Curso de pintura

Mi marido llegaba siempre tarde a casa y generalmente trabajaba los sábados.

Nuestros ratos compartidos era muy pocos y mi vida sexual junto a él nunca había sido nada sensacional, pero a partir de sus ausencias se volvió casi inexistente.

Sin darme cuenta comencé a sentirme deprimida, triste e irritada.

Hablaba muy poco y hasta había perdido la paciencia que tenía con mis hijos.

Me di cuenta que sin tardanza debería poner en práctica un cambio.

Primero pensé en conseguir nuevamente un trabajo. Creí que no me costaría reintegrarme al mundo laboral y me equivoqué.

Me sentí realmente mal, sin salida.

Mi marido no me apoyaba en nada. Me quedé en casa rumiando mi mala suerte y como estaba deprimida los primeros tropiezos fueron suficientes para hacerme desistir del intento.

Me empecé a llevar mal con toda mi familia porque me trataban como una neurótica y comencé a aislarme también de ellos.

Cuando mi hija me dijo que quería estudiar pintura le busqué una buena profesora, que en realidad resultó ser un profesor, que me tenía al tanto de los progresos de la chiquilina.

Era un hombre de unos 40 años, que en su taller de dibujo y pintura daba rienda suelta por las tardes a su vocación de docente.

A medida que lo iba conociendo más, más me simpatizaba, me parecía una persona con la que podía tener reales afinidades. También me daba cuenta que él me prestaba particular atención.

En una primera etapa no le di importancia a ello aunque no puedo soslayar el confesar que me hizo sentir bien.

El había resultado comprensivo y me hacía sentir estimada.

Pasaron varios meses cuando una tarde llevé a mi hija se desencadenó una fuerte tormenta. Llovía torrencialmente y creí prudente quedarme hasta que parase un poco, porque era peligroso conducir con semejante lluvia.

El me invitó a presenciar la clase.

Terminada ella las otras mamás fueron a buscar a sus chicos y yo me quedé charlando con Hugo, el profesor, ya que siempre me gustó la pintura.

Mi hija mientras tanto dibujaba y pintaba en su mesa.

Hugo me invitó con con un café y sin darnos cuenta, los minutos comenzaron a correr.

Hablamos de todo un poco y me preguntó por qué nunca había intentando hacer algo al respecto.

No supe bien qué contestarle.

Me dijo que me haría bien iniciar algún tipo de estudio de tipo artístico, ya que me notaba triste.

Debo haberle puesto una cara rara porque me tomó la mano y me pidió disculpas por sus palabras, agregando al mismo tiempo que, empero, había que ser muy ciego para darse cuenta que estaba atravesando un mal momento.

Se me hizo un nudo en la garganta. No pude continuar hablando.

Llamé a mi hija y nos despedimos. Hugo insistió en que pensara lo que me había dicho.

Aquella noche concluí que él era la primera persona que se daba cuenta, sin ningún esfuerzo por lo visto, de lo que me sucedía. No pude dormir.

Estuve una semana para decidir que me llevaría de su consejo y tomaría un curso de pintura por la noche, que era la hora en que enseñaba a los adultos.

Inicié mis clases contenta.

Se lo dije a mi marido, al que realmente no le gustó mucho la idea pero no le di importancia.

Yo iba a las clases un día distinto al de mi hija. Éramos solamente cuatro alumnos.

Descubrí que tenía talento para hacer lo que había comenzado, me gustaba y de a poco logré salir del pozo al que me había estado precipitando todos los días un poquito más.

Hugo era especialmente amable conmigo. Yo era la última en retirarme de la clase y al quedarnos solos conversábamos de todo.

Nos hicimos amigos y no se cómo fue, pero un día, cuando me iba, él me dio un beso en la mejilla.

Yo me sonrojé cómo si fuera una adolescente. El se sonrió y me apretó fuertemente la mano derecha.

Cuando llegué a casa estaba realmente feliz.

A la semana esa clase de despedida se repitió. Pero esta vez no me sonrojé y le devolví el beso y él me abrazó.

Se lo devolví, cerró la puerta con llave y así, bien apretadita, me llevó hasta el sofá. Nos besamos en las labios con increíble pasión.

Me dijo que me deseaba y me pasó las manos por los senos y luego las resbaló por mis caderas.

Bajé mis manos hacia la bragueta de su pantalón. Era la primera vez que me comportaba así con un hombre pero no me detuve a pensar.

Todo aquello me nacía de adentro y tenía que demostrarle lo que realmente sentía. De otra manera nuestra relación carecería completamente de sentido.

Despacio, con una sensualidad envolvente, Hugo y yo nos fuimos desnudando y nos trasladamos al pequeño dormitorio que había en el piso alto del atelier.

Nos acostamos y Hugo se ocupó de besar y lamer cada rincón de mi cuerpo. Me hizo sentir maravillosamente hermosa, querida, respetada y deseada.

Yo le demostré el afecto que él me había despertado con besos y caricias primero y después tomando su sexo con la manos.

Cuando lo tuvo duro y erecto me lo introduje entre los labios y lo lamí y chupé golosamente.

Hugo gemía de placer y me decía que era tan maravilloso como lo había imaginado.

Después se acomodó entre mis piernas y la lamió la concha chupándome el clítoris hasta arrancarme ese orgasmo tan deseado.

Yo me abandoné completamente a él.

Cuando me montó y comenzó a penetrarme con su grueso miembro de pequeña cabeza, enlacé las piernas a su cintura y ambos nos movimos al mismo ritmo. Fue una cogida lenta, perfecta, como pocas veces en mi vida alcancé el orgasmo con la penetración.

Cuando Hugo acabó yo todavía flotaba en una maravillosa nube de placer y abandono.

Compartimos un café, me lavé, me vestí y volví a casa.

Como era de esperar mi marido todavía no había llegado.

Cuando regresó, yo ya estaba dormida, feliz, tan satisfecha que ni siquiera me desperté cuando él se metió en la cama.

Me estado anímico mejoró sensiblemente.

Mi relación con Hugo continúa rodeada de toda la discreción posible.

No se que nos deparará el futuro, pero no me inquieta porque lo que más deseo es disfrutar de este presente.

Dure lo que dure, me habrá servido su amor para saber que mi vida no estaba terminada.