CAPÍTULO I

Tras cuatro años viviendo juntos, Vanessa y Alberto seguían en la cresta de la ola. La vida en pareja era perfecta, compartiendo responsabilidades, decisiones, respetando espacios… La intensidad sexual apenas había bajado. Se atraían, se excitaban y se deseaban con regularidad, casi de manera diaria, sin necesidad de pactos y con una naturalidad que muchas parejas pierden antes de los treinta. Alberto tenía treinta y cuatro y ella treinta y dos, ambos se cuidaban para la otra y el amor ardía.

Y llegó esa noche. Era un viernes y ambas fueron a la cama con ganas de sexo. El día anterior no había sido posible, al quedarse dormidas en el sofá y hacerse ya muy tarde.

Ella se había corrido dos veces. Primero por la habilidosa boca de Alberto y luego cuando la penetró. Hay que decir, que Alberto era un extraordinario amante. Entregado, contenido, generoso… lo que hacía que Vanessa pudiera rentabilizar su naturaleza multiorgásmica. Estiró los brazos hacia el cabecero, suspiró mientras Alberto seguía moviéndose, esperando el cambio de ritmo, la aceleración y el anuncio de su corrida.

No terminaba. Seguía moviéndose con el mismo ritmo de antes, concentrado, casi mecánico. En la tenue penumbra del dormitorio, Vanessa le miró ya recuperada de su éxtasis. Pasaron unos segundos incómodos. Luego más. Vanessa empezó a notar que aquello no sumaba nada. Su sexo comenzaba a ser ajeno. No era desagradable al principio, pero luego ya la ausencia de lubricación lo hizo molesto. Y mentalmente comenzaba a sentirse fuera de lugar, como una frase que se alarga cuando ya está dicha.

—Para —dijo, tocándole el brazo.

Alberto se detuvo inmediatamente. No se apartó. No suspiró. No hizo ningún gesto de frustración. Simplemente se quedó ahí, respirando un poco más rápido, con el cuerpo todavía excitado pero sin dirección clara.

—No puedes acabar…—confirmó Vanessa incorporándose sobre los codos— ya está, que me molesta ya un poco.

—No…no sé que pasa — musitó él tras salir de Vanessa.

—Anda, no pasa nada — le hizo un gesto para que se echara a su lado.

Se acomodaron, se abrazaron, durmieron. A la mañana siguiente, la vida continuó igual. Más aún, a la noche de ese sábado, aún con dificultad, Alberto acabó. Había que decir, que esa “dificultad”, hacía que Vanessa pudiera gozar en distintas posiciones, incluso siendo follada desde atrás, algo que solía provocar la inmediata descarga de Alberto.

Pero las semanas siguientes dejaron claro que aquello no había sido algo puntual. Vanessa seguía gozando como siempre, a veces incluso más. La boca de Alberto seguía siendo precisa, paciente; su cuerpo, atento al suyo. Ella llegaba. Una, dos veces. Alguna noche se permitía un tercer descontrol, mientras él simplemente no podía.

¿No podía? Alberto comenzó a decir que “no quería”, que no le importaba no acabar, porque con que gozara ella, él estaba bien.

Al principio, Vanessa pensaba que era alguna nueva “tontería” de él. Vale, mientras ella tuviera sus orgasmos, birn… si él se contenía y le gustaba, pues todo perfecto. Incluso de manera un poco egoísta, pensaba que si era estrés… lo importante era que el sexo funcionaba.

Ella había terminado. Como siempre. Su cuerpo ya estaba en otro sitio. Él seguía, concentrado, con ese mismo ritmo medio, correcto, pero sin urgencia. Como si no hubiera una meta.

—Ya está, para—volvió a decir, otra noche, tocándole el antebrazo cuando ya ni su cuerpo ni su cabeza tenían ganas de estar ahí.

Alberto paró. Obediente, pero no derrotado. Se tumbó a su lado, respirando hondo. Ella se quedó mirándolo en la penumbra un instante más de lo habitual.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó al fin.

Él abrió los ojos, sorprendido.

—¿El qué?

—¿Cómo que “el qué”?.

Alberto pensó unos segundos. Vanessa conocía esos silencios suyos: no eran un intento de edulcorar la respuesta, sino de encontrarla.

—No sé… —dijo al final—. Me excita estar contigo. Pero… es como si… Te va a sonar raro, pero me…me gusta quedarme así…

—¿Con las ganas? — se incorporó y se sentó— para mi que te matas a pajas en el baño, mirando guarradas…

—No, no en serio… es que tampoco puedo. Y además si fuera por eso, no se me levantaría, no tendría ni ganas…

Vanessa frunció el entrecejo ligeramente. Era cierto, si se masturbara, simplemente ni se le levantaría.

