Cosquillas

Voy a contar una historia que, por casualidad, se convirtió en un relato erótico.

Nunca antes me había interesado escribir sobre sexo, pero lo que me ocurrió fue tan raro y excitante, que sentí la necesidad de contarlo, y me hubiera dado mucha vergüenza hablarlo con una amiga.

Para empezar, les cuento que mi nombre es Andrea, y estoy de novia hace más de tres años con Marcos.

Nos conocimos en la universidad, y ambos tenemos 27 años.

Somos uruguayos, pero gracias al trabajo de él, vivimos en Portugal desde comienzos de año.

Marcos es una de las personas más arrogantes y machistas que yo haya conocido, pero también una persona muy tierna y comprensiva.

También hay un detalle fundamental, que puede parecer anecdótico, pero ya verán que es la base de la historia: Marcos es la persona con más cosquillas que yo haya conocido.

Si bien mide más de 1,80 y tiene un cuerpo moldeado a base de gimnasio, las cosquillas son un punto débil que podrían hacerlo rendirse de rodillas en segundos.

La historia que quiero relatarles comenzó hace apenas un par de semanas, durante una discusión sobre el significado de una palabra en portugués, donde como siempre, el creía tener la absoluta razón.

Antes de consultar el diccionario, decidimos apostar algo sobre cuál de los dos estaba equivocado.

Esto era muy común entre nosotros, y generalmente las apuestas eran para ver quién lavaría los platos a la noche, quién se encargaría de llevar la ropa a lavar el fin de semana, etc.

Tengo que reconocer que generalmente él era quién ganaba, y yo terminaba haciendo todos los quehaceres, y además tenía que aguantarme que me humille, bromeándome durante días.

Esta vez, como la discusión fue grande, decidimos apostar algo más.

Él propuso: «el que pierde, tiene que hacer todo lo que el otro quiera durante todo el fin de semana». Yo estaba tan segura que repliqué «¿Todo todo?». El afirmó con una sonrisa. Entonces extendí la mano y dije: «hecho».

No pueden imaginar la alegría que sentí cuando abrimos el diccionario y vimos que yo tenía razón.

Marcos se quedó petrificado, y a pesar de que como buen arrogante buscó la forma de justificarse, ya no había marcha atrás. Ese fin de semana sería mío.

Durante los días precedentes, pensé en todo lo que haría con él. No quería que fuera algo tan simple como lavar, planchar o cocinar.

Como era la primera vez que yo tenía razón, quería realmente humillarlo como él lo hubiera hecho conmigo si hubiera ganado.

Y lo primero que pensé fue en las cosquillas. Sabía que no las soportaba, e ideé todo un plan para que tenga que sufrirlas.

Cuando llegó el sábado, empezó el juego. Primero comencé por despertarle temprano y pedirle que me traiga el desayuno a la cama.

Luego de desayunar le di una lista de cosas para que fuera a comprar al súper. Ya de mal humor (Marcos ODIA ir al súper), se vistió y se preparó para salir.

Y cuando estaba en la puerta, le dije: «ah, me olvidaba… pasa por una tienda y tráeme varias cuerdas de un metro de largo cada una. Intrigado, me preguntó:

– ¿Y eso para qué lo quieres?

– ¿Qué habíamos apostado? No tengo que darte explicaciones, ¿no? – respondí con una sonrisa.

Cuando Marcos volvió, yo ya lo estaba esperando sentada en el sillón. Desde allí, le ordené que guardara todo lo que había comprado, y que viniera luego a la habitación con las cuerdas.

Creo que ya en ese momento debe haber imaginado parte de lo que ocurriría.

Cuando llegó a la habitación, le ordené que no dijera ni una sola palabra, y cumpliera con su palabra de hacer todo lo que le pidiera.

-Está bien – contestó – Estoy en tus manos.

Le dije que se quitara toda la ropa, menos el slip. Luego le dije que se acostara boca abajo en la cama, y pusiera las manos tras la espalda.

No abrió la boca, y obedeció todo al pie de la letra, aunque cada tanto largaba una risa nerviosa. Sin dudas no disfrutaba teniendo que tragarse su orgullo y arrogancia, para aceptar sumisamente mis órdenes.

Yo comencé a atarle las manos a la espalda. Le di varias vueltas a la cuerda, hasta estar segura de que no podría desatarse. Le acaricié con mis uñas la espalda hasta llegar a sus muslos, que magree fuertemente.

Como a todo machista, sabía que eso tampoco le gustaba. Luego junté sus piernas y con otra cuerda le amarré los pies desnudos a la altura de los tobillos. Me incorporé y disfruté de verlo totalmente entregado.

-Bueno, mi amor –le dije- te propongo algo: si puedes desatarte en dos minutos, se termina el juego y quedas libre. Sonrió y comenzó a contorsionarse para zafar.

