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Mírame y no me toques VII:Trapecio para la novia

Mírame y no me toques VII:Trapecio para la novia

En mala hora tuvimos que salir a filmar a Guanajuato, y no podía negarme.

Pasó una semana y días y mi alma estaba en otra parte, estaba en el andén.

Mis actuaciones fueron excelentes porque ahora tenía algo en qué pensar, todo el tiempo pensaba en sus ojos, y con ello conseguía los orgasmos más intensos, y todo ello sorprendía a compañeros y directores, la fuerza, el ímpetu.

Los problemas continuaron, por fin llegaron los resultados de los análisis que había realizado el especialista alemán.

Nada halagadores.

Marco y Tony eran seropositivos, yo y Rubén éramos sanos.

Esa seguridad no nos hacía más felices.

Marco y Tony no filmarían más sino hasta después de acreditar dos exámenes más que sirvieran de segunda y tercera opinión.

Sus caras eran de devastación, murieron ahí mismo.

Saludarnos, besarnos en la mejilla, sonreírnos, por alguna razón fue distinto.

Desde luego lo último que haría cualquiera de nosotros sería rechazarles, al contrario, se convirtieron en el objeto de un amor muy profundo, pero, irónicamente, ya sólo como personas.

Su infección los ponía fuera de nuestra labor.

Se habló de darles tareas como dirigir y cosas así, pero todo sonaba a compasión.

Harta de tanto color gris alcé mis manos y dije, “Pero no hay culpa aquí, ya veremos qué sigue”

Marco y Tony no cumplieron con sus compromisos de dirigir y demás, y era comprensible.

Con sus ahorros decidieron que irían a vivir a cualquier sitio donde la investigación anti SIDA fuese de importancia, estaban listos para aventurarse a lo que fuere, a dejarse hacer experimentos, a coger como locos, a fiestera, a viajar, a hacer de una velada cuenta regresiva un carnaval.

Sin embargo, sus ojos no mentían, la alegría se había marchado a otra parte, y su gobierno había pasado a manos de la responsabilidad. Les quiero mucho.

Su caso era un espejo muy bizarro en el cual vernos los que no habíamos resultado seropositivos, pues los resultados que me hubiera gustado escuchar era que nadie, ninguno de nosotros fuese seropositivo, pues ¿Cómo confiar en nuestra salud si dos de las personas con las cuales habíamos disfrutado del sexo todo el tiempo estaban infectadas? ¿De qué privilegios gozaríamos nosotros para que los análisis nos hicieran sentir esperanzas, si el síndrome no es nada comprensivo? Las precauciones siguieron, mucho preservativo invisible y nada de corridas en la boca.

Regresamos a la Ciudad de México, y salí al encuentro de mi ángel, quien estaba puntual, fiel, ansioso.

Nunca cargaba nada en las manos y siempre estaba dispuesto a mirar, lo que me hacía entender que estaba ahí por mí, por nada más.

Esta vez ocurrió como la vez pasada, sólo que ahora le descubrí el truco, al llegar su tren se dio a la tarea de correr de un andén a otro, así que hice mi estrategia, me movería de ubicación en el vagón, él entraría corriendo y me buscaría a su mano derecha, que es a donde el tren avanza, sin contar que yo estaría a sus espaldas, disfrutando la gentileza de querer, su afán de secarse el sudor, de tranquilizarse como un adolescente que acude a su primera cita.

Las cosas no le salieron a él como planeaba, ni a mí.

Pues efectivamente corrió, y entró muy apenas al vagón, casi aventándose para no ser guillotinado por las puertas.

Sin embargo, contrario a mi plan, no saltó por la puerta que yo pensaba, es decir, la de más adelante. Sino que entró volando por la puerta en que yo estaba.

Me dio la espalda, me buscó a la derecha como supuse, se secó el sudor con un pañuelo y se ocultó traviesamente detrás de un tubo, detalle que me hizo reír, pues el tubo en definitiva no lo cubriría en lo absoluto.