—Joder, Alber… pero es que ya llevas casi una semana sin correrte—dijo—. Y yo… en fin, que te voy a contar que no sepas… A ver…

Se acomodó sobre los almohadones y le miró intensamente.

—Vamos, hazte una paja… para mi.

Alberto se sonrojó levemente, pero no dijo que no. Se incorporó un poco, de rodillas frente a ella. Vanessa se arropó hasta la cintura y se quedó observándolo. Él se tocó con naturalidad, como quien hace algo conocido, pero por primera vez bajo la luz de una mirada ajena. Pasó el tiempo. El cuerpo respondía… hasta cierto punto. La respiración cambiaba, los músculos se tensaban, pero no pasaba de ahí. No había ese quiebro final.

Vanessa vio cómo, poco a poco, la expresión de su cara se iba diluyendo del deseo al cansancio.

—Ya —dijo entonces, alargando una mano para rozarle el muslo—. Déjalo.

—Pero por lo menos, ya ves que no es tema pajas.

Vanessa no sabía si era bueno o malo eso.

—¿Y no te importa?

—A ver… no es que no me importe…—hizo una pausa y se tumbó junto a ella—es… es raro, pero la sensación de estar caliente todo el rato… me gusta.

—Puff…—bufó Vanessa—esto me huele a alguna guarrería que habrás visto en internet, como cuando querías que te meara encima…

—No, en serio…

—Bueno, me da igual, mientras se te levante…

Él rio y luego Vanessa también.

Las semanas siguientes consolidaron la situación. Vanessa gozaba con regularidad, con una estabilidad que nunca había tenido. Alberto la seguía deseando, seguía buscándola, seguía respondiendo… pero lo suyo no llegaba. Llegó al punto de que una noche tuvo una polución nocturna.

No había enfados. No había culpa. Tampoco había resignación dramática. Lo que apareció fue otra cosa, más sutil: una especie de acuerdo tácito. El sexo era, cada vez más, el territorio de ella. Él habitaba ese territorio, lo recorría, lo sostenía, pero ya no reclamaba un final propio.

Vanessa empezó a notar algo que no se atrevía a formular en voz alta: le gustaba esa situación. Le gustaba correrse sin pensar en lo que vendría después. Le gustaba no tener que sincronizarse con nadie. Y en lo más profundo, que Alberto se quedara a medias, con las ganas… comenzaba a excitarla.

CAPÍTULO II

No estaban haciendo nada especial. Estaban medio tumbados, con la tele puesta sin verla, cada uno en su lado de la cama. Vanessa miró la notable erección de Alberto y sonrió. Ambos estaban desnudos. Ella se giró y alargó la mano para agarrar el hermoso miembro.

—¿Qué haces? —dijo Alberto sonriente—. ¿No quieres terminar la peli?

—Ssssshhh…

Se acomodó de forma que su boca quedó cerca, jugó con la lengua rozando levemente el duro glande, mientras su mano rodeaba con firmeza la base del miembro.

—Cariño… —boqueó Alberto—. No… no sigas…

Vanessa no retiró la mano. Al contrario: apretó un poco más, como si quisiera comprobar algo. Alberto respiró hondo, incómodo, con esa mezcla de alerta y deseo que ya empezaba a resultarle familiar.

—Vanessa… —murmuró—. Espera un segundo.

Iba a girarse hacia ella, a colocarse encima, a hacer lo de siempre. Pero antes de que pudiera moverse del todo, ella apoyó la palma en su pecho y lo empujó con suavidad.

—Ponte boca abajo.

Alberto obedeció casi por reflejo. Se giró, apoyando el pecho en el colchón. Notó inmediatamente la sensación extraña de estar expuesto, sin verla. Iba a incorporarse otra vez, pero la mano de Vanessa volvió a aparecer, firme, guiándolo.

—No —añadió—. Ponte a gatas…

Él dudó un segundo. Luego apoyó las manos, levantó el torso y quedó en esa postura. Unos toquecitos de Vanessa, le hicieron separar las rodillas. Respiraba agitadamente, la boca se le secó…

Vanessa se sentó detrás, sin prisas. Desde ahí, sus manos podían llegar con facilidad. Acarició las nalgas, los testículos que colgaban y su potente erección. Alberto permaneció quieto, dejándose hacer, disfrutando de una extraña manera.

—Así… —dijo ella, más para sí que para él—. Así está bien.

La mano siguió moviéndose con una constancia que no buscaba ritmo ni crescendo. Alberto sintió cómo la excitación se concentraba de golpe, sin recorrido. No tenía margen para regularla. No podía acompasarla con movimientos propios. Estaba demasiado expuesto, demasiado quieto.

