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Después de la sesión fotográfica

Después de la sesión fotográfica

Mientras aquella cuchilla fina y fría pasaba por mi sexo húmedo me preguntaba como había podido llegar hasta allí.

Era la necesidad de tener algún dinero que fuera mío. ¿Para qué? Pues para comprarme cosas, ropa, libros, perfumes, barras de labios, todo aquello que podía hacer feliz a una chica de apenas veinte años, buena estudiante y a la que también le gustaba salir y arreglarse.

El dinero apenas llegaba a mis manos.

El trabajo de mi madre era excesivamente duro y mal pagado, como el de mi padrastro.

No nos llegaba para lo más necesario, mucho menos para caprichos. Y yo me limitaba a sacar adelante mis estudios cuidando niños, haciendo la limpieza a alguna vecina o simplemente haciendo de dependienta en algún supermercado los fines de semana.

Mis estudios, como decían tanto mi madre como mi padrastro eran importantes y no debía abandonarlos a menos que nuestra situación fuera tan precaria que se necesitara mi sueldo para subsistir.

Pero un día llegué hasta aquel estudio de fotografía, atraída por el anuncio que había visto en el tablón de anuncios de la universidad, me pagarían bien.

Y en la entrevista que pasé me dijeron el objetivo: exponer mi cuerpo a la cámara, desnudándome progresivamente y que no me preocupara porque no habría penetración ni otras prácticas aparte que exponer mi cuerpo.

Me citaron un día por la tarde, a media tarde, lo recuerdo, lloviznaba.

Aquella noche no había dormido dándole vueltas a la idea, el solo hecho de pensar en ello me erizaba la piel, me encogía el estómago.

Pero finalmente dije que sí.

Todo fue como me habían prometido. Era una sala blanca, lechosa, con cámaras y luces por todas partes.

Me maquilló una chica jovencita, morena, que me dijo que tranquila, que no iba a pasarme nada y al final hasta seguro que me gustaba.

Poco después ella misma fue quien me depiló el sexo poco a poco, sonriendo mientras con una toalla me lo fregaba con suavidad y diciéndome con malicia que parecía que me había gustado demasiado todo aquello.

Después de depilarme me continuaron haciendo fotos, yo totalmente desnuda, andando, quieta, arrodillada, tocándome el sexo, introduciendo los dedos igual que cuando me masturbaba en silencio de la noche, oyendo los jadeos siempre demasiado escandalosos de mi padrastro.

Las fotos las habíamos empezado a hacer con toda la ropa que llevaba y poco a poco me fueron quitando alguna pieza de ropa. Las primeras fotos fueron bien, yo me iba poniendo como ellos me decían, se fijaban mucho en mi cara, me hacían abrir la boca, cerrarla, sacar la lengua.

Hasta que aquel hombre que disparaba la cámara dijo me ya me podía quitar la camiseta y mientras lo hacía él iba disparando como si nunca le faltara el carrete.

Me quedé en sujetador, me empezó el nerviosismo.

Me riñó diciéndome que si me tenia que poner así aquello no iba a salir adelante. Les pedí perdón y intenté tranquilizarme, hasta que me hicieron quitar los vaqueros.

Así lo hice y me fui deslizando por aquella habitación blanca donde mis bragas y mi sujetador negros destacaba en toda aquella blancor de leche. Y llegó lo que me daba más miedo de todo.

Tuve que quitarme el sujetador. Empezaron a fotografiar mis pechos desnudos mientras yo seguía sus órdenes.

De tocármelos, apretármelos, arrodillarme tocando con mis pezones bien tiesos en la moqueta negra.

Todo tal y como ellos me decían hasta que poco a poco fui tomando las riendas de mi cuerpo, dejándome ir, arqueándome erizando mis pezones y estirando de ellos porque todo aquello comenzaba a gustarme.

Me estiré en el suelo, de espaldas, arqueando las rodillas, abrazándolas contra mi. Hasta que me dijo que me quitara las bragas.

Lo hice sin replicar, dejándolas caer donde el resto de la ropa. Hicieron unas cuantas fotos directamente a mi sexo oscuro, a mis manos encima de él, dentro de mi, mi sexo anhelante, ávido de unas caricias que no fueran las mías.

Y entró la chica del principio, la que me maquilló.

Entró con un instrumental que me pareció extraño. Vengo a depilarte, me dijo. Y nunca hubiera podido imaginar a qué se refería.

Con la de veces que mi antiguo novio me lo había pedido y yo siempre me había negado. Habíamos roto no hacía demasiado, aún lo recuerdo.

Y empezó a depilarme mientras el hombre que me había hecho las fotografías nos miraba fumándose un cigarro.