Alzaba el cuello, respirando con esfuerzo.

Yo estaba a tres pasos de su espalda.

Sus hombros cayeron sobre sí mismos como derrotados, y era una derrota que me supo a dulce, no sé por qué.

Ví sus intenciones de salir corriendo del vagón en cuanto llegáramos a la próxima estación para buscarme en el vagón de adelante o en el de atrás, y eso era algo que no podía yo permitir.

Di un paso para sujetarme de uno de los tubos y me ubiqué a su costado, a dos pasos de él.

Él me volteó a ver y se cimbró de pies a cabeza, no sé si de susto, de sorpresa, de excitación. Jugué un poco a no mirarle siendo que me moría por encontrarme con su mirada de nuevo, y lo que hice fue colgarme de los tubos.

Ya se sabe, los tubos del Metro son, verticales si están cerca de una puerta y horizontales los del pasillo.

Pese a que soy alta, me sujeté con las manos del tubo horizontal que pende a unos diez centímetros del techo, pudiendo hacerlo del horizontal que es mucho más cómodo.

Y digo me colgué porque me sujeté de ese tubo y dejé caer mi cuerpo como si estuviese colgada de unos grilletes altos en un calabozo, tendiendo mi cuerpo, alzando inocentemente mis pechos, con la cabeza caída y mirando hacia el vacío, justo como estamos acostumbrados a ver al Cristo crucificado.

Ese detalle de colgarme era un gesto más bien teatral. Había visto hace años una película de un tal Derek Jarman, muerto en 1994 a causa de SIDA, titulada “Sebastiane”, que era una película softcore gay, en la cual muestran a un San Sebastián hermoso, delicado, perfecto, y bajo un estilo muy avant garde, ofrece la escena del Santo colgado en un tronco de sus manos, recibiendo con la ecuanimidad de un ser divino los embistes de un buen número de flechas, mismas que hieren, le matan, pero a la vez le acercan a Dios y le causan placer.

La escena es bellísima, y supongo que por ello me postré ante este hombre, dejándome colgar como una santa, expuesta a sus saetas, esas que brotan de sus ojos.

Dejé que me mirara, sintiendo los pinchazos, gozando como San Sebastián.

Imagina que estás frente a una montaña altar, que en su cima yace crucificado o colgado de los brazos un Santo que no por estar en ese inconveniente estado resulta débil.

Su cuerpo cuelga y eso no disminuye su señorío porque su reino no es de este mundo.

Ahí está su cuerpo, al cual puedes hacerle lo que desees, clavarle una lanza, tirarle flechas, tirarle piedras, hacerle el amor, o sencillamente detenerte a mirar lo hermoso que es y sentir envidia de Dios por ser dueño de aquel cuerpo, por no entregarlo a los lobos. Imagina ese personaje que pese al castigo sigue siendo más fuerte que tu, que tu lujuria, tu mofa o tu compasión no surten efecto sobre él, pues está más allá de ti.

Y te mira de repente, y aquello a que te invita es algo tan bello que tú no pudiste haberlo soñado siquiera, que con esa mirada te invita a que seas suya, para siempre, y te ofrece el paraíso de no dudar nunca más quién es tu dueño. ¿Qué sentirías?.

La respuesta a esa pregunta deseaba que la contestara él cuando, colgada en mi Gólgota, le clavé en forma feroz mi par de ojos, tan dentro de los suyos que su corazón debió contraerse de alguna manera y esperar un respiro para latir de nuevo, ya a mi ritmo y no al suyo. Incapaces de parpadear, incapaces de voltear hacia cualquier lado.

A suerte de contar estaciones supe que había que bajarnos.

Me bajé y caminé tan lento como pude, sin darme a la tarea de verificar aquello que sabía que ocurría, es decir, que me seguía.

