La búsqueda de la esclava Pilar
Esta es la increíble y triste historia de Pilar y sus amores desgraciados.
Era la década de los años 70, cuando los habitantes de las casas altas (todavía no había edificios) del barrio San Antonio, en el centro de Bogotá, recreaban su vista en la deslumbrante desnudez de una recatada joven, cuyos senos turgentes e intocados, así como su cuerpo blanco y maravilloso de joven estudiante del bachillerato, se exponían indemnes y relajados al sol en la terraza de su casa, luego de que Pilar, como se llamaba esta adolescente, hubiera hurtado unos cuantos tragos de licor del bar de su padre.
El escándalo que hubiera causado en la familia de la niña tan insospechado comportamiento, nunca se produjo. Nadie en la barrio la conocía.
Ahora bien, quien la hubiera conocido en cualquier parte, con sus grandes gafas de intelectual, su voz menuda y su apacible comportamiento, nunca hubiera sospechado las terribles cosas que ella pensaba sobre el resto del mundo, nunca hubiera entendido su desprecio por las convenciones sociales ni por la autoridad, y menos hubiera sospechado sus ocultas perversiones.
Los suyos eran pensamientos audaces en una mujer de entonces, engalanados con pasiones profundas e inconfesables.
Su familia, las monjas de su colegio y sus escasos amigos nuca intuyeron siquiera las escabrosas ideas y las aterradoras pasiones de esta muchachita.
La joven, salvo para sus vecinos voyeristas, era el paradigma de la corrección en una niña bogotana: muy mala para hacer ejercicios de educación física, entregada a la lectura y las artes, y sin novio.
La niña Pilar fue llamada al despacho de la Madre Superiora. A sus tiernos 14 años de edad, se había negado a realizar los ejercicios de educación física.
El profesor, el único varón presente en el colegio, sorprendido ante la rebeldía de la niña, la remitió a la Madre Superiora pensando que se trataba de «cosas del desarrollo», como eufemísticamente se refería a la menstruación primera.
La madre Superiora, pensando lo mismo que el profesor, le preguntó cariñosamente a Pilar cuál era el motivo de su comportamiento.
Pilar respondió: «Se suda mucho y no me gusta. No los voy a hacer nunca más». Iracunda, la Madre Superiora remitió a la niña con una nota para el profesor en la que decía: «Castigue esta niña como sea, pero oblíguela a realizar los ejercicios». El profesor, confuso, pidió a Pilar que se quedara en el Gimnasio después de clase. Le habló cariñosamente e incluso trató de convencerla con argumentos higiénicos. Todo en vano. Obligado por la terquedad de la niña, la sentó en sus rodillas, le levanto la faldita y le aplicó una decena de fuertes palmadas que no tuvieron ningún efecto apreciable en la rebelde.
Enfurecido, el profesor le aplicó ahora una paliza. Golpeó no sólo con la mano sino con un cinturón ancho de cuero y ya no sobre el calzoncito sino sobre los glúteos, que enrojecieron como dos manzanas.
La niña continuó negándose obstinadamente, ante lo cual el profesor, perdiendo el control, decidió humillarla en los baños comunales, a donde la llevó halándola del cabello y la obligó a desnudarse para darle un buen baño con la manguera.
Todo en vano. El profesor desistió de más castigos pues lo que había hecho -presa de una rara excitación-, le había parecido excesivo. Incluso se preocupó por su puesto de trabajo y en forma casi condescendiente le pidió a la niña que cambiara de actitud. Por supuesto, ella se negó.
El profesor le pidió a la niña que le propusiera en qué condiciones estaría dispuesta a hacer los ejercicios, pues estaba de por medio la orden de la Madre Superiora, y él conocía las nefastas consecuencias que podría producirle el reconocer que con esta niña no podría.
Pilar le dio la sorpresa de su vida al profesor cuando le dijo que, si la castigaba severamente de nuevo, ella «haría algunos ejercicios».
Para Pilar, su bachillerato desde entonces fue una exquisita y siempre secreta aventura sexual de castigo en la que nunca hubo penetración, por lo que permanecía intacta y virgen.
