarea imposible a bordo de un barco, ya que los sonidos de toda índole llenan siempre el aire. Un whisky más y quedé medio dormido.

Me despertó Silvana poco más de dos horas después. Venía eufórica y desatada. Dijo que quería mi polla, que para ella no había nada como mi polla y que la deseaba ahora.

La besé en la boca y percibí el aroma de otro cuerpo sobre su piel, perfume que me hizo enfebrecer. Mi hermosa y amada había sido todo lo puta que había querido y ello me hacía feliz.

Me contó que había sido apasionante y que Paul era un amante genial que la había amado con sabiduría y un inmenso deseo que le había llevado a perder el semen tres veces.

“Me cabalgó y lo cabalgué”, explicó; le pregunté si se había corrido en su boca y me respondió que sí. La abracé y besé aquella boca infiel, mancillada por el deseo adúltero.

Él la había tomado de todas las maneras posibles y ella se había entregado como una ramera. Así la llamé, pues esta palabra ha sido siempre un código secreto entre ambos. Me contestó que había disfrutado mucho y quería repetir la experiencia antes de regresar a Barcelona… En este momento y abrazado a ella, derramé toda la leche largamente contenida…

A la mañana siguiente me desperté el último y cuando salí del camarote encontré a Paul en la cocina tomando café, que compartimos. No hubo malos rollos sino alegría y vivas a la vida.

Silvana se estaba bañando, tomando el sol sobre la colchoneta con los pechos al aire.

Me lancé al agua y de inmediato recobré vitalidad, pues estaba rendido de los avatares del día anterior. Nos bañamos los tres y estuvimos jugando en el agua hasta que a Paul se le ocurrió que era buena hora para iniciar un aperitivo.

Dicho y hecho, Silvana y yo subimos a bordo y tras secarnos nos dirigimos a la cocina. Rápidamente aparecieron sobre la mesa los ingredientes necesarios para tal menester, amén de cubitos de hielo y brebajes varios.

Bromas, jolgorio y algunos porros nos fueron poniendo a tono y devoramos hasta saciarnos la ensalada de varios colores que había preparado Paul. Después de comer hicimos café, que acompañamos de algún whisky; pusimos música y quedamos un poco adormilados. Estábamos sentados, medio tumbados, en las literas del salón; Paul y yo en el mismo sofá-litera y Silvana frente a nosotros.

Paul no cesaba de mirarme sin reprimir un ápice los gestos y manifestaciones de satisfacción. De repente me dijo que quería estar unos minutos siquiera a solas con mi esposa, que saliera un rato a cubierta y liara un porro mientras tanto. Interrogué con la mirada a Silvana y ella sonrió melosa, se levantó y vino hacia mí para depositar un beso en mis labios.

Les dije que me parecía bien y deposité un beso cariñoso en la frente de mi mujer.

Recogí los útiles necesarios, a los que añadí un generoso whisky; y me fui con todo ello a cubierta, a proa, ya que quería estar lo más alejado posible de ellos para que tuvieran intimidad –tal como él quería y me había pedido–. Lié el canuto y lo encendí. Mientras fumaba, fui elaborando otro porro para fumarlo abajo con ellos y di cuenta del primero y del whisky simultáneamente.

Pasada más de media hora, que había transcurrido sin que llegara hasta mi el menor ruido delatador, excepto la música, procedente del interior del barco, me levanté y me encaminé hacia la escotilla de entrada haciendo algún ruido para prevenirles de mi entrada. Sin excesiva sorpresa comprobé que no estaban en el salón;  me tumbé sobre una litera y comencé a masturbarme sin ninguna imagen fija en mi cabezota, pues la mera realidad de la situación, lo que estaba realmente ocurriendo, ya era suficiente para mantener todos mis poros erizados y tensos.

Aquello era de locura, una pasada, pero era sensacional… Mi adorada Silvana estaba en estos mismos momentos follando con otro hombre –hermoso, bien dotado y seductor–  a pocos pasos de donde me encontraba yo, cornudo y satisfecho…

Estallé en un orgasmo que me llevó más allá de las estrellas poco antes de que Paul entrara, desnudo e imponente, en el salón y pusiera música suave a un volumen justo que nos aislara del mundo exterior, pero sin llegar a molestar.

Inmediatamente llegó Silvana, cubierta únicamente por unas minúsculas braguitas blancas, despeinada y enrojecida, aún tambaleante por la borrachera de placer que aún se resistía a abandonarla..