—Joder… —musitó—. No…

No terminó la frase. El cuerpo se le adelantó. La reacción fue inmediata, brusca, inesperada incluso para él y acabó de manera descontrolada, entre ahogados gemidos.

Se quedó inmóvil, aún a gatas, jadeando sin saber bien qué hacer ahora que todo había terminado tan deprisa.

Vanessa retiró la mano despacio. No dijo nada al principio. Solo lo observó desde atrás, todavía en esa postura, con la espalda tensada, la cabeza baja.

—¿Y esto? —preguntó al aire—. ¿qué ha pasado?

—Me…me he corrido —musitó él.

—Ja, ja ,ja —rio ella—. No me digas…

Alberto se dejó caer roto por el placer.

—Mierda —espetó al sentir como su pecho y la cara se impregnaban de los restos de su placer culminado. Trató de limpiarse la cara pero ella no le dejó, se echó sobre él y deslizó su lengua por la mejilla, la frente y el hombro.

—Qué rico sabes…

Vanessa, echada sobre él, buscó un beso. Alberto todavía mantenía la respiración agitada. Se miraron en silencio, con los ojos a pocos centímetros de distancia, como si ambos necesitaran comprobar que seguían ahí, en el mismo plano. Había una quietud densa, casi expectante.

—Estoy bien —dijo Alberto, sin que ella hubiera preguntado nada.

Vanessa asintió con un pequeño gesto, casi un parpadeo.

—Ya lo veo.

Volvió a besarle y se acomodó a su lado, con la mejilla apoyada en su hombro. Durante unos segundos, su mano descansó en el bajo vientre de él y la deslizó lentamente sobre el vello.

—Ahora soy yo la que se va a quedar con las ganas —bromeó, suavemente.

Alberto se tensó de inmediato.

—Si me dejas… —empezó.

—No —lo cortó ella, sonriendo—. Tranquilo. Era solo una broma.

Retiró la mano y la apoyó después sobre su pecho, donde aún sentía el latido acelerado, irregular.

—Me ha gustado que sea así —añadió bostezando.

Alberto cerró los ojos un instante. Buscó las palabras, pero lo único que encontró fue una sensación nueva, algo parecido al alivio.

—A mí también —admitió al fin—. Es raro… pero me gusta.

Se quedaron en silencio. La televisión seguía emitiendo imágenes sin importancia, un ruido de fondo que los anclaba a la normalidad. Alberto notó entonces algo con claridad: una parte de él deseaba que aquello no hubiera sido casual. No por perder nada, sino porque intuía que ahí se abría un camino distinto.

Vanessa se giró de espaldas, dejándole espacio para abrazarla.

—No le demos vueltas —dijo—. Duerme

Él apoyó la frente en su nuca y respiró hondo.

No sabía qué forma tomaría aquello.

Pero supo, con una certeza tranquila, que no quería cerrarlo.

CAPÍTULO III

El hotel no era especial. Una escapada breve, dos noches de fin de semana fuera, una habitación limpia, blanca, con un espejo demasiado grande frente a la cama. Nada lujoso. Pero tampoco era casa. Y esa diferencia, mínima, los colocó en otro estado mental desde el primer momento.

Vanessa dejó la bolsa en el suelo y se sentó en la cama, estirándose hacia atrás con los brazos, probando el colchón.

—Está bien —dijo—. Mejor que el nuestro.

Alberto la miró mientras se quitaba la camiseta. Notó que estaba más pendiente de ella que de costumbre, como si el espacio nuevo le diera permiso para observarla de otra forma. No sentía urgencia. No sentía presión. Solo una atención constante.

Aquella tarde no salieron demasiado. Pasearon, cenaron pronto, volvieron al hotel cuando aún no era tarde. La habitación olía a jabón neutro y a aire acondicionado. Vanessa se metió en la ducha primero. Alberto la oyó tararear algo que no reconoció.

Cuando ella salió, envuelta en una toalla, no dijo nada. Se acercó a él y lo besó con calma, sin anunciar nada. El beso no fue un inicio, fue una comprobación. Alberto respondió sin tomar iniciativa, algo que ya no le resultaba extraño.

Se fueron desnudando sin prisa. El espejo devolvía una imagen que ninguno miró demasiado tiempo.

En la cama, el ritual comenzó. Besos, toqueteos, abrazos… la intensidad fue creciendo de forma natural, como la marea. Vanessa se acomodó sobre él, y con una lentitud que era a la vez una provocación, fue acogiendo su palpitante polla en su interior, ya húmeda y dispuesta. Él la miró desde abajo, con las manos apoyadas en sus caderas, sintiendo cómo ella tomaba el control total del ritmo, de la profundidad, de todo.

