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Sin medir las consecuencias IV

Sin medir las consecuencias IV

Las imágenes se repetían en su cabeza con insistencia. A través de la cámara de vigilancia había visto a la chica de aquella empresa masturbarse furiosamente una tarde de sábado, en su puesto de trabajo, delante del ordenador. Ella misma, vigilante jurada, de servicio en los monitores, había sentido una curiosa excitación al ver a quella mujer semidesnuda jugar entre sus piernas con sus dedos, introduciéndose el mango de un abrecartas y luego muchas más cosas a lo largo de casi dos horas. Había llegado el relevo y sintió que tenía las bragas pegadas a su sexo por la cantidad de flujo que había generado, motivada por su sesión de voyeurismo.

No había dicho nada a nadie, pero ahora sentía que necesitaba ver otra vez a la chica, antes de que otro compañero o compañera descubriesen sus actividades. Deseaba algo que aún no tenía definido. Hasta ahora había tenido experiencias heterosexuales, sin dejar de disfrutar con la presencia de cuerpos de mujer desnudos, cubiertos de sudor en el gimnasio, en el vestuario, en las duchas. Acostumbraba a tomar el sol en top-less en las playas más familiares, y completamente desnuda cuando ella y sus amigas decidían recorrer apenas doscientos metros para alejarse de los ruidosos grupos de adultos y emjambres de niños.

Solía pasar de los mirones que hacen del paseo a la caza de pechos y coños el deporte favorito del día de playa, sólos o en grupos y por supuesto dejando a sus mujeres a cargo de los niños. Aunque a veces decidía vengarse de ellos. La mejor táctica era incorporarse en la toalla y mirarles directamente a los ojos mientras fumaba con insolencia. Incluso abría las piernas y les dejaba atisbar un esbozo de su coño parcial o totalmente depilado, según días. Era infalible: se ponían nerviosos y bajaban la vista, mostrando un repentino interés por la arena, las conchas y las algas que se enroscaban en sus pies.

Solamente un día le “falló” su táctica, con un muchachote joven y con más arrestos de los que hubiera esperado. Al abrir las piernas y enseñarle su sexo el muchacho frenó en seco, admiró el paisaje y se dirigió directo hacia ella. Cuando llegó a su altura tiró la bolsa y la toalla en el suelo y de un solo movimiento se quitó el bañador, dejando ver una polla en estado de semierección. Ella le miró a los ojos y luego bajó poco a poco recorriendo el cuerpo, buen pecho y brazos, piernas fuertes de deportista, hasta parar hacia la mitad, donde el chico había cerrado su mano en torno a la polla, ahora totalmente dura y erecta, e imprimía un lento movimiento de vaiven. iSe estaba haciendo una paja a veinte centímetros de su cara y sin cortarse un pelo!. Era ella la que se sintió confusa aunque inevitablemente caliente. Los granitos de arena se estaban aglutinando bajo su coñito y en sus labios por causa del flujo que estaba empezando a manar.

El chico, en cambio, lo tuvo muy claro. Acercó su mano a la cabeza de ella. Acarició su pelo y, mientras avanzaba un paso, presionó suavemente su nuca acercando su boca al capullo, grande y morado. Ella no pudo o no quiso resistirse y abrió sus labios, acogiendo la polla del chico, iniciando una mamada que terminó en un polvó fantástico al atardecer, a pocos pasos del mar. El chico resultó ser un buen amante y excepcionalmente tierno, teniendo en cuenta que era un perfecto desconocido y que cualquier otro en su caso la hubiera tratado como una golfa de playa. Sin embargo fué delicado al penetrarla; fuerte y casi salvaje cuando ella perdió la cabeza al sentirse toda llena y empezó a gemir, gritándole con voz ronca que la empalara toda; divertido, haciendo incluso un chiste sobre el peligro de que hubiera cangrejos de la especie “come-sexos” sueltos por la playa; y muy dulce al besarla y acariciarla después de que ella se corrió con un grito, perdida cualquier precaución ante la posibilidad de ser vistos por otros paseantes.

Ella le correspondió durante casi toda la noche por el inesperado regalo de un amante competente, follando con él como lo haría una vieja amiga, preocupandose mutuamente de que el placer fuera el invitado de honor al encuentro de ambos cuerpos. Hoy era su día libre y decidió acercarse hasta la calle donde vivía la chica. Había averiguado su filiación en la base de datos de que disponían en el servicio de vigilancia del polígono industrial. Estaba cerca de su propia casa, así que fué andando. El paisaje urbano era el típico de los años sesenta, casas baratas con escaso gusto arquitectónico y tendencia a parecerse a colmenas. Caminó lentamente, sorteando a los grupos de niños que jugaban en la acera. Llegó hasta el portal donde se supone que vivía la chica y paso de largo, sentándose en los veladores de un bar a unos cincuenta metros, en la acera de enfrente.

No es que fuera a montar guardia, simplemente tenía un cierto deseo morboso de verla asomada a la ventana, regando sus plantas en la terraza o saliendo a comprar a las tiendas del barrio. Pidió una cerveza y se relajo disfrutando del frescor de la sombra que proporcionaba el edificio. Hacía mucho calor aquel verano, sentía el sudor correr por sus muslos, bajo la amplia falda india que llevaba. Un top de algodón, dejando su ombligo al aire y realzando sus pechos era el complemento perfecto.

Pasó casi una hora y tomó otro par de cervezas. Ya era casi de noche, las familias salían a pasear al ceder el calor del día. Pero no había ni rastro de su objetivo, así que decidió marcharse. Pagó la cuenta y desandaba su camino cuando se abrió la puerta de una terraza en el segundo piso. Allí estaba ella. Salía con un barreño en los brazos. Extendió un tendedero plegable y comenzó a tender ropa interior. Ante su mirada atónita la chica fue prendiendo con las pinzas de la ropa un muestrario de bragas y sujetadores de ensueño. Había varios tangas, su prenda favorita. Berenjena, negro y fucsia eran los colores más frecuentes. Practicamente iguales a los que ella misma tenía en los cajones de su cómoda.

Sin perder detalle, siguió andando hasta quedar casi enfrente de la terraza. La chica llevaba unos pantalones cortos y una camiseta de tirantas. Claramente sus pechos estaban libres debajo de la tela de algodón y sus pezones se marcaban con toda claridad. El bamboleo indicaba que eran de un tamaño como dos manzanas, tal como había tenido ocasión de comprobar en los monitores. La curva de sus nalgas se perdía con los amplios pantalones, pero las piernas, hasta donde alcanzaba a verlas, eran bonitas y largas.

Abrió su bolso como buscando el tabaco pero en realidad uso sus manos para apretar el borde de cuero contra su pubis. Su sexo empezaba a destilar flujo mientras veía a la chica y recordaba sus piernas abiertas y el abrecartas asomando entre sus labios…

Y justo en ese momento, cuando la chica regresaba hacia el interior de la casa y ella se sentía francamente mojada y excitada sonó su móvil, como la campana de un coche de bomberos, sacándola de golpe de su ensoñación.

– iSi? -, contestó.

– Paula, soy Fernando. iqué tal estás?

– Ya ves, pasando calor. iDónde estás? -, su sexo estaba pidiendo a voces actividad…

– iQuéres que nos veamos?

– Siii -, te voy a follar hasta dejarte seco, pensó mientras quedaban en sitio y hora. Si estás solo me acerco por tu casa en una media hora.

– Bien, te espero con algo fresquito para tomar.

– Date una ducha para estar fresquito….-, una sonrisa perfilando sus labios humedos…. Te tomaré a tí…

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