Como muchos querían saber lo que pasó después de ese viaje a México, aquí les cuento.

Al regresar a casa no supe bien cómo reaccionar. En otras ocasiones había preferido callar, hacerme el tonto, pero esta vez sentía que algo ya se había roto. Los días que quedaban de vacaciones los pasamos con los niños, intentando aparentar normalidad. Luego, con el regreso a la rutina de la escuela y el trabajo, recuperé algo de calma, aunque la herida seguía presente.

La amaba. Pero cada día me convencía más de que ese amor no era recíproco. Pamela, en cambio, parecía indiferente.

Íbamos en piloto automático, cumpliendo con reuniones familiares y compromisos sociales como si nada hubiera pasado: su santo en agosto, donde le hicimos una pequeña reunión con sus padres y amistades, el mío, y luego el cumpleaños número siete de Claudia. Todo transcurría como si el matrimonio siguiera en pie por inercia, sin chispa, sin mirada, sin alma.

En cuanto a Julio, trabajábamos en distintas áreas, así que apenas coincidíamos. Y tal vez fue mejor así.

Todo esto se los cuento para darles un poco de contexto (como a algunos les conté ya mediante correo) de cómo fue que terminé separándome de Pamela.

Sucedió en abril del 94.

Lo tengo grabado con exactitud porque ocurrió pocas semanas después del quinto cumpleaños de Rodrigo.

En esa ocasión le hicimos una pequeña matiné en casa. Invitamos solo a sus amiguitos del kínder ya que apenas tenía poco más de un mes en su escuela nueva, —acababa de empezar primaria—, Pamela se encargó de todo ya que era ella quien asistía a las reuniones. Organizó la decoración, los bocaditos, la torta. Por mi parte, apenas tuve tiempo para encargarme de algo: en el trabajo estábamos con obra en Chosica y no podía ausentarme tanto.

Solo a un padre de familia reconocí de su nueva escuela. No porque yo fuera mucho al colegio, sino porque lo había visto ya en casa unos días antes, ayudando a Pamela a decorar para la fiesta, junto a otra mamá del kínder.

Hago una mención importante aquí.

Y es que ese verano habíamos asistido a una boda de una amiga de Pamela, donde ella fue dama de honor. No tengo la certeza de que Pamela se acostó con alguien, pero hubo miradas, ausencias y gestos. No tengo pruebas, pero sí la intuición —esa punzada fría en el estómago— de que algo pasó. Desde entonces, empecé a observar mucho a Pamela nuevamente, más atento, más desconfiado.

Víctor.

Así se llamaba el padre del nuevo colegio de Rodrigo que reconocí en la fiesta.

Era colombiano. Vivía solo con su hijo Braulio, y según me contó Pamela, se había separado tiempo atrás. En Lima, por aquel entonces, ver un colombiano era casi una rareza. Su acento llamaba la atención, y su físico también: alto, de esos tipos que llenan el espacio sin proponérselo.

Durante la fiesta noté cómo varias mamás lo miraban. No se esforzaba en agradar; simplemente era distinto.

No tuve mucha oportunidad de conocerlo hasta ese momento, no sé si me sorprendía lo servicial que se mostraba o que trabajase siendo electricista, y no lo digo como algo malo, pero en el colegio donde estudiaba Rodrigo me sorprendió que siendo soltero y electricista pudiera pagarlo. Lo primero que muchos pensamos y acorde a lo que se vivía en ese tiempo.

‘Debe ser narco’.

Yo: Qué desastre… —le dije a Pamela mientras veíamos los restos del cumpleaños, serpentinas por el suelo, vasos, migas de torta, globos reventados—.

Pamela: Ay sí, gordo —suspiró, cansada—. Mañana limpio todo… Aprovechando que Víctor se ofreció a ayudar.

Yo: No debe tener mucho que hacer, ¿no?

Pamela: ­—sonriendo— Me dijo que tiene libre mañana, quiere apoyar.

Yo: Noté que era servicial, sí… aunque no sé, me sorprende tanto entusiasmo.

Pamela: —encogiéndose de hombros— Tal vez solo es amable. También es por ser nuevo acá.

Yo: ¿Y eso qué tiene que ver?

Pamela: Que seguro lo hace para querer caer bien… mientras sea así, aprovechemos, ¿no?

Yo: …Tal vez —le respondí, intentando sonar casual—.

El día siguiente, sábado, tuve que supervisar la obra en Chosica (para quienes no son de Lima, queda a más de cincuenta kilómetros de Jesús María, donde vivíamos) y no regresé sino hasta las ocho de la noche.