Vanessa estaba muy encendida. Comenzó a cabalgarlo con un ansia que era casi furia, buscando su propio clímax con una eficiencia que él admiraba. Gemía, gritaba, con los ojos cerrados, perdida en su propio mundo. Él era solo el instrumento, el soporte firme y vibrante para su placer. Y en ese pensamiento, Alberto sintió un calor que no tenía nada que ver con el sexo. Era el calor de saberse… ¿sumiso?.

Ella se irguió de golpe, retirando las manos de su pecho, y se arqueó hacia el techo. Un espasmo recorrió su cuerpo y un gemido largo y profundo se le escapó de los labios. Luego se derrumbó sobre él, aún conteniéndolo dentro, con el corazón martilleándole en el pecho. Alberto la abrazó. Besó el cabello sudoroso. Y permanecieron así un rato, escuchándose respirar.

No correrse implicaba que ella marcaba el ritmo. El pensamiento sentirse Suyo, en mayúsculas, le invadió como sucedía últimamente. Y disfrutó sintiendo cómo la respiración de ella se iba normalizando, cómo su cuerpo se relajaba sobre el de él, pesado y satisfecho. Descubrió algo nuevo en ese silencio post-orgasmo: que no tener que acabar le permitía sostener el momento sin ansiedad. Su cuerpo respondía, sí, pero sin esa urgencia final que antes le marcaba los tiempos. Podía estar así dentro de ella durante horas, si ella quisiera. Era un estado de alerta placentera, una tensión constante que no pedía resolución.

Vanessa se movió a los pocos minutos, apartándose con un suspiro y dejándolo libre, brillante y erecto sobre su abdomen. Se tumbó a su lado, boca arriba, mirando el techo.

—Joder, qué bien —suspiró.

Él sonrió, sin saber qué decir. Se sentía satisfecho de una forma que nunca antes había experimentado. Su propio deseo era un fondo, una presencia constante pero no una demanda.

Entonces, Vanessa se incorporó sobre las palmas de sus manos y se desacopló de él. Se echó a su lado apoyada sobre un codo y lo miró. Sus ojos tenían ese brillo, esa chispa que él conocía bien.

—¿Quieres que te coma? —preguntó Alberto de manera un tanto torpe.

—No…

Acomodó un par de almohadones y se ubicó semitumbada, con las piernas separadas y flexionadas.

—Ponte ahí —le indicó con la mano—no, así no… de espaldas, eso es… acércate y métemela…

Alberto no entendía bien lo que pretendía. Sus nalgas rozaban la húmeda entrepierna de ella… ¿metérsela en esa posición?. No tuvo que pensar. La mano de Vanessa agarró su miembro y lo forzó hacia ella, para que en esa posición pudiera penetrarla. Él apoyó las manos sobre la cama y lentamente, penetró en la cueva de ella de revés. Se deslizó hacia adentro, pero la postura era extraña, forzada. Tenía que arquear la espalda más de lo que era cómodo, empujar con los glúteos en un ángulo antinatural.

—Muévete…

Alberto trató de obedecer. Su polla le dolía ligeramente al estar en un ángulo imposible… se movió y se le salió de ella.

—Mierda…hostias, Alber… no te salgas…ten cuidado.

Se forzó a entrar de nuevo en ella.

—Así —murmuró ella, cuando Alberto fue capaz de encontrar un ritmo y un recorrido y la palabra fue como una caricia y una bofetada a la vez—. Mírate.

Alberto levantó la vista, confundido, y sus ojos se encontraron con el gran espejo del armario. Y entonces lo vio. El espectáculo completo. Su propio cuerpo, dándole la espalda a ella, las manos plantadas sobre la cama y el ligero vaivén controlado para no salirse. Veía el esfuerzo en su espalda, la tensión en sus hombros. No era una imagen erótica. Era la imagen de un esfuerzo, de una obediencia.

—Pa…parezco…

—¿Qué?

—Un…perro… como cuando… ya sabes…se quedan pegados—bufó e hizo una mueca por el esfuerzo.

Un tirón sordo le recorrió la lumbar. No era un dolor agudo, era una molestia profunda, la protesta de un músculo forzado más allá de su límite. Hizo una pausa, intentando aliviar la presión.

—No pares —ordenó ella dándole un azote en la nalga derecha—. Sigue.

Él apretó la mandíbula y volvió a moverse. El dolor era leve pero constante, un recordatorio físico de su postura, de su sumisión. Y esa mezcla, el placer de estar dentro de ella, el calor de su cuerpo, y esa punzada en la espalda que le obligaba a mantenerse en esa postura ridícula… empezó a fundirse en una cosa sola. El dolor se volvió parte del acto, el precio a pagar por ese placer que no era suyo. Cada embestida corta era una pequeña victoria sobre el propio cuerpo, una forma de demostrarle a ella que era capaz de aguantar.

