Era tarde en la noche. Mario había venido a mi casa para adelantar un proyecto de la universidad. El trabajo era para la semana siguiente; no era muy largo ni complicado, pero queríamos avanzar lo que se pudiera ya que nos costaba coincidir por nuestros horarios de trabajo.
No había nadie más. Desde que me independicé, ya no existían interrupciones ni alguien preguntando qué estábamos haciendo.
Mario se levantó de la silla en la que había estado la última hora. Lo observé estirarse la camisa hacia abajo mientras revisaba su celular para ver la hora, en lo que se dirigía a la cocina.
—Dime que tienes algo de comer. Si sigo en ayunas, te juro que me desmayo.
Mario era uno de mis mejores amigos, y ya se movía por mi casa como si fuera un inquilino más.
—En la primera gaveta hay una bolsa de maní. Puedes comer de ahí si quieres.
Un rato después, escuché la bolsa siendo ultrajada con más violencia de la que esperaba por sus manos.
—Espero que también tengas algo de tomar. No quiero atorarme solo con maní —dijo desde la cocina, con la boca medio llena.
—Revisa la nevera, creo que hay algo de jugo.
Seguí tecleando en mi computador vagas ideas que se me iban ocurriendo, mientras de fondo se oía el crujido de la bolsa de maní y la puerta de la nevera cerrándose. No tardó en volver, esta vez colocando una lata de cerveza entre mi cara y la pantalla.
—Yo digo que es hora de un descanso. Hemos estado trabajado durante bastante tiempo. Nos lo merecemos.
—¿Quieres descansar por haber adelantado dos páginas? —le respondí con tono burlón.
—Son dos páginas muy buenas —replicó correspondiendo mi actitud.
No discutí mucho más. Hacía tiempo que no tomaba y tampoco me gustaba beber sola, así que esa era la excusa perfecta. Me encogí de hombros y estiré la mano para recibir la lata. Pegué los labios al aluminio y dejé que el sabor a cebada abrazara mi lengua en un sorbo breve. Quería empezar despacio, todavía teníamos trabajo por delante y la noche no era precisamente joven.
—¿Eso fue todo? —dijo Mario, alzando la chapa de su lata antes de destaparla—. A ese ritmo te la vas a terminar cuando ya esté caliente y horrible.
—Podría acabármela antes que tú si quisiera.
—¿Apostamos, o miedo?
—De una —le respondí desafiante, mirándolo a los ojos. Maldito orgullo que me consume.
—Si yo gano, te tomas tres latas de una, como si fuera agua.
Me levanté del tapete donde estaba sentada y caminé con determinación hacia mi habitación. Volví con una botella de vino casi llena, a la que solo le había dado un sorbo semanas atrás.
—Y si yo gano, tú te terminas esto. Sin derecho a parar.
—Acepto —respondió sin dudar.
Busqué dos vasos de vidrio en la despensa, para asegurarnos de que ninguno hiciera trampa. Puse la botella de vino y las otras tres cervezas sobre la mesita donde estábamos trabajando.
—¿Lista? —dijo, mientras escurría las últimas gotas de espuma de su lata.
—Estás demorando, Mario.
—Uno…—Empezó a contar —Dos… tres…
Me sumergí en el líquido y empecé a beber con rapidez. Por un momento, el silencio se apoderó de la sala. Los primeros tragos fueron fáciles. Sentí el gas acumulándose en mi estómago, y un leve ardor en la garganta, pero no pensaba rendirme. Me distraje un instante al notar, por el rabillo del ojo, cómo bebía Mario. Su manzana de Adán subía y bajaba con cada trago, y por alguna razón, me costaba no mirar. Para cuando me di cuenta, mis sorbos se habían vuelto más lentos, más arduos de tragar.
No pasó mucho hasta que Mario dejó caer su vaso vacío sobre la mesa.
—¡Perdiste Luisa!
Bajé mi vaso, casi vacío, con algo de lentitud. Mis ojos se clavaron en su sonrisa llena de orgullo y confianza. Apreté los labios y resoplé, medio frustrada. El sabor de la cebada aún ardía en mi garganta, pero lo que más me incomodaba era su expresión: tan seguro, tan… satisfecho.
—Te odio —dije entre dientes, aunque la sonrisa en mi rostro me traicionaba.
Mario tomó la botella de vino, sirvió un poco en su vaso y se dejó caer en el asiento, apoyando el lateral del rostro sobre el brazo mientras me miraba.
—Eso no te salvará de pagar. Empieza a beber.— Noté cierta arrogancia en esa última frase.
Suspiré resignada, tomé una de las latas y la abrí con un chasquido. El gas escapó como un suspiro. Alternaba mi mirada entre el líquido que descendía en el vaso inclinado y los ojos de Mario, clavados en los míos.
