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Gerardo, un hermano dominante II

Gerardo, un hermano dominante II

Gerardo comenzó a mandarme hacer cosas, como me había obligado a aceptar, si no quería ver mis fotos publicadas en internet, y enviadas por email a todas mis amistades.

Yo lo tomaba como un excitante juego.

Ese mismo día tuve que servirle la comida y no empecé a comer hasta que él había acabado.

Tengo que decir, que, al igual que a él, a mí la situación me daba bastante morbo, y aunque me gustaban algunos chicos de la facultad, lo de Gerardo era distinto.

Gerardo me hacía sentir ” una hembra sumisa”, y eso me gustaba.

No sé cómo explicarlo. Empecé a sentir una profunda diferencia entre el amor y el sexo.

Pero el problema venía cuando mis padres se ausentaban varias horas. Entonces Gerardo cambiaba de personalidad.

No había pasado ni una semana desde que me ató por primera vez que se presentó en el baño mientras me bañaba.

Previamente me había ordenado que lo dejara abierto, pues tenía que afeitarse. Me extrañó que tuviera que hacerlo, ya que era barbilampiño aún.

Lo sentí entrar, pero fue una sorpresa ver que habría las cortinas de la ducha y aún fue más sorpresa verle aparecer en calzoncillos con el cinturón de mi bata.

Gerardo quería atarme. Yo no me dejaba. La lucha se hizo cada vez más agresiva hasta que, rodeando mi cintura con el cinturón, me agarró las manos y me las ató a la espalda, por mucho que me resistí.

Gerardo comenzó a acariciar mi cuerpo con una manopla de baño, llenándome de jabón, recorriendo cada trocito de mi piel.

La manopla de introducía en los recovecos de mi cuerpo buscando una suciedad inexistente, y luego acariciaba con igual cuidado mis volúmenes, con especial énfasis en mis pechos.

Repitió el mismo cuidadoso proceso con la toalla para secarme. Podía apreciar su enorme empalmadura que le causaba mi cuerpo en sus calzoncillos mojados.

Me ató a la barra del toallero, quedando de espalda a la pared y comenzó a tocarme las tetas y los pezones. Mi hermano estaba muy verde, la verdad.

Me tocaba como si fuera un objeto, y para colmo, no le importó correrse sobre su ropa. Me dí cuenta por que aunque quiso evitar que lo supiera, su expresión, su dureza desapareció por un momento, buscando mi pecho con ternura en lugar que con la lujuria que demostraba.

El se refiere siempre a estos momentos como el inicio de mi domesticación. Yo puedo deciros que si tuviera que describir mi proceso de domesticación, diría que tenía varias áreas distintas.

Lo primero era que empezó a influir y decidir lo que debía hacer y no debía hacer.

Lo hacía simple y llanamente, como muestra de su soberanía sobre mí. Para empezar, si había quedado con alguna amiga, me obligaba a anular la reunión o no asistir.

Otras veces me obligaba a quedar con chicas a las que detestaba. Sentía atracción hacia mi amiga Roxana, de la que ya os hablaré.

Me hizo quedar con ella para estudiar, a pesar de que estudiamos carreras distintas. Gerardo me obligó a decirle a Roxana que le amaba y le deseaba.

Tuve que hacer una pequeña interpretación y abrazarle y besarle casi en la boca cuando apareció por la habitación en que estudiábamos.

Roxana se quedó perpleja por mi interpretación histérica, aunque nunca habló conmigo de ello después de explicarle que mi hermano me chantajeaba.

Me obligaba a utilizar bragas escotadas, todas las bragas que me compré desde ese momento pasaban por su supervisión, como los sostenes, las medias y casi toda la ropa.

Me prohibió salir con ningún chico e ir a fiestas y otras lugares donde poder ligar. En fin, iba socavando mi personalidad y manejándome como una marioneta.

Lo segundo era ciertos adornos que me obligaba a ponerme en nuestras movidas. Me obligaba, como he dicho a usar cierto tipo de bragas, pintarme las uñas de cierto colores.

Luego se metió en disfrazarme, poniéndome atuendos estrafalarios. Una vez me hizo un vestido con sólo una sábana, del que iba estirando, dejando al descubierto, poco a poco mis vergüenzas. Otras veces me paseaba desnuda, con sólo las bragas, al principio y luego totalmente desnuda, o con una medias llenas de carreras.