—¿Lo ves? —suspiró ella, y él supo que no se refería al dolor—. Eres mío. Mi perro…

Él no respondió. No podía. Solo asintió con un movimiento casi imperceptible, con los ojos clavados en su propio reflejo, en el hombre que se doblaba y sufría por ella. Se movía a duras penas. Otro azote.

—¿Vas a correrte? —le preguntó ella con voz ronca, mientras su mano acariciaba sus expuestas pelotas.

—No… no puedo…

—Basta. Quédate quieto, pero no te salgas…

Se pellizcó ligeramente el clítoris haciéndose brotar un gemido. Luego su dedo índice lo impregnó de saliva y lo deslizó hacia el clítoris.

—Si… palpita dentro, me gusta…

Y tuvo un nuevo orgasmo cuya intensidad hizo que su cuerpo se tensara y escupiera la polla de su sexo, para alivio de Alberto que exhaló el aliento contenido devolviéndose la mirada en el espejo.

—Ven, perrito…

Y se echó a su lado, mirando al techo y con el cuerpo en llamas.

CAPÍTULO IV

Desayunaban en la cafetería del hotel. La luz de la mañana entraba limpia por los ventanales, demasiado clara para la intimidad que arrastraban todavía en el cuerpo. El ruido de las tazas y las conversaciones ajenas los envolvía con una normalidad casi obscena.

Vanessa removía el café con gesto distraído.

—¿Te duele? —preguntó, sin mirarlo directamente.

Alberto negó con la cabeza.

—No. Estoy bien.

Ella alzó la vista entonces, evaluándolo despacio.

—Me alegra —dijo—. Me gustó mucho lo de ayer.

Alberto asintió sin sonreír. No había vergüenza en su gesto. Tampoco orgullo. Solo una aceptación tranquila.

—A mí también.

Vanessa dio un sorbo al café y dejó la taza en el plato.

—¿Y ahora cómo estás?

Él tardó un segundo en responder.

—Raro —admitió—. Pero bien.

Ella inclinó la cabeza, como si esa respuesta confirmara algo.

—¿Raro? Hace ya muchos días que no acabas. Cuando subamos a la habitación… —empezó, y dejó la frase en el aire— quizá te vacíe. ¿Te gustaría?

Alberto levantó la vista de inmediato.

—Sí.

La rapidez de la respuesta la hizo sonreír de lado.

—Vaya —murmuró—. Ni te lo has pensado.

Se inclinó un poco hacia delante, bajando la voz.

—Pero ayer te portaste bien. Te lo has ganado, ¿no crees?

Alberto no respondió. Bajó la mirada al plato. Se mordió el labio inferior y dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Gracias.

Tras el desayuno, caminaron despacio por la calle todavía medio dormida. La ciudad tenía ese aire de domingo que no termina de empezar, con los bares levantando persianas y la gente paseando sin rumbo claro. Iban de la mano. Alberto demasiado atento al roce de los dedos, al balanceo de las caderas de Vanessa, a la idea fija que le latía en la cabeza.

Ella lo notó enseguida. No porque mirara hacia abajo, sino por algo más sutil: la forma en que él apretaba la mano, el silencio un poco forzado, la expectativa mal disimulada.

—¿Tienes prisa por ir al hotel? —preguntó de pronto.

—No —mintió él.

Vanessa sonrió sin mirarlo y, dos pasos más adelante, tiró de su mano para desviarse del paseo. Entraron en un pequeño parque casi vacío. Un sendero de tierra, árboles bajos, setos demasiado densos para ver a través. Se internó con decisión, sin mirar atrás. Alberto la siguió con el corazón acelerado.

Se detuvieron detrás de unos arbustos, junto a una tapia con enredaderas.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Alberto con cierta ansiedad.

—Contra la pared.

Alberto la observó. Estaba por decir algo pero ella se adelantó.

—Contra la pared, ¿estás sordito? —le propinó una palmada en el trasero.- eso es, las manos contra la pared… muy bien.

—Vane…¿ qué quieres hacer?

Vanessa le soltó el cinturón, le desprendió el botón de los jeans y lentamente le fue bajando el pantalón y los calzoncillos.

—Oh, mira que pequeñita está…—apuntó ella tomando con el pulgar y el índice el tímido trocito de carne arrugada de Alberto. Empezó a acariciar, a deslizar la piel hacia delante y hacia atrás… se agachó y usó la lengua, los labios, pero no terminaba de reaccionar—¿Ahora ya ni se te pone dura?