Cada paso fue un rito, entrar a mi casa, encender las luces, ponerme el antifaz, tenderme en la cama.

La luna llena me hacía verle mejor.

Mi gozo fue más intenso que antes.

Y me enajenaba ver la manera en que se sujetaba de los herrajes de mi ventana, ver cómo sus dedos se contraían en el metal, apretándolo cada vez que yo metía mi mano en mi cuerpo con fuerza.

Terminé por sentir un orgasmo absoluto.

Apagué las velas y me quedé mirándole, su silueta era azul, sus manos seguían aferradas a los herrajes.

Si estos hubiesen tenido filo él se cortaría, y estoy segura que no le importaría.

Pasó un rato que no supe cuánto duró.

Con sigilo tomé la caja de cerillos, saqué uno de ellos con la intención de encenderlo, y ver su cara nuevamente, ya sin cubre ojos.

Encendería el fósforo a la altura de mi cintura para que tuviera un centro de atención, y que al alzar su vista a la mía se encontrará con su Santa.

Pasó como pensé, la chispa del fósforo lo distrajo, y cuando subió mi vista para mirarme encontró mis ojos.

No sintió vergüenza de estar en mi ventana, como si ese fuese su sitio en el mundo, como si yo lo hubiese colocado ahí y él no hiciera otra cosa que ser mi fiel siervo.

Me levanté de la cama y me acerqué a donde estaba.

Encendí otro cerillo para que notara lo perfectamente desnuda que estaba. Se extinguió la nueva luz y ya había llegado yo a donde estaba él.

Pegué mi cuerpo a los herrajes, que estaban fríos.

Un pezón tocaba la orilla fría de una hoja de metal y eso lo hizo erizarse tremendamente.

Mi cuerpo tocaba partes del metal, sus dedos no tocaban mi piel, pero era como si los herrajes condujeran la electricidad de sus manos y me invadiera su tacto inevitable.

Él respiraba profundamente, cada inhalación era para mí un poema.

“Déjame besarte los ojos” me dijo con aquella voz que me capturó totalmente.

Sonreí, no le dije que sí, pero le acerqué mis ojos para que lo hiciera, con la sumisión con que un pájaro se mete voluntariamente a una jaula.

Me separé de los herrajes y de él. Encendí un nuevo fósforo y lo hice extinguirse al unísono con un parpadeo. Nuestras almas quedaron humeando, como el cerillo.

Empezamos a acudir regularmente al Metro, no era un compromiso pero los dos teníamos muy en claro que era nuestro deber acudir, era una cita inevitable.

Algo que me costaba mucho trabajo era no cojermelo.

Los días de filmación era él en quien pensaba al mamar una verga, al abrir las piernas, al empinarme, mis orgasmos eran sus ojos; y sin embargo no podía follármelo hasta no estar segura de mi salud.

Lo amaba.

Él me adoraba, y quería hacerme suya siendo que era suya completa.

Hablábamos, pero no dejábamos de mirarnos.

A veces mirábamos lo mismo.

En la productora fui objeto de mucha guasa cuando se supo que tenía un novio fuera del circuito. La gente me atosigaba todo el tiempo, “¿Ya sabe que eres actriz?”, “¿Sabe que tienes dudas de si tienes SIDA o no?”, eran preguntas que oía muy seguido.

Un día incluso se frenó la filmación porque el set no soportaba la risa luego de oír que él y yo no nos habíamos besado en la boca, ni habíamos tenido sexo, y Ramón, el camarógrafo, dijo “Tal vez está esperando la noche de bodas”.

La risa fue incontenible, y debería aborrecerles por ello, pero me quedaba claro que sus burlas eran obvias, previsibles, y detrás de ellas no había mala intención.

En eso si no estaba siendo honesta con él, pues ignoraba a qué me dedicaba, y con todo y que sabía que lo nuestro iba más allá del cuerpo, así, su cercanía me había hecho conocer el amor, pero no sólo de eso había nutrido mi pecho, pues la simple sospecha o temor de que me dejara para siempre al enterarse me había hecho experimentar algo que tampoco había sentido seriamente, la cobardía.

