Como Odiseo y Nausícaa

Apenas lo recuerdo, tanto que a veces pienso que pudo ser un sueño.

Pero no, sé que fue real, y ahora que lo escribo recuerdo que todo ocurrió según lo digo.

Estaba de vacaciones con mis padres en un bonito pueblo de Asturias; veraneábamos allí desde hacía años, y por entonces yo tenía 20. Siempre había sido un lugar agradable por su tranquilidad y sosiego, excelente para descansar de las emociones fuertes del resto del año.

Aquel año sin embargo fue distinto a los demás: yo no debía descansar de la intensidad del invierno, sino de sus pesadumbres amorosas.

Recién había conocido mujeres y muy malas consecuencias me había traído; la más reciente, una soledad que intentaba apagar con amigos y estudios, pero que ni uno ni otro conseguían.

Caminaba ya en agosto por este pueblo una noche cualquiera, por un lugar apartado de la playa.

Tan apartado que apenas llegaba la luz de los tímidos faroles antiguos que allí había.

Sentado en una roca preguntaba como antaño a la luna por qué mis cuitas tenían la manía de quedarse a mi lado.

Después de muchos minutos de pesadumbre me levanté y decidí caminar de vuelta a casa.

Pero al darme la vuelta una presencia me sobresaltó; jamás me había encontrado allí con nadie de noche, y raramente había visto alguien de día.

Pero rápido me calmó:

Perdona, no quería asustarte. Llevó aquí quince minutos y no te has dado ni cuenta; estabas muy ocupado hablando con la luna.

Oye, perdona, pensarás que estoy loco.

No, tranquilo, yo lo hago muchas veces; la luna me ha enseñado muchas cosas. Ven, vente conmigo, te voy a enseñar algo que me enseñó la luna.

Me vi caminando a paso lento con una desconocida a la que apenas podía ver por culpa de la oscuridad; hacía mucho tiempo que nadie conseguía dibujarme la sonrisa que llevaba, así que decidí dejarme.

A los pocos minutos de charla reposada llegamos al centro de la playa; la marea estaba baja y las luces no llegaban a la orilla.

Nos sentamos justo para que no nos mojara el agua de las olas. Apenas podíamos vernos, pero ambos intuíamos una tímida sonrisa en el otro.

Estuvimos en silencio varios minutos, hasta que por fin noté su piel acariciando mi mano; era una piel suave y tersa, que suavemente me invitó a ir con ella al mar.

Ya descalzos nos quitamos los pantalones para ir al agua.

Yo me sentía Odiseo caminando con la propia Nausícaa, sin importarme que yo no era Odiseo, ni ella Nausícaa.

Sentí pronto el cosquilleo del agua fría en mis pies y al punto unos suaves y apasionados labios en mi boca; me tomó, me abrazó y me besó con tanta pasión como no recordaba haber conocido; me quitó con delicada violencia la camiseta, y mordisqueó mi torso mientras apretaba con fuerza desesperada mis nalgas.

Yo acariciaba sus firmes pechos y ardía por mordisquear esos erizados pezones; le desabroché uno a uno los botones de su camisa mientras mi lengua buscaba con desesperación el calor de la suya; conseguí incluso quitarle sin dificultad su sostén y empezar por fin a saborear aquellos enrojecidos pezones: cambiaba de pezón en pezón sin saber con cuál quedarme, mientras ella palpaba mi erecto miembro por encima del calzoncillo; la excitación era casi insoportable, tanto que mi glande crecido salía por encima.

Ella me quitó los calzoncillos y los tiró al mar mientras yo acariciaba sus firmes nalgas y mordisqueaba sin parar sus pezones. Me pidió que le quitara sus bragas ayudándome de la boca, así que empecé a saborear su sexo por encima de las bragas.

Ella jadeaba de placer mientras me pedía que dejara ya aquello y le quitara las bragas. Yo continué mientras ella arañaba fuerte mi espalda; por fin cogí sus bragas y las tiré al mar, y quedó por fin frente a mí aquella Nausícaa desnuda.

Antes de poder darme cuenta sentí su suave y deliciosa lengua acariciando mi enorme glande; daba unos deliciosos lametones mientras acariciaba suavemente el tronco de mi pene; aquello resultaba casi insoportable, pues seguía y seguía a pesar de que le pedía que parara.

