Capítulo 2

La luz del día se filtraba por las paredes de la choza. Todo el interior se dividía como si fuera un código de barras en trozos alternativos opacos y luminosos.

Tenía mucho calor, estaba sudando, me sentía sucia y pegajosa, y un dolor detrás de mi cabeza. Paseé los ojos por el recinto, pero sin atreverme a mover. Estaba tumbada en una especie de camastro, hecho de troncos, y a modo de colchón un amasijo de hojas de platanera y helechos.

De la misma manera que no me atrevía a levantarme, tampoco era capaz de hablar o gritar. Sentí sed y había perdido la noción del tiempo. Escuché pasos y voces que se iban acercando, y el parapeto de hojas que hacía de puerta se abrió.

La luz inundó la cabaña, pero estaba por detrás de las figuras que entraron haciendo sombras. Por el tono de voz eran mujeres y entre gestos, cuchicheos y alguna sonrisa, entraron en la cabaña.

Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz, pude ver el exterior… cielo azul, árboles, más cabañas y una especie de poblacho. Las mujeres estaban desnudas, o casi.

Un taparrabos cogido a la cintura con una especie de cuerda era todo lo que llevaban. Pelo corto, muy rizado, y según la posición en la que se acercaban, a algunas les brillaba la piel.

Se sentaron hablando entre ellas y me examinaban con esos ojos negros grandes y brillantes. No sabía si me estaban preguntando algo o simplemente hablaban sin más, pero intenté hacerme la valiente. Puede que fuera por el aturdimiento de mi dolor de cabeza, pero lo primero que me salió de la boca fue preguntar por mi teléfono:

-¿Dónde está mi I-phone?, ¿pueden darme agua?, tengo sed.

Se pusieron a hablar entre ellas y a reírse:

-¡Aifon!, ¡aifon!… ¡jajajajaja!

Sin mediar más palabra, dos de ellas se pusieron por los pies y otras dos por los hombros, y de forma brusca me pusieron boca abajo.

El dolor de cabeza, la sed y por qué no decirlo también, el miedo, me tenían atenazada. Examinaron mi cabeza y la herida que tenía.

Una de ellas salió y cuando volvió, llevaba en las manos una masa que no acerté a ver de qué estaba hecha, pero que chorreaba un líquido.

Me lo pusieron sobre la herida y al dolor y la quemazón que sentí al principio, le siguió un frio que me alivió bastante, a la vez que me despejó.

Cuando mi cara se relajó, una de las chicas empezó a reír, hablaron de nuevo entre ellas, y casi sin darme tiempo a descansar, una de las mujeres intentó quitarme a tirones la camiseta que llevaba puesta.

Cuando descubrieron que sacándola por la cabeza no tenían que esforzarse mucho, lo hicieron. Cuando empezaron a hurgar en el broche del sujetador intenté rebelarme, pero una de ellas se sentó en mis lumbares, desabrocharon el sujetador y me desnudaron. Luego hicieron lo mismo con el short y las bragas entre risas y exclamaciones.

Una de las más viejas cogió mis nalgas y me las abrió para comprobar no sé muy bien el qué, y casi seguido, las dos que estaban al pie del camastro, me abrieron de piernas.

No sé si era la misma que me abrió de nalgas u otra, pero unas manos empezaron a deslizarse por mis muslos. Esta vez sí que pude agitarme, deshacerme de esas manos y cerrar las piernas. Se echaron a reír y me volvieron a sujetar los pies; entre las cuatro me volvieron a dar la vuelta poniéndome boca arriba.

Estoy acostumbrada a que me vean desnuda en la playa, pero aquello era diferente, así que intenté zafarme de los brazos para taparme al menos la entrepierna, pero me lo impidieron sujetándome más fuerte las muñecas y sentándose dos de ellas sobre mis piernas.

Me miraban a los ojos, palpaban mi pelo castaño, recorrían con el dedo índice mis labios… Una de las más jóvenes me acarició los pechos, los apretaba, pellizcaban mis pezones y una se atrevió incluso a comerme uno de los pezones, lo que provocó que se pusieran duros y rectos. Hasta mi ombligo les llamaba la atención.