—Podrías mirar a otro lado, me pones nerviosa —le dije, llevándome de nuevo la cerveza a los labios.
—No quiero perderme ningún detalle de mi premio —contestó sin pudor—. A ver si de verdad puedes tomártelas todas de una vez.
Bebí con esfuerzo, más despacio que antes. El alcohol ya empezaba a hacer efecto. No lo suficiente para marearme, pero sí para encenderme un poco. El ambiente se sentía más cálido, o al menos así lo percibía.
Mario se inclinó ligeramente hacia adelante, notando mi dificultad.
—¿Ya te estás rindiendo?
—Mira, cállate —respondí, mirándolo de reojo con una actitud burlona y desafiante.
La segunda lata cayó. Me tomé un momento antes de abrir la tercera, pero Mario me detuvo. Se acercó hasta donde yo estaba sentada en el tapete, soltó la jarra con delicadeza y bajó mi brazo con marcada lentitud.
—Esta te la doy yo —dijo, colocándose detrás de mí, lo bastante cerca como para que pudiera oler su perfume mezclado con el leve amargor del vino en su aliento.
Empezó acariciando mi mentón, luego lo sostuvo con suavidad, nivelándolo con el vaso que acercaba a mis labios. Su dedo índice tiró de mi labio inferior. No sé si fue por el alcohol, pero no puse resistencia. Vertió el líquido con lentitud sobre mi lengua. Sentí su pecho apretando contra mi espalda. Esperó un momento, apartó el vaso de mis labios y me hizo mirarlo hacia arriba.
—Te ves mejor así —murmuró, y su voz sonó más baja, más ronca. Normalmente le habría respondido con una burla, pero en ese instante me sentía vulnerable por alguna razón. No me moví; mis ojos seguían centrados en los suyos. Nunca me había detenido tanto en repasar sus iris cafés.
Mario acercó su boca por uno de mis laterales hasta quedar cerca de mi oreja.
—Te noto distraída —susurró.
—Estoy bien —respondí—. No estaba mal, pero no era calma lo que me recorría exactamente.
—¿Ah, sí? —De nuevo deslizó su dedo por debajo de mi mentón para que volteara mi cara hacia él. Nuestras narices apenas se rozaron. Mario sonrió. A mí me latía el corazón a mil. Él lo notó, y parecía que eso le encantaba. Acercó más sus labios a los míos, lo suficiente como para que se rozaran.
—Debería intensificar las cosas entonces —dijo, y finalmente empujó su boca contra la mía. Dejó el vaso sobre la mesa de madera, y su mano ahora libre se paseaba acariciando mi mejilla. La presión de sus labios aumentó y sentí su mano bajando lentamente desde mi rostro hasta mi cuello.
Finalmente me dejé llevar y ser presa de mis instintos; nuestras lenguas se movían al unísono en un baile intenso. Mis manos no se quedaban quietas, bailaban con avidez alrededor de su rostro, asegurándose de no dejar detalle sin repasar.
Mario se abalanzó con un empuje controlado, haciéndome caer sobre el tapete, pero incluso con ese movimiento la concentración en nuestras bocas no cesó. Mis piernas se movieron por instinto, rodeando su cintura, atrayéndolo aún más hacia mi cuerpo. Finalmente, nuestros labios se despegaron solo para, segundos después, empezar a sentirlos bajar por mi cuello.
—Mario… —susurré con dificultad, algo que pareció darle permiso para continuar.
Su otra mano comenzó a desabotonar mi pantalón. Sentía cómo la humedad empezaba a inundarme por dentro. Sus dedos se deslizaron bajo mi ropa interior. No me penetraron de inmediato; se detuvieron a jugar con mi humedad, moviendo la yema de su índice sobre mi clítoris. Me acariciaba con una paciencia tortuosa, con control. No había prisa en sus movimientos, y eso me provocaba más de lo que quería admitir.
Gemidos contenidos escaparon de mis labios. Cerré los ojos. Una de mis manos, guiada por la inercia, comenzó a acariciar sus muslos en busca de su miembro.
—Aún no… —dijo, deteniéndome la mano—. Te voy a enseñar cómo se hacen las cosas aquí.
Sus movimientos no eran rudos, ni su tono violento. Sin embargo, había en él una actitud nueva, una que jamás le había visto.
Retiró su mano de entre mis pantalones y los deslizó por mi piel. No fue hasta que la tela abandonó mis tobillos que, por instinto, cerré las piernas. Me sentía expuesta, aunque aún llevaba la ropa interior.
Mario no dijo nada al principio. Se acercó a mi rostro, a escasos centímetros de iniciar otro frenesí con nuestros labios.
—No te escondas —sentía su respiración estrellarse contra mi piel—. Quiero verte.