Supongo que era para dar risa ver que él iba a veces a mi encuentro a la salida del estudio, y me regalaba alguna flor y me besaba la mano, cuando apenas hacía cuarenta minutos estaba en medio de una emboscada de vergas metiéndoseme por donde quiera que cupieran.

Le prohibí que fuera a buscarme ahí.

Nuestro sitio era el Metro.

En la productora se extrañaban que prefiriera irme en tren en vez de comprar un carrazo, que también podía hacerlo.

Él acudía a mi casa regularmente, nos sentábamos en la sala uno frente a otro, y nos masturbábamos mientras nos mirábamos.

Cualquiera enfocaría su masturbación a ver la mano en los genitales del otro, pero en nuestro caso los jadeos, la fuerza, la tensión, se centraba en nuestros ojos.

Cuando teníamos el orgasmo era la locura.

Me encantaba venirme primero para ver con todo detalle la mirada de cordero que ponía previo a su eyaculación.

Su verga era linda de verdad, mejor que la de Lauro, de buen largo y mejor grueso, y manaba leche generosamente, con violencia, con poder.

Desde luego era para él muy extraño que llegáramos a un grado de confianza tal de masturbarnos juntos, desnudos, observándonos, y que sin embargo no consumáramos la relación sexual.

Era un caballero, ya lo había dicho, además tenía tanta confianza en sí mismo que me sabía suya aun sin sexo.

Su cuerpo me ponía muy caliente, su verga era hermosa, rodeada de una pelambrera espesa y negra, su piel algo blanca y cubierta en piernas, brazos y pecho por vellos gruesos, viriles, animales.

Su afeitado siempre perfecto del rostro era otra cosa que me erotizaba en serio, ya que le azuleaba la piel.

Sus cejas me desarticulaban completamente, mientras que su abundante cabello era algo que quería estar tocando todo el tiempo.

Me sentía muy rara de tener tanto sexo y no tenerlo con Claudio. Que por cierto, yo le dije que me llamaba Aura, cosa que le fascinó.

Avanzamos muy bonito. Sentía llenarse mi vida, aquello que faltaba dejaba de faltar. Seguía siendo muy joven, y muy bella. La única nube negra que tenía sobre mi cabeza era la sombra del virus.

Por aquellos días llegó a mis manos un guión más de Manu, el cual me describía absolutamente, trataba de las miradas, era glorioso.

Era un guión intenso, sensible, mágico.

Lo filmaría con toda mi entrega.

Esa película la dedicaría a Claudio. Supongo que algún día tendré que mostrarle a lo que me dedico, y de ser así, será con esta historia que es buenísima, además que lo que en ella se contiene nos concierne.

Motivada estaba, pues había que irla a filmar a Acapulco, y no quería irme sin estar con Claudio, así que lo invité a casa.

Yo haría la cena. Sucedió un incidente que me puso muy triste.

Cortaba unos trozos de tocino con un cuchillo chino que acababa de comprar.

Mientras yo cortaba y tenía la sartén al fuego, Claudio me acompañaba contándome de las cosas que le había tocado ver en el día a la vez que exprimía unas naranjas para que tomáramos jugo.

Me fascinaba escucharle hablar, con un tono extraño, advirtiendo que las cosas no eran para él como lo eran para el resto de las personas.

Su mundo estaba hecho de cosas importantes, de cosas en orden, de cosas en amor.

Con dificultad creía yo que este tipo que estaba en mi cocina fuese hombre, pues rebasaba su género por mucho.

Ello echaba a andar mi mente en una tierra de fantasía y de deseo, pues una persona tan exquisita, tan amplia, con tantas cualidades de trato, con su mirada, seguro que no desmerecería nada al momento de hacer suyo el cuerpo de su mujer.

