La habitación estaba envuelta en penumbra, iluminada apenas por el parpadeo inquieto de una vela sobre la mesa. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales con una cadencia casi hipnótica, como si el mundo entero quisiera acompañar el ritmo de mi respiración.

Ella estaba allí, frente a mí, con una mirada que no pedía permiso… la clase de mirada que ordena y a la vez suplica. Su vestido negro se aferraba a su piel como si conociera cada curva, cada secreto, y yo no podía apartar mis ojos de la pequeña abertura en su espalda, donde un hilo de piel se mostraba tímido, pero desafiante.

Me acerqué lentamente, dejando que el silencio se cargara de electricidad. Pude sentir cómo su perfume, tibio y dulce, me envolvía hasta confundirme con su aliento. Mi mano, casi por voluntad propia, se posó en su cintura. Su piel estaba caliente, y un escalofrío recorrió mi columna como respuesta inmediata.

—¿Vas a seguir mirándome o vas a hacer algo? —susurró, con una voz tan suave que me obligó a inclinarme para escucharla mejor.

No respondí. Dejé que mis labios rozaran apenas la línea de su cuello, sintiendo cómo se tensaba y a la vez se entregaba. La vela tembló, y juraría que el aire se volvió más denso, más íntimo.

Mis dedos comenzaron a explorar la curva de su espalda, descendiendo lentamente hasta encontrar el borde del vestido. Un solo movimiento y el cierre cedió, dejando que la tela resbalara, revelando una piel que parecía hecha para mis manos.

Su respiración se aceleró, la mía también. Entre sombras y susurros, el mundo afuera desapareció. Solo quedamos nosotros, suspendidos en ese instante en el que no existe el tiempo… solo el deseo.