Al entrar a casa, lo primero que vi fue la olla hirviendo en la cocina; desde la puerta se notaba el vapor, el olor a ajo sofrito. Hacia la izquierda, en la sala, estaban los niños con el pequeño Braulio viendo televisión. No vi a Pamela ni a Víctor, aunque deduje que él seguía allí.

Lo primero que hice fue subir a los dormitorios sin hacer mucho ruido. No se oía nada, ni una voz, ni un paso. Entré a mi dormitorio y solo hallé ropa de Pamela desordenada sobre la cama. Me quedé unos segundos mirando el desorden, tratando de encontrar algo fuera de lugar.

Nada.

Bajé de nuevo, y entonces los vi en la cocina.

Pamela: ¡Gordo! —dijo mientras echaba los fideos a la olla—. ¿A qué hora llegaste?

Yo: Hola, amor —contesté, mirando hacia Víctor, que estaba sentado en una de las sillas—. … Hola, ¿qué tal?

Víctor: Hola, Saúl. ¿Cómo estás, hermano?

Yo: Recién llegué —respondí, bajando del todo—. No los vi antes, pensé que podían estar arriba.

Pamela: ¡No! ¿Cómo se te ocurre? —soltó una risa nerviosa, medio avergonzada—.

Víctor: No, no, ¿cómo así? —rio también, mirándola—.

Yo: No, nada, solo… eh —balbuceé— como no los veía. —Me sentí tonto. Ellos lo tomaban a broma, pero a mí no me dio gracia—.

Pamela: Jajaja, estábamos atrás, en el jardín. Te dije ayer que venía Víctor a ayudar.

Me pareció extraño. El jardín no se había usado durante la fiesta del día anterior, así que no entendía qué había que limpiar allí.

Cenamos con ellos, conversando de cosas triviales. Alrededor de una hora después se fueron.

Yo: No pensé que les tomaría todo el día ordenar.

Pamela: Víctor nos invitó el almuerzo, salimos un rato.

Yo: Ah… por eso tu ropa tirada en la cama.

Pamela: Sí, ay, ahora falta ordenar eso también, estoy muertísima.

Subió a acostar a los niños. Yo antes fui a dejar mi ropa que se había ensuciado en la obra a la lavandería, y para eso tenía que cruzar el jardín.

Un jardín que a mi opinión no estaba muy distinto: hojas secas, una silla movida. Se encontraba sucio sí, pero lo único distinto era una botella de vino a medio terminar y dos copas sucias sobre la mesa de madera.

No quise pensar más así que me fui a dormir.

Los domingos, acostumbrábamos a no estar en casa, íbamos a pasear o visitar algún familiar. El lunes, al volver del trabajo, pasé otra vez por el jardín. La botella seguía ahí, pero vacía.

Me chocó verlo tan seguido, de pronto, se hizo parte de la casa. Empezó a aparecer casi todos los días, desde verlo al regresar del trabajo a llevar a Claudia y Rodrigo al colegio, no lo supe por Pamela, lo supe por un jueves no fui a la oficina por un malestar estomacal y desde la ventana vi la camioneta de Víctor estacionada frente a la casa. Luego, supe que llevaba a los niños al colegio. Según Pamela, estaba pensando en hacer movilidad para otros padres, y mientras tanto ella lo acompañaba.

No quise decir nada y sonar celoso, porque, estando ahí con los niños, no existía posibilidad de hacer algo me decía.

La semana pasó igual. Volvía del trabajo y lo encontraba allí, siempre con una excusa: el jardín, los niños.

Nada avanzaba mucho en el jardín, pero él seguía viniendo.

El sábado siguiente, cuando me tocó volver a supervisar el proyecto, empezó mi verdadera odisea.

Ese día regresé a casa más temprano; en realidad apenas una hora —normalmente llegaba cerca de las ocho y aquella vez fueron poco después de las siete—. Suelo avisar antes de salir de la oficina para que Pamela tenga la cena lista, pero ese día no lo hice y no por algún tipo de sospecha realmente, solo ese día no pasé por la oficina; fui directo a casa y pensé que llegar temprano no sería problema.

A unos treinta metros ya se escuchaba el televisor a todo volumen. ‘Otra vez Claudia con el control’, pensé. Al entrar vi a los niños y al pequeño Braulio en la sala; estaban tan concentrados que ni se inmutaron cuando apagué el volumen.

Yo: ¿Por qué tanta bulla, Claudia? ¿Dónde está tu mamá?

Claudia: Papi… —dijo recién notándome, igual que Braulio y Rodri—. Perdón, mi mamá está arriba creo.