Yo quería ser su mujer.

Quería cojermelo hasta el alma.

Ya sabía yo como se venía, pues lo había visto eyacular varias ocasiones, y por ello sabía de la vehemencia de sus orgasmos, y añoraba de verdad que se corriera dentro de mí, bien metido, regándome su leche hasta el fondo de mi matriz, y sobre todo, quería que se regara sin condón, que mi cuerpo palpara su sabor, qué sus células fueran parte de mi.

Presté mucha atención a dos detalles que tuvo en el día, el primero, me contaba que iba en su coche y vio que iban dos niñas en la acera saliendo de una tortillería, una de unos seis años acompañada de su hermanita de dos o tres años, todavía con chupón en la boca.

La niña más grande sujetaba con una mano un refresco de dos litros, mismo que se le estaba resbalando de las manos, y para sujetarla bien, le dio a su hermanita el envoltorio de tortillas.

Mal estuvieron las tortillas en manos de la peque cuando se le resbalaron, ella sujetó el papel en que estaban envueltas, pero el contenido rodó hasta el suelo.

Describió con una sensibilidad muy linda la cara de la niña más grande, entendí que sus escritos, porque es escritor, habrían de ser bellos, sólo lo imagino porque nunca me ha dado a leer nada de sus escritos, no sé por qué.

La cosa es que describió como la niña volteó para todos lados, deseando el anonimato de Caín, pero, a diferencia de éste, la niña no pudo reventar contra su hermana, sino que le dijo algo, haciéndose ella responsable de las tortillas que su madre con tanto cuidado les encargó traer.

La cara de la niña era triste, me contó, se agachó por las tortillas que estaban en el suelo y las sacudió, intentando envolverlas de nuevo.

Claudio hizo entonces uno de esos heroísmos veniales que se le dan muy bien. Se acercó y le dijo a la niña mayor, “Mija, esas tortillas ya no sirven.

Toma estas monedas para que compres otras y tu mami no te regañe.”

Pero no sólo eso, fue a donde les habían vendido el refresco y regañó al tendero, pidiéndole que no fuera tacaño, que les regalara una bolsa de plástico para que las niñas pudieran cargar las cosas. Era mi héroe, yo era una niña más.

Lo siguiente que dijo fue algo en lo que puse mi atención absoluta, pues hablaba de una prostituta que había visto en la calle, y empezó a decirme sus pareceres de la prostitución.

Su comprensión era total, miraba a las putas como seres bellos que cumplen una misión divina al dotar de amor al mundo, que es algo que falta.

Mi mente voló, se distrajo.

Quise decirle que le amaba, pero me contuve. Sin embargo, mis convicciones respecto de mi trabajo estaban endebles ahora que amaba, pues antes era para mí misma y ahora sentía que me le debía a él.

Quise decirle mi profesión era ser puta, pero no se lo dije porque en el fondo había algo más en mí que ser puta.

Mi distracción hizo que me pinchara un dedo con el cuchillo chino, empezó a manar mi sangre roja, estridente.

Él, notando mi accidente, se apresuró a tomar mi mano herida, dirigiéndola a su boca, para beber mi sangre, curarme con un beso. Jalé mi mano a toda costa, como si en mi dedo trajera una viuda negra.

Enjuagué mi dedo en el fregadero cuidando que no tocase nada más, tiré el tocino que había tomado contacto con mi sangre y tiré el cuchillo y la tabla de cortar.

Él me dijo “No es para tanto, compartiría mi sangre contigo, y lo sabes”, sus palabras me hicieron llorar, me puse muy alterada.

Cenamos hasta mucho después. Antes de marcharse, Claudio me preguntó si me sentiría bien en su ausencia, le dije que no. Se quedó en mi casa.

Me propuso que durmiéramos desnudos, yo estuve de acuerdo a reserva de que me dejara a mí usar calzones, y sobre todo, bajo la promesa de que no intentaría hacerme el amor, ni tocarme el sexo.

