Memorias de un señorito andaluz
Desde que tengo uso de razón recuerdo haber sentido una especial atracción por los hombres.
Siempre preferí jugar con muñecas antes que con armas, y mis rasgos y maneras acentuaban mi lado femenino en detrimento del masculino.
De no ser por las ropas de niño con las que me adornaban hubiera pasado por una niña sin ningún problema.
Desde bien pequeñito sentía que me temblaba parte del cuerpo al ver pasar a mis primos mayores o a mis vecinos.
Recuerdo que con el comienzo de mi adolescencia, cuando mi madre salía de casa, corría a su habitación y me calzaba sus picardías, sus sostenes, sus hermosos y perfumados ligueros, y tras pintarrajearme de mala manera los morritos, me plantaba frente al espejo de la habitación materna y adoptaba posturas de mujer, de puta barata, para acabar manchando las bragas con la inevitable eyaculación.
Supongo que entonces era un putito en potencia, porque a decir verdad, me encantaba pensar que en cualquier momento un hermoso y bien dotado macho entraba inesperadamente en la estancia y me hacía suyo.
Y bueno, realmente un día alguien entró en la habitación, aunque para desgracia mía, no fue un hermoso efebo sino el animal de mi padrastro que, para hacer honor al apelativo, me atizó una soberna paliza y me llamó maricón y otras lindezas que no reproduciré aquí para no extenderme en recuerdos desagradables.
Obviamente jamás volví a entrar en la habitación de mi madre. Sólo el pasar frente al umbral de la puerta me ponía los pelos de punta.
Aquel bestia me había dado tal paliza que el mero hecho de pensar en la habitación me daba diarrea.
Sin embargo, creo que aquello no hizo más que, por una parte, sumar uno más a mis traumas infantiles, por otra, retardar mi iniciación a mi verdadera sexualidad.
Por aquella época solo pensaba en tres cosas: joder, comer y joder.
Evidentemente, la deducción es diáfana. Había nacido para ser amado, para entregarme a una buena herramienta y para servir a su poseedor en todas sus exigencias.
La cuestión es que mi primera experiencia llegó bastante tarde (o por lo menos más tarde de lo que yo hubiera deseado), cuando cumplí los quince años.
Hasta aquel día el único placer que había conocido era el solitario, el que mis tiernas manitas de púber en celo me proporcionaban. Vamos, que me mataba a pajas. No había día que no me hiciera menos de tres.
Bueno, pero como iba narrando, mi primera experiencia completa llegó a los quince años.
Era primavera y los pajaritos cantaban, las nubes se levantaban y toda la campiña rebosaba en colores.
Hacía unos meses que el sueño de mis masturbaciones era la abultada bragueta de un chico de la cuadra (olvidé referirles que mi familia gozaba de una posición, digamos, bastante desahogada económicamente y éramos propietarios de una finca enorme en el sur de una España todavía analfabeta).
Era un chico joven y guapo que aun no habiendo cumplido los diecisiete, ya se afeitaba y aparentaba más edad.
Cuando lo veía sacar el lustre al lomo de los caballos me sacaba de sitio.
Me corría como un cerdo en celo pensando las maravillas que aquel cabrito podría hacer en mi inexperto culito.
Me relamí los labios, me pellizcaba los pezones y me metía las zanahorias y los pepinos que luego mi abuela echaría en el cocido del mediodía pensando en él. Estaba loquito por aquel Adonis rubio.
Y seguramente nada más hubiera ocurrido, si aquella mañana de primavera Eulalio – que así se llamaba el muchacho – no me hubiera saludado.
-Buenos días señorito – sonrió el mozo.
A un servidor se le puso la polla en posición de saludo y, en un esfuerzo por ocultar mi nerviosismo le respondí:
-¿Vas a las cuadras? – le dije mientras le miraba descaradamente el paquete.
-Así es señorito – sonrió de nuevo. El Pocholo tiene una pata mal y hay que hacerle una cura varias veces al día…
-Pobrecito… – musité – ¿y está muy mal?
-¿Si quiere verlo usted mismo?
Esta es la mía, pensé. No sabes lo que te espera Eulalito mío. Te voy a sorber hasta el tuétano. Después de que te haya follado no vas a servir ni para mear.
Y perdido en estas ocurrencias acepté su invitación y me dirigí a las cuadras junto a su campestre y bien formado culo. Un culo de verdad, prieto y musculoso, de los que cuando te están follando, de un solo golpe te la clavan hasta el fondo.
Cuando llegamos a donde se encontraba el Pocholo (el caballo más querido por mi padrastro), Eulalio se agachó para mirarle la pata, ocasión que yo aproveché para situarme detrás de él y bajarme los pantaloncitos que llevaba, dejando al aire mis encantos primaverales.
Cuando Eulalio se dio la vuelta y se percató de lo que le estaba ofreciendo se puso nerviosísimo.
-¡Señorito! – exclamó.
-¡Que señorito ni que monsergas! – le espeté – ¡Fóllame Eulalio, fóllame o gritaré y vendrá todo el mundo!
Otra aclaración. Siempre he sido un poco chantajista y he conseguido muchas cosas gracias a mi posición de privilegio en determinadas situaciones como esta. Vamos que era un niño malcriado que no soportaba una negativa.
Eulalio estaba paralizado. No se enteraba de nada o al menos le costaba asimilar.
Como se había quedado en ese estado de shock decidí pasar a la acción. Es decir, lo agarré y le metí dos palmos de lengua entre los dientes. Aquello pareció hacerle reaccionar.
Se puso de pie y se bajó los pantalones y calzoncillos de un sólo golpe, dejando oscilando en el vacío de la cuadra los dos palmos de virilidad más grandes que yo he visto nunca (con la excepción de la del caballo, que asistía a la escena entre estupefacto y cachondo a juzgar por el crecimiento que experimentaba su verga animal).