Mientras me esforcé en que no se notara ninguna de las reacciones que todo aquello tenía en mi cuerpo, y gracias a esa distracción, las dos que se sentaron sobre mis piernas, se habían levantado y me las habían abierto más de lo que estaban. Algunas se inclinaron sobre sobre mi sexo, “jodidas cabronas, dejadme en paz de una puta vez”, pensé

Otra de las jovencitas se acercó con un recipiente que me pareció una especie de calabaza ahuecada llena de agua, y con una especie de musgo o manojo de helechos. Empezaron a lavarme.

Mira que me gusta bañarme y estar limpia, pero desde luego la forma en que aquellas mujeres lo estaban haciendo no era la mejor.

Aquella suerte de esponja era suave, pero no era la que tengo en casa, los movimientos eran violentos y daba la sensación que lo que querían eran borrarme el moreno de mi cuerpo; digo moreno para entendernos, porque para ellas era blanca como la cal.

Menos mal que al tomar el sol desnuda en la playa, no tengo marcas porque de lo contrario hubiera sido otro motivo más para la algarabía o para que me escrutaran más a fondo.

Mientras me limpiaban el sexo con mucho cuidado, menos mal, la más vieja puso su mano sobre mi vientre y dejó caer todo su peso sobre mi. Esa repentina presión me dio unas ganas tremendas de orinar y me lo hice sin querer.

Me dio una vergüenza tremenda y pensé “mierda, tierra trágame”. Al ver eso, sonrieron y asintieron con la cabeza como si hubiera conseguido lo que ellas esperaban. Volví a rebelarme, “que os jodan cabronas de mierda”, me dije para mis adentros. Una de ellas salió de la cabaña y volvió con otro montón de hojas y helechos. Me levantaron mientras volvían a “hacer la cama”.

Me volvieron a acostar y se ve que aquello también las divertía, porque no dejaban de sonreír y mirarme. Las más jóvenes volvieron a lavarme los muslos y el sexo, sobre todo.

Mientras me secaban, yo me dejé llevar. Una de las más jóvenes, la que no dejó de repetir “aifon, aifon” momentos antes, se sentó en el borde del camastro, y mirando a las que me me sujetaban, les dijo algo en aquella extraña lengua.

En aquel momento decidí “bautizar” como Aifon a aquella jovencita que no creo que tuviera más de 25 años. Las otras chicas obedecieron y me sentaron junto a Aifon. La pude ver de cerca esta vez, sus grandes ojos marrones, nariz chata pero elegante, labios gruesos, una fila de dientes blancos y perfectos para ser una indígena, pelo corto negro y muy tupido.

Los pechos al aire, redondos, brillantes, no muy grandes… ¡joder!, eran casi perfectos. Contrastaba conmigo, más alta, blanca en comparación con su cuerpo color chocolate, mi pelo castaño, sus piernas más estilizadas contra las mías más musculosas y desarrolladas gracias al voleibol y al gimnasio.

No le envidié sus pechos ni por tamaño, ni por postura. Aifon cogió uno de mis pechos en su mano, lo acarició y con su pulgar estimuló el pezón hasta que lo puso duro y crecido. Se interesó por mi sexo, lo acarició despacio y pasó de abajo hacia arriba sus dedos por la raja. Pareció gustarle que estuviera depilada, aunque desde mi última sesión de belleza me habían crecido algunos pelillos. Aquella caricia en mi sexo me puso la piel de gallina, me confundió, pero fui incapaz de cambiar la situación. No era la primera vez que estaba con otra mujer, pero en otras circunstancias.

Las otras mujeres que estaban en la cabaña le dijeron algo y entonces dejó de acariciarme el sexo, tiró de mi hacia ella y yo me resistí, no entendía nada de lo estaba pasando. Las otras mujeres la ayudaron empujándome, y me acostaron boca abajo sobre las rodillas de Aifon, en una postura parecida a cuando le vas a dar una torta a un niño en el culo. Me sentí absolutamente desprotegida, avergonzada, expuesta, como si fuera un monigote. Cuando se aseguraron de que no me podía mover, Aifon empezó a darme azotes en el culo. Que a mis 35 años una niñata me trate así me enfadó muchísimo:

-¡Hija de puta, negra cabrona, suéltame y deja de pegarme! -le grité.