El patrón nos miró a una y a otro y nos dijo, en tono algo solemne, que se lo estaba pasando de maravilla, que agradecía nuestra amistad y compañerismo y que estaba encantado.

Quería que nosotros disfrutáramos tanto como él y por ello se ofrecía enteramente para tal fin. Entonces se acercó a mi, me ofreció la mano y nos fundimos en un apretón amistoso. Silvana se levantó y le besó en ambas mejillas… Fue un hermoso final de verano.

Las vacaciones terminaron definitivamente y Paul regresó a Ámsterdam, dejando su barco amarrado en un puerto deportivo la Costa Brava catalana.

Pero la amistad y la comunicación se mantuvieron y a mediados de otoño nos anunció, por correo electrónico, que trabajaba para una compañía que tenía creciente negocio con nuestra ciudad, por lo que debía venir aquí por razones de trabajo. Desde entonces ha viajado cada tres o cuatro meses a Barcelona por cuestión de negocios y se ha alojado casi siempre en nuestra casa.

Digo casi siempre porque tiene aquí una medio novia con la que pasa alguna que otra noche, pero dice que en nuestra casa se siente tan cómodo como en la suya propia. Y lo dice con jactancia, consciente de la superioridad que sobre mí le otorgan su edad y su físico de adonis alto y musculoso.

Suele llegar sin avisar previamente, siempre entre las dos y las tres de la tarde; de modo que cada vez que suena el timbre del portal a estas horas, Silvana y yo nos miramos, pensando (o deseando)  que pudiera ser él.

Se sienta a la mesa mientras mi esposa le prepara algo de comer y yo me afano en abrir la botella de vino que siempre está preparada para él. Después de comer ambos deshacen la bolsa de viaje y me encanta ver a Silvana hacerle la cama (o decirle que como la última vez sólo estuvo una noche, no le ha cambiado las sábanas) y tomar con cariño su ropa para ordenarla en los cajones de la cómoda.

Nuestros hijos están acostumbrados a las visitas de tío Paul y éste se lleva muy bien con ellos. Tiene paciencia y los trata con mucho afecto. Los niños están acostumbrados a vernos a Silvana y a mí desnudos o muy ligeros de ropa; y también a Paul durante los veranos en su barco.

Por otro lado, nuestra casa es lo suficientemente amplia como para que pueda existir una cierta privacidad y, en todo caso, si alguna vez sorprenden algún gesto cariñoso entre su madre y su tío, lo entienden dentro del buen clima reinante entre nosotros tres.

Estamos todos de muy buen humor y en plan de fiesta, por lo que nadie se corta; así que de vez en cuando, uno u otro abrazamos a Silvana. Ellos dos se morrean como enamorados y él le pasa la mano cariñosamente por la cabeza.

Lo habitual es que después se vaya y no vuelva hasta el día siguiente, tras haber pasado la noche de marcha y follando con su novia. En una ocasión me confesó que él no permitiría jamás que su novia se acostara con otro hombre y que ella, por supuesto, no sabía nada de su relación con nosotros.

Dijo también que venir a nuestra casa le resultaba muy morboso, ya que Silvana era la hembra más viciosa que había conocido. Y posándome la mano sobre la espalda, soltó que le encantaba follársela precisamente en nuestra casa y en nuestra cama.

Regresa cansado alrededor de mediodía y se tumba en la cama para echar una siesta, que dura toda la tarde. Al despertar se ducha, siendo inevitable que Silvana entre en algún momento en el cuarto de baño, para llevarle una toalla o algún útil de aseo.

Salimos a cenar y tomamos unas copas antes de regresar a casa, donde hacemos unos porros y bebemos whisky o champagne entre francas risas.  Él apenas habla conmigo de su novia, dándome a entender que está fuera de nuestro rollo y que él no tiene ninguna intención de hacer de ella una puta como hago yo con mi mujer.

Normalmente, Silvana y Paul pasan la noche juntos en la habitación de invitados y sólo de vez en cuando me permiten entrar a verles, aunque siempre dejan la puerta entreabierta para que puedan grabarse con fuego en mi cerebro los gemidos de placer y los alaridos gozosos de mi esposa, que siempre está deseosa de sentir la penetración de aquel pene adúltero que se yergue airadamente demandando la posesión de la hembra que lo ha puesto en tal estado.

En algún momento me despido, poniendo por excusa que me ha entrado sueño y me voy a la cama. Les deseo una buena noche y que lo pasen bien.