Pronto nuestros labios volvieron a encontrarse y un nuevo baile comenzó. Sentía la cara arder; imaginé que estaría roja como el fuego, pero no me importaba. Solo quería seguir con lo que fuera que Mario estuviera preparando.
Su mano ascendió por la cara interna de mis muslos y, con un gesto sutil, empezó a abrirlos nuevamente. No ofrecí resistencia. Me abrí para él. Con lentitud apartó la tela, deteniéndose una vez más a jugar con mi humedad, con mi clítoris. Un suspiro más sonoro escapó de mis labios, aún entrelazados con los suyos. Mis brazos se colgaron de su cuello.
Mario separó apenas sus labios para articular una frase:
—Me gusta verte así.
No supe qué responder. Ni siquiera estaba segura de poder hablar. Él se quitó el abrigo y luego la camiseta, dejándome ver sin restricciones los tatuajes que recorrían todo su brazo. Ya me los había mostrado antes, pero era la primera vez que los veía en persona. Me tomó con firmeza y me giró hasta sentarme sobre él, de frente. Me quitó la blusa y me besó, enredando mis cabellos entre sus dedos.
—Nunca había hecho algo como esto —admití con la respiración entrecortada.
Me sostuvo el rostro, sus dedos acariciando mi mandíbula mientras su pulgar recorría mi labio inferior.
—Lo pensé —respondió en un susurro—. Por eso voy a hacerlo inolvidable.
Sus dedos trabajaron los agarres de mi brasier; la tela cayó y su boca comenzó a recorrer mi cuello, mi clavícula, hasta encontrar uno de mis pezones. Lo atrapó entre sus labios mientras su mano masajeaba el otro con la misma delicadeza que había tenido desde el principio. Sentí cómo su erección crecía debajo de mí, empujando la tela que aún nos separaba. Con movimientos rápidos, desabrochó la hebilla y deslizó el cinturón a través de las presillas de su pantalón. Me tomó de los brazos, los alzó por encima de mi cabeza y los inmovilizó. Antes de que pudiera reaccionar, me tumbó de espaldas sobre el tapete y ató el otro extremo del cinturón a una de las patas de la silla más cercana.
Solo pude observar cómo descendía de nuevo por mi cuerpo, llevándose mi ropa interior consigo. Volvió a abrir mis piernas, y esta vez no me atreví a cerrarlas. Su lengua pronto empezó a dibujar círculos en mi clítoris, luego zigzags y otros patrones a los que dejé de prestar atención. Mi respiración se volvió volátil. Para ese momento ya no lo veía. Tenía los ojos cerrados, los párpados temblando, el cuerpo entero en tensión. Mis caderas se alzaron involuntariamente, mis muslos se apretaban alrededor de su rostro, y mi espalda se arqueaba contra el tapete.
Fue entonces cuando Mario metió sus dedos dentro de mí, primero uno y luego dos. Empezó firme, profundo, mientras su lengua no dejaba de castigar mi clítoris. No sabía si quería detenerlo o que nunca terminara. Mis gemidos eran cada vez más descarados; hacía rato que había dejado de contenerlos, y eso parecía excitarlo aún más.
—Ya casi… Ya casi… Ya casi… —dije con la voz alta, dejándome llevar por mis deseos—. Sigue…
—¿Te gusta que te lo haga así? —preguntó sin dejar de tocarme.
—Sí… me encanta…
—. ¿Vas a ser una buena chica? — Esbozó
—Sí…
—¿Te vas a correr con mis dedos?
—Sí…
—Pídeme que te deje venirte.
Sus dedos comenzaron a bajar la velocidad dentro de mí.
—Déjame venirme —dije sin dudarlo, estaba en un punto en el que las palabras salían sin tapujos.
—De nuevo —bajó aún más la velocidad de sus dedos.
—Por favor Mario… —dije con la voz temblorosa—. Déjame venirme…
Nunca había tenido la oportunidad de hacer algo así. Él lo estaba disfrutando; le gustaba tenerme en esa situación. Y la verdad es que a mí me estaba volviendo loca.
—Bien, córrete —ordenó, y comenzó a mover sus dedos de nuevo en mi interior, directo en ese punto tan vulnerable.
No pude contenerme mucho más. El orgasmo me golpeó, ahogándome en un éxtasis brutal. Grité, arqueando la espalda, los dedos de mis pies se enroscaron y mis muslos se juntaron con violencia. Todo mi cuerpo quedó en shock.
—Buena chica —susurró junto a mi oído sin poder sacar sus dedos por la presión de mis muslos, prolongando el clímax.
Apenas podía respirar. Jadeaba con fuerza, el corazón martillándome el pecho. Él deslizó sus dedos fuera de mí con lentitud para saborearlos en su lengua.
—Espero que estés lista, porque ese es solo el principio de nuestros juegos…