Por sus gustos particulares, ella comenzó a desconfiar del imperio de la razón en el interior del ser humano. ¿Cómo – se preguntaba- puede disfrutar con el castigo y la humillación una niña tan consentida y suave como yo? Era verdad. Pilar era una niña tranquila, con grandes modales y padres respetuosos que se horrorizaban con cualquier acto de violencia, por insignificante que fuera.
Tal vez era la influencia de los conceptos de culpa y expiación que en principio tanto le atrajeron de la vida de los santos. Lo cierto es que el tiempo pasó y terminó la época dorada del bachillerato.
Con tristeza perdió toda relación con su profesor ya que, unos meses antes de su graduación, él se fue a otro país. Su principal escape fue entonces azotarse desnuda ella misma, pero esto la dejaba en un estado tal de insatisfacción que prefirió masturbarse utilizando la herramienta más poderosa: la imaginación. Le gustaba subir a la terraza de su casa, desnudarse, tomar un par de tragos y soñar con castigos y humillaciones que la llevaban al clímax sin necesidad de roces clitorianos ni frotamiento de pezones.
Así, caldeando en ella peligrosos y aberrantes proyectos de sumisión, llegó a la universidad a estudiar Filosofía. Oculta con una maxi-ruana (parecida a una túnica) que le llegaba al piso, de pronto se le abrieron las puertas de un mundo libertario y, como un ventarrón arrasador, le llegaron también las primeras experiencias con extraños. Un día, en el baño y antes de salir de la Universidad, decidió quitarse la blusa y el sostén y ponerse la maxi-ruana mientras caminaba por las calles.
Le gustaba pensar que nadie sospecharía la desnudez de pechos de una gafufa con lentes como culo de botella y mochilera como ella.
Caminó excitadísima las primeras calles, pero un impulso hasta entonces desconocido la llevó a mostrarse ante un hombre viejo que caminaba solitario por una calle poco concurrida. El señor la miró con asombro y ella le sonrió.
Como si al hombre le hubiera pasado muchas veces una situación similar, la tomó con mucha calma de la mano y la llevó en silencio a un cuarto cercano, donde le besó los pechos y le quitó no sólo la maxi-ruana sino la falda y la ropa interior.
El señor se desnudó con parsimonia asombrosa y sólo entonces ella, al ver el miembro erecto, se preocupó por una inminente penetración. Ante el supuesto peligro, por fin le habló. Le rogó de rodillas (muy excitada por supuesto) que no la penetrara, que la castigara como quisiera y que la perdonara por ofrecérsele.
El señor, sorprendido, sólo le pidió que lo masturbara con la mano y luego de una rápida eyaculación, perdió todo interés.
En la noche, luego de alejarse de ese cuarto a toda prisa, aunque poco avergonzada, Pilar descubrió que para ella era delicioso implorar. Fue así como esta apacible joven, de poco comer, de gafas prominentes y gruesas como culo de vidrio, de maxi-ruana y ropa oscura, poco ajustada al cuerpo, de aparente comportamiento pausado, pronto experimentó numerosas humillaciones provocadas por ella misma ante unos cuantos viejos que en ocasiones se atrevieron a castigarla y que, aunque en situaciones ocasionalmente forzadas y verdaderamente peligrosas, siempre respetaron la intacta virginidad de la niña.
Para alegría de Pilar, pronto conoció a su galán soñado. Acostumbrada a que ninguno de sus compañeros se fijara en ella por sus pintas estrafalarias, su erudición amenazante (era un voraz lectora), su ensimismamiento y su poca inclinación a participar en las actividades sociales de su grupo, Pilar se sorprendió el día en que un compañero de clase le ofreció acompañarla a su casa y llevarle los libros. Pronto entraron en un diálogo literario que lentamente los llevó al primer beso y luego a la cama.
Fue sumamente placentero el proceso de pérdida de virginidad por la violencia que exigió.
Aunque había sido aventurera, ante su novio no quiso ser una chica fácil y Carlos (como estaba bautizado este hombre maloso) tuvo que tomarla con su mano grande de ambas muñecas y con la otra mano y los codos logró abrirle las piernas.