Me voy a la habitación dejando la puerta abierta y cojo un libro, aunque con la excitación no consigo leer una sola página. En todo caso, dejo siempre la luz de la mesilla encendida, para que sepan que estoy despierto.

No suele pasar mucho rato antes de que oiga pasos, dirigiéndose a la habitación de invitados, acompañados de cuchicheos y risitas apagadas. Se acuestan y de inmediato puedo escuchar los suaves crujidos del lecho. Se están abrazando.

No es de extrañar que al cabo de un rato mi mujer venga a la habitación sonriente y en bragas, me dé un besito en la frente y coja el tubito de vaselina de mi mesilla. La palpo un poquito y ella se va, contoneándose  provocativa.

Pocos minutos después empieza la sesión de jadeos, gemidos y algún alarido sofocado (es el momento en que la está penetrando por su entradita posterior, cosa a la que no es muy adicta y por ello siente algún escozor; además, el pollón de Paul es monumental).

Siempre busco alguna excusa para salir, por ejemplo que me he quedado sin tabaco. Me pongo la bata, pues no me parece correcto exhibir la verga erecta,  y me planto en la puerta de su habitación.

Observo la gloriosa escena de mi amada tumbada de espaldas y lamiendo los cojones de su amante, que tiene sentado a horcajadas sobre su pecho; estira los brazos y con las manos acaricia las tetillas de su macho.

Toso para que se aperciban de mi presencia y les pido perdón por la interrupción, pero necesito un cigarrillo. Con un gesto de cabeza y sin detener su placentera actividad, él me señala el paquete de tabaco.

Regreso inmediatamente a mi cama. Lo que he visto me ha provocado tal erupción que a duras penas consigo liar un porro a causa del temblor que me domina. Escucho sin cesar como gimen, me doy perfecta cuenta cuando Silvana se corre como una loca. Oigo los alaridos de aquel cabrón al soltar toda su leche en la boca o en el culo de mi mujer…

Me masturbo dulcemente mientras los deliciosos crujidos que hacen emitir al lecho penetran en mi cerebro. Sufro la necesidad de estallar sin atreverme a  ello, porque espero…

Cuando amaina la tempestad de placer vuelve el silencio casi total, roto de repente tras breves momentos, cuando nuestro invitado se incorpora para dirigirse al baño… para acceder al cual hay que pasar por nuestra habitación. Sigo con la luz encendida y aparece su silueta ante mí.

Me mira con los ojos vidriosos de lujuria y un rictus de desprecio, dice alguna palabras en su lengua, que no entiendo pero imagino y se sopesa los cojones victoriosos húmedos todavía de la lengua de mi mujer. Me guiña un ojo y extiende el brazo con el pulgar hacia arriba: “todo OK” dice y sigue su camino.

Bella y radiante, espléndida en su desnudez mancillada, entra en la habitación mi sonriente Silvana con la felicidad escrita en su rostro. Nos abrazamos con locura y todos mis sentidos absorben el fuerte aroma masculino que exhala.

Aspiro profundamente aquella mezcla de sudores y me voy deslizando sobre su cuerpo, lamo y chupo cada pulgada y me deleito cuando con la lengua encuentro humedades recientes o restos ya secos de humores frutos del deseo.

Se entrega a mí, me ofrece en voz baja cumplido relato de todos los instantes de su encuentro amoroso, medio incorporada sobre la cama y acariciándome suavemente.

Estoy en el paraíso… Me ofrece la boca sucia que acaba de acoger el enorme miembro del sátiro. La tomo en la mía y busco con ansiedad el sabor de todo aquello que ha pasado por ella. Baja hasta mis cojones y los mama con deseo.

Finalmente, mi adorada ramera me ofrece su abierto e inflamado culo: se lo limpio con la boca antes de penetrarlo con mi ya desesperada polla gozo de la facilidad con que la sodomizo.

A las pocas emboladas estallo en el mejor de los orgasmos y mezclo mi esperma con el del amante de mi esposa, antes de caer rendido y en paz.

Todas estas imágenes han pasado velozmente por mi álbum de recuerdos mientras detrás de mí han cesado las risas y no se oye más que el tenue sonido del televisor.

Miro hacia atrás y allí están mis tórtolos comiéndose a besos, veo la mano de Silvana posada sobre la entrepierna de Paul y sé que le está acariciando suavemente los cojones…

Pronto se levantarán y cogidos de la mano pasarán frente a mí, camino del dormitorio. Silvana se detendrá un momento para decirme que me quiere y me besará antes de continuar su camino.