Cada vez se hizo más rebuscado en este sentido.

Comenzó a ponerme un collar de un perro que tuvimos y que rebuscó hasta encontrar, luego me paseaba con la cadena y el collar de acero.

Las cadenas comenzaron a recorrer mi cuerpo, atadas a la cintura, atando mis manos, trabando mis pies como una presidiaria.

Al final cruzaba cadenas entre mis piernas, es decir colgándola de la cadena que llevaba en mi cintura y enganchándola al otro lado tras pasarla entre las dos piernas. Lo llamaba las bragas de hierro.

Naturalmente, hacía uso de su cámara e iba confeccionando un álbum de lo más interesante, que tenía muy bien guardado, pues me pasé años buscándolo sin encontrarlo, y sé que todavía lo tiene.

Lo tercero era la exigencia de obediencia y participación absoluta y dócilmente en una serie de rituales, como era el baño, en el que acabó obligándome a ponerme a cuatro patas en la bañera mientras me llenaba de jabón y luego me aclaraba.

Los amaneceres en que me despertaba atada, el que me tratara como una criada que se veía obligada a preparar la mesa del señor y permanecer de pié mientras comía.

Había un ritual que llamaba el homenaje. Consistía en que tenía que postrarme ante él, como si estuviera adorando a un ídolo. Le besaba los pies y me agarraba a sus piernas como si realmente fuera de oro. Luego, él hacía conmigo lo que quería

Y ese era lo cuarto. Rápidamente comenzó a utilizarme para sus juegos sexuales, que al principio eran muy inocentes, pues se limitaba a lamerme mis pechos y de mis pezones, como si fuera un bebé, y a besar mis muslos y mis nalgas, sin atreverse a ir más allá como os cuento a continuación. Me besaba, eso sí, con pasión.

Me ponía muy cachonda pero la verdad es que nunca llegué a correrme durante esa etapa, mientras que él, después de pasarse lamiendo y besando un rato, acababa corriéndose. Hasta cinco veces se corría algunos días. Yo sufría ese mismo número de calentamientos y me procuraba aliviar por la noche, cuando estaba al fin libre de él.

Una de las primeras manías que se le ocurrió fue la de “su amamantamiento”. Me exigía que le dejara que me lamiera el pecho en cualquier lugar donde no se nos viera.

Para ello, empezó a exigirme que cuando estuviera en casa no me pusiera sujetador. Entonces, cuando salían mis padres, poco a poco iba desabrochando botones de la camisa, hasta que por el escote asomaban mis pechos.

Me los cogía, a veces tiernamente, otras con fuerza, pero siempre con decisión, y ponía su cara sobre ellos, llevando la boca a mis pezones que se endurecían entre sus labios. Otras veces me tenía que subir la camiseta y dejar mis dos senos al aire, mientras él decidía de cual mamaría esta vez.

Al cabo de unas semanas comenzó a exigir que me pusiera falda. Entonces ocurría algo parecido.

Cuando nos quedábamos a solas, me subía la falda y se colocaba detrás mía y comenzaba a besarme en lo que él llamaba el triángulo de placer, que era la zona baja de mis nalgas, próxima al sexo. Eran besitos suaves y continuados que me ponían cachondísima.

Me decía que le gustaba mi olor.

No lo podía comprender hasta que no tuve relaciones con otras chicas. Le gustaba que me pusiera dos faldas, una muy estrecha que me costaba subirme y bajarme, y otra ancha, que me subía sin dificultad y me tenía que sostener para que no se me bajara.

Esta falda ancha me llegaba hasta las pantorrillas, y a veces se metía debajo de ella y me besaba las nalgas escondido bajo ella, mientras me agarraba las piernas con las manos.

Una vez, en esta etapa, me negué a transigir, especialmente en cuanto a lo que se refiere a mi uso sexual. Recuerdo que esa tarde me encerré en mi cuarto y me negué a abrirle hasta que llegaron mis padres.

A la tarde siguiente abrí mi ordenador para pasar a máquina los apuntes y una de las fotos, en las que se veía claramente mi cara aparecía como fondo del escritorio de la pantalla. Había un archivo de texto que abrí y decía.