Me senté a su lado, y cronómetro en mano veía cómo él hacía sus máximos esfuerzos por desatarse, girando de un lado a otro de la cama.

Verlo tan indefenso comenzó me hizo sentir poderosa, y eso comenzó a excitarme mucho. No conocía ese lado sádico de mi persona, pero me divertía mucho.

Cuando pasaron los dos minutos, le adelanté lo que venía: le dije que ahora le haría cosquillas en los pies durante todo el tiempo que quisiera.

Su cara se transformó. Me miró casi con miedo. Hasta me rogó que no lo hiciera (nunca pensé que lo haría). Pero no lo escuché.

Pese a su negativa y a sus intentos desesperados por evitarlo, me senté sobre sus piernas para inmovilizarlas, y comencé a hacerle cosquillas en las plantas de los pies. Marcos gritó, insultó, y rió como nunca lo había hecho.

Cuando veía que casi no podía respirar, yo paraba durante unos momentos, y al rato volvía a comenzar. Movía los dedos de los pies incesantemente.

Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Y sus rodillas, a la altura de mi sexo, me rozaban y me hacían sentir cada vez más caliente.

Noté que estaba mojada como nunca lo había estado.

Marcos me rogaba por favor que me detuviera y eso me hacía sentir más poderosa y más caliente.

Finalmente, dejé de torturarlo y me puse a un costado para verlo. Él seguía moviéndose, como si las cosquillas tuviesen efecto retroactivo.

Sin embargo, algo me llamó la atención: su miembro estaba inmenso, y se marcaba bajo el slip. Sin dudas esta situación también a él le gustaba, aunque no quisiese reconocerlo.

Moví mi mano y comencé a rozar su pene sobre la tela. Al rato, sus quejidos comenzaron a convertirse en pequeños gemidos.

Me pidió que lo desatara, pero me negué: ahora yo tenía nuevos planes.

Me puse sobre él, y comencé a besarlo y morderlo, desde el cuello hasta la punta de los pies, pero evitando su sexo, que apenas rocé con la yema de mis dedos.

Le bajé el slip, y lentamente acerqué para chupársela. Lo hice durante un par de segundos, pero el comenzó a moverse más fuerte, como cuando está a punto de acabar. Y era lo que yo menos deseaba.

Pese a sus quejas, me alejé de su miembro. Me desnudé, volví a su lado, y con un pañuelo que había tomado de mi cajón, le vendé los ojos para hacerlo sentir aún más indefenso.

-Ahora, mi amor, si querés que te la siga chupando, me la vas a tener que chupar vos a mí.

Sabía que a él no le gustaba. Y nunca había accedido a practicarme sexo oral pese a todos mis pedidos.

Esta vez, aprovechándome de su indefensión, me arrodillé colocando las piernas a cada lado de su cabeza, y apoyé prácticamente mi sexo húmedo sobre sus labios.

Casi con desesperación, Marcos comenzó a besarme, y a meterme la lengua hasta el fondo. Parecía un experto, como si toda su vida hubiese practicado sexo oral.

Yo estaba tan caliente que comencé a gemir excitadísima, mientras su lengua recorría todo mi interior y mis manos tiraban de su pelo y guiaban su cabeza por todo mi sexo.

En minutos, comencé a acabar a los gritos sobre su boca, y caí prácticamente desmayada sobre la cama, a su lado.

Me recobré después de unos minutos. Marcos, casi sin voz, me dijo:

– ahora te toca a vos… por favor…

Me quedé unos segundos mirándolo.

Nunca lo había visto tan tierno. Rogándome, ahí atado de pies y manos, con todo el cuerpo sudado, con los ojos vendados y su mástil a punto de explotar. Sabía que apenas rozándolo con mi boca acabaría como nunca lo había hecho.

Casi me apiado de él. Pero sin embargo, recordé su machismo de siempre. Y todas las veces que, teniendo sexo, él había acabado antes que yo, dejándome hirviendo mientras se daba media vuelta y dormía plácidamente.

Entonces preferí hacerlo sufrir un poco más, y explorar ese lado sádico que empezaba a descubrir de mí.

Me levanté, y tomé otros dos pañuelos aprovechando que él no podía verme con sus ojos vendados. Le dije que me iría a bañar y que saldría un momento.

En cuanto se quejó y me insultó, le metí uno de los pañuelos dentro de la boca, y lo aseguré con el otro.

Así lo dejé, refunfuñando y atado sobre la cama, mientras me preparaba para salir.

Sabía que lo tenía en mis manos. Sabía que, al volver, me alcanzaría darle todo el sexo que él necesitaba, para que me perdone y tenerlo nuevamente a mis pies.

Y sabía que aún seguía la apuesta, y que faltaba mucho para que termine ese fin de semana.