Capítulo 3

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Después de lo de Andrés, mi vida volvió a ser una línea recta y aburrida. Universidad, casa, iglesia los domingos con mis papás, y punto. A los 20, seguía cargando esa mezcla de curiosidad y culpa que no sabía cómo soltar, como si lo que pasó en ese carro viejo me hubiera marcado con un “no sirves para esto”. Pero entonces llegó Daniel, y de repente, todo lo que creía saber sobre mí empezó a tambalearse.

Lo conocí en la cafetería donde trabajaba medio tiempo. Era un lugar pequeño, con mesas de madera gastada y un olor a café que se te metía en la ropa. Yo estaba estudiando psicología.

—qué gracioso, querer entender a los demás cuando apenas me entendía a mí misma—, y el trabajo me ayudaba a pagar los libros y a escaparme un rato de las reglas de mi casa. Era buena detrás del mostrador: rápida, amable, siempre con una sonrisa tímida para los clientes. Pero no destacaba. O eso pensaba hasta ese día.

Era una tarde de lluvia, de esas que hacen que la gente entre corriendo con los paraguas chorreando. Yo estaba limpiando la máquina de expresso, con el delantal puesto y el pelo recogido en una cola desordenada, cuando la puerta se abrió y entró él. Daniel. Alto, con el pelo oscuro un poco revuelto por el agua, una camiseta gris que se le pegaba al cuerpo por la lluvia y unos jeans que marcaban justo lo suficiente. No lo noté de entrada, estaba concentrada en mi tarea, pero cuando levantó la vista y me miró, algo en el aire cambió.

“Un café negro, por favor”, dijo, acercándose al mostrador. Su voz era grave, con un tono que no pedía permiso, pero no era arrogante. Saqué una taza, todavía sin mirarlo mucho, y mientras preparaba el pedido, sentí sus ojos clavados en mí. “¿Siempre eres tan rápida o solo lo haces para impresionarme?”, soltó, y yo levanté la cabeza, sorprendida. Ahí lo vi bien por primera vez: ojos oscuros, brillantes, y una sonrisa torcida que me puso nerviosa. Quise responder algo ingenioso, pero solo me salió un “es mi trabajo” torpe, acompañado de una risita que me hizo querer esconderme.

Le pasé el café, y al darle el cambio, sus dedos rozaron los míos. Fue un segundo, nada más, pero sentí un cosquilleo que me subió por el brazo. Él no se movió, solo me miró un rato más, y luego, como si el universo quisiera ayudarlo, tropezó con una silla al dar un paso atrás. El café se le derramó encima, salpicándole la camiseta, y yo me quedé con la boca abierta, sin saber si reír o correr a buscar una servilleta. “Perdón, es que me distrajo lo linda que eres”, dijo, sacudiéndose el desastre como si nada, y yo sentí que la cara me ardía hasta las orejas. “No pasa nada”, murmuré, y le alcancé un trapo, pero él ya estaba riéndose, y esa risa… Dios, esa risa me atrapó como si me hubiera echado un lazo.

Se quedó un rato, sentado en una de las mesas cerca del mostrador, aunque ya no había más clientes por la lluvia. Yo seguía trabajando, pero cada tanto lo miraba de reojo, y él no disimulaba que me estaba mirando de vuelta. “¿Cómo te llamas?”, preguntó al fin, y yo, todavía roja, dije “Laura” en voz baja. “Laura”, repitió, como si probara el sonido, y sonrió. “Yo soy Daniel. ¿Siempre trabajas aquí?”. Asentí, y de ahí empezó una charla que no sé cómo no me hizo tirar algo de los nervios. Me preguntó por mi carrera, por el café, por tonterías, y yo respondía corto, pero él no se rendía. Cuando se fue, dejó una propina generosa y un “nos vemos mañana” que me dejó dando vueltas toda la noche.

Y sí, volvió al día siguiente. Y al otro. Siempre con esa sonrisa, siempre con un comentario que me sacaba de mi cascarón. Una semana después, me pidió mi número. “Para invitarte a un café que no tenga que preparar tú”, dijo, y yo, que nunca había dado mi número a nadie así, se lo di con manos temblorosas. Mi primera cita con él fue en un parque, porque no quería gastar mucho y porque me aterraba que mi familia supiera algo. Me puse una falda larga, una blusa cerrada, y él llegó con jeans y una camiseta que olía a colonia fresca. Caminamos, hablamos de todo y de nada, y cuando me tomó la mano, no la solté, aunque mi cabeza gritaba que estaba haciendo algo malo.

Fueron tres años de noviazgo, llenos de momentos que me fueron cambiando sin darme cuenta. Daniel era paciente, pero también insistente. Me llevaba a heladerías, a sentarnos en plazas, a ver películas en su casa cuando sus papás no estaban. Cada cita era un paso más lejos de la Laura que había sido. Los besos al principio eran tímidos, yo apenas abriendo la boca, pero él me enseñaba con calma, sus labios suaves y firmes contra los míos, su lengua rozándome hasta que aprendí a devolverle el juego. “No hay prisa, Laura”, me decía cuando me ponía nerviosa, y me besaba la frente con una ternura que me hacía confiar.

La primera vez que intentó algo más, fue después de seis meses juntos. Estábamos en su sofá, viendo una comedia tonta, y su mano subió por mi pierna, despacio, bajo la falda. Me tensé, y él paró de inmediato. “Solo si quieres”, susurró, y yo negué con la cabeza, no porque no quisiera, sino porque no sabía cómo. Pero poco a poco, con sus caricias suaves y sus palabras al oído, fui cediendo. La primera vez que me tocó por encima de la ropa, en una noche que sus papás estaban de viaje, me quedé quieta, respirando rápido, mientras sus dedos dibujaban círculos en mi muslo. No llegamos más lejos esa vez, pero la sensación se me quedó grabada.

Cuando por fin hicimos el amor, ya llevábamos casi un año. Fue en su cuarto, con las luces bajas y una sábana que olía a él. Yo estaba muerta de miedo, pensando en lo de Andrés, pero Daniel era diferente. Me desnudó despacio, besándome cada pedazo de piel que dejaba al descubierto, sus manos firmes pero cuidadosas. “Eres preciosa, Laura, mírate”, decía, y yo, con mi cuerpo delgado, mis tetas que nunca había dejado que nadie viera bien, me sentía vulnerable pero segura con él. No sabía qué hacer, me movía torpe, y él me guiaba, poniéndome encima de él para que yo marcara el ritmo. Fue lento, un poco incómodo al principio, pero cuando lo sentí dentro de mí, duro y caliente, algo en mi cabeza hizo clic. No fue perfecto, pero fue mío, y él me abrazó después, diciéndome que con el tiempo sería mejor.

Y lo fue. Con los meses, Daniel me enseñó a soltarme. Me pedía que le dijera qué me gustaba, aunque yo al principio solo balbuceaba “no sé”. Pero una noche, después de una cena y un par de copas de vino, me subí encima de él con más ganas, moviéndome hasta que lo hice gemir, y ahí entendí que podía dar tanto como recibir. Nos casamos a mis 23, y aunque mi familia no lo quería del todo —“No es de los nuestros”, decía mi papá—, para mí él era todo. Fue mi puerta a un mundo nuevo, y aunque aún no lo sabía, también sería el que me llevaría a esa noche con Mateo años después. Pero eso vino mucho después, y tiene su propia historia que contar.

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