El local estaba lleno de luces suaves y música grave que vibraba en el pecho. Entre risas nerviosas, Clara y Daniel siguieron a Laura y Marcos, la pareja con la que habían estado charlando semanas en la aplicación. Se sentían cómplices, pero también invadidos por ese cosquilleo de quienes pisan terreno desconocido.

Laura sonrió con picardía y señaló una puerta tapizada en terciopelo rojo.

—Creo que esta sala os va a gustar…

El aire era más cálido dentro. La habitación estaba iluminada solo por lámparas escarlatas, que teñían la piel con reflejos sensuales. Una cama amplia ocupaba el centro, rodeada de espejos y sillones bajos. De los techos colgaban cadenas y un columpio erótico. Clara se mordió el labio: no era lo que imaginaba, era más intenso, más sugerente.

El terciopelo rojo de las paredes parecía respirar con ellos. La luz cálida se filtraba en sombras, dibujando curvas en los cuerpos desnudos, reflejando cada movimiento, cada temblor. El aire estaba denso, cargado de olor a piel, sudor y anticipación, y los latidos de sus corazones golpeaban casi como un tambor que marcaba el inicio de algo irremediable.

Clara y Laura se encontraron en el centro de la sala. No hubo timidez: sus labios se chocaron con hambre, lenguas buscando, dientes mordiendo suavemente. Clara gimió, y su gemido se convirtió en un hilo eléctrico que hizo vibrar el aire. Laura respondió con un jadeo ronco, sus manos recorriendo la espalda de Clara, apretando, subiendo, bajando, explorando sin control. Cada roce, cada presión, era un golpe directo de deseo. Ella provocó la erección de sus pezones, consiguió alterar su respiración, hizo que se erizara toda la piel de su cuerpo solo con esas caricias.

En el sofá, Daniel y Marcos las observaban como espectadores y participantes simultáneos. Daniel sentía el calor recorrerle la columna con cada gemido de Clara; Marcos, con una sonrisa cargada de morbo, le susurró:

—Míralas… y siente cómo te encienden.

Laura tomó la mano de Clara y la guió hasta el columpio erótico. Sus cuerpos se movieron al unísono: Clara quedó suspendida, arqueada, las piernas abiertas, la respiración cortada. Marcos la sujetó de las caderas, marcando un ritmo firme. Cada impulso provocaba un temblor que recorría el cuerpo de Clara de pies a cabeza. Laura, a su lado, le susurraba palabras calientes, lamiendo el cuello, mordiendo la clavícula, atrapando sus gemidos en besos desesperados.

Daniel ya no pudo esperar más. Laura lo empujó al sofá de cuero rojo, se subió sobre él y comenzó un vaivén lento que pronto se volvió salvaje. Cada golpe de piel contra piel retumbaba en la sala, mezclándose con el crujido del cuero y los jadeos rotos de Clara en el columpio. Daniel sujetaba a Laura con fuerza, cada músculo de su cuerpo tenso, mientras su respiración se aceleraba y se quebraba, marcando el ritmo de los movimientos.

Los cuatro cuerpos se entrelazaban en una coreografía de deseo. Cada embestida de Marcos hacía que Clara vibrara en el aire; cada movimiento de Laura sobre Daniel lo hacía gruñir, arqueando el cuello, jadeando con furia. Sus respiraciones se mezclaban, los jadeos se entrelazaban, los golpes de piel se sincronizaban, creando un pulso colectivo, un ritmo que subía y subía hasta que la habitación parecía latir con ellos.

El sudor corría por sus cuerpos, mezclándose con cada roce, cada empuje, cada suspiro. El columpio chirriaba, el cuero crujía, los cuerpos chocaban húmedos y tensos. La tensión se acumulaba como un torbellino, imposible de contener, un crescendo que los arrastraba a todos hacia un límite que sabían que no podrían resistir.

El clímax llegó como un golpe de marea: Clara arqueada, suspendida en el aire, gimiendo con la respiración rota; Daniel rugiendo bajo Laura, atrapándola contra sí; Marcos apretando los dientes con cada impulso, mientras Laura le respondía con gemidos rotos. Los cuerpos temblaban, los músculos se contraían, los jadeos se mezclaban en un coro ensordecedor, la habitación vibraba con su frenesí.

Cuando todo terminó, el silencio fue absoluto, pesado, saturado del calor y la humedad del sexo. Solo se escuchaban respiraciones desordenadas, el latido aún fuerte de los corazones, el crujido suave del cuero y el terciopelo, y el eco lejano de sus gemidos convertidos ya en memoria.

Los cuatro se miraron, exhaustos, sudorosos, temblando, conscientes de que habían compartido algo que los transformaría para siempre. La habitación roja había absorbido todo, y ellos habían dejado allí algo de sí mismos, crudo y visceral, imposible de borrar.