—Joder, Vane, nos van a ver… pasa gente… no somos un par de jovencitos…

—Como veas… —Vanessa se levantó y se encogió de hombros.- perderás tu oportunidad…

—Eres una cabrona…—repuso Alberto con risa nerviosa. Se humedeció los labios. —no vas a querer esperar al hotel… ¿verdad?.

Vanessa se limitó a sonreír y de nuevo encogió los hombros. Alberto miró hacia la pared y separó las piernas lo que el pantalón en los tobillos le permitió.

—Que sea rápido…

—Siempre lo es —apuntó ella.

Volvió a acariciarle, a deslizar la piel del prepucio, a jugar con la punta de la lengua… Eso ya era otra cosa. La carne comenzó a engrosar, hasta llegar a una erección. Alberto gemía suavemente… la boca de Vanessa, su garganta… no se movió, sólo se dejaba hacer. No transcurrió un minuto, cuando una especie de gruñido animal anunció la descarga contra las hiedras que cubrían la pared.

Cuando acabó, Vanessa agarró el saciado miembro con fuerza y lo exprimió hasta extraer la última gota. Llevó a la boca unas trazas que quedaron impregnadas en los dedos.

—Ahora ya no hay prisa por ir al hotel—dijo sardónicamente Vanessa.

—Estás como una cabra… —rio Alberto subiéndose los calzoncillos y los pantalones, mientras miraba a un lado y a otro.

—¿Quién va a pasar por aquí a estas horas? —Vanessa recogió con los dedos restos de placer de él que se deslizaban por una hoja. —anda, vamos…

Se alejó de la pared, sin darle la espalda del todo, como si no confiara en que él la seguiría. Alberto se subió la cremallera, el sonido metálico cortó el silencio del parque. Se sentía vacío, ligero, con el sabor a saliva ajena y a vergüenza en la boca. El placer se había evaporado en cuanto se había corrido, dejando solo el frío de la mañana y la certeza de que acababa de ser usado. Y la idea de que le gustaba le revolvía las tripas.

Se tomaron de la mano y caminaron hacia la zona del centro, donde Vanessa entró en algún comercio que le resultó interesante. Rieron, charlaron mientras caminaban sin rumbo hasta la hora del almuerzo.

Al llegar al restaurante, se sentaron en una mesa al fondo del local. La camarera les dejó las cartas y se alejó. Vanessa cruzó las piernas con lentitud estudiada, como si aún estuviera calibrando la energía de lo que acababa de ocurrir. Alberto no podía mirarla demasiado tiempo sin removerse en la silla.

—Tienes esa cara… —dijo ella, abriendo la servilleta—. La de después.

—¿Después de qué? —intentó bromear él, aunque la voz le salió un poco rota.

—Oh, vamos… —respondió sin bajar el volumen—. Alivio… y que “mami” te haya hecho cosas feas…

Alberto bajó la mirada al mantel.

—Será de susto…

—Se llama arruinado, ¿no? —Vanessa apoyó el codo en la mesa y su barbilla en la mano—.Eso leí… y además al fresco. Pero más vale que funciones en el hotel. ¿Lo harás no?

Él tragó saliva.

—Claro

—Claro—se acercó a él y le habló en voz baja—. Porque de otra forma, igual empezamos a reducir estos alivios, ¿a que sí?

—Vane…no seas mala…

—¿Qué? —sonrió con un brillo felino—. No soy mala…

La camarera llegó en ese instante para tomar nota, y Alberto agradeció el respiro. Vanessa no: seguía mirándolo como si aún lo tuviera apoyado contra la pared del parque.

CAPÍTULO V

Pasaron tres semanas desde la escapada al hotel. Y la vida, en apariencia, había vuelto a su cauce. Trabajo, cenas en el sofá viendo series, se acostaban a horas razonables para tener o no tener sexo… Pero las cosas habían cambiado. La relación ya había consolidado la “peculiaridad” de Alberto y su progresivo deslizamiento hacia dinámicas a las que sólo un observador externo denominaría “asimétricas”. Ellos no nombraban: lo vivían.

Una tarde de martes, Alberto llegó del gimnasio. Sudado, exhausto, con esa pesadez dulce en los músculos que casi lo dejaba sin voluntad. Se dejó caer en el sofá y cerró los ojos.

Desde la cocina llegaba el olor del salteado de verduras: un aroma simple, doméstico, que llenaba el piso de esa normalidad tranquila que tenían los días entre semana.

—¿Vas a ducharte? —gritó Vanessa desde la cocina.

—En un rato.

Sabía que debía ducharse. Podría haberlo hecho en el gimnasio, pero algo en él quería volver a casa cuanto antes, hundirse en su sofá, sentir el territorio compartido. Permaneció sentado unos segundos, respirando, hasta que Vanessa apareció sin aviso y se dejó caer encima de él.