“Si te vuelves a negar, esta foto va a ser mandada a las siguientes direcciones:” Y daba una lista de direcciones de amigas y amigos míos que había obtenido de mi propio correo electrónico.

Esa noche me quedé estudiando hasta que mis padres durmieron, y entré en el dormitorio donde Gerardo me esperaba.

Me desabroché la camisa y dejé que Gerardo lamiera mis pezones hasta que se corriera. ¿Por qué no me chivé? No sé, creo que en el fondo yo lo seguía viendo como un morboso juego.

Bueno, lo cierto es que a fuerza de transigir acabe dócilmente sometida a Gerardo, permitiendo sus caprichos sin plantearme otra cosa que obedecerle.

Al fin y al cabo. ¿Qué tenía de malo que mi hermano me disfrazara un poco y me atara, jugara conmigo y con mi cuerpo y acabara corriéndose en los calzoncillos después de besarme las nalgas o lamerme los pezones? Bueno, debí entonces suponer que Gerardo iría más allá.

Esto no fue más que un paso para domesticarme, pero la verdadera domesticación vino después, cuando empezó a utilizarme para sus auténticos placeres.

Pues sí. Gerardo había aprendido mucho de las películas y fui una ingenua al pensar que todo quedaría en un par de lametones en el pecho.

No tardó mucho tiempo en una mañana de las que amanecí atada, en obligarme a permanecer con las piernas abiertas.

Tenía una nueva obligación, me dijo. Me afeitaría cuando él dijera. Pero esta vez lo haría el mismo. Asistí dócilmente a que me llenara el sexo de espuma y luego me afeitara con una cuchilla desechable. Me quitó todo el pelo. Luego el cabrón me obligaba a tenerlo ni liso ni largo. Me obligaba a llevarlo para que me molestara.

Las sesiones en la ducha terminaban, a partir de entonces, conmigo tumbada, unas veces en la cama, y otras en el suelo, encima de la alfombra o sobre las frías y duras baldosas, y su lengua ya no se conformaba con un par de lametones en las tetas, sino que lamía el clítoris con rabia y lo mordisqueaba o lo meneaba en mi chocho hasta arrancarme de una u otra forma, los primeros orgasmos.

También cambió el ritual del homenaje, y ahora. Después de acercarme a gatas para besarle los pies y agarrarme de la pierna, el se sacaba el miembro y yo se lo comía y le masturbaba.

La primera vez que me pidió que le comiera el cipote le dije que si estaba loco. Intenté darle un par de lametones, pero no podía, lo veía una cochinada y una humillación. Gerardo se enfadó, pero no era persona que desistiera.

Esperó a que mis padres se ausentaran un fin de semana.

Entonces, desde las primeras horas de la tarde del viernes me impidió tomar alimento ninguno; sólo agua y de vez en cuando. Mientras, el me masturbaba y ello me hacía sentir más hambre, pero era inflexible. Me tenía encerrada en el cuartito de la plancha y venía a visitarme.

Por la noche tampoco me sacó de allí. Me llevó una almohada y me dijo que me tapara con la mantita de la plancha. Como él pensaba dormir, me ató las manos y los pies.

No crean que me dejó dormir tranquilamente. Me venía a despertar y me sugirió que le comiera el cipote varias veces.

A la tarde del sábado ya estaba desesperada. Yo misma le pedí que se sacara el nabo. Se bajó la cremallera y se sacó su pene, comenzando por su cabecita rosa, que empezaba a ponerse erecto.

Me puse de rodillas delante de él. Su miembro me llegaba a la altura de la boca. Lo cogí con la mano y abrí mi boca introduciéndome la cabecita rosada.

Pensé que era una cereza y empecé a lamerla con la lengua suavemente. Me pidió que le rozara sobre todo debajo de la cabecita. Sentía como aquello se ponía terso y tirante y comencé a apretar con los labios en la base de la cabecita mientras lamía la punta de donde sentía que procedía un viscoso hilito de líquido.

De repente, sentí su mano presionar sobre mi nunca y ordenarme que me la comiera entera. Me negaba y hacía fuerza.

El pene comenzó a soltar un líquido caliente, viscoso y dulzón y yo conseguí liberarme de su miembro, lo suficiente como para ver brotar la lava de ese furibundo volcán. Me gustó el sabor de Gerardo, a pesar de la expresión de asco de mi cara. -La próxima vez te lo comerás entero.- Me dijo, y así es como fue.