La penetración fue desgarradora y estuvo acompañada de algunas cachetadas, situación que llenó de lágrimas y secreta alegría a Pilar porque experimentó el que sólo hasta entonces fue su primer clímax auténtico.
Su hombre no soportaba una negativa cuando quería hacer el amor, y ella pronto aprendió a disgustarlo para ser violentada.
Si bien lloraba para guardar las apariencias después de cada relación, era por fin una mujer feliz y enamorada.
A los pocos meses Pilar deseaba un castigo más explícito y más ritualista, pero no sabía cómo planteárselo a su amado Carlos, quien estaba lejos de sospechar que su novia gozaba las escabrosas escenas que vivían y luego de las cuales él siempre terminaba arrepentido. La solución para el problema de Pilar llegó por casualidad.
Un día, aburridos como cualquier pareja que lleva algunos meses de extenuante convivencia, Carlos propuso jugar a las penitencias.
El primer castigo propuesto por Pilar fue una palmada en la cola. Carlos dudó por momentos pero se arriesgó, lo cual era inútil porque Pilar estaba decidida a perder siempre. Jugaron varias veces con el resultado esperado y poco a poco fue aumentando la intensidad y variando la posición.
El verdugo eterno comprendió que a Pilar le venían bien las palmadas, especialmente en las nalgas. Las azotaínas fueron el preludio del acto amoroso y violento durante los próximos meses.
La pareja era feliz, pero ¿quién es capaz de aguantar la felicidad por largo tiempo? Pilar quería más, quería claridad, quería un maltrato constante, quería ser dominada sin que tuviera siquiera la oportunidad de poner los límites.
Estaba dispuesta a sufrir-gozar hasta lo inimaginable los castigos que le apetecieran a Carlos, pero él no se daba por enterado.
Como filósofa, compartió con él dos lecturas primarias que consideraba fundamentales para el placer: Justine e Historia de O, pero Carlos no tomaba el interés en el sentido que ella deseaba, ya que orientaba sus análisis hacia el contexto histórico, la rebelión como síntoma de la descomposición social, la importancia de las logias a lo largo de los siglos, y otras babosadas que hacían perder a Pilar cualquier interés en que abordara más textos al respecto.
Tomando otra vía, la del diálogo, ella intentaba reflexionar con él acerca de que el camino del placer está matizado con el experimento del dolor, el derrumbe de paradigmas y barreras ante la entrega voluntaria de la voluntad, la concesión de poder como acto de extrema lascivia y sensualidad, el juego interpretativo de roles insospechados que subvierten el interior de las personas y disparan oleadas de sensaciones placenteras originadas en posibles endorfinas cuando se experimentan transgresiones, pero nada de ello lograba erotizar conscientemente a Carlos.
La joven intentó transmitirle a su pareja su sed de pasiones y anhelos, pero se cansó ante lo vano y desgastador de su intento.
Ella tenía la verdad, la varita mágica del placer más allá de tres besos, dos caricias y una penetración de pocos minutos en posición típica de misionero.
Decepcionada y enfrentada ante un hombre que se sentía verdaderamente malo (el muy estúpido) porque le pegaba a su futura mujer (en efecto, habían hablado de matrimonio), la relación terminó porque Pilar comprendió que Carlos nunca sería un Amo. ¿Qué esperaba a Pilar ante esos deseos secretos que la atormentaban? ¿Encontraría un hombre que cumpliera sus expectativas?
Después de la ruptura de su noviazgo, su posterior graduación e ingreso al mundo del trabajo, Pilar emprendió vuelo hacia la independencia económica y se fue de la casa de sus padres. Comenzó entonces una serie de intentos de conseguir la pareja deseada que la llevaron a los brazos de varios hombres con un denominador común: malas personas.
Había cometido el error de pensar que los hombres perversos podrían ser hombres dominantes. Durante esos años su vida se fue llenando de amores prontamente desgraciados, pero con unos comienzos de idilio y pasión que la arrebataban. Ella continuaba con su táctica juvenil: ofrecimiento desmedido y promesas secretas, rebeldía ante los avances eróticos, castigo en diversas y complejas manifestaciones, placer oculto, desencanto progresivo por falta de claridad y ruptura final decepcionante. Pilar terminó resignándose a no ser comprendida, pero la vida la tenía una revancha.