Sin perder un instante y de forma instintiva me lancé sobre aquel rojo y palpitante caramelo que por primera vez se me ofrecía.
Él me agarró del pelo y me apretó contra su bajovientre, como intentando que la engullera toda. Y a decir verdad, eso hice. No se como, pero lo hice. Me la comí entera, hasta que noté el vello de sus huevos en mis labios y la punta de su inmensa y sabrosa polla en la boca del estomago.
Entonces, cuando la tenía sumergida en mi garganta, Eulalio comenzó a moverse como si estuviera follándome por la boca. Era increíble.
Apenas podía respirar con semejante pedazo de tranca en la garganta. Me dolía pero al mismo tiempo deseaba que me la metiera más y más adentro, que me rompiera de placer. Estaba loco de excitación y hacía un rato que acompañaba sus emboladas con un dedo dentro de su cerrado ano, lo cual le provocaba más excitación aun.
Noté como un espasmo me recorría el cuerpo y como mi polla, sin apenas tocarla, expulsaba gran cantidad de leche corporal en un orgasmo que recordaré siempre. Una paja no tenía ni punto de comparación con aquella experiencia.
Instantes después, Eulalio sacó su inmensa tranca de mi garganta, la dejó colgando sobre mis labios, y tras relinchar como un pura sangre en celo, se vació copiosamente en mi cara. Volví a correrme al notar su leche pastosa y caliente embadurnando mi rostro, mientras con la mano recogía aquel néctar para llevármelo directamente a la boca.
Entonces me levanté y dándome la vuelta, me arrodillé delante de Eulalio, ofreciéndole la flor de mi virginidad. Me abrí todo lo que pude las nalgas y le mostré mi ano, limpio de pelos, esperando acoger su primera visita.
-Voy a dejarte sin una gota de leche. Voy a follarte hasta que no se te ponga tiesa ni con almidón.
Aquello provocó un efecto fulminante, y actos seguido, la polla de Eulalio alcanzaba la dureza y longitud necesarias para completar la faena.
Y mientras seguía diciéndole obscenidades, que le ponían como un jamelgo, noté como su lengua repasaba la entrada de mi culo y como apoyaba el glande en mi esfínter esperando la orden de ataque.
Me eché un poco hacía atrás, como una gatita en celo para que los primeros centímetros inauguraran aquel pasadizo del pecado.
Era enloquecedor notar como aquella picha campestre y robusta se iba abriendo paso en mi interior poco a poco. La sentía dura y tiesa como una vara de madera, y el dolor pronto se convirtió en placer cuando mi recto se acostumbró a sus dimensiones.
Eulalio jadeaba como un potrillo. Me besaba el cuello, me metía la lengua por las orejas y me lamía todo. Entonces con un golpe de cadera acabó de meterme el resto de polla. La tenía entera dentro de mi, como yo tantas veces había soñado. Estaba empalado en la polla más grande y gorda que puedo recordar.
Notaba como sus testículos golpeaban mis nalgas y como el mete saca me provocaba el éxtasis animal con el que tantas veces había soñado en la soledad de mi habitación.
Adentro y afuera, una y otra vez. Su polla entraba y salía de mi culo con cada vez más frenesí. Notaba las gotas de sudor en sus testículos, el olor de su cuerpo, de su sexo a punto de estallar. Un nuevo movimiento me taladró la columna y justo cuando iba a correrme lo hizo él.
Me lleno todo de fluido caliente y pastoso, de su precioso néctar de macho salvaje. Después sacó su polla de mi culo me la dio a chupar, a lo que yo respondí dejándosela lustrosa y reluciente, limpia de cualquier otro fluido que no fuera mi saliva. Fue genial.
Entonces nos dimos cuenta de que Pocholo, el caballo que asistía al espectáculo como invitado de lujo, estaba como loco. El animalito se había puesto como una moto y tenía su gran verga en un estado superalterado.
-Vaya – dijo Eulalio – parece que el caballo se ha excitado con el espectáculo. Esto no es bueno para su salud. Habría que aliviarle de alguna forma.
Y diciendo esto se colocó junto al caballo y comenzó a pajearle para provocarle la eyaculación. Me senté junto a él e hice lo propio.
Tener aquella verga del animal entre mis manos era superexcitante.
Era colosal. Calculo unos cincuenta centímetros y el tacto era similar a la de un hombre, pero más rugosa y caliente.
No podía evitar pensar en el sabor que tendría aquello, así que sin pensármelo dos veces me la metí entre los dientes.
Duro, grande, avasallador, notaba como los músculos de mi cuello se dilataban a su paso.
Llegué a pensar que el capullo me iba a llegar al estomago.
Eulalio por su parte se dedicó a lamer el resto de la verga que no cabía en mis tragaderas, que a decir verdad, no era mucho.
Noté que me faltaba el aire y como pude me saqué el ciruelo de entre los dientes, para volver a lamerlo en su longitud, ensalivándolo como hacía Eulalio, que a juzgar por su destreza no debía ser la primera vez que lo hacía.
La brutal descarga del animal no se hizo esperar.
Tras relinchar un par de veces se corrió sin darnos tiempo a retirarnos.
Tan brutal fue el lecherazo que el semen llegó a embadurnarme el rostro por completo. Como si me hubieran estampado una tarta de merengue en los morros.
Me relamí para comprobar como el sabor no difería demasiado del esperma que momentos antes Eulalio me había regalado.
Después de limpiarme bien en profundidad (tenía semen hasta en las orejas), me despedí de Eulalio y Pocholo, pensando que a partir de ahora mis visitas a las cuadras aumentarían en una frecuencia alarmante…