Una vez se me ocurrió masturbarle con la mano, agarrándole los cojoncillos y ordeñándolo. No le gustó, porque desde ese día, siempre me ataba las manos a la espalda, y me agarraba de la cabeza, obligándome a comerme todo, hasta que le aseguré que nunca más le tocaría el cipote sin su permiso.

También hacíamos el sesenta y nueve, cuando me ataba ya durante toda la noche. No esperaba al amanecer. Se introducía en mi cama y me ordenaba que le obedeciera y me dejara atar, poniéndose luego sobre mi y comiéndome el coño mientras yo me engullía su picha.

Bueno, pueden reprocharme que ahora no se limitaba Gerardo a un par de lametones, pero tampoco veía yo mal ese intercambio. Era ir un poco más allá. Como tampoco ví mal el día que metió su cara entre mis nalgas y comenzó a jugar con su lengua en mi ano, mientras yo me revolvía, con las manos atadas.

Comenzó a aficionarse al boyerismo. Me llevaba al cine vacío y me toqueteaba. Yo, tenía que agachar mi cabeza y comerle la picha. Otras veces, me ponía de rodillas y apoyaba la cabeza sobre su vientre hasta vaciarle.

Otras veces, salíamos de noche, después de que nuestros padres llamaran para cerciorarse que yo había llegado. Un taxi era un buen sitio para comerle el rabo. Fingía que estaba borracha y el se sacaba la minga. Entonces yo, mientras fingía dormir, echada sobre sus rodillas, le comía el rabo.

También éramos asiduos de los parques, donde los dos nos comíamos el uno al otro. Me daba vergüenza hacerlo, pero luego, cuando veía las caras de las personas malpensantes, sentía una extraña satisfacción unida a la vergüenza.

Un día, en el cine, un tocón se me sentó a mi lado. Le hice una seña a Gerardo, pero me obligó a permanecer callada y dócil a las manos de aquel chico que se introducían por mi falda y por mis bragas.

Mi coño se empapaba por momentos y pronto me corrí en la mano de aquel desconocido. Después fui a comerle el rabo a Gerardo, pero me dijo que no. En efecto, era inútil, pues Gerardo se corrió al verme poseída por aquel extraño. No fuímos más a aquel cine, no obstante.

Pero desde entonces, al ir al cine me obligaba a llevar falda y a una señal suya, tenía que quitarme las bragas y entregársela, y me acariciaba hasta ponerme muy cachonda, momento en el que me veía obligada a masturbarle. Un día, Gerardo se dio cuenta al entrar que el acomodador, un viejo, nos miraba. Ese día dejó mis bragas olvidadas sobre el sillón, a propósito, y ya no volvimos a ir a ese cine tampoco.

Tuve que hacer cosas por mi hermano, como comprarle las revistas pornográficas. Los vendedores me miraban de una manera que me humillaba. Encontré uno en el que me despachaba una mujer. Gerardo se percató y desde entonces me obligaba a comprar revistas con un gran contenido en escenas de lesbianas. La mujer me miraba despreciativamente.

Gerardo empezó a presumir de mí delante de sus amigos. Lo hacía de la siguiente manera. Mi casa es un bloque de viviendas.

Hay una parte de la azotea a la que me obligaba a subir a tomar el sol. Me frotaba de crema y me obligaba a ponerme en top-less a pesar de que podría subir algún vecino y verme.

Nunca sucedió, pero sí que tuve que comerle muchas veces el cipote después de ponerse a cien cubriendo mi cuerpo con crema protectora. Un día subió con un amigo, yo estaba en top less y me dí la vuelta. Gerardo dejó al amigo un poco lejos y me ordenó que me diera la vuelta para que su amigo pudiera verme los senos.

La situación se repitió y recuerdo que en especial, había uno que dudaba de Gerardo. Gerardo vino a mí y tuve que aguantar que me embarduñara de crema delante de su amigo, que esperaba a una distancia prudencial.

Se entretuvo en frotarme especialmente los senos, ante la mirada incrédula de su amigo.

Luego volvió al lado de su amigo, que aún no estaba convencido. Gerardo vino de nuevo a mí y se puso de rodillas delante mía con el cipote excitado saliendo de la bragueta.