Raro que estuviera arriba, imaginé que estaría con Víctor, no lo creía posible la verdad, pero subí de todas formas a cambiarme. Subí y como lo imaginé, no estaba ahí, me empecé a cambiar por la ropa de casa y al verme desde la ventana del cuarto noté la luz de la lavandería encendida; con tanto ruido del televisor no había oído la máquina —esas lavadoras antiguas rugían—, pero ahora el televisor las había tapado. Me vestí y bajé.

Nada más entrar al jardín, como a unos veinte metros, una luz cálida y amarillenta iluminaba filtrándose desde la lavandería y la puerta abierta, es cuando la escena se desplegó como un golpe seco. Allí estaba Pamela, de espaldas, apoyada sobre el lavadero, arqueando la espalda con los brazos extendidos; su vestido, el vestido rosa y blanco que acostumbraba usar en casa, se amontonaba alrededor de su cintura, dejando a la vista su ancha cadera, sus firmes y voluptuosas nalgas, que se movían con cada movimiento, movimiento que le hacía tambalear también los senos con el brassier que le colgaba de un brazo.

Detrás de ella, la figura de Víctor se movía con insistencia, sólido y seguro, dominando la escena con fuerza. La luz apenas delineaba su torso, solo alcancé a distinguir la mitad de su cuerpo, o talvez hasta solo un tercio de él. Los brazos tensos que sujetaban el vestido de Pamela, guiando cada uno de sus movimientos. Sus calcetines blancos eran lo único que rompía la oscuridad de su cuerpo desnudo. Esas embestidas, la manera en que controlaba cada reacción de Pamela.

En el suelo, al lado de ellos sobre el colchón viejo que días atrás ella misma había pedido bajar porque ‘ya no servía’, había ropa amontonada. Esto me indicaba que no había sido casualidad.

Mi cuerpo se congeló. Mi corazón latía con violencia, con vergüenza. No vi detalles íntimos; vi movimientos, vi el vestido desordenado, vi la ropa tirada, lo vi a él detrás. El ritmo, fuerte y constante, era como algo que golpeaba y volvía, el intenso modo de como sus grandes nalgas de Pamela rebotaban ante las embestidas, eran como un tambor apagado por el ronroneo de la lavadora. Cada movimiento de Pamela me martillaba en la cabeza una vez más.

Solo al ver que la cabeza de Víctor se inclinó hacia la de Pamela, con su mano girando su rostro para besarla, que por suerte lo hizo hacia el lado opuesto a la puerta, aproveché a retroceder lentamente sin girarme, mientras tenía la visión de sus labios, el cuello estirado, la curva de sus pechos apenas contenidas por la tela del vestido arrugado… Todo era un golpe de realidad.

Retrocedí hasta la entrada del jardín. Me senté en el sillón de la sala, el corazón a punto de estallar, control en mano. Los niños seguían absortos en la televisión, inconscientes del mundo de placer y traición que ocurría a unos pasos de ellos; no sospechaban nada. Pensé en lo absurdo de esa puerta abierta de la lavandería y en lo cerca que estaban los niños. ¿Qué habría pasado si uno de ellos hubiese entrado? Por un momento mi cabeza quiso romper algo, gritar.

A eso recuerdo que el volumen de la televisión la había bajado, y la puerta que da al patio la había dejado abierta. Me encaminé al patio a cerrar la puerta con cuidado. Di un último vistazo: las piernas estiradas sobre el colchón de los dos. Pamela entregada, Víctor seguro y firme, el tamaño y la rudeza moviéndose arriba y abajo apenas visible por el marco de la puerta me hizo saber que era Víctor quien estaba encima. Me sentí pequeño, expuesto, ridículo por no haberlo visto antes, con el corazón roto y la mente llena de imágenes que jamás olvidaría.

Volví a la cocina y me quedé sentado. El nudo en la garganta no fue solo rabia: había pena, vergüenza, un asco propio que no sabía dónde poner, quise ir y golpearlo, no solo por esto que ocurría, quise hacerlo también por todas las ocasiones que me había engañado Pamela, pero sabía que Víctor me daría una golpiza y sería aún más humillante.

Me subí al auto para tomar un poco de aire y mientras lo meditaba, ahí entendía a qué iban tanto al patio, alejados de los niños. Al final solo di vueltas por la cuadra, con las manos rígidas sobre el volante, preguntándome cuánto tiempo habría durado aquello y cuántas veces más, no había duda que esto venía siendo recurrente.

No podía seguir engañándome a mí mismo, no había amor y aún peor, no había respeto. Pensé en los niños, pero ya había perdonado anteriores engaños con esa misma excusa, talvez aplicar ojo por ojo ayudaría, pero sabía que no me serviría de nada, el placer carnal es algo que nunca me interesó.

Cuando por fin regresé a la casa eran casi las 9 y aún no salía Víctor, la cochera se abrió y la camioneta de Víctor salió recién quince minutos después. Entré sin prisa.