Se besaron con una intensidad inmediata, profunda, como si el día entero hubiera estado esperando ese contacto.

Ella le levantó la camiseta y lamió su pecho, el vientre, deslizando la lengua por la línea salada del sudor. Aspiró su olor, ese calor vivo de su piel.

—No sé si dejar que te duches… —murmuró—. Me pone loca cómo hueles ahora.

—¿Olor a “macho”? —bromeó él, enredando los dedos en su cabello.

—Quítate la ropa… vamos.

No hubo vacilación. Alberto obedeció, dejándose desnudar por la habitación tibia. Su polla ya estaba dura, expuesta, lista. Vanessa se bajó los leggins y las bragas en un gesto rápido, eficiente, y se acomodó en el sofá ofreciéndole su trasero, abierta, húmeda, sin ceremonias.

Él se acercó, se inclinó, lamió. Saboreó el sexo de ella, escondido a medias bajo el vello recortado, húmedo, cálido. Vanessa tembló apenas.

—Vamos… déjate de tonterías —dijo, sin mirarlo—. Fóllame… como un perro.

El asentimiento de Alberto fue físico, no verbal. Tanteó con el glande la entrada, rozándola, y entró de un empujón que hizo que ambos exhalaran al mismo tiempo. La agarró por la cintura con ambas manos y empezó a moverse con una energía casi brutal, desatada, como si algo en él hubiera estado esperando exactamente esto todo el día.

Vanessa gemía sin pudor, gritaba su nombre, le pedía más, más fuerte, más dentro.

—Vamos, perro… folla… folla… —su voz rompía en cada embestida—. Más fuerte.

El ritmo se volvió frenético, casi animal. Ella tensó las piernas, arqueó la espalda, y el orgasmo le llegó como un latigazo, abierto, escandaloso, llenando el salón con un grito que no intentó contener.

Se derrumbó en el sofá, riendo entre respiraciones agitadas, todavía temblando mientras Alberto, ya despegado de ella, permanecía de pie gozando con su mirada del placer de ella.

—Ay dios… qué apretón, ¿no? —sus labios dibujaron un gesto irónico.

—Eres tremenda, Vane…—murmuró con una devoción indisimulada.

Cuando Vanessa se recuperó, se subió las bragas y los leggins y tras emitir un gran suspiro, miró a Alberto de costadillo.

—¿Vamos a cenar?.

—Me ducho primero.

—No, no te duchas hoy— y se giró para ir a la cocina.

La cena transcurrió tranquila, sin tensión sexual ni nada fuera de lo habitual. Hablaron de cosas nimias: una compañera nueva en el trabajo de Vanessa que hablaba demasiado alto, un vídeo absurdo que Alberto había visto en el gimnasio, una discusión sobre si hacer o no una escapada en otoño. Era la clase de conversación que solo se da cuando dos personas llevan tiempo viviendo juntas, donde nada pesa y todo fluye.

—Tengo que quedar con mi hermana un día de estos—comentó Vanessa mientras recogía el plato—. Hace mucho que no nos juntamos.

—¿Las dos solas o tendré que aguantar a Carlos?—respondió él con gesto torcido.

—Solas, sin tíos pedorros aguafiestas.

Esa normalidad, tranquila y suave, les caía bien.

Después de cenar, se fueron al sofá. Vanessa se dejó caer a un lado y, sin pensarlo demasiado, elevó los pies y los apoyó sobre el regazo de Alberto. No hubo nada erótico en el gesto: era puro cansancio.

—Hazme cariñitos —pidió ella, moviendo apenas los dedos como una señal.

Alberto sonrió y empezó a masajearle los pies con los pulgares. Ella soltó un suspiro largo.

—Uf… así sí —dijo cerrando los ojos—. Hoy me duelen un montón.

Él siguió un rato más. La luz de la televisión parpadeaba sobre los dos, sin que ninguno prestara mucha atención a lo que estaban viendo. A veces Vanessa abría los ojos, lo miraba un segundo, y volvía a cerrarlos. Había una intimidad cálida, familiar, que los envolvía sin esfuerzo.

Pasaron así veinte minutos. En algún momento, ella retiró los pies y se giró para apoyarse en él, dejando que su cabeza reposara en su hombro. Él la rodeó con un brazo. No hablaron más. No hacía falta.

Cuando se hizo tarde, Vanessa apagó la tele y se incorporó.

—Vamos a la cama —dijo simplemente.

Entraron en el dormitorio. Vanessa dejó caer la camiseta sobre una silla y ajustó las almohadas. Él se quitó la ropa sin pensarlo demasiado, como todas las noches. La rutina era cómoda.