Me puse a cuatro patas frente a él y comencé a masturbarle con la boca hasta que se corrió. Su amigo ya sí le creyó, y escuchamos los dos las proposiciones que éste le hacía a Gerardo, ofreciéndole dinero por poseerme. Gerardo callaba orgulloso.

Gerardo comenzó a experimentar conmigo. Estaba claro que ya sí me consideraba suya. Después de lo del cine y de lo de la terraza, su mano comenzó a apoderarse de mi coño, primero, tocándome mi clítoris hasta hacer que me corriera entre sus dedos.

Luego comenzó a follarme con sus dedos. Tenía miedo a que me rompiera el virgo, pero el deseo podía a mis temores y acababa moviéndome como una loca en la mano de mi hermano.

Recuerdo aquel día caluroso de verano en la cocina. Fui a tomar un vaso de agua. Gerardo vino tras mí y se sirvió otro vaso, pero en lugar de bebérselo lo volcó sobre mí. Hice un gesto de sorpresa y exasperación.

El agua me chorreaba por el pelo y hacía que la camiseta blanca se me pegara a la piel, dándole un aspecto transparente. Mis senos y en especial los pezones se me marcaban excitados por el agua sacada del frigorífico. Le chillé a Gerardo. Él me puso las manos tras de mí violentamente y me besó.

Me ató las manos con lo primero que vió, quizás una cuerda de un chorizo a punto de consumirse y me llevó al cuarto de baño, introduciéndome en el plato de la bañera.

Encendió el agua caliente, muy caliente. Mis ropas se mojaron y poco a poco fui sintiendo sobre mi piel la sensación de calor que chocaba con el frío que había sentido antes de golpe.

Me sacó del agua y me llevó de nuevo a la cocina. Sacó los cubitos de hielo e introdujo uno entre mis bragas y mi ano.

Sentía el frío cortante. Cogió otro hielo y se puso a jugar con él sobre mis pezones. Todavía sofocada por la ducha asfixiante el frío me excitaba. Me dolían los pezones, igual que el ano, y me crecían cambiando la textura de su piel.

Luego introdujo el hielo en mis bragas y comenzó a frotarme el clítoris con él, consiguiendo que sintiera lo mismo.

De repente lo colocó sobre mi raja dejándolo allí, haciendo que el frío se me extendiera desde el ano.

Sacó un tercer hielo y jugó de nuevo con él deslizándolo por los labios, los senos, los pezones, el vientre, los muslos…hasta colocarlo de nuevo en el clítoris. Empezó entonces a sobarme con la otra mano y a deshacerse poco a poco de mi ropa.

Quedé sólo en bragas, aguantando el frío en el sexo, de pié mientras el introducía su mano para frotarme el clítoris con el hielo.

Entonces me bajó las bragas y se puso de rodillas colocando su cara frente a mi sexo y lamiendo y chupando mi sexo casi insensibilizado por el frío.

Sentía ahora su lengua caliente. Me obligó a tirarme sobre la mesa de la cocina y el se sentó en una silla y estuvo comiéndome el coño hasta que comencé a sentir un placer desproporcionado y me corrí.

Después tuve que fregar el agua derramada por la cocina, el pasillo y el cuarto de baño. Ironizó sobre lo sucedido. – Muy bueno el coño helado, sobre todo si no tiene pelos.-

Un día quería hacer algo especial, me dijo.

Era un amanecer de esos en los que amanecía atada. Me metió mis propias bragas en la boca y me tapó la boca con un pañuelo.

Sentí su dedo en mi ano. El especulaba con la posibilidad de penetrarme mientras me arañaba el ano.

De repente, su dedo comenzó a introducirse.

Apretaba mis nalgas, pero él sacudía el dedo de aquí a allí y conseguía hacerse paso hasta poseerme por detrás.

Luego me metió los dedos de la otra mano en el chocho, y sólo las bragas en mi boca evitaron que mis chillidos de placer despertaran a los vecinos

Otro día decidió que me ataría en el cine y se las compuso para atar mis brazos a los lados del sillón y las piernas a las patas.

Antes me había ordenado que me quitara las bragas y me masturbó mientras sonaba el ruido de una locomotora en la gran pantalla.

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