Hubiera preferido no tenerlo allí delante, mirando mi sexo con indiferencia.

Y lo hubiera preferido porque aquello me estaba gustando demasiado y prefería que no me lo notara en la mirada, en la humedad de mis labios, en mis pezones erizados, en mis pupilas dilatadas.

Cuando no había ni un solo pelo ocultando mi rajita todo empezó de nuevo, los movimientos, mis dedos, mi sexo desnudo, mi cuerpo en el suelo, arqueándome.

Hasta que de pronto me dijo que habíamos acabado, que me vistiera y pasara a cobrar.

Salí de allí fría, desangelada, con el dinero en el bolsillo y con un ardor en el cuerpo que no sabría como podría apagar.

Lo descubrí en entrar en casa, en un hecho que cambió mi vida.

Mi padrastro estaba en casa, me abrió la puerta y fui directamente a mi habitación.

No sabía si quería masturbarme, pero necesitaba estar sola, conmigo misma, sin pensar en nada más que en olvidar todo aquello que nunca más repetiría.

En la habitación me desnudé. Me miré al espejo. Acaricié mi sexo como si algo de él ese día hubiera cambiado.

Y mientras lo hacía, a través del espejo vi la mirada de mi padrastro, fija en mi, mirándome como yo no recordaba que nunca hubiera hecho.

—¿Quién te ha pelado el conejo?

Me preguntó hiriente, inquisitivo.

—Salga de aquí, por favor, déjeme.

—Te he hecho una pregunta y me vas a responder.

—No, no le voy a decir nada porque eso es cosa mía.

—Y cosa de tu madre, porque en cuanto venga se lo voy a decir a ver que opina ella sobre los conejos pelados. Se que no le gustan.

–-Cállese —le dije mientras ocultaba mi cuerpo con la camiseta, con las manos —y no le diga nada, por favor.

—¿Me lo estás pidiendo por favor? Sabes que con eso no hay suficiente, ¡eh!

—¿Qué quiere, qué quiere que haga? Le pido que no lo diga, es algo que no podría soportar.

—¿Quién te lo ha hecho? ¿Te ha gustado?

—Nadie, no se lo pienso decir.

—Pues ya sabes… Mira, tengo una idea. Tu y yo, ahora mismo nos tocamos un poquito, te toco tu conejito y te lo follo, porque yo tengo ganas y tú también. Y después lo dejamos, vaya, que me olvido de tu chocho.

Y no me dio tiempo a decir nada que sus gruesas manos se introducían en mi sexo y yo dejaba caer la camiseta, me convulsionaba en sus manos y me dejaba introducir sus dedos en mi cuerpo.

—Te gusta, eh? Ya te he visto que has entrado desesperada, por eso he entrado. Mira, tiéndete. Putita mía. Siempre he querido que lo fueras, siempre.

—¿Qué hace? ¿Qué hace? —dije mientras él me estiraba de espaldas en la cama y de desabrochaba los pantalones.

—Venga, venga, no hagas ascos, te gusta que te toquen las tetas, si las tienes bien de punta, no me engañas. ¿Lo hacía así tu novio?

Y me sobó las tetas con sus manos, con la lengua, con los labios, con unos mordiscos por todo el cuerpo que me hacían temblar de tan profundos, de tan ásperos, de tan fuertes.

Y él fue perdiendo su ropa hasta que su sexo erecto, grande y gordo, inmenso, como yo nunca había visto se abrió camino en mi sexo carnoso, hiriéndolo con fuerza, apretándose contra mí, moviéndose a un ritmo frenético que no yo no podía corresponder porque su peso me impedía los movimientos.

Me sentía ahogada y lloraba. Y empecé a gritar, de dolor, de gusto, de miedo.

—No siga, no lo haga. Me duele.

—Quiero que te duela, vale, conejito pelado…

—No, por favor.

—Calla y muévete, muévete, cariño mío, mi niña.

—Así, así, siga —dije finalmente porque sus embestidas eran cada vez mayores y su pene grueso y duro me frotaba el clítoris que yo ya traía erguido aquella noche y entraba bien dentro de mí, como en una cavidad sin fondo, pero estrecha.

Y después de unos quejidos roncos, duros y fuertes y un tiempo en que él no dejó de moverse, dejó ir toda su esperma dentro de mí, inundándome, de placer, miedo.

Me dejó los dientes clavados al lado del pezón derecho, aún lo recuerdo, y mi cara llena de una saliva espesa. Agotada, medio muerta, así quedé.

Y mi vida cambió porqué a partir de aquel día di placer a mi padrastro durante mucho tiempo, en unas sesiones largas y duras que cada vez deseaba con más avidez.

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