El aire acondicionado gemía, un lamento agudo que no lograba cortar el bochorno espesísimo de Madrid. Él, con cincuenta y un años que se le marcaban más en las articulaciones que en la cara, la contemplaba. No como se mira un cuerpo joven, sino como se observa una pieza rara, algo que no debería existir y, sin embargo, estaba allí, extendida sobre las sábanas como un prodigio.

Min-ji, con diecinueve años que parecían recién estrenados, reposaba en una quietud que no era inocente. Era un silencio que decidía. Una calma que ordenaba.

Él aún llevaba la camisa de lino abierta, arrugada por el calor y por la impaciencia. El vello grisáceo en su pecho lo delataba: un hombre marcado por el tiempo frente a una criatura que parecía esculpida por manos demasiado precisas. Avanzó despacio, como si cada paso tuviera que pedir permiso a la escena que ella imponía. La luz anaranjada de la calle —sucia, imperfecta— cruzaba las rendijas de la persiana y proyectaba geometrías suaves sobre su piel pálida.

Se arrodilló a la orilla de la cama.

El olor fue lo primero: no perfume, no artificio. Solo la limpieza pura de una piel joven, un frescor casi mineral que lo dejó sin palabras. Extendió la mano; sus dedos, toscos y marcados, rozaron el interior de su antebrazo. La piel tembló bajo su contacto, pero no era un temblor de fragilidad. Era un aviso silencioso: “aquí, ahora”.

—Qué suave —susurró, casi para castigarse a sí mismo por atreverse a tocar lo que parecía prohibido.

Se inclinó. No para besar. Para saborear. Pasó la lengua por la piel tersa de su muñeca hasta el pliegue del codo, dejándose guiar por la textura, por el calor que ascendía, por esa perfección que lo desarmaba. Era como deslizarse por una superficie recién creada, sin marcas, sin memoria.

Ella giró levemente la cabeza, ofreciéndole el cuello.

No era un gesto de entrega: era una instrucción.

Él obedeció con la devoción de un hombre que ya ha perdido la voluntad. Recorrió con la boca la clavícula finísima, el hueco donde el pulso de Min-ji latía rápido y pequeño, como el corazón de un pájaro resguardado entre sus propias alas. El pensamiento de su ritual de cuidado —los prolijos y precisos afeites en la piel, la disciplina estética— le quemó la columna vertebral.

—Las axilas… —murió en su voz, áspera de deseo.

Ella levantó el brazo con una serenidad que lo atravesó por dentro. Ese gesto sencillo contenía un poder inmenso: la certeza absoluta de que él seguiría el camino que ella marcaba. Y lo siguió. Se acercó despacio, aspiró su olor limpio, íntimo, y dejó que la lengua trazara una línea lenta, un descenso reverencial sobre aquella piel inmaculada.

El contraste era brutal. Él, con su aspereza de hombre vivido; ella, con una tersura que parecía ajena al mundo. La sensación lo desbordó. No era solo deseo: era humillación estética, una especie de rendición inevitable.

Descendió por su torso. Rodeó con la lengua la piel que enmarcaba sus pechos pequeños, los oscuros pezones que reaccionaban a su transcurrir por ellos. Se detuvo en su estómago, donde la piel era un plano perfecto, cálido, joven como una mañana recién estrenada. Lo lamió, y ella se arqueó suavemente, dejando escapar un sonido breve que no pedía, sino que guiaba.

—Sigue —dijo, con una voz tan fina como un hilo de seda.

La palabra cayó sobre él como una orden. Como un mandato sin alzar la voz.

Y él siguió. Bajó. Exploró. La piel se volvía más cálida, más viva, más íntima. Separó sus piernas con una delicadeza que parecía impropia de sus manos, y ella las abrió un poco más, un ajuste mínimo, exacto, como si afinara un instrumento.

Entonces se inclinó sobre sus muslos.

Los sintió tensarse y relajarse bajo su boca. La piel más cálida y húmeda de su cuerpo se abrió con una deliciosa naturalidad, desplegando su deseo

Los recorrió con un ritmo que no escogía él, sino sus reacciones.