Nunca una mamada me había dado tanto placer como cuando por fin se metió todo mi miembro en la boca y lo chupó de arriba abajo con frenesí: bajaba y subía y seguía chupando suavemente mi glande.

Yo no podía más, sabía que me iba a correr y ella no lo dudaba; la avisé, pero ella quería disfrutar de mis calientes jugos; estallé en un profundo jadeo que ella recibió con una sonrisa de satisfacción.

Ella tragó todo sin hacer ningún comentario, sólo sonreía mientras decía «eres lo mejor que he conocido nunca; la luna no me mintió».

Entonces yo bajé y desenfrenado chupé todo su sexo y mordisqueé su clítoris, lo quería todo para mí; ella me acariciaba esta vez suave la cabeza mientras jadeaba agradecimientos divinos; al punto introduje suavemente mi dedo en su divina cavidad; para mi sorpresa me lo retiró impetuosa: «no es el dedo lo que quiero», mientras acariciaba mis testículos que veían crecer nuevamente la erección.

Se agachó un momento para dar un par de lametones a mi glande; «no quiero que quede nada fuera».

Yo la obedecí, y tras besarla con vehemencia, la tomé con mis fuertes brazos y la penetré deliciosamente; había hecho aquello decenas de veces, pero nunca la luna había estado a mi favor.

El placer era tan intenso que no podía dejar de moverme entrando y saliendo de aquella oscura cueva.

Ella se sujetaba fuerte a mi torso, mientras me besaba y mordía todo el cuello; yo no podía parar de moverme dentro y afuera, como un recién salido de la selva salvaje.

No necesitaba cambiar de posición, sabía que ella tampoco; sólo me mordía y besaba, y entre mordisco y beso oía sus jadeos que me pedían que me moviera más deprisa.

Sentirla toda en mis brazos, acariciándome obscena las nalgas, mordisqueándome todo el cuello y tocando con sus pechos mi torso era una sensación que nunca Odiseo había sentido ni con Calipso; la follaba y follaba sin parar, porque algo me impedía dejar aquel placer.

Ella se corrió dos veces, en una me mordió con más fuerza y en otra dejó de morderme.

Yo después de la mamada sólo conseguí correrme una vez más, pero el placer fue aún mejor que con aquel delicioso chupeteo; tanto que casi se me cae al agua. Yo no podía más, estaba muy cansado, así que nos fuimos a tumbar en la arena.

Eres mejor aún que lo que me prometió la luna.

¿Tú también hablas con la luna?

Hace tiempo me prometió que te encontraría, y justo aquí estás.

Según dijo eso se abalanzó nuevamente sobre mí, besándome delicadamente y con mucha pasión; esta vez no había mordiscos, sólo un beso muy bonito y profundo.

Dábamos vueltas por la arena en un abrazo que no terminaba nunca, mientras nuestras lenguas parecían una inseparable.

El roce excitante con su piel me provocó una inesperada erección, y es que nunca había aguantado más de dos seguidos.

Ella se sonrió cómplice, y se acercó a mi pene con sus pechos, para sobarlo y sobarlo.

Estaba otra vez como si no hubiera tenido contacto previo, y ella percatada, con un hábil movimiento se sentó encima de mí haciendo entrar todo mi sexo en el suyo, después de haberse acariciado sus delicados labios con él.

Ahora era ella la que se movía sin dejarme más que jadear.

Se movía en círculos para enloquecerme de placer mientras subía y bajaba; yo intentaba acariciarle sus pechos, pero apenas podía por su violencia.

Creo que no pasó ni un minuto cuando estaba a punto de correrme, y unimos en uno nuestros jadeos en un orgasmo inolvidable.

Ella se quedó dentro y recostada encima de mí.

Yo no podía más, tres orgasmos seguidos era algo hasta ahora inalcanzable, y lo había logrado con aquella Nausícaa cuyo nombre todavía me era desconocido.

Después de unos minutos de silencio nos vestimos, aunque sin ropa interior, y fuimos a dar un paseo descalzos por la playa.

Fue entonces cuando conocí su nombre.