Ella se acomodó primero, semitumbada sobre el cabecero y los almohadones, en una postura que Alberto reconoció sin que nadie la nombrara: medio recostada, piernas ligeramente abiertas y flexionadas, respiración lenta. Cuando se despojó de las bragas, inmediatamente supo lo que pasaría a continuación.

—Te vaciaré antes de dormir—dijo Vanessa, sin énfasis, sin sonrisa. Como si dijera “cierra la ventana” o “apaga la luz del pasillo”. Una frase práctica, no una invitación.

Alberto sintió esa frase en el cuerpo antes que en la cabeza. No tuvo dudas sobre dónde colocarse.

—Frótate con mi pierna para que se te ponga dura.

Así lo hizo, mientras ella se acariciaba lentamente. Cuando comenzó a sentir la humedad en la entrepierna y observó la polla de Alberto ya preparada. Le hizo un gesto que él entendió a la primera.

Se situó entre sus piernas, dándole la espalda, ajustándose con cuidado. Se había convertido en una posición para momentos especiales. Con dificultad se acopló a ella, entrando en su calidez húmeda lentamente.

Vanessa pasó las manos por sus costados, guiándolo con un gesto suave, casi distraído.

—Así está bien —murmuró.

Alberto comenzó a moverse despacio, sin buscar nada concreto. Solo seguir el ritmo que ella marcaba con las manos, con la respiración, con ligeros movimientos de cadera. Un ritmo estable, pausado, casi meditativo.

Al cabo de un rato, Vanessa apoyó los dedos en su cadera.

—Para.

Él se quedó quieto al instante, dentro de ella, sin moverse.

Vanessa deslizó una mano por su espalda baja, luego por las nalgas, bajando después hacia la base del cuerpo de él. Acarició con la yema de los dedos, con una suavidad que no tenía nada de teatral. Era casi un examen, un tanteo íntimo.

—Estás muy tenso… —susurró—. Y aquí también.

Acarició los testículos, las nalgas, la zona lumbar.

—Te pinchan los huevos…ya sabes que me gusta que estén perfectos…

—Lo iba a hacer en la ducha…

—Ya. ¿Estás bien?.

Sin esperar, ni recibir más respuesta que los jadeos de Alberto, movió la mano hacia la almohada a su lado y palpó debajo, buscando algo con naturalidad. Sacó el vibrador pequeño que habían comprado hacía algo más de una semana, un aparato discreto, sin la menor carga simbólica. Un objeto más del cajón, como la crema hidratante o el cargador del móvil.

Vanessa lo encendió con un clic apenas audible.

—Quieto… —dijo en voz muy baja.

Él no se movió.

Ella apoyó suavemente el aparato en los testículos, en el perineo de él, y en el clítoris de ella, ajustando la inclinación con precisión tranquila.

Mientras mantenía el vibrador donde quería, le acarició la cadera con la otra mano.

—¿Vas bien, perrito? —murmuró—.¿tienes ganitas de llenarme?.

—Si…si…ay…si, Vane… te amo…si…

La respiración de Alberto cambió. No necesitaba moverse; de hecho, moverse habría estropeado algo. Vanessa lo guiaba con pequeñas palabras, con toques mínimos en la espalda. Su tono era suave, casi distraído, pero firme.

Finalmente, él dejó escapar un sonido breve, contenido, y su fue exudando su placer dentro de ella. Vanessa lo sostuvo con las manos para que no perdiera el equilibrio. Apagó el vibrador sin hacer ruido.

Él se quedó unos segundos quieto, sin saber muy bien cómo apartarse. No tenía prisa.

—Ven —dijo ella, tirando suavemente de él hacia un lado—no derrames nada…

Alberto se volvió hacia ella. La mano de Vanessa se posó en el pubis.

—Ahora toca limpiarme —dijo con una naturalidad impecable.

Él no respondió: simplemente se inclinó hacia ella, con la misma calma, con la misma entrega de todas las noches en las que debía realizar esa clase de limpieza..

Vanessa apoyó una mano en su cabeza para guiarlo al principio, luego la dejó caer al colchón, relajándose.

Él sabía exactamente cómo llevarla allí.

Y ella sabía exactamente cuándo soltar un suspiro, cuándo tensar apenas las piernas, cuándo arquearse un poco más.

Cuando Vanessa se corrió, lo hizo en silencio. Solo un temblor breve, un ahogo de aire, un suspiro que se apagó en su garganta.

Después, pasó un brazo por debajo de su cuello y lo atrajo hacia ella.

—Así está bien —susurró.

No dijo más.

Él tampoco.

(CONTINUARÁ… ¿QUIZÁS?)