Me sentí humillada al ver a todas aquellas mujeres mirando y sujetándome.

En cuanto intentaba moverme o rebelarme, más fuerte me sujetaban. Aifon me pegaba no con mucha fuerza, pero no por eso dejaba de dolerme. En esas intentonas por zafarme, contraía el culo y lo ponía duro, pero me di cuenta que así me dolía más, y opté por relajarlo.

No sé por qué extraña razón Aifon me daba azotes no sólo en las nalgas, sino que movía su mano por todo el culo, llegando incluso al interior, y a la parte donde el culo se une al muslo. Sus golpes llegaron hasta la zona donde la vagina y el culo casi se unen, pero al llegar ahí los golpes se hacían más suaves. Sin saber muy bien la razón, cuando eso pasaba, me relajaba aún más, mis piernas se destensaban y parecía como si mi sexo se abriera. No pude aguantar mucho y se me nublaron los ojos, lloré de rabia y las lágrimas salían de mis ojos cayendo al suelo.

Como si hubieran conseguido una victoria, las mujeres que yo podía ver, sonrieron y asentían con la cabeza. Todavía era de día y hacía sol. Alguien pasó por delante de la choza y la sombra se proyectó dentro.

Giré la cabeza y pude ver a un hombre, un hombre alto, corpulento, fuerte y que también iba desnudo salvo ese pequeño taparrabos igual que el de las mujeres. Se quedó mirando hacia dentro, y tuve miedo de que entrara y se uniera “a la fiesta” de mi sufrimiento; ese tenía que pegar fuerte.

Mi corazón se aceleró, sentí miedo ante la posible brutalidad que podría ocurrir, pero por otra parte sentí una reacción extraña, casi de placer.

Durante mis experiencias de pareja, en tríos o intercambios, descubrí que me daba mucho morbo mirar pero también ser vista. No confundir con ser una exhibicionista, pero el hecho de saberme observada me excita. Por eso cuando aquél indígena se paró en la puerta de la choza, noté que mi sexo se mojaba.

El hombre siguió con lo suyo, pero las mujeres y especialmente Aifon, se dieron cuenta de lo que me había pasado. Aplaudieron suavemente, sonrieron, volvieron a asentir con la cabeza, y Aifon aflojó la intensidad de sus azotes. Pasó su mano por mi raja y empapó sus dedos con mis líquidos.

Me masajeó el sexo, extendiendo el flujo e incluso se permitió el lujo de intentar meter un dedo en mi raja. Pararon un momento como esperando a que me relajara del todo. Mis piernas se aligeraron, el culo perdió la tensión y sin querer abrí las piernas dejando mi sexo y el culo a la vista.

Aifon hablaba con el resto de mujeres, miraba especialmente a las más jóvenes, como explicándoles que mediante el castigo había conseguido doblegarme.

Metió su dedo en mi sexo, buscó mi clítoris y lo estimuló. Me dejé llevar, pero tenía una mezcla de rabia y placer. Sentía ese dedo extraño en mi sexo masajeándome, estimulándome, masturbándome… me sentí todavía más mojada. Cerré los ojos y me dejé llevar. No me dio tiempo de tener un orgasmo y correrme, Aifon decidió quitar la mano y dejarme en paz. Las mujeres se levantaron y se fueron en silencio.

Se llevaron la ropa y me dejaron desnuda en el camastro. Me dolía el culo de los azotes, tenía el corazón a mil por hora, el sexo mojado y los pezones de mis tetas estaban duros.

El dolor de la nuca casi se me había ido. Fuera de la cabaña la vida de estos salvajes continuaba. Podía oir risas de niños, mujeres hablando, golpes de leña cayendo al suelo, incluso el crepitar de un fuego. Estaba cansada, tenía hambre y en esas estaba cuando me quedé medio dormida.

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