Estuvo de acuerdo. Como la promesa no incluía que él trajera calzones, él sí durmió desnudo.

Nos cubrimos con una sábana blanca. Sentir su cuerpo durmiendo junto al mío me resultó absolutamente placentero, sentir sus vellos como raíces que se echaban en la tierra que era mi cuerpo.

Su respiración me poseía completamente.

Fue la primera vez que estuvimos juntos sin vernos, pues al dormir nuestros ojos se cerraron, pero, si él es igual que yo, jugamos un rato a mirarnos entre la negrura, para luego olvidarlo todo y volver a ser lo que éramos, dos cuerpos que duermen, que sueñan juntos.

Al día siguiente yo partiría a Acapulco.

Una vez allá filmamos con excelente ánimo. Alteré la agenda de la productora pues adelantamos la edición de algunas escenas de “Lunas”, porque yo quise estar en la Ciudad de México un día antes, pues quería acudir al metro, en el día que cumpliríamos tres meses de habernos conocido.

Tuve una noche pésima, pues soñaba que caía en las vías del Metro y que Claudio estaba presente, que al caer el miedo me hacía perder el estilo pese a que lo inevitable no se modificaría por mi miedo, y que la última cara que él vería de mí sería un rostro de vieja gritona e histérica. Me desperté entre sudor, jurándome a mí misma que si moría ante sus ojos, mi mirada no cambiaría, sino que sería una mirada eterna.

A regañadientes nos regresamos a México muy temprano. El director estaba molesto por levantarse tan de mañana, pero encantado por mi actuación.

Llegamos en un BMW, Julián, la verga de lujo de la cinta; Kayla, mi cooprotagonista que venía algo lastimada porque había filmado una escena con doble penetración anal que yo no intentaría; Zara, una chica nueva que era dueña de un gemidito que a mi me hubiera gustado inventar; Dante Aligator, que era el Director que se encabritaba si no le llamabas bajo ese burdo mote que alteraba el nombre del único Dante que hay; y Yo.

Al bajar del auto venía yo de muy mal humor, pues Dante tenía graves sospechas de ser él mismo seropositivo, y por ello me jodía todo el tiempo que follara con él, “al fin y al cabo estamos malditos”, me decía, y yo le contestaba “esa no es suficiente razón para que folle contigo”. Me irritaba que diera por hecho que yo estaba contagiada, pues ahora más que nunca cruzaba mis dedos para estar sana.

Su manera de estar jodiendo era estar toqueteándome las nalgas, las piernas, las nalgas, intentar dejar su mano en mi entrepierna. Era lo común en nuestro trabajo. Sin embargo, un detalle me hizo volver a ese mundo que no era mi trabajo.

Del auto a la puerta del estudio, Dante me metía mano en el culo, y yo no me preocupaba por quitármelo de encima por tan poco, pues es más necio si le pegas. Un niño nos salió al paso con un paquete.

Dante lo intentó echar de una patada, pero le dije “¿Qué coño te pasa? El niño no le hace daño a nadie”, y le miré amenazante. Volví al niño y me percaté que él era un mensajero improvisado, me entregaba un bulto forrado que parecía contener el tomo de un libro.

Saqué un billete de cien que guardaba en el bikini y se los di a cambio de su entrega.

El niño volteó como pidiendo autorización a su amo para recibir dinero, cosa que me hizo voltear con curiosidad a dónde se ocultara su contratante.

No vi a nadie. El niño se fue, aunque me puse muy nerviosa. ¿Y si se trataba de Claudio? Era obvio, quién más haría por mí algo así. ¿Cómo explicarle que Dante me fuera metiendo mano al culo? ¿Cómo decirle que carecía de importancia?. Dante me siguió tocando, pero ahora le di un manotazo.