La encontré en la cocina, sentada. Con el mismo vestido arrugado, sin una palabra. Me miró apenas un segundo antes de bajar la vista. Era como si estuviera esperando que la enfrentara

Yo: No te has querido ni cambiar —dije, señalando el vestido, sin gritar—.

Decir eso fue suficiente. Ella se levantó, sin discutir, y subió a la habitación.

Yo: Ven acá, Pamela. Tenemos que hablar. No seguiremos más con esto.

Pamela: —desde las escaleras, con voz apagada— Ya como quieras. Mañana lo hablamos.

A sabiendas de sus acciones me dolió no escuchar una disculpa, simplemente subió y se acostó, ni siquiera quiso intervenir al decirle que no seguiría con el matrimonio.

Esa noche dormí en el sofá, sin fuerzas ni ganas de discutir. No quedaban excusas.

El domingo siguiente no quise cambiarles la rutina a los niños. Todo iba a cambiar para ellos, y al menos quería que ese día fuera bonito para ellos. Pamela tenía la mirada perdida, apagada… o quizá solo estaba calculando qué decir. No negaré que por un momento se me pasó por la cabeza perdonarla, pero su silencio, su frialdad, me dejaron claro que ya no había nada que salvar.

El lunes, al volver del trabajo, intenté hablar con ella del divorcio.

O, mejor dicho: hablé yo solo.

Pamela apenas respondía, con monosílabos, sin interés. Después de eso, pasaron días sin dirigirnos la palabra, solo lo justo por los niños. Éramos dos desconocidos compartiendo techo.

Hasta que una tarde, al llegar del trabajo, lo vi.

Víctor estaba sentado en la sala, relajado, conversando con Pamela y los chicos como si fuera parte de la familia.

El corazón se me detuvo por un segundo.

Víctor: Ey, Saúl, ¿qué tal? —dijo con ese tono amistoso, como si nada hubiera pasado—.

Por un instante pensé que lo hacía a propósito, que quería probarme. ¿O realmente no sabía que lo había visto todo?

Yo: Hola, Víctor —le respondí seco, estrechándole la mano—. ¿Qué te trae por acá?

Víctor: Nada, solo vine a ayudar un poco… y para que Braulio se distraiga con tus niños.

Asentí sin decir palabra, aunque por dentro hervía.

Cuando se fue, subí de inmediato a la habitación. Pamela estaba doblando ropa, como si nada hubiera pasado.

Yo: ¿Otra vez ese tipo acá?

Pamela: ¿Otra vez con eso, Saúl? Pensé que ya lo habías superado.

Yo: ¿Superado? ¡Me estás faltando el respeto en mi propia casa!

Pamela: Nos estamos separando, ¿no? —respondió con indiferencia—. Tu casa, mi casa… ya ni sé cuál es cuál, si ni duermes acá.

No levantó la voz. Lo dijo casi desafiante, con ese gesto que usaba cuando sabía que tenía la última palabra.

Sentí rabia, cansancio. No dije más. La dejé ahí, sabiendo que ya no había vuelta atrás.

Al día siguiente, decidí ponerle punto final.

Llamé a don Carlos, mi jefe, para decirle que no iría al trabajo. Siempre me pedía explicaciones, pero esta vez su tono cambió. —Está bien, hijo… ¿estás bien? —me dijo.

No supe qué responderle.

Busqué a un abogado de la empresa para que me asesorara con el divorcio y llamé a mi hermano, que vivía en Lima, por si necesitaba llevarse a los niños de ser necesario.

Pasé dos días entre papeles, firmas y silencios. Pamela se negaba a firmar.

Nos habíamos casado con bienes compartidos, y, aun así, le ofrecí quedarme sin la casa con tal de cerrar el capítulo. Con eso decidió aceptar.

Los niños se quedarían con ella un tiempo. El colegio les quedaba cerca. Y yo necesitaba estabilizarme, aunque eso tomó tiempo.

Tiempo… y la llegada de alguien más. Conocí a mi futura pareja a los pocos meses. Por lo tanto, Rodrigo y Claudia terminaron quedándose con Pamela definitivamente.

Con los años, comprendí que el divorcio no fue una derrota. Fue, más bien, la única forma que tuve de recuperar un poco de dignidad.

Dignidad… una palabra que con el tiempo entendí que, para mí, no era más que una ilusión.

Lamento si no es suficiente morboso o erótico para algunos y lo entiendo, pero este capítulo de mi vida que decidí compartir no es sencillo, créanme que lo intento y lo intentaré hacerlo mejor si les gusta.

Espero ansioso sus comentarios por acá como por mi correo saulosorio560@gmail.com.