El mundo quedó reducido a eso:

al calor,

al temblor,

al leve ascenso de su respiración,

al modo en que el cuerpo de Min-ji exigía recibir su adoración.

No había prisa.

No había obediencia en él: había devoción.

Y en ella, no había pasividad: había un control absoluto desde el silencio alterado por quejidos suaves.

Cuando alzó la vista, la encontró mirándolo.

No con dulzura.

No con timidez.

Con una quietud soberana, como si fuese ella quien lo estuviera observando devorar una ofrenda.

En aquel instante, él entendió algo simple y devastador:

No era él quien estaba poseyendo ese cuerpo.

Era Min-ji quien estaba poseyendo su deseo, moldeándolo, marcando el ritmo exacto en que él debía perderse.

Y él se perdió.

Su boca captó aquel amargor leve, casi como el primer sorbo de una cerveza clara recién servida, un sabor exudado directamente del placer de Min-ji.

La espalda de ella, suave y pálida, se arqueó con la delicadeza de un junco al inclinarse ante el viento.

Un movimiento mínimo, pero tan preciso que marcaba el ritmo de todo lo que venía después.

De entre sus labios escapó una arquitectura de suspiros, un entramado de murmullos que se elevaba lento, como si la habitación tuviera eco propio y cada sonido buscara un rincón donde asentarse.

Era un lenguaje sin palabras, una respiración quebrada que agradecía tras haber mandado.

Él bebió de ella como de un manantial secreto, dejándose llevar por ese vaivén instintivo —lengua, labios… labios, lengua—, perdido en un ritmo que no sabía si obedecía a su deseo o al de ella.

Entonces la mano de Min-ji descendió con una suavidad firme, rozándole el cabello, posándose sobre su cabeza con un gesto tan preciso que no admitía duda:

no era un ruego ni un rechazo,

era una indicación.

Un “basta” silencioso, exacto, que solo ella podía dictar.

Él se incorporó despacio y la contempló como quien mira algo terminado y perfecto:

saciada, serena, casi divina, con esa quietud que no pedía adoración, sino que la recibía por inercia.

Min-ji deslizó la mano derecha hacia su vientre con una lentitud medida, casi ceremonial.

Los dedos tocaron su propia piel con un gesto breve, apenas dos golpes suaves, como quien teclea un mecanismo invisible.

No necesitó decir nada.

Él entendió.

El movimiento que hizo fue automático, obediente, casi reverencial: se despojó de la ropa con torpeza contenida, como si cada segundo previo a cumplir lo que ella esperaba de él fuese un obstáculo innecesario.

Su mente se volvió densa, oscura en el grado exacto; lo justo para borrar la voluntad y dejar solo el impulso.

Se mantuvo erguido, rígido, con las manos a la espalda, una figura inmóvil, controlado por esa mezcla de devoción y deseo acumulado.

Un hombre reducido a estatua.

Y entonces llegó el momento inevitable.

Sin que ella se moviera, sin gesto alguno que marcara el fin ni el inicio, su cuerpo reaccionó.

Fue un estallido breve, convulso, un derrame de trazas blancas y espesas que descendió sobre el vientre de Min-ji, como pinceladas absurdas.

Él cerró los ojos.

Por un instante se sintió ausente, como si ya no fuera humano, sino una consecuencia, un mecanismo que ella había activado con un simple gesto de dedos.

Una reacción.

Nada más.

Nada menos.

Y entonces, completó su obra.

No por impulso, sino por devoción.

Con movimientos lentos, casi temblorosos, reunió los restos tibios de su goce, ese residuo del placer truncado que no le pertenecía ya, y lo mezcló con la suavidad impecable de la piel de ella.

La lengua se volvió su pincel, y dibujó con saliva y ofrenda una oda a su diosa.

Y cada trazo—difuso, brillante, espeso—era una confesión:

él no era el autor de nada.

Era el instrumento.

Min-ji no se movió. Salvo para gozar del cosquilleo del pincel.

No habló.

No necesitó hacerlo.

Era su quietud la que ordenaba.

Era su silencio el que lo obligaba.

Era su piel el lienzo.

Cuando él terminó, comprendió algo que lo atravesó como un filo:

en realidad él no era el artista.

Era el deseo de Ella.