Subí las escaleras y me apuré a vestirme. Iría corriendo a su casa para explicarle. Lo hubiera hecho si no fuese porque abrí el regalo. Obviamente era de Claudio, y era un tomo como yo decía. Lo que nunca imaginé es encontrarme con la dedicatoria que encontré:

“He sido un estúpido en sólo brindarte parte de mí, siendo que mi deseo es entregarme completamente.

Tus ojos han sido la fuente de la que han emanado mis ideas, fantasías, esperanzas. He escrito esto para ti. Disculpa el género, es el único que sé escribir, pero detrás de él habita el amor, un amor que no cabe en prosas ni poemas convencionales”

Y mucho menos esperaba encontrarme con que Claudio era la verdadera identidad del escritor que yo reconocía como Manu, y que la obra que me regalaba era ni más ni menos que “Lunas”.

Brinqué de gusto, abracé a Dante de alegría, aunque lo rechacé casi de inmediato porque quiso aprovechar esa emoción poniéndome sus manotas en las nalgas. Mi mente revolucionó con gusto.

Sin embargo, el punto seguía siendo el mismo. Él escribía guiones para pornografía, pero no sabía que yo era actriz.

Sin duda conocer su profesión me motivó a mostrarme yo también como era. El día se convirtió en una bomba de tiempo.

Si bien desde ayer deseaba que fuesen las siete de la noche para encontrarnos en el Metro, ahora era la locura, pues puse a trabajar a todos los de la productora para que me editaran una versión especial de “Lunas”, en que pusieran sólo mis escenas y aquellas que eran necesarias para dejar ver el desarrollo de su trama, mientras que a los diseñadores gráficos los pues en chinga a diseñar una portada especial.

Todos me quieren mucho, pues antes del SIDA no había vergas tristes aquí, ya que tenían en mí a una amiga muy comprensiva de sus tristezas.

Ahora les tocaba pagar. Raúl, el editor, me dijo “¿En serio le regalarás a tu novio un video donde otros te están fornicando? Tú sí que eres una cerda, pero una cerda adorable.”

“Tonto”, le dije, “Él es el autor del guión”

“¿Pero sabe que eres actriz?”

“No”

“Te digo. Eres perversa, por eso te dedicas a esto”

Le dejé trabajar.

Durante todo el día me dediqué a ponerme muy bella, a arreglarme como nunca.

Corrí junto con, Lola, la de vestuario, a una tienda de ropa de Zara, una firma española que siempre me ha gustado, y me compré un vestido de noche. “Te trae loca” Dijo Lola, “Yo quiero uno que me traiga así”.

Me maquilló Roxana, la de maquillaje, a quien le dije que me hiciera la cara de un ángel. “Te trae hecha una perra”, dijo ella, menos sutil que Lola. Era inusual, toda la empresa trabajando para una cita que una de sus estrellas tenía con su novio normal.

Todos apoyando como si fuese yo a un baile de graduación en el cual sospechara que se me iba a declarar mi primer novio. Todos encararon la cosa con un entusiasmo sorprendente. Me trataban como su hermana.

Fui con Raúl y con el de diseño, ya tenían todo listo. Raúl, que me cae genial porque es una especie escasa de guarro inofensivo dijo “Debo admitir que llegaré a mi casa masturbándome sólo de ver lo linda y normal que te ves ahora que vas con tu novio, y luego de ver las cosas que haces en esta cinta”

“No seas subnormal, dame la película” le dije entre risas.