Conoció a Marcos en su trabajo como editora de textos filosóficos. Era un hombre tranquilo. No era feo pero tampoco llegaba a ser atractivo.
Estaba en sus finales años treinta, divorciado y con un hijo de 15 años. Se dedicaba a escribir artículos para las revistas de filosofía y hacía discursos para varios hombres públicos.
El tema de la próxima revista era la culpabilidad como motor social y el artículo que escribió Marcos los acercó definitivamente.
Marcos planteaba que la culpa era el dinamizador más poderoso para el logro del placer y la felicidad.
Creía que la misión principal del ser humano era eximirse de toda culpa, comenzando por la impuesta en el pecado original.
Por el simple hecho de ser un ser humano se es culpable de ser inteligente frente a las otras especies animales, culpable de ser depredador de las demás especies, culpable de no estar a la altura de la civilización que le corresponda a ese individuo, culpable de no mejorar el presente, culpable de no ser feliz, culpable de todo en resumen.
Del ocio, la pobreza o la riqueza, la mediocridad, los extremos, la parquedad, de todo lo que se piense, el ser humano es culpable. Por fortuna, decía Marcos, existe el castigo que libera la culpa.
El castigo es el principal liberador de la humanidad… y en ese tono y con argumentos más sofisticados continuaba el artículo. Como fácilmente se comprenderá, a Pilar le interesó conocer a quien pensaba así.
Pronto lo citó en su oficina con el pretexto de examinar algunos apartes del artículo en mención y, aunque la atracción inicial no se hizo evidente, lo cierto es que el interés manifestado por Pilar terminó por hacer que Marcos la invitara a un café. Ya en un ambiente menos formal, Marcos y Pilar se entendieron a las mil maravillas.
En especial, a Pilar le gustó la siguiente idea de Marcos: Si bien todos los seres humanos necesitamos el castigo, lo cierto es que hay quienes deciden cargar la cruz de ser castigadores. Entendiendo su misión de liberadores, actúan para expiación de los otros y lo hacen bien, pero el castigo no es fácil porque puede incrementar la culpa intrínseca del ser que castiga y ello sería superior a sus fuerzas.
El castigador debe estar, como decía Nietzsche, más allá del bien y del mal. Para lograr aplicar ese castigo de manera adecuada, la acción punitiva debe estar acompañada de placer, y ojalá placer en su máxima expresión primitiva y animal, como es el placer sexual.
En cuanto a quien pide el castigo, decía Marcos, qué bello acto de liberación emprende.
La vía ideal para el castigado emancipador es la sexual… Pilar le preguntó a Marcos qué hacía con su culpa intrínseca el castigador excepto que se castigara a sí mismo, y él le respondió que el castigador, por el valor de serlo y por la grandeza de la misión, quedaba eximido de culpa, y que si eso no la convencía, el castigador también podía transmitir su culpa al castigado y reprenderlo, liberándose en el otro a sí mismo.
Ella, con las mejillas sonrosadas, se atrevió a decirle a Marcos que se inclinaba poderosamente a ser castigada y él, también sorprendiéndola, le dijo que su pasión era castigar.
A partir de allí todo fue fácil porque existió un acuerdo en lo esencial, y sólo bastó construir la parafernalia, los ritos, las situaciones para el castigo.
Esa noche fue el primer castigo de muchos.
A partir de ese momento Marcos le enrojeció las nalgas casi a diario, la ató con cuerdas, cadenas, cueros y hasta corbatas, la marcó con hierro candente como esclava personal, le compró collares de perra, esposas, muñequeras, vendas y consoladores, la penetró por el ano sin lubricación, la tironeó del pelo en público y en privado, le impuso restricciones a la comida, le controló el vestuario, tanto de las prendas íntimas como de la ropa de calle, la dejó encerrada, la obligó a mirarlo hacer el amor con otras mujeres y después de miles de maltratos y palizas, Marcos y Pilar fueron Amo y esclava felices y comieron perdices.