Era media mañana, como podría haber sido otra hora, cuando Ramón recibió una llamada.

Al otro lado del teléfono estaba Muñoz, el bedel del Archivo donde trabajaba su mujer.

El bedel, con su típica voz desgastada por el anís, le comunicó que su mujer iba de camino al Hospital Central.

Asustado y nervioso por la noticia, Ramón habló con sus superiores, cogió el primer taxi que vio y en poco tiempo llegó al Hospital.

En el Hospital se perdió varias veces siguiendo las indicaciones, pero al final llegó a urgencias por el método del azar.

Preguntó por su mujer a la enfermera encargada de los ingresos y la única respuesta que consiguió es que estaban los médicos aún con ella y que no podía decirle más.

Tenía los nervios a flor de piel al igual que por dentro le iba progresando el instinto asesino por tantas evasivas a sus respuesta.

Al poco tiempo de estar en la sala de espera abarrotada de millares de familiares en su misma situación, escuchó su nombre en una megafonía que no había sido renovada desde la Guerra Civil por los pocos fondos que dedicaba últimamente el Estado a la Sanidad.

Se levantó nervioso y temblando mientras se dirigía al lugar indicado.

Al llegar al lugar, en la puerta vio a un médico que le estaba esperando, apenas habría cumplido los 30 años, seguramente era un médico residente recién salido de la Facultad a los que matan a horas por un mísero salario.

El médico le invitó a sentarse en esa pequeña consulta y comenzó a relatar lo sucedido. Su mujer había llegado a urgencias a las 9:25 de la mañana, para tranquilizarle le dijo que había venido en un taxi y a pie.

Ingreso con un cuerpo alojado en la parte inferior de su cuerpo. Ese cuerpo era una botella de leche que había hecho vacío en la vagina de su mujer.

Se procedió a la extracción del cuerpo por varios métodos con el resultado de la rotura de la botella de leche y por consiguiente la finalización del vacío.

Como consecuencia de la rotura, las venas safena e iliaca resultaron dañadas con cortes de gravedad media y tuvo que ser intervenida con rapidez. La intervención fue un éxito y ahora su mujer se encontraba en observación.

Ramón aún no se creía lo que estaba ocurriendo. No se podía imaginar a su mujer en semejante actitud.

Aquella chica adolescente que conoció en tiempos franquistas que salía con su uniforme impoluto del colegio y que no le dejaba tocar. Incluso no entendía porque su mujer había llegado a esos extremos, todo eran preguntas que no entendía o que no quería entender:

¿Cómo había llegado su mujer a masturbarse con una botella de leche a las 9 de la mañana después de una intensa noche de amor?

¿Quién, hoy en día, compra la leche en botellas cuando es mucho más cómodo y ecológico comprarlas en tetrabrik?

¿Por qué mi mujer se tiene que correr a base de botellas de leche cuando me puede poner los cuernos con diez mil millones de hombres desesperados como Muñoz?

¿Y si, de todas maneras, prefiere masturbarse antes que acostarse conmigo o con otra persona, no era más cómodo un vibrador y evitar esta situación tan comprometida?

El médico le tranquilizó y no dejó de recordarle que ellos tienen un juramente y que en ese sentido guardarían la máxima discreción. Ramón más tranquilo agradeció al médico todo lo que había hecho, le estrechó la mano y salió de la consulta.

Ramón al salir de la consulta decidió que necesitaba tomar aire fresco, que ahora no le apetecía ver a su mujer.

Se puso en movimiento, vio un kiosco, compró un periódico cualquiera, lo abrió, buscó la sección de relax, recordó que ya había cobrado la paga extra de navidad y leyó: «Natalia, 23 años, universitaria caliente, especializada en beso negro ecológico, 50€». Ramón cerró el periódico, cogió el teléfono móvil, marco y…