“Podrías hacerlo aun mejor. ¿Por qué no le dedicas una entrevista para él? Ahí hay una cámara, si quieres te ayudo a grabarla y la incluyo al final. Eso por que me caes súper”

Me pareció buena idea. Me senté en una cama que había. Le pedí que no me pusiera mucha luz. Él no era camarógrafo, pero no hacía falta de un profesional, habría toma única”

Una vez sentada, miré la lente como si lo mirara a él al otro extremo del andén. Y comencé a decir llena de emoción:

“Esta vida es muy dura, Tú has de saber. Sólo tus ojos me hacen llevadero todo esto, pues marcan la diferencia entre ser y simplemente hacer. Cuando me entrego no siento nada, y el placer sólo puedo hallarlo cuando cierro mis ojos y pienso en ti, en ese hombre que ha sabido enamorarme con sus ojos, no eres un modelo, pero me resultas terriblemente atractivo, totalmente adictivo, mi orgasmo sólo se da cuando te veo dentro de mis párpados, parado con miedo en el andén de enfrente, absorto, reconociéndome como tu diosa, has de pensar que por ser bella he recibido mucho amor, nada más falso. Si la muerte llega a sorprenderme en tu presencia, por favor no dejes de mirarme, pues tu mirada es mía, es lo último que quiero ver en vida”

Me quedo quieta un rato, viendo la lente con fijeza, diciendo todo lo que debo decir con mis ojos. Raúl se desespera un poco y pregunta si ya corta la grabación. “Si, es todo” Le contesto.

Se lleva la cinta y comienza a editar el último detalle del video para Claudio.

Mientras lo hace me dice: “Debo decirte que para mí ha sido un honor ayudarte con esto. Tus palabras fueron muy lindas.

No te ofendas, pero fácil cambiaría una de tus mamadas por el hecho de que me dijeras todo esto, y no creas que es fácil renunciar a esas mamadas que das.

Ojalá antes de morir me dijera alguien cosas semejantes.

Sé que no lo creerás, pero luego de tus palabras mi vida no puede ser igual, puede que empiece a buscar el amor. Pero bueno.

No debo ponerme sensible contigo. Quiero que sepas que siempre te he estimado de verdad”, Se acercó hasta mi oído y dijo en voz muy queda, “De todas las actrices que han pasado por aquí, solo tú vales la pena”.

“No te pongas dramático” Le dije, “no voy al matadero, voy con mi novio”.

“No está de más”, concluyó al momento en que me extendía el casete.

Salí luego de recibir la enhorabuena de todos, hasta el cretino de Dante me deseaba suerte. Les dije adiós con cariño, eran como mis hermanos, gente que en teoría es infernal por dedicarse al placer, pero son gente buena.

Tomé un taxi y me paré fuera de su buzón, y dejé el sobre en él. Mi plan era que, a diferencia de siempre que salíamos rumbo a mi casa, ahora volviéramos a la suya, le diría que tenía correspondencia, y él sacaría su regalo.

Entraríamos a su casa y le daría un masaje, no le dejaría consentirme porque siempre lo hace, lo trataría de tal forma que sintiera que el regalo era yo misma. Le daría una mamada, aunque con preservativo, pero lo hacía como sé. Luego le diría del video, y me sometería a su juicio con los dedos cruzados.

Volví al taxi y me bajé en el Metro, unos vagos me silbaban y alzaban loas a lo buena que estaba.

Ningún hombre podía evitarme, y yo sólo quería que uno de todos ellos no me evitara nunca. Bajé las escaleras lentamente, ahí estaba él, sonriendo. También me sonreí y como nunca me sentí fusionada con él.

Me acerqué al borde de los rieles porque habían unos escandalosos ahí cerca.

Me preguntaba qué pasaría ahora que llegaran los trenes, ¿Él correría a mi anden? No lo sabía.

Mi tren se acercaba. Sentí un empellón por la espalda, mi cuerpo perdió balance, mi alma sabía el resto.

Comencé a caer.

Los ojos de él se abrieron al máximo, yo caía a las vías del tren, supongo que triste por todo lo que no sería.

Mientras caía no tuve en realidad tiempo de pensar demasiadas cosas, sólo en una, en mi promesa de morir mirándole los ojos.

Al caer, ojo a ojo, cada ojo un brazo, tocándose, cada brazo pertenece a un trapecista cósmico, uno de ellos no alcanza a sujetarse bien, y cae donde no hay red que le salve.

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